CLASE O MULTITUD
“Quienes dirigen una guerra no pueden pretender ganarla traspasando los límites impuestos por las condiciones objetivas, pero si pueden, y deben, dentro de tales límites, esforzarse con su actividad consciente por alcanzar la victoria”.
Mao Tse Tung (La Guerra Prolongada)
LA CAIDA
Si hemos de citar una fecha que resuma la transitoria victoria ideológica del neoliberalismo señalaríamos la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989, más por la simbología de dicho acontecimiento como culminación del reflujo del movimiento que cuestiona el capitalismo, que porque se pueda achacar a un momento concreto un proceso más dilatado en el tiempo, que se da en la década de los 80 del pasado siglo, y que obedece a varios factores, siendo uno de ellos, y no el de menor importancia, el agotamiento de los modelos del llamado socialismo real como referencia teórica y práctica para el campo popular.
La implosión experimentada por los países del Este de Europa y su contrapartida en forma de victoria ideológica del neoliberalismo, ha afectado decisivamente la agenda teórica y práctica de las organizaciones políticas, fuerzas sociales y entidades de masas. Podemos afirmar que, en sentido figurado, algún guijarro del muro de Berlín impactó a cada una de las personas y organizaciones que luchaban contra el capitalismo, incluyendo a los sectores más críticos con respecto al devenir de dichas sociedades.
Sintiéndose especialmente lapidados por la realidad, y más dispuestos a establecer como paradigma que Marx y los clásicos se equivocaron, antes de reconocer errores propios, una larga lista de ex-marxistas europeos y latinoamericanos, con la excusa de abordar una necesaria renovación teórica del marxismo, mostraron su arrepentimiento con una capitulación teórica tan burda como lamentable. Iniciado este camino, abrazaron con fe de converso la supuesta superioridad del capitalismo, abandonando el marxismo, de cuyas versiones más dogmáticas habían sido curiosamente valedores, y se transmutaron en furiosos ideólogos, en la expresión más peyorativa del término, que ahora pretenden persuadirnos de la redescubierta bondad de un modo de producción basado en la explotación del hombre por el hombre y la destrucción de la naturaleza.
IMPERIO
Desarbolada políticamente la izquierda revolucionaria por el tsunami neoliberal que se impuso en el mundo, no es del todo extraño que un significativo sector acogiera las tesis de Toni Negri como las de un nuevo Moisés que, atravesando el desierto, condujera al anticapitalismo a una nueva tierra prometida, destacándose como texto más emblemático de Negri (y Hardt) , el trabajo llamado “Imperio”, publicado en 2000.
En Imperio, Toni Negri plantea el supuesto fin del imperialismo y de la clase trabajadora como sujeto de los cambios revolucionarios. A partir de una visión eurocéntrica del capitalismo, Negri reemplaza al imperialismo por una especie de imperio supranacional, sin sede fija, que controla el orden global; a las clases sociales las sustituye por el concepto más difuso de “multitud”.
A la hora de abordar una reflexión crítica sobre dicho libro, no es una ventaja menor los diez años transcurridos, plagado de acontecimientos históricos que han puesto en cuestión las tesis centrales plasmadas en sus páginas.
Vaya por delante que quien suscribe estas líneas podría compartir lo expresado por Atilio Borón cuando afirma: “Queremos dejar claramente sentado que Hardt y Negri de ninguna manera entran en esta lamentable categoría de los que bajaron los brazos, se resignaron y se pasaron a las filas del enemigo de clase. Son, en buenas cuentas, camaradas que proponen un análisis equivocado de la situación actual. Su integridad moral, totalmente fuera de cuestión, no les ahorra sin embargo caer en la trampa ideológica de la burguesía al hacer suyas, de manera inconsciente, algunas tesis consistentes con su hegemonía y con sus prácticas cotidianas de dominio y que de ninguna manera pueden ser aceptadas desde posiciones de izquierda.”
Más dudas suscitan las intenciones de quienes, pese a las lecciones que arroja la realidad más reciente, siguen adoptando a Negri como su nuevo profeta.
