Todos recordamos las fotos de torturas que circularon por Internet. Se presentaban como trofeos de guerra que habían recogido unos cuantos soldados estadounidenses. Pero, al no poder verificar su autenticidad, los grandes medios de difusión no se atrevían a reproducirlas. En 2004, la cadena CBS les dedicó un reportaje. Comenzó así un gran movimiento de denuncia de los malos tratos infligidos a los iraquíes.
La cárcel de Abu Ghraib demostraba que la supuesta guerra contra la dictadura de Sadam Husein era en realidad una guerra de ocupación como cualquier otra, con la misma secuela de crímenes. Washington aseguró, como era de esperar, que se trataba de excesos cometidos a espaldas de los mandos por unos cuantos individuos no representativos, calificados como «manzanas podridas». Algunos soldados fueron arrestados y juzgados para que sirvieran de ejemplo. Y se cerró el caso hasta las siguientes revelaciones.
Simultáneamente, la CIA y el Pentágono iban preparando a la opinión pública, tanto en Estados Unidos como en los países aliados, para un cambio de valores morales. La CIA había nombrado un agente de enlace con Hollywood, el coronel Chase Brandon (un primo de Tommy Lee Jones), y contratado a célebres escritores (como Tom Clancy) y guionistas para escribir nuevos guiones para películas y series de televisión. Objetivo: estigmatizar la cultura musulmana y banalizar la tortura como parte de la lucha contra el terrorismo. Como ejemplo de ello, las aventuras del agente Jack Bauer, en la serie 24h, han sido abundantemente subvencionadas por la CIA para que cada temporada llevara un poco más lejos los límites de lo aceptable.
En los primeros episodios, el héroe intimida a los sospechosos para sacarles información. En los episodios siguientes, todos los personajes sospechan unos de otros, y se torturan entre sí, con más o menos escrúpulos y cada vez más seguros de que están cumpliendo con su deber. En la imaginación colectiva, siglos de humanismo fueron así barridos y se impuso una nueva barbarie. Esto permitía al cronista del Washington Post, Charles Krauthammer (que además es siquiatra) presentar el uso de la tortura como «un imperativo moral» (sic) en estos difíciles tiempos de guerra contra el terrorismo.
La investigación del senador suizo Dick Marty confirmó al Consejo de Europa que la CIA había secuestrado a miles de personas a través del mundo, entre ellas varias decenas –posiblemente cientos– habían sido secuestradas en territorio de la Unión Europea. Vino después la avalancha de testimonios sobre los crímenes perpetrados en las cárceles de Guantánamo (en la región del Caribe) y de Baghram (Afganistán). Perfectamente acondicionada, la opinión pública de los Estados miembros de la OTAN aceptó la explicación que se le dio y que tan bien cuadraba con las novelescas intrigas que la televisión le venía sirviendo: para poder salvar vidas inocentes Washington estaba recurriendo a métodos clandestinos, secuestrando sospechosos y haciéndolos hablar mediante métodos que la moral pudiera rechazar pero que la eficacia había hecho necesarios.
Fue a partir de esa narración simplista que el candidato Barack Obama se levantó contra la saliente administración Bush. Convirtió la prohibición de la tortura y el cierre de las prisiones secretas en medidas claves de su mandato. Después de su elección, durante el periodo de transición, se rodeó de juristas de muy alto nivel a los que encargó la elaboración de una estrategia para cerrar el siniestro episodio. Ya instalado en la Casa Blanca, dedicó sus primeros decretos presidenciales al cumplimiento de sus compromisos en la materia. Aquella prontitud conquistó a la opinión pública internacional, suscitó una inmensa simpatía hacia el nuevo presidente y mejoró la imagen de Estados Unidos ante el mundo.
El único problema es que, al cabo de un año de la elección de Barack Obama, se han resuelto unos cientos de casos individuales pero en el fondo nada ha cambiado. El centro de detención creado por Estados Unidos en su base militar de Guantánamo sigue ahí y no hay esperanzas de cierre inminente. Las asociaciones de defensa de derechos humanos señalan además que los actos de violencia contra los detenidos han empeorado.
Al ser interrogado sobre el tema, el vicepresidente estadounidense Joe Biden declaró que mientras más avanzaba en el expediente de Guantánamo, más cosas que hasta entonces ignoraba iba descubriendo. Y después advirtió a la prensa, enigmáticamente, que no se podía abrir la caja de Pandora.
