Uno de los pensadores más contundentes de la descolonización fue Frantz Fanon. Nacido en la Martinica en 1925, a los dieciocho años abandonó su tierra para sumarse como voluntario a la resistencia antinazi. Estudió medicina y psiquiatría en Lyon, donde publicó, en 1952, su primer libro: Piel negra, máscaras blancas. En éste es ya definitiva su posición contra el racismo y el colonialismo. Al año siguiente fue enviado a trabajar en un hospital de Argelia, donde desempeñó el cargo de jefe del Departamento de Psiquiatría. Durante ese periodo estalló la guerra revolucionaria por la independencia de Argelia y Fanon tuvo que atender a pacientes, torturados y torturadores, que le narraron sus experiencias. Fue entonces que decidió romper definitivamente con el sistema y viajó a Túnez para incorporarse a la lucha del Ejército de Liberación Nacional argelino. Publicó sus ideas en diversos periódicos y revistas. En 1959 salió a la luz otro libro suyo titulado Sociología de una revolución, que fue traducido por primera vez al castellano en México, aquel año de 1968.[2]
Cuando el movimiento independentista estableció el Gobierno Provisional en el exterior, Frantz Fanon fue nombrado representante en Ghana, desde donde contribuyó a la red de abastecimiento del Ejército de Liberación. Fue allí donde enfermó de leucemia, hecho que lo urgió a escribir en diez meses su último libro, Los condenados de la tierra. Murió el 6 de diciembre de 1961, poco antes de que Argelia conquistara su independencia.
Fanon plantea, sin rodeos, que el cuestionamiento del mundo colonial no es una confrontación de puntos de vista sobre significados universales, sino una lucha antagónica que tiene su raíz en la explotación y opresión de la mayor parte de los pueblos del mundo. En los países dominados, en mayor o menor medida, rige el principio de que «se es rico porque se es blanco y se es blanco porque se es rico». Ese orden no sólo es económico, político y militar, sino que conlleva también la colonización del imaginario.
El colonialismo, a través de las universidades, arraiga profundamente en el espíritu del colonizado la idea de que las esencias son eternas. Las esencias occidentales, por supuesto. El colonizado acepta lo bien fundado de estas ideas (en primer lugar el individualismo), y en un repliegue de su conciencia se convierte en centinela encargado de defender el pedestal grecolatino.
El colonialismo, recuerda Fanon, introdujo a martillazos la idea de una sociedad de individuos donde cada cual se encierra en su subjetividad, en el espíritu subterráneo, el egoísmo, la recriminación orgullosa y esa altanería pueril de querer decir siempre la última palabra. Y toda la actividad política que de aquí nace (en la que caben las disertaciones sobre el tema de los derechos) es político-electoral, orientada según la idea de que «cada hombre es un voto». Los partidos políticos del orden colonizado, por más nacionalistas y democráticos que se presenten, no insisten jamás en la prueba de la fuerza, porque su objetivo no es la transformación radical del sistema. Pacifistas, legalistas, de hecho partidarias del orden, esas formaciones plantean crudamente a la élite la demanda que les parece esencial: «Dénnos participación en el poder». El diálogo entre esos partidos y el sistema colonial no se rompe jamás. Se discuten arreglos, representación electoral, libertad de prensa, libertad de asociación y reformas. Pero este sistema no es una máquina de pensar, no es un cuerpo guiado por la razón, sino una violencia organizada, una relación de fuerza que sólo puede inclinarse ante otra fuerza mayor: la fuerza desplegada de todo el pueblo, como lo demostró Vietnam.
Por eso, en el momento en que los pueblos dominados se rebelan, surgen los intermediarios del sistema, la burguesía criolla y las élites intelectuales, introduciendo la noción de la no-violencia, el rechazo del uso de la fuerza ante un orden basado en la fuerza. Según Fanon, los dirigentes de los partidos nacionalistas se precipitan hacia el poder para decirle: «Esto es muy grave, nadie sabe cómo va a acabar. Hay que encontrar una solución; hay que encontrar una transacción». En realidad no creen que la tierna furia de las masas oprimidas sea el medio más eficaz para defender sus propios intereses, su función de visagra en el sistema de dominación. Para ellos no hay duda: todo intento de quebrar la opresión colonial mediante la fuerza es una conducta desesperada, una conducta suicida. Y es que en su conciencia es la tecnología de guerra, y no el hombre combatiente, lo que ocupa el lugar central. Es entonces cuando todos los santos que han ofrecido la otra mejilla, que han perdonado las ofensas, que han recibido sin estremecerse los escupitajos y los insultos, son enaltecidos y puestos como ejemplo. Que el militarismo alemán, español, francés, inglés o yanqui decida expandir sus fronteras, intervenir en los asuntos internos de otros pueblos y hacerles la guerra para arrebatarles su territorio, como ocurrió el siglo pasado en México, no sorprende a los defensores de la no-violencia. Estos intermediarios nunca se oponen a la violencia de la metrópoli; sólo se oponen a la violencia de los rebeldes. Si acaso lucharon alguna vez en su vida, es evidente que pronto llegaron a la conclusión de que esa lucha no valía la pena.
Frente a esta posición de los intermediarios, Frantz Fanon recuerda que la lucha rebelde unifica al pueblo. En el plano de los individuos desintoxica, libera al colonizado de su complejo de inferioridad, de las actitudes contemplativas o desesperadas. Lo hace intrépido pero, sobre todo, lo rehabilita ante sus propios ojos. Aunque la lucha armada sea simbólica y breve, el pueblo tiene tiempo de convencerse de que la liberación es posible si es una labor de todos, porque la rebelión lleva al pueblo a la altura del dirigente, a la oportunidad de ser el protagonista de su propia historia. Por esto, si la lucha de liberación alcanza la victoria, todo el proceso revolucionario, su madurez o su decadencia, puede examinarse a la luz de una pregunta fundamental: si es que la masa desarrolla o pierde el control de su propio destino.
Se entenderá de lo aquí expuesto que el mensaje de Frantz Fanon no está dirigido a los intermediarios del sistema ni a la metrópoli, sino a los condenados de la tierra. Se entenderá también por qué el suyo es un planteamiento que rompe los esquemas reformistas europeos que establecieron, hace muchas décadas, la no-lucha en lugar del cambio radical, antisistémico, para abrazar «razonablemente» la causa de las grandes empresas monopólicas. Así ocurrió durante la primera y segunda guerra mundial y así sigue ocurriendo en la actualidad. Para entenderlo basta con preguntarse qué han hecho los partidos y gobiernos socialdemócratas frente a las políticas neoliberales y militaristas: nada que no sea maquillaje; es decir, afianzamiento de éstas. Frantz Fanon observó claramente el declive de la izquierda europea: la escandalosa opulencia en las metrópolis ha sido construida sobre las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre y del suelo colonizados. El bienestar y el progreso de los países colonizadores ‑diríase ahora su globalización imperial- han sido y siguen siendo construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y amarillos. Fanon replicó así a esta realidad lacerante: «Hemos decidido no olvidarlo».
A treinta años de 1968, también podemos decir: hemos decidido no olvidar a los condenados de la tierra. Y habrá que entender entonces que hoy el centro de la rebeldía es la insurgencia de los zapatistas.
La diferencia decisiva entre esta rebelión y aquellas de los años sesenta y setenta son los sujetos que la llevan a cabo. No se trata ya del levantamiento de un grupo, sino de la insurrección de los pueblos que, durante cinco siglos, han sostenido la resistencia más difícil.
Chiapas7
Fraancisco Pineda