Estamos en suma de acuerdo en que los movimientos revolucionarios no pueden desconocer el impacto de la globalización sobre su lucha, los cambios efectuados en la administración del poder del aparato del Estado, la nueva ideología sobre el “terrorismo” ni en última instancia, la dogmatización del discurso democrático. Pero ello no significa, sin embargo, que tengan que ser consideradas caducas las categorías que han concurrido a la formación del pensamiento revolucionario, principalmente, la lucha de clases.
A este respecto hemos de resaltar que, en nuestra opinión, los conceptos no caducan, sino que más bien lo que se agota el la capacidad de adecuar el concepto a la realidad. En este sentido, plantear que las ideas de “lucha de clases” y “guerra revolucionaria” son caducas refleja un discurso político que pretende decretar que conceptos pueden ser formulados y cuales no. Se trata, en última instancia, de la puesta en marcha de la política oficial de la verdad que toleran los poderes instituidos. Dicho en otros términos, se está sacralizando la forma correcta de ser “antisistema”.
Por ello, cuando Negri observa que, ya que la postmodernidad incorpora “elementos de censura”, en su propia terminología, respecto a la modernidad, como la subsunción real de la sociedad bajo el capital, es necesaria una redefinición concreta de lo real, y por tanto, es preciso entender cabalmente las transformaciones de la conflictividad social en la era de la globalización.
Nada nuevo por tanto se desprende de la constatación de que el marxismo se ha de adaptar a la realidad cambiante, y que para la burguesía y sus aliados, para el imperialismo en su conjunto, es imprescindible potenciar el carácter fetichista de la sociedad capitalista y ocultar o al menos empañar su naturaleza explotadora e inhumana. La mistificación que produce una sociedad productora de mercancías y que todo lo mercantiliza requiere, de todos modos, un reforzamiento generado desde el ámbito de aquello que Gramsci definiera como «las superestructuras complejas» del capitalismo, y fundamentalmente de la esfera ideológica. A este respecto no basta con que la sociedad capitalista sea opaca y la esclavitud del trabajo asalariado aparezca en realidad como un universo de “trabajadores libres» que concurren a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Es preciso además silenciar el tratamiento de ciertos temas, deformar la visión de otros, impedir que se visualicen unos terceros y que alguno de ellos se instale en la agenda del debate público, escondiendo bajo una alfombra de legitimación mediante periódicos procesos electivos la falsa equivalencia entre democracia y libre mercado.
En suma, se trata de reforzar la hegemonía ideológica de la burguesía, entendiendo el concepto hegemonía como lo apuntó Gramsci en cuanto a proceso de dirección política y cultural sobre otro, y como generalización de los valores culturales de una clase para el conjunto de la sociedad que encubren relaciones de dominación y poder, para lo cual se cuenta con el consenso de los aliados y de la violencia para con los enemigos.
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A partir de ahí, y pese a su buena voluntad subjetiva en el diagnóstico, que no es sino una actualización del proceso de legitimación del modo de producción capitalista, ya apuntado en su día por el antes citado autor sardo, y desarrollado exponencialmente en la actualidad por la penetración y monopolio ideológico de los medios de comunicación, la concepción general y las orientaciones que se desprenden de los planteamientos que encontramos en la obra de Hardt y Negri para intentar dar válidas respuestas al problema, lejos de instalarse en el terreno político del pensamiento revolucionario, son plenamente compatibles con el discurso neoliberal dominante y reflejan un intento fallido de superar la derrota ideológica sufrida por aquél.
CONTRA-PODER
Una de los conceptos centrales de Negri y Hardt es el de “contra-poder” que, según dichos autores, surge de la crisis terminal del Estado-nación, y analizando los cambios experimentados desde el surgimiento del capitalismo hasta la actualidad (léase postmodernidad) concluyen que todas las experiencias insurgentes habidas en ese vasto período eran en realidad “ilusorias», debido a la presencia de un denso sistema internacional de Estados nacionales que hacía que, en esa época histórica, toda insurrección, incluyendo la comunista, estuviese condenada a desembocar en una guerra internacional crónica, la que acabaría por tender «una trampa a la insurrección victoriosa y la transforma en régimen militar permanente».
