Cuando llega el momento de asumir un balance de lo ocurrido en los últimos años en Chechenia, antes que nada se impone reseñar que las partes enfrentadas disienten a la hora de determinar si la guerra ha terminado o, por el contrario, prosigue. Mientras la primera es la versión oficial rusa, la segunda versión se ve abrazada por una resistencia que sigue controlando zonas de la parte más meridional y más montañosa del país. Las cosas como fueren, nadie duda que la posición militar rusa es hoy mucho más cómoda que la que se registró al amparo de la guerra librada entre 1994 y 1996. El Ejército ruso ha operado, por añadidura, en la más absoluta impunidad. Téngase presente que en Chechenia no hay observadores internacionales ni periodistas que puedan realizar su trabajo. Tampoco hay, por cierto, jueces ni fiscales que se encarguen de garantizar que algo que huela a Estado de Derecho se abra camino. Las secuelas de todo lo anterior son fácilmente perceptibles en forma de muertes, desapariciones, torturas, detenciones y extorsiones, en un escenario en el que las cancillerías occidentales prefieren mirar hacia otro lado.
Desde hace un tiempo, y en otro terreno, el Kremlin procura sacar adelante un programa de supuesta normalización en Chechenia, en esencia orientado a perfilar un Gobierno local manifiestamente prorruso. Aunque las inyecciones financieras y las operaciones de imagen acometidas han permitido apuntalar mal que bien ese Gobierno, lo cierto es que sus credenciales democráticas son nulas y permanecen vivas todas las dudas en lo que respecta al cacareado apoyo popular del que, según Moscú, disfrutaría.
Lo anterior al margen, los dirigentes rusos rechazan palmariamente cualquier suerte de negociación política con la guerrilla secesionista. No deja de ser llamativo que en los diez últimos años las autoridades de Moscú hayan puesto más empeño en acabar con los sectores más moderados de la resistencia local –los que en su momento se vieron representados por el asesinado presidente Masjádov– que en hacer lo propio con los segmentos más radicales y violentos de aquella. En cualquier caso, la cerril negativa del Kremlin a abrir el camino a alguna fórmula de negociación política para Chechenia tiene un fundamento principal: el conflicto que hoy nos interesa le ha venido como anillo al dedo a Vladímir Putin para consolidar su poder y asentar en paralelo autoritarias formas de control y gobierno en Rusia.
Hay quien aducirá, cargado de respetable razón, que la resistencia chechena no la configuran angelitos. Es verdad. No conviene, sin embargo, tirar en demasía del argumento, no vaya a ser que desemboque en una conclusión nada feliz: la de que Rusia, generosamente, ha llevado la paz y la prosperidad a un pueblo, el checheno, al que –agregamos nosotros– estaría bien se permitiese que se pronunciara, de una vez por todas, sobre su futuro.