Después de dar cuenta de los orígenes y motivaciones del Anti-Dühring [1], Sacristán prosigue su prólogo al clásico engelsiano preguntándose sobre el sentido y características de la categoría concepción del mundo.
Una concepción del mundo, señala Sacristán, no es un saber, no es conocimiento en el sentido en que lo es la ciencia positiva: “es una serie de principios que dan razón de la conducta de un sujeto, a veces sin que éste se los formule de un modo explícito”.
Ésta es una situación bastante frecuente: las simpatías y antipatías por ciertas ideas, hechos o personas, las reacciones rápidas, acríticas, a estímulos morales, el ver casi como hechos de la naturaleza particularidades de las relaciones entre hombres, en resolución, una buena parte de la consciencia de la vida cotidiana puede interpretarse en términos de principios o creencias muchas veces implícitas, “inconscientes” en el sujeto que obra o reacciona.
Frecuentemente esos principios o creencias inspiradores de la conducta cotidiana, que el sujeto no se formula siempre conscientemente, están explícitos en la cultura de la sociedad en que vive, cultura que
[…] contiene por lo común un conjunto de afirmaciones acerca de la naturaleza del mundo físico y de la vida, así como un código de estimaciones de la conducta.
La parte contemplativa, teórica, de las concepciones del mundo, está íntimamente relacionada con la parte práctica, con el código o sistema de juicios de valor. ¿Mediante qué vías, mediante qué mediaciones?
[…] a través de cuestiones como la del sentido de la vida humana y de la muerte, la existencia o inexistencia de un principio ideal o espiritual que sea causa del mundo, etc.
Por ejemplo ‑el ejemplo es de Sacristán- de la afirmación (teórica, parte contemplativa de la concepción del mundo) de que, como profesa la teología católica, el hombre es una naturaleza herida, se pasa de un modo natural a la norma (parte práctica de la concepción) que postula el sometimiento a la autoridad. Sacristán no apunta, desde luego, que estemos aquí ante una relación de inferencia lógica, argumentativa o similar, sino que, con más cautela, se limita a sostener que esa norma práctica (el sometimiento a la autoridad) es coherente, no hay inconsistencia observable, con la creencia teórica de una naturaleza humana herida.
La existencia de una formulación explícita de la concepción del mundo en la cultura de una sociedad no permite sin embargo, advierte Sacristán, averiguar con sencillez, y sin mayor indagaciones, a partir de las creencias públicamente afirmadas, cuál es la concepción del mundo realmente activa en esa sociedad. ¿Por qué? Porque
[…] el carácter de sobreestructura que tiene la concepción del mundo no consiste en ser un mecánico reflejo, ingenuo y directo, de la realidad social y natural vivida. El reflejo tiene siempre mucho de ideología, y detrás del principio de la caridad, por ejemplo, puede haber, en la sociedad que lo invoca apologéticamente, una creencia bastante más cínica, del mismo modo que detrás de los Derechos del Hombre ha habido históricamente otras creencias efectivas, mucho menos universales moralmente.
Sacristán usa aquí la metáfora arquitectónica sobreestructural marxiana sobre las sociedades humanas y el concepto de ideología en el sentido de falsa consciencia, una de las acepciones centrales de esta categoría en el propio Marx. En “Sobre el realismo en arte” [2], por ejemplo, sostenía Sacristán:
[…] Pero el hecho es que, desde Marx, el pensamiento revolucionario consecuente es anti-ideológico, y deja de ser revolucionario en la medida en que se hace ideológico. El pensamiento de Marx ha nacido como crítica de la ideología, y su tradición no puede dejar de ser anti-ideológica sin desnaturalizarse.
Para aclararse en torno al papel de las concepciones del mundo respecto del conocimiento científico-positivo, que es, apunta Sacristán, el principal problema planteado por el Anti-Dühring, se puede pasar por alto el tema apuntado de las relaciones entre las aristas teóricas y prácticas de estas cosmovisiones, aunque en sí mismo sería “imprescindible para una plena comprensión de las formaciones culturales”. Para el estudio de las relaciones entre concepción del mundo y ciencia positiva, señala, basta en principio “con atender a los aspectos formales de ambas”, sin estudiar con detalle sus articulaciones sociales, prácticas.
Sacristán recuerda a continuación que las concepciones del mundo suelen presentar, “en las culturas de tradición grecorromana”, unas puntas concentradas y conscientes, “en forma de credo religioso-moral o de sistema filosófico”. Esta segunda forma de sistema filosófico fue muy característica hasta el siglo XIX.
