A mediados del mes de octubre del año pasado escribí un texto corto sobre los trágico hechos de Bagua y sobre la continua lucha de los pueblos indígenas de la Amazonía y del Perú en defensa de sus tierras, sus recursos y su derecho a la vida. El ensayo fue recogido por Servindi [http://www.servindi.org/] y recibió más difusión de la que yo esperaba, algunas voces de apoyo y también algunos insultos que llegaron directamente a mi correo electrónico universitario. Hace pocos días la editorial Línea Andina me solicitó una contribución adicional a un libro colectivo que están preparando AIDESEP y CONACAMI. Acepto con gusto y humildad la invitación y me siento honrado de poder expresar una cuantas ideas que puedan fomentar el entendimiento entre todos los peruanos, la justicia social, la equidad cultural y la coexistencia pacífica y creativa de todas las expresiones histórico-culturales del país.
El pillaje neoliberal
El gran geógrafo inglés David Harvey ha afirmado que en esta etapa tardía del capitalismo neoliberal y global el proceso de acumulación del capital toma una nueva forma que él denomina “accumulation by dispossession”, es decir acumulación por despojo o acumulación por pillaje. La acumulación por despojo es el motor del neoliberalismo que aspira a mercantilizar todos los elementos de la naturaleza y del mundo e incluso del universo: todos los recursos, tierras, aguas, aire, animales, plantas, minerales, paisajes y sobre todo la gente pueden y deben ser mercantilizados. Es decir, tienen un precio y el capital los puede tomar (no solamente comprarlos) y disponer de ellos para su propio beneficio y ganancia.
Incluso el trastorno –o colapso- de Wall Street puede entenderse como el resultado intencional de la “acumulación por despojo”. Los enganches financieros e hipotecarios aparentemente baratos y finalmente impagables fueron ofrecidos al proletariado doméstico de los Estados Unidos con el pleno conocimiento de los banqueros y prestamistas de que los compradores iban a fallar en sus pagos (por el alevoso aumento astronómico de las tasas de interés) con lo que la institución financiera se podía reapropiar de las casas y también de los primeros meses de pagos hipotecarios de las víctimas de este pillaje. Las trampas financieras y “legales” de estos robos a mano armada del neoliberalismo, en el caso de los Estados Unidos, son invisibilizadas por los aparatos mediáticos que forman parte de los conglomerados financieros y bancarios siempre más monopólicos y en asociación con el gobierno federal de los EEUU. El público general tiene grandes dificultades en entender qué es lo que exactamente ha ocurrido y por qué repentinamente el sistema financiero y de crédito deja de funcionar.
Ocasionalmente, sin embargo, hasta la autocensura de los medios de comunicación en un descuido deja escapar algunos datos de los horrores de este sistema económico y social. En el New York Times del 11 de octubre de 2009 aparece la noticia de que numerosos cadáveres de familiares muertos son abandonados en la morgue y en los hospitales porque la gente no tiene dinero para pagar el entierro o la cremación. Sospecho que ni siquiera en los peores momentos de la Edad Media europea se llegó a estos extremos de miseria y desolación. La muerte de un ser querido se convierte en mercancía para la agencia funeraria (privada) y para el cementerio (casi siempre en subcontrato de la ciudad con agencias privadas). Aquí la acumulación por despojo se quita toda máscara de dignidad hipócrita y anuncia en spots televisivos perfectamente filmados que es indispensable que todo individuo de la tercera edad empiece a pagar en cómodas cuotas mensuales su propio entierro.
He dedicado algunas líneas a comentar estas manifestaciones del neoliberalismo en los mismos EE.UU. porque es a partir de este modelo socioeconómico, de este paradigma ideológico que se nos impone cotidianamente por los medios como salvación que hay que descifrar, analizar, criticar y eventualmente derrotar en sus interpretaciones políticas y empresariales a las élites peruanas en su adopción servil del modelo y en su implementación autoritaria del mismo.
El genocidio enmascarado
Unos de los éxitos más obvios del colonialismo europeo y estadounidense impuesto a los pueblos indígenas de todo el continente desde el siglo XVI, fue la construcción de un discurso ideológico generalizado que logró enmascarar a los ojos del mundo y de la historia el verdadero holocausto de los pueblos originarios de las Américas. Durante los primeros cien años de ocupación militar española el 95 por ciento de los indígenas de América desapareció. La guerra convencional y bacteriológica sumada a la guerra ambiental o ecológica lograron exterminar a los millones de pueblos indígenas que por milenios habían prosperado en el continente y construído sofisticadas y complejas formas de civilización. Los estudios recientes de demografía histórica empiezan a iluminar este período horroroso de la expansión europea y el costo verdadero que la humanidad indígena tuvo que pagar para el crecimiento desmedido de España, Europa y posteriormente Estados Unidos.