Semejante planteamiento, que puede partir a priori de un hecho cierto, como es el papel sumamente relevante del sistema internacional, no solo echa por tierra las experiencias históricas de las sociedades post-revolucionarias, reduciendo a la nada lo que supusieron en lo ético y lo material, cayendo en una especie de positivismo social, sino que al definir «ilusorio» el carácter de las tentativas revolucionarias que jalonaron el siglo XX se cae víctima de una especie de pedagogía de la resignación para los cientos de millones de desposeídos que jalonan el planeta; con tales tesis, se viene a converger con los medios académicos y propagandísticos del liberalismo norteamericano, que equipara interesadamente en una misma categoría todos los sistemas de partido único.
En cualquier caso, el hecho de que una insurrección popular precipite una impresionante contraofensiva internacional llamada a asegurar el sometimiento y control de los rebeldes, con un abanico de políticas que van desde el aislamiento diplomático hasta el genocidio de los insurrectos, demuestra precisamente que tal situación no tiene nada de ilusoria y sí mucho de real, y que las fuerzas imperialistas reaccionan con su reconocida ferocidad ante lo que consideran como una inadmisible amenaza a sus intereses. Llevado al extremo, el citado planteamiento no solo llevaría a rechazar la revolución social, sino incluso a desdeñar por ilusoria cualquier medida de soberanía económica y/o energética adoptada por gobiernos no precisamente revolucionarios, habida cuenta de que basta un simple resultado electoral o una medida de soberanía económica para que comience un juego de presiones desestabilizadoras tendientes a corregir el entuerto. Experiencias de este tipo son frecuentes en África, Asia y América Latina.
Imbuidos de academicismo, estos autores consideran regímenes militares las jóvenes revoluciones valorando el hecho de que, viéndose obligadas a armarse para defenderse de las brutales agresiones del imperialismo, tal circunstancia determina en última instancia su inviabilidad. Podemos preguntarnos ¿Sería mejor el mundo si no hubiera existido un sistema militarizado como la URSS, que derrotó al nazi-fascismo? O, en términos más actuales, si la revolución cubana sobrevive aún en estos días frente al misterioso imperio imaginado por Hardt y Negri como una extraña red sin centro ni periferia, adentro ni afuera, y que supuestamente nadie controla para su beneficio, es tanto por la inmensa legitimidad popular del gobierno revolucionario como por la probada eficacia de sus fuerzas armadas, que después de Playa Girón disuadieron a Washington de intentar invadir de nuevo la isla.
La interpretación de dichos autores, por tanto, revela un error de bulto al caracterizar a las emergentes formaciones estatales de las revoluciones. Una cosa es analizar los errores y la degeneración experimentada por la Unión Soviética o China y otra bien distinta es resolver la cuestión afirmando que lo que existieron en esas sociedades fueron “regímenes militares”. Tal simplificación equivale no solo a eludir el debate, mucho más útil sin duda, sobre las causas que llevaron al hundimiento de dichos sistemas desde el punto de vista del socialismo, sino que significa hacer tabla rasa de las ricas experiencias habidas en dichos proyectos de sociedad, llevando de facto a los sectores oprimidos al desánimo. Las experiencias, por poner dos ejemplos separados en el tiempo, de la resistencia y la victoria del pueblo de Vietnam contra el imperialismo primero francés y más tarde norteamericano, y la resistencia popular frente al golpe de Estado en Venezuela, en el que hemos de recordar participó activamente el gobierno español en la época de Aznar, no tienen nada de ilusorio y, con independencia de la caracterización que cada cual haga de tales sociedades, revelan de modo inequívoco la vulnerabilidad del imperialismo, elemento que no tiene, volvemos a repetir, nada de ilusorio.