Nacida, en realidad, en pugna con el credo religioso, en vísperas del período clásico de la cultura griega, la filosofía sistemática, la filosofía como sistema, se vio arrebatar un campo temático tras otro por las ciencias positivas, y acabó por intentar salvar su sustantividad en un repertorio de supuestas verdades superiores a las de toda ciencia.
Es conocida la posición crítica de Sacristán sobre la pretensión de una filosofía como sistema acabado, sin limitaciones de ámbito y siempre listo para el embalaje final. Sobre este punto es de obligada cita su opúsculo “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores” y su artículo ”Al pie del Sinaí romántico” [3] En una conferencia, “Más sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores”, dictada el 3 de febrero de 1970 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, y cuyo esquema puede consultarse en Reserva de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, se ratificaba en su posición con nuevos matices y argumentaciones.
En su opinión, en los casos de mayor ambición de esa finalidad filosófica, los sistemas de Platón [4] o Hegel son los intentos por él citados, la filosofía sistemática presenta, más o menos abiertamente, la pretensión de dar de sí por razonamiento el contenido de las ciencias positivas. Por ello, insiste el traductor de Engels:
En este caso, pues, como en el de los credos religiosos positivos, la concepción del mundo quiere ser un saber, conocimiento real del mundo, con la misma positividad que el de la ciencia.
La pretensión puede considerarse definitivamente fracasada hacia mediados del siglo XIX
[…] precisamente con la disgregación del más ambicioso sistema filosófico de la historia, el de Hegel. El sistema de Hegel, que pretende desarrollar sistemáticamente y mediante afirmaciones materiales la verdad del mundo, fue, según la expresión de Engels en el Anti-Dühring, “un aborto colosal, pero también el último en su género”.
Las causas por las cuales la pretensión de la filosofía sistemática acaba por caducar eran varias en su opinión:
En el orden formal, o de teoría del conocimiento [5], la causa principal era la definitiva y consciente constitución del conocimiento científico positivo durante la Edad Moderna.
Este es un conocimiento que se caracteriza formalmente por su intersubjetividad y prácticamente por su capacidad de posibilitar previsiones exactas, aunque sea ‑cada vez más- a costa de construir y manejar conceptos sumamente artificiales, verdaderas máquinas mentales que no dicen nada a la imaginación, a diferencia de los jugosos e intuitivos conceptos de la tradición filosófica.
Llamar a un conocimiento “intersubjetivo”, aclara Sacristán, quería apuntar a que todas las personas, adecuadamente preparadas, entendían su formulación del mismo modo, “en el sentido de que quedan igualmente informadas” sobre las operaciones que permiten falsar o corroborar exitosamente la formulación teórica objeto de debate y contrastación.
Para Sacristán, las tesis de la vieja filosofía sistemática, de los dogmas religiosos y de las concepciones del mundo carecían de esos rasgos: ni gozaban del atributo de la intersubjetividad, definido en los términos anteriores, ni en general permitían formular previsiones exactas, sin trampas ni corazas con salvación permanente garantizada. Y dado que esos rasgos
[…] dan al hombre una seguridad y un rendimiento considerables, el conocimiento que los posee ‑el científico-positivo- va destronando, como conocimiento de las cosas del mundo, al pensamiento, mucho más vago y mucho menos operativo, de la filosofía sistemática tradicional.
Item más: en opinión de Sacristán, que las concepciones del mundo careciesen de aquellos dos rasgos característicos del conocimiento positivo no era cosa accidental y superable, era rasgo necesario:
[..] se debe a que la concepción del mundo contiene sencillamente afirmaciones sobre cuestiones no resolubles por los métodos decisorios del conocimiento positivo, que son la verificación o falsación empíricas, y la argumentación analítica (deductiva o inductivo-probabilitaria).
¿Y qué afirmaciones no resolubles por los métodos decisorios usuales eran esas? Un ejemplo: una auténtica concepción del mundo debía contener, de forma explícita o explicitable, enunciados acerca de la existencia o inexistencia de un Dios, de la finitud o infinitud del universo, del sentido o falta de sentido de estas cuestiones, etc.
[…] esos enunciados no serán nunca susceptibles de prueba empírica, ni de demostración o refutación en el mismo sentido que en las ciencias.