Ningún texto de historia y muy pocas escuelas de pensamiento social convencional han llamado a estas masacres masivas de hombres, mujeres, niños y ancianos por su verdadero nombre: genocidio. Si los más de 90 millones de muertos causados por la Segunda Guerra Mundial merecen el trágico nombre de genocidio y los 6 o más millones de judíos aniquilados por el nazismo se recuerdan como víctimas inocentes del holocausto, nada comparable ha sido recordado, escrito, conmemorado para los 300 o más millones de pueblos indios que murieron para enriquecer a las monarquías europeas y a las oligarquías coloniales y neocoloniales. El reiterado silencio de las intelectualidades nacionales sobre este doloroso y sangriento comienzo de la vida de Occidente en América marca la sucesiva sistemática alienación de las sociedades nacionales ante los propios pueblos indígenas que lograron sobrevivir y coexistir con los nuevos amos.
Hacia mediados de los años de 1960 la antropología francesa introdujo el término «etnocidio» para significar las políticas y prácticas de agresión y violencia de los Estados y el sector privado hacia los pueblos indígenas. Los barí de Colombia, cazados como animales por los colonos mestizos, se volvieron el emblema de esta nueva tipología del neocolonialismo. A los barí les siguieron las revelaciones sobre el etnocidio de los guayakí de Paraguay, los ñambikwara de Brasil y otros centenares de grupos indígenas de los que ni siquiera se conocía la existencia afuera de los círculos de la antropología. Lo absurdo de todo este movimiento inicial de la “antropología de rescate” es que no interesaba tanto la vida de los indígenas como el registro y documentación de sus culturas y lenguas en peligro de extinción. No era suficiente que pueblos indígenas enteros fueran diezmados o exterminados para que las comunidades nacionales, los gobiernos y los académicos llamaran las cosas por su verdadero nombre: estábamos asistiendo pasivamente al genocidio de pueblos enteros.
Cualquier diccionario define al genocidio como “la destrucción deliberada y sistemática de un grupo étnico-cultural, político o religioso”. Cómo y con qué métodos se lleve a cabo la destrucción de un grupo humano y cuán numeroso el grupo tiene que ser, no constituyen obstáculos para tipificar el hecho como genocidio. Los pocos centenares de ñambikwara, o los miles de witoto del Amazonas que fueron exterminados por los caucheros peruanos a finales del siglo XIX son tan víctimas de genocidio como los 800.000 tutsi y hutus de Rwanda o los millones de armenios victimados por el Estado turco-otomano.
En 1971 un grupo de antropólogos latinoamericanos se reunió en la isla caribeña de Barbados para debatir la situación de los pueblos indígenas de las tierras bajas de Centro y Sudamérica. La Declaración de Barbados I sobre la violencia sistemática, el despojo y las agresiones armadas a las que los pueblos indígenas estaban sometidos causó algunas reacciones entre los misioneros y los antropólogos y prácticamente ninguna respuesta de los gobiernos latinoamericanos que siguieron ignorando la situación de etno/genocidio que se daba al interior de sus países. Un solo gobierno respondió con rapidez al desafío de estas denuncias. La dictadura militar de Uruguay requisó inmediatamente todos los ejemplares del libro de Barbados I –publicado en español precisamente por una editorial uruguaya- y en la mejor tradición nazi-fascista los mandó a quemar. Se salvó la edición en inglés porque se publicó en Suiza. ¿Cómo interpretar este celo de los censores militares uruguayos? Creo que sin ni siquiera saberlo las dictaduras militares de Sudamérica que desembocaron en Pinochet asumieron para sí el rol de guardianes de la historia oficial de Occidente. Del Occidente cristiano y civilizado, cuyas expresiones más altas de civilización son que ha sabido asimilar e integrar (o eliminar) a los pueblos originarios del continente que vivían en la barbarie y en la oscuridad.
Nadie en nuestros países, y especialmente en Perú, quiere admitir que hay una corriente subterránea permanente de políticas sistemáticas de genocidio de los pueblos indígenas. En 1967 yo mismo denuncié en la revista Amaru (Nº 3, julio-septiembre) que el gobierno de Fernando Belaúnde Terry había mandado aviones de la FAP a bombardear con bombas incendiarias al pueblo matsés del alto Yaquerana. Para llevar adelante esta acción civilizadora el gobierno “democrático” de Belaúnde pidió ayuda a la International Petroleum Company para que sus ingenieros y técnicos estadounidenses enseñaran a los militares peruanos cómo construir bombas incendiarias. Las populares bombas Napalm que los EEUU estaban usando masivamente en Vietnam. Los bombardeos fueron ejecutados por la FAP con la ayuda logística de helicópteros de los EEUU especialmente traidos desde Panamá.
