Hace tiempo que los españoles se dieron cuenta de que este país estaba tejiendo los mimbres y pilares necesarios para poder constituirse en estado. Los militantes de la construcción nacional han sido en los últimos años diana de los zarpazos represivos. Pero también se han percatado de que para seguir imponiéndose requieren de otros métodos y medios que justifican sin rubor. Necesitan de la lucha ideológica, aunque a estas alturas ya no engañen a nadie.
Gracias a las sucursales españolas que son el Gobierno de Lakua y Nafarroa, y el jacobinismo francés, ahora no les basta con insultar a la inteligencia. No contentos de que los euskaldunes sean los únicos bilingües, siguen menospreciando y atacando una lengua, en lugar de promoverla e impulsarla. Y los graciosos de turno pretenden que víctimas y/o seudo-víctimas «del terrorismo» uniformicen y cercenen el pensamiento y el espíritu crítico del alumnado vasco. Tan burdo como honrar a torturadores y arremeter contra su denuncia. Y lo están haciendo.
Hablan de «tolerancia cero» contra quienes mantienen un compromiso coherente con su país, pero a cada día que pasa la intolerancia que emana de su actuación ‑imposición- política es cada vez más evidente. En la falta de respeto radican los principales problemas en este país. No respetan una identidad propia y diferenciada, una cultura y lengua propia, un territorio, una comunidad, una nación, e incluso una forma de ver, vivir y sentir la vida, aunque esto no responda a nacionalidades.
Pero a pesar de todo y a todos, hay fuerzas mayores que han hecho pervivir este pueblo. Poderes que llevamos cada uno de nosotros. El conocimiento da paso a la toma de conciencia, y con ello a las convicciones. El domingo fueron miles los vascos que mostraron orgullosos su convicción inquebrantable de lo que no son, ni serán jamás: franceses y españoles. Y frente a ello ya pueden decir misa, que a uno no le bajan de la burra.
El auzolan ha sido una de las características de los vascos. Una forma de hacer camino que vuelve a tocar sus puertas. Cada día que pasa es más palpable que el cambio político planea cerca, y para encauzarlo a la senda de la soberanía cada uno cuenta con un ladrillo para construir la casa. Sus cimientos, enraizados y centenarios, llevan demasiado tiempo esperándolas.