Eso no quería decir, matizaba Sacristán, que el conocimiento positivo no pudiera abonar una determinada concepción del mundo más que otra. Sin embargo, abonar o hacer plausible no era equivalente que probar o demostrar en sentido positivo. Una célebre nota de pie de página, una de las notas a pie de páginas más leídas e influyentes de la filosofía hispánica, ilustraba la posición de Sacristán. Vale la pena reproducirla:
Una vulgarización demasiado frecuente del marxismo insiste en usar laxa y anacrónicamente (como en tiempos de la “filosofía de la naturaleza” romántica e idealista) los términos “demostrar”, “probar” y “refutar” para las argumentaciones de plausibilidad propias de la concepción del mundo. Así se repite, por ejemplo, la inepta frase de que la marcha de la ciencia “ha demostrado la inexistencia de Dios”. Esto es literalmente un sinsentido. La ciencia no puede demostrar ni probar nada referente al universo como un todo, sino sólo enunciados referentes a sectores del universo, aislados y abstractos de un modo u otro. La ciencia empírica no puede probar, por ejemplo, que no exista un ser llamado Abracadabra abracadabrante, pues, ante cualquier informe científico-positivo que declare no haberse encontrado ese ser, cabe siempre la respuesta de que el Abracadabra en cuestión se encuentra más allá del alcance de los telescopios y de los microscopios, o la afirmación de que el Abracadabra abracadabrante no es perceptible, ni siquiera positivamente pensable, por la razón humana, etc. Lo que la ciencia puede fundamentar es la afirmación de que la suposición de que existe el Abracadabra abracadabrante no tiene función explicativa alguna de los fenómenos conocidos, ni está, por tanto, sugerida por éstos.
Por lo demás, la frase vulgar de la “demostración de la inexistencia de Dios” es una ingenua torpeza que carga el materialismo con la absurda tarea de demostrar o probar inexistencias. Las inexistencias no se prueban; se prueban las existencias. La carga de la prueba compete al que afirma existencia, no al que no la afirma.
¿Qué relaciones existían entonces entre las concepciones del mundo y el conocimiento científico-positivo? Para el traductor de Quine, una concepción del mundo que tomara a la ciencia como único cuerpo de conocimiento real, que apostara por los conocimientos positivos como cuerpo básico de conocimiento:
[…] se encuentra visiblemente ‑por usar un simplificador símil espacial- por delante y por detrás de la investigación positiva. Por detrás, porque intentará construirse de acuerdo con la marcha y los resultados de la investigación positiva. Y por delante porque, como visión general de la realidad, la concepción del mundo inspira o motiva la investigación positiva misma.
Sobre la segunda coordenada, sobre la primera Sacristán alertó reiteradamente en sus últimos años (en sus clases de Metodología de las ciencias sociales por ejemplo), apuntaba:
[…] si la concepción del mundo del científico moderno fuera realmente dualista en la cuestión alma-cuerpo, la ciencia no habría emprendido nunca el tipo de investigación que es la psicología, y el psicólogo no se habría interesado por la fisiología del sistema nervioso central desde el punto de vista psicológico.
Esa consideración no dualista de la psicología y psiquiatría contemporáneas valía independientemente de que la ideología dominante en la sociedad hiciera profesar al científico, cuando no estuviera investigando, cuado por así decir no ejerciera de científico, una concepción, esta sí, dualista del mundo: su práctica no dualista more científico podría ir acompañada de una creencia dualista en esferas más personales. Se podía vivir, se vivía, vivíamos con esas inconsistencias. .
Por lo demás, matizaba de nuevo Sacristán, el carácter de inspiradora de la investigación que tienen las concepciones del mundo no quedaba bien descrito por el símil espacial: la inspiración se producía constantemente, a lo largo de la investigación, no al inicio o al hallar resultados, en combinación con sus necesidades internas.
Sacristán concluía este apartado señalando, no muy distante de tesis de Althusser del Curso de filosofía para científicos
Importante es darse cuenta de que cuando, según el programa positivista, la ciencia se mece en la ilusión de no tener nada que ver con ninguna concepción del mundo, el científico corre el riesgo de someterse inconscientemente a la concepción del mundo vigente en su sociedad, tanto más peligrosa cuanto que no reconocida como tal. Y no menos importante es mantener, a pesar de esa intrincación, la distinción entre conocimiento positivo y concepción del mundo.
No fue ésta la última vez que Sacristán se aproximó a esta categoría. Lo hizo y, además, muy críticamente.
