Veinte años han transcurrido desde la aciaga medianoche del 19 al 20 de diciembre de 1989. Aún los muertos gritan en silencio contra el olvido, exigiendo que sus nombres sean pronunciados y pidiendo justicia. La quinta parte de un siglo ha pasado y todavía el pueblo panameño desconoce cuánto daños nos hicieron. Como muchos otros crímenes en este país, los hechos siguen sin esclarecerse del todo, sin investigación judicial, sin proceso y sin castigo.
A la invasión norteamericana del 20 de Diciembre de 1989 le pasa lo mismo que al 3 de Noviembre de 1903: la clase dominante panameña mantiene en la oscuridad el acontecimiento, mientras que los amanuenses intentan imponernos un balance histórico que es diametralmente opuesto a la verdad. Ellos pretenden que el acto más cruel y sanguinario de sojuzgamiento de la nación panameña por el imperialismo norteamericano sea recordado “como una liberación”, en palabras del ex arzobispo Marcos G. McGrath,tal y como han logrado, con cierto éxito, respecto a la separación de Panamá de Colombia en 1903, pasando como “independencia” el acto que nos convirtió en colonia.
La evaluación histórica de la invasión puede ser abordada desde dos perspectivas, la de los objetivos del invasor y la de las víctimas, la de Estados Unidos y la de la mayoría de la nación panameña.
Como ya hemos indicado en el capítulo VI de nuestro libro Diez años de luchas políticas y sociales en Panamá (1980−1990), hay que distinguir entre los objetivos manifiestos por el gobierno norteamericano y los objetivos reales.
Sería ingenuo aceptar a priori los argumentos del ex presidente George Bush padre, en el sentido de que se invadió a Panamá para “garantizar la vidade los norteamericanos y la seguridad del Canal”, o que se buscaba traernos la “democracia” y sancionar al “narcodictador” Manuel A. Noriega. Creer ese argumento es tan pueril como dar por hecho que se invadió Irak en 2003 por las inexistentes “armas de destrucción masiva”, como sostuvo George W. Bush en su momento. Probadamente mentirosos y criminales tanto el hijo como el padre.
En el citado libro sostenemos que la prueba fehaciente de que el objetivo norteamericano no era “liberarnos” del dictador, fue que el 3 de Octubre de 1989, cuando Moisés Giroldi y un grupo de oficiales dio un golpe de estado y arrestó a Noriega, ofreciéndoselo a Estados Unidos, las tropas del Comando Sur se hicieron los desentendidos y con desprecio miraron para otro lado.
A nuestro juicio, la Invasión del 20 de Diciembre de 1989 no se entiende sin examinar los acontecimientos dramáticos ocurridos en Panamá durante la década de 1980, los cuales podemos resumir en que:
1. A partir de la firma de los Tratados Torrijos-Carter, 1977, se pactó entre Estados Unidos y los militares panameños un proceso de democratización controlado y paulatino que debía culminar en 1984 con elecciones presidenciales. Este proceso se inscribía claramente en la política exterior norteamericana diseñada por James Carter de imponer regímenes parlamentarios o presidencialistas como mejor forma de dominación que las dictaduras militares impuestas en la década anterior, ya que algunas de ellas habían derivado en revoluciones como en Irán y Nicaragua. A partir del Consenso de Washington estos regímenes combinaron “democracias” muy restringidas con la aplicación de una drástica política económica neoliberal de desmonte del “estado de beneficio”.
2. El proceso panameño de democratización se fue complicando por dos vías: la muerte (accidental o no) del General Omar Torrijos, en julio de 1981, condujo a una lucha por el poder entre la oficialidad de la Guardia Nacional; y una resistencia social creciente contra las políticas neoliberales que se intentaron imponer. De manera que, hacia 1984 – 85, con el gobierno nacido del fraude electoral impuesto en acuerdo (subrayo), entre la Guardia Nacional panameña y EE UU, del presidente Nicolás Ardito Barletta, estalló con fuerza la crisis social y política que derivó en la invasión.
3. Entre 1981 y mayo de 1989, el General Noriega fue el aliado privilegiado de Washington, recibiendo respaldo político y militar para elevar a la Guardia a un Ejército moderno, a cambio de aplicar en Panamá las políticas de privatización y deuda externa impuestas por los organismos financieros. Es la explosión de luchas populares contra el gobierno de Barletta la que lleva a la crisis del acuerdo entre ambos. Pero la ruptura entre EEE UU y Noriega no se da hasta febrero de 1988 y, aún así, no es sino hasta el fracaso de las elecciones de mayo de 1989, cuando el Pentágono se decide a deshacerse de Noriega en busca de un régimen político estable.