Frente al desdén que produce a dichos autores tales procesos, se alza el ambiguo concepto de contra-poder, etérea categoría que, cuando llega el momento de identificar los sectores sociales concretos llamados a encarnar el proyecto emancipador y las formas políticas específicas mediante las cuales éste será llevado a cabo, nos encontramos en que no se concretan ni aquellos ni éstos. Si en la tradición obrera de comienzos del siglo XX el proletariado en conjunto con las clases aliadas (campesinos, pequeña burguesía, intelectuales radicalizados, etc.) era el soporte estructural del proceso revolucionario y los soviets o consejos, el vehículo de su proceso emancipador, el contra-poder de estos autores no reposa en sujeto alguno, en ninguna estructura social o política ni en ningún otro producto de la acción colectiva de las masas sino en la carne, «la sustancia viva común en la cual coinciden lo corporal y lo espiritual», según detallan, lo que nos retrotrae a la época del socialismo utópico, cuando no a la del cristianismo primitivo, ya que nos llevan a una ensoñación poética del estilo “otro mundo es posible”, concepto que a priori no puede ser rechazado por nadie, pero que no resuelve el problema motriz fundamental, cual es cómo transformar la actual sociedad.
Porque, para resumir, llegados a este punto, Hardt y Negri diluyen por completo la especificidad del capitalismo como modo de producción y las relaciones de explotación y de opresión política que le son propias. Desaparecidas las clases sociales (¿quiénes explotan y quiénes son los explotados?) y desenfocados también por completo los fundamentos estructurales del conflicto social, lo que nos queda es una mística onírica de la rebelión frente a un orden abstractamente injusto que nada tiene que ver con los procesos reales que sacuden al capitalismo contemporáneo.
CRISIS DEL ESTADO NACION
Uno de los elementos más relevantes del texto Imperio, es la elaboración efectuada por los autores respecto a la virtual desaparición del Estado-nación, con las consecuencias políticas inherentes a tal valoración.
A este respecto, hemos de reiterar lo manifestado anteriormente acerca de que el transcurso del tiempo desde la publicación de ese trabajo da una luz nueva sobre las tesis en él enunciadas, y en este sentido, podemos imaginar que, inmediatamente después de publicarse Imperio, un lector ingenuo, con poca información y escasa experiencia política, tal vez pueda haber llegado a suscribir con Negri, que «Los Estados Unidos no constituyen ‑e incluso, ningún Estado-nación puede hoy constituir- el centro de un proyecto imperialista». Sin embargo, unos pocos meses o años después, tras la invasión de Afganistán, de Irak, del Plan Colombia y la intervención militar en ese país, del ALCA, de la virtual descomposición de las Naciones Unidas, de las amenazas a Corea del Norte y a Irán, el golpe de Estado en Honduras, y las furibundas campañas contra Venezuela y Cuba, nadie honesto puede seguir creyendo en esa ficción literaria.
En la misma medida, tras la fiebre antiterrorista desencadenada tras el 11 de septiembre de 2001, en el cual los Estados, coordinadamente como corresponde a la fase imperialista en la que nos encontramos, han reforzado sus papeles como elementos de represión de la disidencia interna hasta el punto de dejar en papel mojado los teóricos conceptos de libertades civiles elaborados por la sociología política burguesa, se revela con especial claridad, caída de máscara incluida, el papel de los Estados como aparatos represivos.
Finalmente pero no por ello menos relevante, la crisis de superproducción de 2008 ha puesto de nuevo sobre el tapete, con multitud de medidas de política económica, el doble rasero de la doctrina neoliberal, que no duda en adoptar los mecanismos que sean necesarios para intervenir en el mercado al rescate de las empresas y entidades bancarias, y aplicando las correspondientes medidas contra el valor de la mercancía “fuerza de trabajo”, para intentar evitar o al menos ralentizar la debacle del propio sistema productivo mundial. A este respecto, el mismo lector ingenuo se ve obligado a desempolvar el texto del Manifiesto Comunista que declara a los gobiernos como consejos de administración de los empresarios.
PUEBLO O MULTITUD
En este aspecto, diversos autores Latinoamericanos han criticado a Negri y Hardt concluyendo que sus tesis adolecen de un patente eurocentrismo.
Una de las categorías fundamentales de toda filosofía de la praxis y de toda sociología elaborada desde América Latina es la de «pueblo». Cuando se refieren al pueblo está describiendo no a una masa, una simple multitud de átomos, de simples grupos fragmentados, sino a un sujeto, a una totalidad que no implica la anulación de individuos y grupos, sino su articulación en un proyecto común.