Sin ningún ánimo de exhaustividad valdría la pena recordar algunas de estas reflexiones en una entrega posterior. Lo esencial de su posición, más completa y compleja, lo apuntó en su opúsculo metafilosófico de 1968 [7], apenas cuatro años después de su clásico prólogo al A‑D:
Notas:
[1] Véase
[2] M. Sacristán, “Sobre el realismo en arte”, Sobre Marx y marxismo, Barcelona, Icaria, 1983, p. 57. Para una interesante aproximación a este concepto, véase Terry Eagleton, Ideología. Una Introducción, Barcelona, Paidós Surcos 2005.
[3] M. Sacristán, “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores”, Papeles de filosofía, Barcelona, Icaria, 1984, pp. 356 – 380, y ”Al pie del Sinaí romántico”, Ibídem, pp. 338 – 350.
[4] Sacristán tradujo, presentó y anotó El Banquete de Platón. De este trabajo, él mismo comentó (“La traducción como oficio y como experiencia”, La Vanguardia, 8/12/1981, p. 39):
La traducción de El Banquete de Platón la trabajé muchísimo; es la traducción mía que Valverde ha elogiado más; la hice con mucha calma, trabajé dos años y cobré 2.000 pesetas.
En Años de penitencia, Carlos Barral se refería a Sacristán y a su supuesta pose de traductor de griego en los siguientes términos:
[…] Recuerdo que, en una tertulia de domingo en el bar Club, el bar de la Universidad en domingo, a propósito de las almas húmedas y las almas secas, creyó [Sacristán] conveniente citar a Heráclito. Se sacó de un folder la edición de los Fragmentos de los presocráticos que todos conocíamos y leyó demoradamente su cita, tras excusarse de su lentitud en el hecho de que traducía directamente no sé si del alemán o del griego, que para el caso es lo mismo, porque todos sabíamos que el libro no contenía otra lengua que el castellano de Indias. Pero, métodos aparte, era muy inteligente y sabía, de sus cosas, mucho más que la mayoría de nosotros. De sus cosas, sobre todo; sus excursos al terreno literario eran más bien irritantes. En eso se definía como un verdadero filósofo. ¡Ah, maestro! (Carlos Barral, Memorias, Barcelona, Península, 2001, p. 224).
El 18 de abril de 1975, Sacristán escribía a M. Edreira, acaso director de la editorial Fama en aquellos años cincuenta, refiriéndose a su trabajo y a los comentarios del senador por designación real Carlos Barral:
Apreciado amigo,
en su libro recientemente publicado Años de penitencia, Carlos Barral dice repetidamente que yo no sabia griego por los años en que preparé para usted una edición del Banquete de Platón. Tengo interés en afirmarle por escrito que Carlos Barral se equivoca y, en particular, que la traducción del Banquete que le entregué y que usted publicó es realmente mía y de verdad lo es directa del griego.
Con amistad, Manuel Sacristán.
Para un agudo comentario sobre este asunto, véase la entrevista con Antoni Domènech para los documentales de “Integral Sacristán” de Xavier Juncosa, ed cit.
Por lo demás, en carta de 30 de octubre de 1997, Miguel Núñez, el malogrado dirigente del PSUC y PCE, y compañero y responsable político de Sacristán en los primeros años de clandestinidad, hacía también referencia a la edición del Banquete platónico:
Querido Salvador:
Primero saludarte y excusarme por el retraso en dar respuesta a los interrogantes que me plantas en tu cuestionario. Continuo de acá para allá y eso me deja poco tiempo para repasar recuerdos. Sin embargo, la suerte me ha acompañado en situar, más o menos, mis primeras relaciones (o contactos, en el lenguaje de la época) con Manolo. Resulta que mi hija Estrella conserva un librito que le regaló Manolo con la siguiente dedicatoria de su puño y letra: “Para la hija de Pepe [Núñez] y Peque, a la que llamaremos provisionalmente Pequepepita”, y entre paréntesis “(cuando llegue a los 15 años)”. Estrella tenía por entonces alrededor de los 9 años. El libro titulado: El Banquete de Platón, dice: “Prólogo, traducción, notas y vocabulario de Manuel Sacristán Luzón. Impreso por editorial Fama, Barcelona, 1956”. Tiene el libro dos notas. En una dice: “Están corregidas las erratas” y, en la otra, “El libro barato español no tiene derecho a no tener erratas”, magnífica expresión del humor, siempre intencionado, de Manolo. La dedicatoria, firmada por Manolo, lleva la fecha de 30 de noviembre de 1956. Este libro, verdadero documento, mi hija lo ha conservado con todo cariño y devoción, por lo que ahora nos ayuda a recordar…
El profesor Fernando Jaén, uno de los alumnos más apreciados por Sacristán en sus clases de Metodología de las ciencias sociales de la Facultad de Económicas de la UB, recordaba del modo siguiente su primer encuentro con Sacristán:
Sí, efectivamente, fue en el curso 1972 – 73 cuando empecé mis estudios en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales y allí por primera vez conocí a Manuel Sacristán. Eran años de movilizaciones estudiantiles y la vuelta de Sacristán a la Facultad se vivió como un triunfo frente al franquismo. En ese contexto, en una de las aulas de gran capacidad, la número 11 probablemente, repleta de estudiantes, Manuel Sacristán, sentado frente a la mesa profesoral dijo unas palabras y empezó a hablar de Parménides, traduciendo en directo del griego clásico. Silencio absoluto entre las posiblemente cuatrocientas personas allí presentes. Impuso Manuel Sacristán solemnidad con su voz y con la profunda reflexión que nos transmitía.