¿Cómo llamar este evento? ¿Con qué hipócritas metáforas esconder esta barbarie? ¿Qué más necesita hacer un gobierno, un Estado nacional y sus empresarios a los pueblos indígenas del Amazonas para que la acusación de genocidio entre a formar parte del léxico legal internacional y los gobiernos culpables de esta políticas sean responsabilizados?
La suma de estas políticas escandalosas de etno/genocidio llegó a repercutir tanto en la opinión pública europea que en 1981 la fundación Bertrand Russell convocó al IV Tribunal Internacional Bertrand Russell sobre los Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas. El Tribunal y su jurado internacional reunidos en Rotterdam (Holanda) escucharon y revisaron una muestra de más de mil casos de formas deliberadas y sistemáticas de etno/genocidio cometidos contra de los pueblos indígenas de América por los gobiernos y las empresas privadas. La condena moral del Tribunal Russell si bien no causó molestia alguna a los gobiernos por lo menos sirvió para ampliar la conciencia en un sector ilustrado de la opinión pública latinoamericana y fue capitalizada por algunas de las organizaciones indígenas y sus miembros.
Sin embargo la fuerza ideológica y mediática de los sucesivos gobiernos, el apoyo que reciben del poder imperial, tanto en armamentos como en sustentos ideológicos, logran mantener invisibles a las varias modalidades de agresiones y violencias sistemáticas en contra de los pueblos y comunidades indígenas. Desde las matanzas a cargo de la policía y el ejército que ocurren en la selva central en los años 1964 – 65, luego en el Madre de Dios, pasando por las masacres del senderismo/tupamarismo y del ejército en la década trágica para desembocar en los miles de refugiados ashanínka, nomatsiguenga y otros pueblos amazónicos obligados a abandonar sus territorios y exilarse en la pobreza más absoluta, la historia reciente de la Amazonía manifiesta de manera inequívoca e irrebatible la estructura política genocida del Estado peruano en relación con los pueblos indígenas de la selva. Hay una sola excepción a esta estructura política genocida, y como excepción confirma precisamente la norma, se trata del período de pocos años de la revolución velasquista que ofreció respiro político y legalidad a los pueblos y organizaciones indígenas de la Amazonía para su adecuación a las nuevas embestidas del mercado neoliberal.
Economía política del genocidio
Cabe preguntarse ¿Por qué el velasquismo fue una excepción? ¿Cómo explicarse que aun dentro del marco “revolucionario” y popular del velasquismo la expansión a fierro y fuego en pueblos y tierras amazónicas disminuyó e incluso hubo logros en la consolidación de medidas legislativas de apoyo a los reclamos territoriales indígenas? La explicación de esta aparente contradicción hay que buscarla en el desfase estructural de la economía peruana de las décadas de los 60 y 70 en relación con las reformas de la economía liberal que se estaban produciendo en los EEUU e Inglaterra y que culminaron con la consolidación de la Escuela de Economía de Chicago que dio nuevo impulso a la economía neoclásica con el nombre y el programa del neoliberalismo.
En síntesis, esta nueva versión de la economía burguesa proponía la no intervención del gobierno y el Estado en el mercado –éste se ajusta por sí solo a los vaivenes de la producción-circulación-consumo-; el rol tradicional del Estado como regulador de las disfuncionalidades y desigualdades socioeconómicas tiene que ser eliminado; no más estado de bienestar social, sino dejar que la ley de la competencia y eficiencia se convierta en el ente regulador del mercado. Margaret Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en EEUU fueron los abanderados de esta versión radicalizada –y hasta extremista- de la economía liberal. El Perú de los 70 pasó impunemente por estas reformas neoliberales mientras en Chile la dictadura militar las implementó a punta de bayoneta, desaparecidos y torturas logrando efectivamente enriquecer de manera vergonzosa a su oligarquía y empobrecer a trabajadores, campesinos y mapuches que fueron desposeídos de todos sus recursos. En el Perú del velasquismo, en cambio, una parte importante de la dirigencia política y una pequeña cúpula militar creía –aun sin decirlo demasiado en voz alta- en la ruta de una socialdemocracia adaptada a las necesidades del país y sus pueblos. Y sobre todo en un Estado con poderes reguladores y una ética de justicia social. Como se sabe, a partir del golpe de Morales Bermúdez el evangelio neoliberal volvió a tomar el control del Estado y de los gobiernos sin lograr del todo la cancelación total de las reformas estructurales que había establecido el velasquismo.