Por su parte, el consejero jurídico de la Casa Blanca, Greg Craig, quiso presentar su renuncia, no porque considere que haya fallado en su misión de cerrar el centro, sino porque estima en este momento que se le ha dado una misión imposible.
¿Por qué el presidente de los Estados Unidos no logra que lo obedezcan en su propio país? Si ya todo está dicho sobre los abusos de la era Bush, ¿por qué se habla ahora de una caja de Pandora y qué es lo qué es lo que causa tanto temor?
El problema es que el sistema es en realidad mucho más extenso. No se trata solamente de unos cuantos secuestros y una prisión. Y lo más importante es que su finalidad es radicalmente diferente de lo que la CIA y el Pentágono le han hecho creer al público. Antes de emprender este descenso al infierno, es conveniente aclarar algo.
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El secretario de Defensa Donald Rumsfeld participó en las reuniones del Grupo de los Seis, que se encargó de escoger las formas de tortura que debían aplicar los militares estadounidenses. Aquí vemos a Rumsfeld durante visita a la cárcel de Abu Ghraib (Irak).
Contrainsurgencia
Lo que hizo el ejército estadounidense en Abu Ghraib no tenía nada que ver, por lo menos al principio, con los experimentos que está realizando la US Navy [la Marina de Guerra de los Estados Unidos] en Guantánamo y en sus otras prisiones secretas. Se trataba entonces simplemente de lo que hacen todos los ejércitos del mundo cuando se transforman en policía y se enfrentan a una población hostil. Tratar de dominarla a través del terror. En este caso, las fuerzas de la coalición reprodujeron [en Irak] los crímenes que los franceses cometieron durante la llamada batalla de Argel contra los argelinos, a los que además los franceses seguían llamando «compatriotas». El Pentágono recurrió al general francés retirado Paul Aussaresses, especialista en «contrainsurgencia», para que se reuniera con los oficiales superiores.
Durante su larga carrera, Aussaresses acompañó a los Estados Unidos dondequiera que Washington emprendió «conflictos de baja intensidad», principalmente en el sudeste asiático y en Latinoamérica.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos instala dos centros de entrenamiento en esas técnicas, la Political Warfare Cadres Academy (en Taiwán) y la School of Americas [conocida en español como Escuela de las Américas] (en Panamá). En ambas instalaciones se impartían cursos sobre la tortura destinados a los encargados de la represión en el seno de las dictaduras asiáticas y latinoamericanas.
Durante los años 1960 y 70, la coordinación de ese dispositivo se desarrollaba a través de la World Anti-Communist League, de la que eran miembros los jefes de Estado interesados [1]. Aquella política alcanzó considerable extensión durante las operaciones Phoenix en Vietnam (“neutralización” de 80,000 individuos sospechosos de ser miembros del vietcong) [2] y Cóndor en América Latina (“neutralización” de opositores políticos a escala continental) [3]. El esquema de articulación entre las operaciones de limpieza en las zonas insurgentes y los escuadrones de la muerte se aplicó exactamente de la misma manera en Irak, sobre todo durante la operación Iron Hammer [4].
La única novedad en el caso de Irak es la distribución entre los soldados estadounidenses de un clásico de la literatura colonial, The Arab Mind, del antropólogo Raphael Patai, con un prefacio del coronel Norvell B. De Atkine, jefe de la John F. Kennedy Special Warfare School, nueva denominación de la siniestra Escuela de las Américas desde que ésta se mudó a Fort Bragg (en Carolina del Norte) [5]. Este libro, que presenta en tono doctoral toda una serie de estúpidos prejuicios sobre los «árabes» en general, contiene un célebre capítulo sobre los tabúes sexuales, utilizados en la concepción de las torturadas aplicadas en Abou Ghraib.
Las torturas perpetradas en Irak no son simples casos aislados, como afirmó la administración Bush, sino que se integran en toda una estrategia de contrainsurgencia. La única forma de ponerles fin no es la condena moral sino la solución de la situación política. Pero Barack Obama sigue dilatando el retiro de las fuerzas extranjeras que ocupan Irak.
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Exitoso autor, inventor de la psicología positiva, profesor de la universidad de Pensilvania y ex presidente de la American Psychological Association, Martin Seligman supervisó las torturas experimentales aplicadas a los prisioneros en Guantánamo.
