Hacía unos meses que me había jubilado y, tras la muerte de mi esposa y la marcha de mi hija, que ya me había hecho abuelo, decidí recorrer Europa, con tranquilidad, reconociendo que quizás fuera el último viaje de mi vida. Crucé el océano, desde Santiago de Chile, con el propósito oculto de encontrar el origen de mi apellido, Achega, que según me habían dicho provenía de España, de su región vascongada, para más señas.
Recorría yo las calles y canales de Ámsterdam, ahora revueltas con el tema del mundial de fútbol y el éxito de la selección holandesa, cuando encontré, en un escaparte de la calle Prins Hendrikkade, a la derecha de la Iglesia de San Nicolás, un cartel que me llamó la atención. El día estaba plomizo, el viento del mar apenas ingresaba por los diques de contención y la luz cegaba los ojos de los transeúntes. El escaparate tenía un pequeño toldo que ofrecía una sombra al paseante, así que me acerqué a observar el cartel.
El anuncio llamaba la atención. Sobre un fondo azul y verdoso, del color que ha tomado recientemente para su nuevo logo una caja de ahorros vasca, según supe más adelante, se alzaba la entrada de un caserío centenario. Un caserón vasco. Frente a su fachada, un muchacho, fortachón y tocado de una gorra de mielero, echaba un trago de agua del botijo que alzaba. Un par de cerdos, de pata negra como los de Guijuelo, acompañaban a la escena. Del portalón, colgaba un letrero visible con la siguiente leyenda: “Bienvenido a Carpetovetonia. Gure etxea es la de ustedes también”. Una estampa de tipismo.
La caseta del perro estaba adornada con los colores rojo y amarillo, supongo que debido a que, en esta sociedad globalizada, el aldeano del botijo sería forofo del equipo de fútbol del Galatasaray. Un contraste inteligente que incorpora a los países más desfavorecidos en las escenas de los más equilibrados. La ponderación cromática del cartel me pareció soberbia, más aún cuando semejante escenario estaba ornado con una leyenda con letras en oro: “I need Spain. Hollidays in Bilbao, Vitoria, San Sebastian, Burgos and Logroño. The north´s toreros”.
La curiosidad es parte de nuestra vida, así que entré en el establecimiento, una vieja tienda dedicada al turismo, pensando que, quizás por fin, pudiera encontrar una respuesta a mi origen. Por lo que sabía, Bilbao era la ciudad de los vascos. Un aroma a fragancia, a flor de azahar, me invadió de pronto. El ambiente estaba a mi favor. Mi holandés no es muy fluido, así que con unas palabras bien encauzadas en inglés pude entenderme.
Salí media hora después con un billete de avión para 24 horas más tarde, con destino a Bilbao. La ilusión se me dibujó en el semblante. Estaba más feliz que unas castañuelas. Por fin iba a tener la oportunidad, gracias precisamente a una campaña del Gobierno Vasco, de conocer la patria chica de mis antepasados españoles. Apenas pude conciliar el sueño esa noche.
Eran las 11 de la mañana del día siguiente cuando aterrizaba en el aeropuerto de Bilbao, en Lujua. Una magnífica estructura, como esa gaviota que simboliza uno de los dos partidos políticos españoles, esperaba a nuestro aparato, un Airbus de última generación. El día era magnifico, nada que ver con la lluvia que me había augurado el comerciante holandés.
Una pareja de la Guardia Civil me saludó efusivamente, nada más descender del avión, y cuando señalé el objeto de mi viaje, me acompañaron a una oficina en la que me regalaron un kit con productos del país. Creo que ni siquiera se molestaron en comprobar mi pasaporte. Luego tuve la oportunidad de observar, ya en el hotel, la bolsa de bienvenida: un chorizo, dos polvorones, una botella en miniatura de vino seco, una banderita española con los colores de la regional en el reverso, por cierto parecida a la inglesa, y un cd con canciones de un cantautor del país. Aún no lo he escuchado pero sé que se llama Manolo Escobar. Seguro que me gustará.
