El Presidente emplea de mil modos la bandera de la solución civilizada al conflicto armado. Manifiesta su devoción por figurar en la historia como el hombre que consiguió la paz. Riñe incluso con los declarados defensores de la solución militar. Pacta con la insurgencia una Agenda sobre la cual realizar conversaciones definitivas. Se ufana de los avances alcanzados y habla de perseverar. Hasta promociona en el exterior el post conflicto.
Sin embargo, su actitud y sus hechos resultan mucho más reveladores que sus palabras. Una sola idea parece obsesionarlo, rendir la insurgencia, obligarla al desarme, la entrega y la desmovilización. Es el único resultado que para él cabe asimilar con la paz. La Mesa de La Habana se revela así para el gobierno nacional, como el escenario que facilitará la mecánica ordenada de la admisión de su derrota por parte de la guerrilla de las FARC-EP.
No lo expresan abiertamente, pero a estas alturas resulta imposible ocultarlo. El paso del tiempo, como las corrientes, va revelando lo que se esconde bajo el agua. Basta con examinar la conducta y las palabras tanto del Presidente Santos como del señor De La Calle, con relación a los dos casos más recientes del accionar de las FARC, en Arauca con los dos soldados y en el Chocó con el general, para despejar cualquier duda al respecto.
El Presidente siempre fanfarroneó con la consigna israelí de dialogar como si no hubiera guerra y hacer la guerra como si no hubiera diálogos. Negociar en medio del conflicto ha sido su posición permanente desde las primeras aproximaciones. Las reglas del juego que siempre reclamó fueron las que nada de lo que ocurriera en los campos de batalla tendría por qué afectar el curso de las conversaciones. Impuso incluso que las conversaciones en La Habana fueran ininterrumpidas.
Así quedaron excluidas de entrada en el Acuerdo General las posibilidades de congelamientos o suspensiones. Lo cual no excluyó su derecho a ordenar al alto mando militar, al menos una o dos veces por semana en sus discursos, arreciar con toda su fuerza y poder contra las FARC. El Presidente nunca ha cesado de proclamarse como el primer enemigo nuestro, el que más nos ha golpeado, el que ha conseguido matar medio centenar de mandos de todas las categorías.
Así que nada podía argumentar en contra del accionar militar de las FARC contra unidades del Ejército Nacional, en ejercicio de sus actividades de guerra y en sus áreas de operaciones. Pero decidió hacerlo, ordenando la suspensión del proceso y violando en forma flagrante no sólo su propia retórica sino los términos del Acuerdo General. La guerra vale y se aplaude si proviene del Estado, pero resulta reprochable si la realiza el adversario atacado. La ley del embudo.
Poner como condición para reanudar un proceso suspendido arbitrariamente, que la contraparte haga rápida entrega de sus prisioneros de guerra, equivale a un secuestro del proceso de paz por el Presidente. Y responder como lo ha hecho a sus críticos, que ponen de relieve la importancia de concertar un cese bilateral de fuegos para evitar ese tipo de sobresaltos, pone de manifiesto que el proceso de paz no es más que un simple instrumento en una estrategia final de guerra.
A la respuesta afirmativa de las FARC, que marca sin duda un hito en nuestro modo de obrar en ese tipo de situaciones, el gobierno nacional corresponde con una irracionalidad absoluta. Nuestros voceros en La Habana se reunieron con los enviados de Santos y los garantes, en un gesto que muy pocos valoran si se tiene en cuenta la suspensión unilateral de los diálogos por el gobierno, y de manera ágil concertaron procedimientos y protocolos para las liberaciones.
Pero el gobierno ha dispuesto paralelamente una operación militar sin precedentes, que no se detiene ni siquiera para posibilitar la realización de lo pactado entre las dos partes. La militarización del Atrato, los sobrevuelos, bombardeos y ametrallamientos crecen en ferocidad. Se insiste en un rescate por la fuerza, quizás en precipitar una desgracia que ninguno desea. Esa es la verdadera catadura del régimen. No hay que llamarse a engaños, Santos juega a lo mismo.
Como sucede con la Mesa y el Proceso, Santos pacta los protocolos, pero insiste en arrebatar por la fuerza los prisioneros, obstaculizando objetivamente el cumplimiento de aquellos. Es decir, viola nuevamente lo pactado. La realidad desbordó las reglas del juego defendidas por el gobierno. El Presidente, con su suspensión, tumbó el tablero donde jugábamos la partida, destruyó la confianza. Las cosas no podrán reanudarse así no más, habrá que hacer diversas consideraciones.
Qué difícil, cuán complicado resulta hacer comprender al Estado colombiano, a su gobierno, a las clases en el poder, que el conflicto de medio siglo al que buscamos poner fin con este proceso, se explica por unas causas que lo originaron y sostienen. Y que entre esas causas, haciendo un poco de lado la inequidad y las injusticias galopantes en el país, la más destacable es la intolerancia política, la persecución declarada contra quienes plantean alternativas distintas al régimen.
La violencia oficial, por vía militar, policial o paramilitar, se encuentra en la base del alzamiento armado nuestro. Estamos convencidos de que esta guerra no se hubiera producido jamás si el crimen y la persecución no se hubieran ensañado sistemáticamente contra los personeros de la oposición al régimen oligárquico. Ha sido tanta y tan reiterada la intención oficial de aniquilar la inconformidad, que se volvió legítimo apelar al recurso de las armas para hacer política.
Allí centramos las FARC el núcleo del proceso de paz. Desmontemos todas las formas de violencia política en nuestro país. La oficial y la insurgente. Reconozcamos las responsabilidades que quepan por ellas, ante el mundo, la nación y las víctimas. Hagamos hasta lo imposible por resarcir estas últimas. Pero abramos definitivamente las puertas al ejercicio de la oposición política a todas las corrientes, con plenas garantías, sin excluir a ninguno, pacífica y legalmente.
Aun el día de hoy vuelven a insistirnos en muestras de paz, en gestos contundentes que demuestren nuestra voluntad de reconciliación. Como si fuera poca cosa haber recibido al enviado del Presidente, después que nos insulta públicamente y suspende el proceso de paz en violación abierta a lo acordado. Como si no valiera nada haber continuado conversando pese a que el Presidente ordenó el asesinato de nuestro Comandante Alfonso Cano. Gestos de paz. Lo que se hace insostenible es que el Presidente se siga ufanando de matar y matar, mientras obra con histeria porque se le responde con dignidad. Seamos serios, Santos.
(*) Timoleón Jiménez es Comandante del Estado Mayor Central de las FARC-EP
Montañas de Colombia, 22 de noviembre de 2014.
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