Por consiguiente, el objetivo primario de la invasión para EE UU era establecer en Panamá un régimen político estable que, con apariencia democrática, que garantizara la aplicación de las políticas neoliberales que eran su prioridad, al estilo de lo que se hizo en México con Salinas de Gortari, en Perú con Alberto Fujimori y en Argentina con Carlos Menem.
Este objetivo quedó patentado en que, pocos meses después de la invasión, julio de 1990, el gobierno norteamericano hizo firmar a Guillermo Endara el llamado Convenio de Donación, por el cual se darían algunos millones de “ayuda” económica a cambio de la aplicación de un estricto plan de liberalización y privatización dictado por el FMI y el Banco Mundial, como señala el propio texto del convenio.
Desde este punto de vista, político y económico, hay que decir que EE UU ha tenido éxito con lo que se propuso en la invasión. La apariencia democrática del régimen ha permitido aplicar a fondo el esquema neoliberal a los sucesivos gobiernos de Endara, Pérez Balladares, Moscoso y Martín Torrijos. Y no es sino hasta las elecciones de 2009, cuando este régimen y estas políticas han empezado a mostrar ciertas fisuras, influidas por la debacle mundial del modelo neoliberal.
Señalábamos, en nuestro libro ya citado, publicado en 1994, que otro de los objetivos podría estar relacionado con la reversión del Canal a manos panameñas y el cierre de las bases militares a partir del año 2000. En este aspecto, diera la impresión que nos equivocamos, pues las bases militares se cerraron y el canal revertió como estaba establecido en el Tratado Torrijos Carter.
Sin embargo, a favor de nuestro argumento debemos aducir ahora que el gobierno norteamericano retiró sus tropas a inicios del siglo XXI, como estaba pactado, tomando ciertos resguardos: una reforma constitucional y una ley orgánica que convirtió la administración del canal en una “zona” bajo un régimen en el que tienen más control los usuarios (el principal sigue siendo EE UU) y las élites financieras, que el pueblo panameño.
En el tema de las bases militares, es conocido el intento fallido de mantener la base de Howard bajo el esquema de “combate al narcotráfico” (CMA), pero luego este déficit fue corregido con acuerdos de seguridad, como el Salas-Beker, que autoriza a unidades militares norteamericanas la custodia de nuestros mares y nuestras fronteras. Hasta que ahora, en la segunda mitad de 2009, en el marco de la instalación de siete bases militares en Colombia, el nuevo gobierno de Ricardo Martinelli ha iniciado la instalación de cuatro bases militares en territorio panameño (podrían llegar a once, según el ministro José Mulino) con financiamiento y asesoría norteamericana.
Desde la perspectiva de las víctimas, reiteramos lo dicho en nuestro libro La verdad sobre la invasión: “En una sola noche las tropas norteamericanas asesinaron 100 veces más panameños que en21 años de régimen militar. En una sola semana se hicieron 100 veces más prisioneros políticos que los que hubo durante los 5 años de régimen norieguista”.
Pese a la ausencia de una investigación oficial, la Iglesia Católica pudo reunir los nombres de cerca de 500 asesinados, la mayoría de ellos civiles. Las fosas comunes de El Chorrillo, Corozal, Arco Iris y Chepo siguen sin abrirse. Personas que perdieron sus hogares esa noche, entre 18 y 20 mil. Organismos de derechos humanos cuantificaron los heridos en, al menos, dos mil. Algo que muchos ignoran es que se hicieron cerca de 5,000 arrestos políticos. Las pérdidas materiales, en especial del estado panameño, siguen sin sumarse, aunque la Cámara de Comercio cuantificó las suyas en 400 millones de dólares, sin considerar dos años de sanciones económicas que hicieron retroceder el PIB en – 16%.
Veinte años después, cuando parecía que iba a hacerse algo de justicia a través de una ley aprobada en primera instancia por la Asamblea Nacional, en diciembre de 2007, para establecer el reclamado Día de Duelo Nacional y una Comisión Investigadora, ésta fue vetada posteriormente por el presidente Martín Torrijos, sin que los diputados proponentes hayan intentado imponerla por insistencia.
En conclusión, hasta ahora, el balance histórico sigue siendo favorable para los victimarios y desfavorable para las víctimas. En espera de que, más temprano que tarde, una nueva generación de panameños y panameñas logre un gobierno que reivindique la memoria de los mártires del 20 de Diciembre, nuestra pequeña contribución a la justicia que reclaman los muertos estriba en que se conozca la cruda verdad de los hechos.
Para que nuestro pueblo acceda a la verdad rasgando el velo de falsedades que se ha tejido, aportamos una amplia bibliografía sobre el 20 de Diciembre de 1989:
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