Tal construcción es un elemento político que arranca en el caso de Latinoamérica, del pasado colonial y del presente de sometimiento al imperialismo, y, a este respecto, para los antiimperialistas y revolucionarios de esa parte del mundo, dicho concepto tiene un carácter central, concluyendo que no es fácil para un pueblo constituirse como tal, crearse como pueblo, ya que el dominador siempre hará todos los esfuerzos posibles para fragmentarlo, dividirlo, atomizarlo, en una palabra, reducirlo a una multitud. De la multitud al pueblo debe ser el camino y no al revés como lo propone Negri. Su visión europea le hace ver al pueblo como una construcción del «racismo colonial», de tal manera que «los conceptos de nación, pueblo y raza nunca están muy apartados entre sí».
Es posible que contemplando la visión desde los Estados del centro del poder las cosas se vean de esta manera (no desde luego en las nacionalidades oprimidas ubicadas en Europa, en las que el concepto de pueblo tiene también una dimensión política muy relevante). Pero lo que es innegable es que en la periferia del sistema social afirmarse como pueblo significa afirmarse como sujeto, significa no aceptar ser tratado como un objeto.
Para Negri y Hardt el pueblo es una «síntesis constituida», mientras que la multitud es «constituyente». Toda síntesis simplemente constituida es objeto. Para los habitantes del Tercer Mundo el pueblo ha sido muchas veces reducido a objeto de dominación, pero en sus luchas se constituye como sujeto. Lo que ha hecho el terrorismo de Estado es precisamente destruir los sujetos políticos y sociales cuya articulación les constituía como pueblo capaz de resistir los embates neoliberales y de avanzar en proyectos liberadores y pulverizar al pueblo en multitud y, en la misma medida, los proyectos emancipadores en América Latina (y en otros lugares de la periferia del sistema), pasan por constituirse como pueblo en cuanto a sujeto emancipador, a través de sus estructuras sociales de base; sindicatos de clase, organizaciones de base, de poblaciones, de la juventud combativa…
Las categorías elaboradas por estos autores están centradas en las sociedades del centro del imperialismo mundial, como se revela cuando se refieren a la aceptación social generalizada del sistema capitalista, que se produce de distinta manera en un lado u otro del planeta. Todos estos elementos deben tenerse en cuenta por cuanto no es lo mismo la amplia base social del sistema capitalista en los Estados del capitalismo maduro que en los de la periferia. Por poner un ejemplo, en el Estado español, antes de desencadenarse la actual crisis, siete millones de precarios convivían con ocho millones de partícipes de fondos de inversión, y en Estados Unidos junto a 40 millones de pobres y excluidos había un 43% de personas que invertían en bolsa. Estas cifras nada tienen que ver con otros Estados, donde la aceptación social del capitalismo tiene más de ideología y mucho menos de material.
SOBERANIA Y RESISTENCIA
Para Negri todo lo que tiene que ver con el concepto de Soberanía debe ser rechazado porque expresa la dominación burguesa: «Lo que parece revolucionario y liberador en esta noción de soberanía nacional, popular, no es en realidad más que otra vuelta de tuerca, una extensión adicional del sometimiento y la dominación que implicó desde el comienzo el concepto de soberanía» (Imperio).
Así, el concepto de soberanía va unido al de nación. Como la soberanía significa dominación, la nación que es su derivado, va por el mismo cauce de manera que el rechazo de la soberanía implica el de la nación, por lo cual hay que convencer a los palestinos que se equivocan completamente al luchar para ser una nación soberana.
Todavía tenemos frescas las escenas vistas por televisión y reproducidas en los diarios, de los bombardeos de Israel sobre la franja de Gaza. Por ello, no deja de parecer al menos frívolo aconsejar al pueblo palestino que no luche por un Estado soberano. Equivale a aceptar la dominación del Estado sionista.
Y es que, una vez más, hemos de concluir que las propuestas de Negri dejan a los pueblos desarmados, ya que, aunque hace una caracterización de la dominación imperial que, en algunos aspectos, ayuda a comprender fenómenos nuevos, termina de un modo lamentable derivando en conclusiones disparatadas.