En el hotel, en una de los lados de la Gran Vía, recibiría una serie de atenciones que jamás olvidaré. Pusieron a mi disposición toda una serie de folletos explicativos de la historia de este pueblo honesto y trabajador, el sudor de sus obreros venidos de los últimos rincones de España a levantar su economía, aquellos grandes marinos que engrandecieron la historia de los nobles reyes españoles y sobre todo, el buque insignia, un equipo de fútbol, el Athletic, compuesto exclusivamente por once rudos jugadores de impecable pedegree español. Demostrando que la raza, sin malear, no se descompone.
La típica comida vasca, moderna como sus cocineros que se han encallecido en los fogones de medio mundo, es una mezcla de combinaciones muy atrevidas. Callos, cocido, cordero y magras, junto a los productos clásicos del mar, pulpo, fletán o bonito, por supuesto del norte, mezclados con hierbas y brebajes que estos magos de la mesa guardan en lo más recóndito de su armario. Estos secretos pasan de madres a hijas, de padres a hijos, como el elixir de la juventud que destila este maravilloso pueblo.
Por las calles del viejo Bilbao, se puede saborear el sano espíritu de camaradería que reina entre los vascos, el apego a sus tradiciones y a su cultura, las canciones en boga entre los más viejos, como ese “Desde Santurce a Bilbao” que escuché en una tasca repleta de tapas y trofeos taurinos. Como dijo Santiago Estévez, “la grandeza de la España moderna y de sus gestas nació en Bilbao”.
Un simpático taxista indígena, con sombrero cordobés y una medalla de la Virgen del Rocío, me dejó en la Plaza Moyua. Descendí y entré en el Gobierno Civil, cuna de las libertades históricas vascas, donde un condescendiente funcionario acudió de inmediato en mi ayuda. “Good morning”, me dijo, sin duda confundido por mis cabellos largos y, aunque canosos, aún rubios. Me gustó la destreza del funcionario, su conocimiento de idiomas y su elegancia. ¿Qué más puede pedir un extraño que busca a sus antepasados?
Expuse mi caso con detalle, las dudas que me asaltaban sobre el origen del apellido Achega y cosas por el estilo. Y el funcionario, diligente como he dicho donde los haya, me derivó a los archivos de la Iglesia, institución difícil de comprender sin el apoyo de los vascos, fieles servidores de Dios y su Ley. Durante años, centenares de misioneros y santos vascos han recorrido el mundo catequizando y cristianizando infieles.
Y gracias a la ayuda del clero supe que, según las últimas investigaciones lingüísticas, mi apellido no sería Achega sino, en origen, Lechuga. Con el tiempo, y según los profesores universitarios más refutados, muchos apellidos con clara cacofonía hispana se fueron haciendo extraños, sobre todo los que sobrevivieron en América, al pairo de un apuntador que escribía lo que oía cuando desembarcaban los emigarntes del barco que les había dejado en el Nuevo Mundo.
Volví a la sede del Gobierno Civil y con una determinación encomiable, los funcionarios del centro, se ofrecieron voluntariamente a cambiarme mi identificación y pasaporte, añadiendo mi verdadero apellido, descubierto gracias a esa visión que tuve aquella mañana, paseando por una calle perdida de Ámsterdam. Ahora iba a ser un ciudadano más honorable aún, con un ostentoso “Genaro Lechuga” en la primera página del pasaporte. Un Genaro Lechuga, de ascendencia española, sana y regionalmente vascongada, que ya podía codearse con cualquiera.
Todo eso gracias a esos anuncios que, estratégicamente, había colocado el Gobierno Vasco por Europa: “I need Spain”. Ya solo falta que, a la vuelta, en mi escala prevista en Londres, tuviera la fortuna de encontrarme con Mister Bean, el actor que encarna las esencias de la Vieja Albión. Mister Bean o lo que es lo mismo Mister Alubia y, yo el flamante y nuevo Mister Lechuga. Se que la Providencia propiciará el encuentro. Y, por supuesto, les tendré al corriente.