Acumulación por despojo y etno/genocidio
¿Qué tiene que ver todo esto con los pueblos indígenas de la Amazonía? Es aquí donde hay que retomar la propuesta analítica de David Harvey y su tesis de que en esta fase del capitalismo neoliberal global el proceso de acumulación del capital se da a partir del despojo o del pillaje de recursos, fuerza de trabajo y hasta dinero que están todavía bajo relativo control de algunas clases, grupos o, como en el caso de la Amazonía, de las nacionalidades/etnias indígenas. La misma historia de la expansi��n nacional de las fronteras agroforestales y ahora minero/petroleras explica por qué el despojo se tiene que dar en los territorios de los pueblos indígenas. ¿Adónde más puede el capital hacer pillaje y saqueo? ¿Adónde están todavía los bosques, las aguas, la riqueza biótica, los minerales, y desafortunadamente el petróleo sino en la Amazonía indígena? Este Perú de los territorios indígenas, que el Perú oficial, el Perú de la oligarquía en el poder, el Perú de las corporaciones transnacionales, de los mal llamados acuerdos o tratados de libre comercio considera como “colonias internas” que se pueden invadir, ocupar militarmente, someter, conquistar, saquear. No nos olvidemos que fue Belaúnde quien acuñó la frase digna de Pizarro: “La conquista del Perú por los peruanos” y que ahora este concepto de imperialismo barato ha sufrido la metamorfosis del “perro del hortelano” en un alarde presidencial de “profundo análisis histórico social”.
Hay necesidad de disfrazar el despojo y las consiguientes muertes por inanición de los pueblos saqueados con un aparataje legalista que pueda ser digerido por la opinión pública urbana y por las entidades financieras multilaterales. En esto la postdemocracia peruana ha avanzado mucho a partir de las enseñanzas y de las prácticas políticas de los EEUU. Todo robo, todo saqueo, toda ocupación territorial, toda incautación de bienes y finalmente toda violencia armada tiene que estar respaldada por una o más leyes. No hace falta remontarse a Marx para darse cuenta de que las leyes –incluso las que aprueban a carpetazo los congresistas diligentemente elegidos por el pueblo- constituyen simplemente el plan programático para ejecutar el robo con una apariencia de civilización. Es decir, que es importante para los gobernantes del neoliberalismo guardar un cierto estilo de conducta pública que los distancie de los narcotraficantes y del estereotipo del dictador de las república bananeras. Sin embargo los resultados son los mismos: los pueblos indígenas son depredados de tierras que han ocupado por milenios y recursos con los que han convivido de manera productiva y reproductiva desde tiempos inmemoriales. ¿Quiénes han domesticado la totalidad de las plantas comestibles y de uso de la Amazonía andina y de la selva baja? ¿Quiénes han creado y recreado el paisaje civilizado del bosque amazónico que durante milenios fue capaz de sustentar la vida de millones –no miles, sino millones- de personas? No fueron ciertamente los europeos ni los ciudadanos criollos de la republica oligárquica decimonónica y contemporánea expertos sólo en la devastación del bosque, en la depredación de los animales, en la contaminación de las aguas y en el ultraje permanente de los pueblos amazónicos.
La acumulación por despojo está siendo impuesta por el gobierno de Alan García y demás agentes de la oligarquía financiero-empresarial como modo económico extractivo dominante en la Amazonía. Las víctimas de este antiguo y renovado sistema de rapiña no son solamente los pueblos indígenas, los ribereños y los colonos pobres, sino toda la densa red de relaciones biótico-sociales que permiten la renovación de los recursos y enriquecen el paisaje en su diversidad productiva y su capacidad regenerativa. Al final de este modo criminal de extracción y acumulación sólo quedan desiertos, sabanas improductivas, pueblos enteros desaparecidos o demasiado debilitados para reconstituirse como agentes de su propia historia. Incluso una lectura superficial de la historia biótico-cultural de la Amazonía nos da los claros indicios de que éstos serán los resultados finales del saqueo. La trágica ironía de estas empresas de la economía liberal-burguesa es que la acumulación escandalosa de riqueza en pocas manos nacionales y transnacionales termina esfumándose en un mundo financiero y bancario especulativo fundamentalmente corrupto que reinvierte de manera incestuosa las ganancias en su propia reproducción de clase sin dejar que nada de esta riqueza se redistribuya ni siquiera parcialmente hacia abajo, hacia los pueblos saqueados o hacia proyectos productivos con objetivos morales de justicia social.
