La revolución social no se desarrolla en línea recta, no es el Grand Soir con que soñaban los revolucionarios ingenuos del siglo XIX, la caída espectacular del régimen capitalista en virtud de un acto de fuerza breve y certero y la sustitución casi automática del viejo orden de cosas por una sociedad más justa y más humana, surgida de la noche a la mañana, con todos los atributos de un mecanismo perfecto y regular.
Por asombroso que parezca, en nuestros días, a pesar de la experiencia decisiva de los últimos años, esa concepción ingenua y falsa sobrevive todavía en la conciencia de muchos militantes del movimiento obrero, lo cual les impulsa a rechazar todas aquellas acciones que no persigan como fin inmediato esa «revolución» miraculosa que en veinticuatro horas ha de realizar la transformación catastrófica y radical de la sociedad. Los «revolucionarios» de esa categoría —ni que decir tiene— reservan el mayor de los desprecios o la indiferencia más absoluta a problemas tales como el de la emancipación de las nacionalidades oprimidas.
Y, sin embargo, los movimientos nacionales desempeñan un papel de primer orden en el desarrollo de la revolución democráticoburguesa, arrastran a la lucha a masas inmensas y constituyen un factor revolucionario poderosísimo que el proletariado no puede dejar de tener en cuenta, sobre todo en países como el nuestro, en que dicha revolución no ha sido realizada todavía. Volver la espalda hacia esos movimientos, adoptar una actitud de indiferencia ante los mismos, es hacer el juego al nacionalismo opresor y reaccionario, aunque se pretenda cubrir dicha actitud con la capa del internacionalismo. La posición del proletariado ha de ser, a este respecto, clara y concreta e inspirarse en el propósito de estrechar los lazos de solidaridad entre los obreros de las distintas naciones que forman el Estado e impulsar la revolución hacia adelante.