Los experimentos del profesor Biderman
Fue con una perspectiva muy diferente que el profesor Albert D. Biderman, siquiatra de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, estudió para la Rand Corporation el acondicionamiento de los prisioneros de guerra estadounidenses en Corea del Norte.
Mucho antes de Mao y del comunismo, los chinos habían perfeccionado refinados métodos destinados a quebrar la voluntad de un detenido e inculcarle el deseo de hacer confesiones. Su uso durante la guerra de Corea dio ciertos resultados. Prisioneros de guerra estadounidenses confesaban con toda convicción ante la prensa crímenes que quizás no habían cometido. Biderman presentó sus primeras observaciones durante una audiencia en el Senado, el 19 de junio de 1956, y más tarde, al año siguiente, ante la Academia de Medicina de Nueva York (Ver documentos disponibles en línea a través del vínculo que aparece al final de este artículo). Biderman definió 5 estados a través de los cuales transitan los «sujetos».
- 1. Al principio el prisionero se niega a cooperar y se encierra en el silencio.
– 2. Mediante una mezcla de brutalidades y gentileza, es posible hacerlo pasar a un segundo estado en que se le induce a defenderse de las acusaciones que se le hacen.
– 3. Posteriormente el prisionero empieza a cooperar. Sigue proclamando su inocencia pero trata de complacer a sus interrogadores reconociendo que quizás ha cometido alguna falta sin querer, por accidente o por descuido.
– 4. Cuando transita por la cuarta fase, el prisionero está ya completamente desvalorizado a sus propios ojos. Sigue negando las acusaciones de que es objeto, pero confiesa su naturaleza criminal.
– 5. Al final del proceso el prisionero admite ser el autor de los hechos que se le imputan. Incluso inventa detalles complementarios para acusarse a sí mismo y reclama que se le castigue.
Biderman examina también todas las técnicas utilizadas por los torturadores chinos para manipular a los prisioneros: aislamiento, monopolización de la percepción sensorial, cansancio, amenazas, gratificaciones, demostraciones del poder de los carceleros, degradación de las condiciones de vida, formas de sometimiento. La violencia física tiene un carácter secundario, la violencia sicológica se hace total y tiene carácter permanente.
Los trabajos de Biderman sobre el «lavado de cerebro» adquirieron una dimensión mítica. Los militares estadounidenses empezaron a temer que el enemigo pudiera utilizar contra Estados Unidos a los propios soldados estadounidenses ya acondicionados para decir cualquier cosa y quizás para hacer también cualquier cosa. Concibieron entonces un programa de entrenamiento destinado a los pilotos de caza estadounidenses para lograr que éstos se volvieran refractarios a aquella forma de tortura y evitar que el enemigo pudiera “lavarles el cerebro” si caían prisioneros.
Dicha forma de entrenamiento se denomina SERE, siglas que corresponden a Supervivencia, Evasión, Resistencia, Escape (Survival, Evasion, Resistance, Escape). En sus inicios, este curso se impartía en la Escuela de las Américas, pero hoy se ha extendido a otras categorías del personal militar y se imparte en varias bases. Este tipo de entrenamiento se ha implantado además en cada uno de los ejércitos que forman parte de la OTAN.
La decisión de la administración Bush, después de la invasión de Afganistán, fue utilizar esas técnicas para lograr inducir a los prisioneros a hacer confesiones que demostrarían, a posteriori, la implicación de Afganistán en los ataques del 11 de septiembre, validando así la versión oficial sobre los atentados.
Se procedió a construir nuevas instalaciones en la base naval estadounidense de Guantánamo y comenzó allí la realización de experimentos. La teoría del Albert Biderman se completó con los aportes de un psicólogo civil, el profesor Martin Seligman, conocida personalidad que fue presidente de la American Psychological Association.
Seligman demostró que la teoría de Ivan Pavlov sobre los reflejos condicionados tenía un límite. Se pone un perro en una jaula cuyo suelo está divido en dos partes. De forma aleatoria, se envían descargas eléctricas a uno u otro lado del suelo. El animal salta de un lado a otro para protegerse. Hasta ahí no hay nada sorprendente. Posteriormente, se electrifican los dos lados de la jaula.
El animal se da cuenta de que nada puede hacer para escapar de las descargas eléctricas y que sus esfuerzos son inútiles. Y acaba entonces por rendirse. Se acuesta en el suelo y cae en un estado de indiferencia que le permite soportar pasivamente el sufrimiento. Se abre entonces la jaula y… ¡sorpresa! El animal no huye. En el estado psíquico en que se encuentra ya ni siquiera es capaz de hacer oposición. Permanece acostado en el suelo electrificado, soportando el sufrimiento.