[5] En los apuntes de “Fundamentos de filosofía” (1956, pp. 14 – 15) Sacristán trazaba la siguiente relación entre lógica y teoría del conocimiento:
Todas las cuestiones que interesan a la filosofía cuando estudia el conocimiento pueden catalogarse en dos secciones; una de ellas estará integrada por las cuestiones que afectan a la estructura del conocimiento, la otra por aquellas que se refieren a su origen y validez. La primera es la lógica, la segunda, la teoría del conocimiento, epistemología o gnoseología. La distinción entre lógica y teoría del conocimiento es, en principio, clara: de acuerdo con el criterio recién expuesto, una cuestión como la de si el conocimiento es capaz de alcanzar contenidos que no se refieran al mundo físico será una cuestión epistemológica, mientras que estudiar de cuantas pasos consta el proceso que debe realizar la actividad cognoscitiva para llegar, partiendo de la proposición “1 + 1 = 2” a la proposición “2 – 1 = 1” será cosa de la lógica. No obstante, la interdependencia de teoría del conocimiento y lógica es también un hecho que se comprobará. Esa interdependencia da lugar a la creación de una parte especial de la lógica: la metodología, en la que se suman una consideración lógica ‑el estudio de la estructura de los métodos- y una epistemológica ‑la consideración de la eficacia de los mismos.
[6] Una destacable posición sobre las demostraciones de inexistencia, netamente consistente con lo señalado por Sacristán en su nota, puede verse en N. R. Hanson en “El dilema del agnóstico” y “Lo que yo no creo” (AA. VV., Filosofía de la ciencia y religión. Salamanca, Ediciones Sígueme 1976, pp. 19 – 26 y pp. 27 – 52).
Preguntado por la posición de Sacristán en este punto, Luis Vega Reñón (véase su magnífico Si de argumentar de trata, Montesinos, Barcelona, 2003), señalaba en carta personal de 21 de febrero de 2006:
(…) encantado de disfrutar contigo de la lucidez lógica de Sacristán. Efectivamente, son las afirmaciones de existencia las que tienen la carga de la prueba. (Análogamente, hay que probar la culpabilidad o la atribución de un hecho a alguien, no la inocencia). Y uno de los motivos es el aducido por él: la no existencia de algo no puede establecerse en términos parejamente razonables, salvo que se derive de una demostración de la imposibilidad de dicha existencia ‑como la no existencia de un círculo cuadrado se deriva de su imposibilidad interna-. Pero las cuestiones de imposibilidad son otro cantar, hasta el punto de que la imposibilidad de que algo exista sí debería demostrarse, sí ha de «cargar con la carga» de la prueba, por contraste con la no existencia. ¿Sería la existencia de un Dios imposible porque su concepto mismo, el de un ser que reúne en grado sumo y absoluto todas las perfecciones, es tan inconsistente como la del círculo cuadrado? ¿Es posible que algo-alguien pueda ser a la vez absolutamente omnipotente, omnisciente, bueno, justo, compasivo y providencial respecto de los demás seres libres? ¿No se les habrá ido la mano a los teólogos que hablan de un Dios en términos absolutos y positivos ‑frente a los místicos y teólogos negativos, que se limitan a negarle las imperfecciones e impurezas del mundo e incluso las relaciones con él? Bueno, tengo la tarde tonta. «Febrerillo el loco», que dicen por Castilla.