En este sentido, hemos de hacer una breve mención al «nomadismo, la deserción y el éxodo» que los autores de tal texto elevan a la categoría de rebeldía, afirmando que «las batallas contra el imperio podrían ganarse a través de la renuncia y la defección», pues «son una potente forma de lucha de clases que se da en el seno de la postmodernidad imperial y contra ella». A este respecto, el autor de estas líneas considera que el fenómeno migratorio es una contradicción prácticamente insuperable derivada de las consecuencias de la globalización capitalista, con los efectos inherentes en cuanto a que la defensa de los derechos civiles y laborales de las personas migrantes debe ser bandera de las organizaciones obreras y populares, pero otorgar a la migración la característica intrínseca de rebeldía supone una concepción idealista del fenómeno.
En esa misma línea, se efectúa una mistificación del concepto Pobre, al expresar “el pobre de por sí es una naturaleza potente» cuya experiencia nos aleja «de toda concepción dialéctica», lo cual nos retrotrae al cristianismo primitivo, alejándonos cada vez más de la dialéctica. Para la doctrina cristiana los pobres son signos de lo eterno. La voz de los pobres, es decir sus reclamaciones, sus exigencias de justicia, sus amenazas a los dominadores, es la voz de Dios y, en este sentido, los pobres son poderosos, porque en ellos está el mismo poder divino, pero para los revolucionarios ello es así cuando los pobres (en la acepción de clase o de pueblo), se construyen como sujetos, cuando se organizan y defienden sus intereses, cuando pueden expresar una voluntad colectiva. El pobre como tal, individualmente considerado, no sólo no es poderoso, sino que es impotente.
La consecuencia de este tipo de concepciones idealistas es la manera de resistir que nos propone. Vale la pena reproducir una larga cita en la que se sintetiza esta concepción:
«En la modernidad la resistencia es acumulación de fuerza contra el despojo, que se subjetiviza a través de la ’toma de conciencia’. En la posmodernidad, nada de esto. La resistencia se da como difusión de comportamientos resistentes singulares. Si se acumula, lo hace extensivamente, en la circulación, en la movilidad, en la fuga, en el éxodo, en la deserción, multitudes que resisten difusamente, escapan de los grilletes cada vez más estrechos de la miseria y del comando. No hay necesidad de toma de conciencia colectiva: el sentido de la rebelión es endémico, atraviesa toda conciencia y la hace rebelde. En eso consiste en el efecto del común que se ha pegado a cada singularidad como cualidad antropológica. Así la rebelión no se puntualiza ni se uniforma, pero corres en el espacio del común y se difunde como omnilateralidad incontenible de los comportamientos de las singularidades. Así se define la resistencia de la multitud».
Compara Negri la forma de resistencia a la opresión en la modernidad y en la postmodernidad, llegando a la conclusión de que la forma de resistir descrita en el párrafo anterior para él es la adecuada. Al calor de este planteamiento, hoy en día existe, no sólo en el Estado español sino en muchos países, un nuevo movimiento de protesta, denominado el «movimiento de los movimientos». En su seno se discute cuál es ese “otro mundo es posible” que anhelamos.
Todos y todas estamos de acuerdo en que el neoliberalismo no tiene ya nada que ofrecer a la humanidad, excepto hambre, miseria, guerra, explotación, destrucción de la naturaleza…
Para el pensamiento revolucionario, la resistencia o lucha contra el poder implica un proceso de acumulación de fuerzas que no es posible lograr sin una toma de conciencia. Para Marx esto se expresa como el paso de la conciencia frente al capital, o conciencia en-sí, a la conciencia para-sí. Éste paso no es meramente individual sino colectivo, como clase. Lenin y Rosa Luxemburgo, aunque difieran de la manera como se adquiere la conciencia para-sí, están de acuerdo en que es necesaria para la revolución.
Para los postmodernistas las cosas han cambiado. La resistencia o lucha no es acumulación sino difusión de los elementos singulares que resisten. Miles de voluntades singulares o pequeños colectivos resistiendo. Es lo que a menudo se escucha en conversaciones de pasillo, afirmando por ejemplo que, si todos dejásemos de pagar los impuestos, cambiaríamos las cosas (no se sabe en que sentido).