La Marina de Guerra estadounidense formó un equipo médico de choque. Esta envió al profesor Seligman a Guantánamo. Conocido por sus trabajos sobre la depresión nerviosa, Seligman es una vedette. Sus libros sobre el optimismo y la confianza en sí mismo son best-sellers mundiales. Y fue él quien supervisó experimentos realizados con personas como conejillos de indias. Algunos prisioneros, al ser sometidos a terribles torturas, acaban sumiéndose espontáneamente en el estado psíquico que les permite soportar el dolor, y que los priva también de toda capacidad de resistencia. Al manipularlos de esa forma, se les lleva rápidamente a la fase 3 del proceso de Biderman.
Basándose también en los trabajos de Biderman, los torturados estadounidenses, bajo la guía del profesor Martin Seligman, realizaron experimentos con cada una de las técnicas coercitivas y las perfeccionaron. Para ello se elaboró un protocolo científico que se basa en la medición de las fluctuaciones hormonales. Se instaló un laboratorio médico en la base de Guantánamo y se recogen muestras de saliva y de sangre de los “conejillos de indias” a intervalos regulares para evaluar sus reacciones. Los torturadoras han ido refinando sus métodos. Por ejemplo, en el programa SERE se monopolizaba la percepción sensorial impidiendo, mediante una música estresante, que el prisionero pudiese dormir.
En Guantánamo se han obtenido resultados muy superiores con los gritos de bebés reproducidos durante días enteros. Antes, el poderío de los carceleros se demostraba mediante golpizas a los prisioneros. En la base naval estadounidense de Guantánamo se creó la Immediate Reaction Force. Se trata de un grupo encargado de castigar a los prisioneros. Cuando esta unidad entra en acción sus miembros portan corazas de protección al estilo de Robocop. Sacan al prisionero de su jaula y lo meten en una pieza de paredes acolchadas y recubiertas de madera enchapada.
Proyectan al “conejillo de indias” contra las paredes, como para romperle los huesos, pero el tapizado amortigua parcialmente los golpes de forma que el prisionero queda atontado sin que se produzcan fracturas.
Pero el principal “adelanto” se ha logrado con el suplicio de la bañera [6]. Antiguamente, la Santa Inquisición sumergía la cabeza del prisionero en un tina llena de agua y lo sacaba justo antes de que muriera ahogado. La sensación de muerte inminente provoca una angustia extrema. Pero se trataba de un procedimiento primitivo y los accidentes eran frecuentes. Actualmente, ni siquiera hace falta una tina llena de agua sino que se acuesta el prisionero en una bañera vacía. Se le ahoga entonces vertiendo agua sobre su cabeza, con la posibilidad de parar inmediatamente. Ahora hay menos accidentes.
Cada “sesión” se codifica para determinar los límites soportables. Varios ayudantes miden la cantidad de agua utilizada, el momento y la duración del ahogamiento. Cuando esta se produce, los ayudantes recogen el vómito, lo pesan y lo analizan para evaluar el gasto de energía y el agotamiento provocado.
En resumen, como decía el director adjunto de la CIA ante una Comisión del Congreso de los Estados Unidos: «Eso no tiene nada que ver con lo que hacía la Inquisición, con excepción del agua» (sic).
Los experimentos de los médicos estadounidenses no se hicieron en secreto, como los del doctor Josef Menguele en Auschwitz, sino bajo el control directo y exclusivo de la Casa Blanca.
Todo se informaba a un grupo encargado de tomar las decisiones, grupo que se componía de 6 personas: Dick Cheney, Condoleezza Rice, Donald Rumsfeld, Colin Powell, John Ashcroft y George Tenet. Este último atestiguó que había participado en una docena de reuniones de trabajo de dicho grupo.
Pero el resultado de esos experimentos no es satisfactorio. Son pocos los “conejillos de indias” que han resultado receptivos. Se logró imponerles lo que debían confesar, pero su estado se mantuvo inestable y no ha sido posible presentarlos en público ante una contraparte.
El caso más conocido es el del seudo Khalil Sheikh Mohammed. Se trata de un individuo arrestado en Pakistán y acusado de ser un islamista kuwaití, aunque es evidente que no se trata de la misma persona.