¿Qué hacer?
Desde los años 70 los pueblos indígenas de la Amazonía ‑las comunidades nativas- han irrumpido de manera incontenible en el escenario social, político y cultural nacional. Los pueblos indígenas de la Amazonía han entrado de lleno al Perú adormecido y embaucado por el consumismo de baratijas, por la desesperanza, por el desengaño cíclico de los partidos, y por la inequívoca certeza de que el sistema todo es corrupto e irremplazable. Los pueblos indígenas amazónicos organizados son un testimonio permanente de que ellos también son parte del Perú martirizado por los horrores de la amarga, mentecata e inútil década de violencia. Creo que la gran y monumental enseñanza que los pueblos indígenas de la Amazonía nos están dando es que se organizan y reorganizan, prescinden de los partidos, no se dejan seducir por ideologías y prácticas políticas generadas al exterior de sus trayectorias histórico-culturales y menos se han dejado embaucar por la retórica del desarrollismo y modernización que durante varias décadas han sido el disfraz del proyecto del capitalismo global.
Mientras la clase obrera está siendo dividida y desarticulada por un modelo de producción industrial (e incluso minera) fragmentado que obstaculiza las formas tradicionales de lucha sindical; mientras el desempleo y subempleo urbano aumentan vertiginosamente; y mientras el campesinado indígena y mestizo ha sido arrinconado a modalidades productivas poco rentables en un mercado competitivo de desventaja frente a las agroindustrias de alta tecnología y concentración de capital; los pueblos indígenas de la Amazonía, en cambio, han logrado mantener un cierto grado de autonomía y desvinculación del mercado capitalista apoyándose en la reconstitución y reforzamiento de sus economías sociales (las economías mixtas de subsistencia).
Es obvio que la pobreza sigue subsistiendo y que se acentúa en aquellas regiones donde la pérdida de recursos y la destrucción ambiental ponen a la comunidad en la disyuntiva de vender su fuerza de trabajo a las empresas extractivas o migrar de manera circular a otras zonas. Pero es así mismo claro que las comunidades nativas en gran parte han sabido evitar la disolución de la entidad étnico/comunal por abandono y desidia tendiendo a reconstituirse social y culturalmente incluso en condiciones muy desfavorables. Es el caso de las comunidades asháninkas del Ene martirizadas, deportadas y desplazadas por el senderismo y el ejército en una guerra de aniquilación étnica implementada con igual crueldad e idiotez por los dos bandos. Es imposible no ver en el caso de la espantosa violencia en contra de los asháninka del Ene la intención genocida de esas dos versiones fundamentalistas de un mismo proyecto nacionalista de “asimilación por exterminio”. Y a pesar de todo los asháninka viven, crecen, se adaptan, se organizan y nos dan lecciones de esperanzas.
No hay fórmulas políticas ni recetas culturales para compartir con los pueblos indígenas que se enfrentan a renovadas formas de opresión y violencia de Estado, a las políticas genocidas ocultas debajo de la retórica de la modernización y el desarrollo. Y si las hubiera serían fruto de la misma experiencia histórica de cada pueblo oprimido. Nosotros (yo) somos testigos, la mayoría de las veces lejanos y ausentes, que compartimos los sufrimientos y la rabia de los pueblos amazónicos e intentamos desenmarañar los engaños, las trampas, y el proyecto delincuente de esta vieja y nueva empresa colonialista llamada desarrollo y modernidad. La resistencia de los indígenas a la opresión y al exterminio sutil o abierto organizado por el Estado y sus amos nacionales o transnacionales tiene una larga historia que se remonta al siglo XVI. Poco hay que enseñarles a los awajún, por ejemplo, que ya en el siglo XVII expulsaron a los españoles de sus territorios o a los asháninka que cerraron las entradas a la selva central a los españoles y peruanos desde 1742 hasta 1848. Qué se le puede ofrecer en el campo de la organización etno-política a los yanesha que empezaron a organizarse para le defensa de sus tierras en 1967. Lo único que nosotros (yo) en solidaridad les ofrecería es el relato de sus historias de autonomía y resistencia, el compendio de siglos de oposición a ser sometidos, la memoria profunda de sus proyectos sociales y culturales utópicos que algunos de nosotros, fuereños indiscretos, llegamos a vislumbrar y comprender al calor de su hospitalidad.
Stéfano Varese es Antropólogo, catedrático en el Departamento de Estudios Indígenas (Native American Studies) en la Universidad de California, Davis.
Fuente: http://www.servindi.org/actualidad/25040