Hablar de acumulación en este tipo de resistencia es algo impropio e impreciso. En todo caso, acumulamos experiencias singulares, meras resistencias más o menos escapistas.
Para estos autores, todas estas individualidades que forman multitud o multitudes, con su movilidad, con su éxodo constante formarían “la más temible resistencia a los poderes opresores”. Para ello no necesitan una «toma de conciencia colectiva», porque el sentido de la rebelión es innato, es una «cualidad antropológica». De manera que es necesario olvidarse de la necesidad del paso de la conciencia «frente al capital» o «en-sí» a la conciencia «para-sí» que señalábamos, como planteó Marx.
Estos planteamientos han hecho sonreír de complacencia a los intelectuales orgánicos de los grandes centros del poder, ésos que Negri creyó que se habían disuelto en los recovecos de la historia, estos muertos que gozan de muy buena salud. Esta concepción lleva sin más a la derrota sin remedio de los pueblos sometidos por el gran capital.
A este respecto, recordemos las palabras del multimillonario norteamericano Warren Buffet: “Hay una lucha de clases, por supuesto, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que dirige la lucha. Y nosotros ganamos”.
LUCHA DE CLASES
En mi opinión, y a fin de evitar rodeos retóricos, la lucha de clases sigue siendo la categoría principal a partir de la cual puede entenderse el conflicto social latente en la sociedad organizada bajo los principios del capitalismo, a pesar de que, obviamente, el escenario económico, social y político actual es muy diferente al que existía en la época en que Marx elabora sus formulaciones. Por su parte, Lenin, hace casi cien años, habilitó una visión del capitalismo adaptada a las circunstancias y desarrollo del imperialismo, y evidentemente es no solo posible sino también necesario una adaptación a las circunstancias de la llamada “globalización”, que para algunos autores no es sino un desarrollo cuantitativo del propio imperialismo y para otros algo cualitativamente distinto. En cualquier caso, la mayoría de los movimientos políticos y sociales revolucionarios del planeta entienden su propia praxis de acuerdo con la lucha de clases, por lo cual resulta arriesgado considerar que esa noción no existe si forma parte del devenir y del discurso continuado de tanta gente. A este respecto, hemos de manifestar que las clases existen por cuanto persisten la explotación y la opresión, y que los intereses de clase se vuelven más irreconciliables cuanto más se condensa el capital, circunstancia innegable en términos macroeconómicos por más que paralelamente se produzca un afianzamiento de la hegemonía cultural del capitalismo como valor estandarizado para explotadores y explotados.
Evidentemente, los valores dominantes de la llamada postmodernidad, el llamado fenómeno de la globalización, sea éste algo novedoso o una nueva denominación de la fase histórica del imperialismo, son elementos que hemos de tener en cuenta para comprender que tal vez el discurso contra la burguesía deba adecuarse a la realidad actual y en consonancia adecuar su praxis, por cuanto que probablemente la insurgencia tendrá distintos condicionantes a los de los tiempos de Lenin o del Che Guevara, ya que, como señala Marta Harnecker, una actitud que se resiste a admitir los cambios desemboca, a la postre, en una melancolía improductiva, pero los argumentos que apuntan a una caducidad de la idea de lucha de clases o de la revolución obedecen, consciente o inconscientemente, a una estrategia discursiva sobre lo político que apuntala el sistema dominante, que ha demostrado su perversidad en sus 500 años de existencia, y el discurso que, basado en su supuesta caducidad, rechaza las luchas armadas revolucionarias como guerras inútiles en un sentido transformador tan solo conducen a apuntalar el no menos ruinoso edificio del capitalismo agonizante.
A este respecto, la realidad nos recuerda día a día que la línea del poder choca siempre con la línea de la resistencia, por más que surjan enterradores que nieguen la existencia de esta última. A este respecto, el escritor, periodista y guerrillero argentino Rodolfo Walsh dijo “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas.”
Abril 2010
* Francisco García Cediel es militante de Iniciativa Co