Al cabo de un largo periodo de torturas, durante las cuales fue sometido 183 veces al suplicio de la bañera sólo durante el mes de marzo de 2003, el individuo dijo haber organizado 31 atentados diferentes a través del mundo, desde el atentado cometido en 1993 en Nueva York contra el WTC hasta los del 11 de septiembre de 2001, pasando por la explosión de una bomba que destruyó un club nocturno en Bali y la decapitación del periodista estadounidense Daniel Pearl. El seudo Sheikh Mohammed mantuvo sus confesiones ante una comisión militar, pero los abogados y jueces militares no pudieron interrogarlo en público porque se temía que, ya fuera de su jaula, se retractara de lo que había confesado.
Para esconder las actividades secretas de los médicos de Guantánamo, la Marina de Guerra estadounidense organizó viajes de prensa a Guantánamo para periodistas complacientes. El ensayista francés Bernard Henry Levy se prestó así para desempeñar el papel de testigo moral visitando lo que quisieron enseñarle. En su libro American Vertigo, Bernard Henry Levy asegura que el centro de detención de la base naval estadounidense de Guantánamo no se diferencia de las demás penitenciarías estadounidenses y que los testimonios sobre las torturas «han sido más bien inflados» (sic) [7].
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Una de las cárceles flotantes de la US Navy. Se trata del navío USS Ashland. La cala de fondo aplanado fue modificada para recibir las jaulas con prisioneros y disponerlas en varios niveles.
Las prisiones flotantes de la US Navy
En definitiva, la administración Bush estimó que era muy reducido el número de individuos que podían ser “acondicionados” al extremo de creer que habían cometido los atentados del 11 de septiembre. Concluyó entonces que una gran cantidad de prisioneros debían ser puestos a prueba para seleccionar a los más receptivos.
Teniendo en cuenta la polémica que se desarrolló alrededor de Guantánamo y para garantizar que fuese imposible cualquier acción legal en su contra, la Marina de Guerra de los Estados Unidos creó otras prisiones secretas y las situó fuera de toda jurisdicción, en aguas internacionales.
17 barcos de fondo plano, como los que se destinan al desembarco de tropas, fueron convertidos en prisiones flotantes con jaulas como las de Guantánamo. Tres de esos navíos han sido identificados por la asociación británica Reprieve. Se trata del USS Ashland, el USS Bataan y el USS Peleliu.
Si se suman todas las personas que han sido hechas prisioneras en diferentes zonas de conflicto o secuestradas en cualquier lugar del mundo y transferidas a ese conjunto de prisiones durante los 8 últimos años, resulta que un total de 80,000 personas deben haber pasado por ese sistema, entre ellas por lo menos un millar pudieran haber sido llevadas hasta las últimas fases del proceso de Biderman.
A partir de todo lo anteriormente mencionado, el problema de la administración Obama se resume de la siguiente manera: No será posible cerrar Guantánamo sin que se sepa lo que allí se hizo. Y no será posible reconocer lo que allí se hizo sin admitir que todas las confesiones recogidas son falsas y que fueron inculcadas de forma deliberada a través de la tortura, con las consecuencias políticas que ello implica.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, el tribunal militar de Nuremberg actuó en 12 juicios. Uno de ellos estuvo dedicado a 23 médicos nazis. Siete de ellos fueron absueltos, 9 fueron condenados a penas de cárcel y otros 7 fueron condenados a muerte. Desde entonces existe un Código Ético que rige la medicina a nivel mundial. Ese Código prohíbe precisamente lo que los médicos estadounidenses hicieron en Guantánamo y en las demás cárceles secretas.
Documentos adjuntos
«Communist attempts to elicit false confessions from Air Force prisoners of war», por Albert D. Biderman
Bulletin New York Academy of Medecine 1957 Sep ;33(9):616 – 25.
(PDF – 964 KB)
«The Manipulation of Human Behavior», bajo la dirección de Albert D. Biderman y Herbert Zimmer
John Wiley & Sons, Inc., New York (1961).
(PDF – 2.4 MB)
Documentos desclasificados por la Comisión del Senado de los Estados Unidos para las fuerzas armadas que demuestran el uso de la tortura de acondicionamiento en Guantánamo.
U. S. The Senate Armed Services Committee, 17 de junio de 2008.
(PDF – 3 MB)
Thierry Meyssan