Al menos se pueden citar tres paradojas de la tan manida Ley de Partidos Políticos. Una primera se refiere a que, pretendiendo ser una ley de desarrollo de derechos constitucionales ‑derecho de asociación y participación política‑, dedica más atención y espacio a la restricción de dichos derechos.
La segunda contradicción se verifica en que muestra más preocupación por dificultar la vuelta a la legalidad de partidos ilegalizados que a determinar con absoluta nitidez las condiciones que estos deben cumplir para corregir esa situación y poder así superar la ilegalidad. Es la misma lógica que quien reclama ante la administración una ayuda social o poner sillas frente a su bar en la vía pública: debe conocer de manera clara cuáles son los requisitos para poder cumplirlos y hacer así que surtan efectos jurídicos positivos. Pero en el caso de la esta ley administrativa que vela por el registro de partidos, se confirma el objetivo contrario: se establecen circunstancias indefinidas, abstractas con la intención de imposibilitar eternamente su observancia al partido reclamante. Una ley que parece perseguir, pues, la perpetuación de su no cumplimiento.
La tercera paradoja es que, si bien el régimen jurídico de la LOPP tiene un carácter general, surge y se confirma en la inequívoca voluntad de aplicarse a un partido concreto. Se le dice de caso único; ad hoc, en el argot. Recalemos por un momento en esta tara.
Y es que los últimos días hemos visto como altos responsables de otro partido concreto han lesionado directamente preceptos básicos de esta ley, sin temer ni por un segundo que se les pudiera aplicar a ellos. Felipe González se dibujó una X en la frente, jactándose de que tenía potestad de decidir sobre la ejecución de acciones armadas irregulares contra ciudadanos vascos en territorio de otro estado. La revelación llevaría a su partido a incurrir en el art. 9.2.a de la LOPP, que prevé que una organización partidaria será declarada ilegal cuando actúe «promoviendo, justificando o exculpando los atentados contra la vida o la integridad de las personas». Aún más, al especular el eX presidente con que de haber dado la orden de eliminar ilegalmente a ciertas personas se habrían ahorrado «asesinatos de personas inocentes», situó a su partido en la causa de ilegalidad del art. 9.3.a LOPP, al «legitimar las acciones terroristas para la consecución de fines al margen de los cauces pacíficos y democráticos».
Según reconoció González, otro responsable del PSOE, Barrionuevo, «da la orden de que suelten» a Segundo Marey en cuanto se entera de que «está detenido», evidenciando que en su partido era norma habitual la toma de decisiones directas sobre objetivos de terrorismo de estado. La famosa romería en la cárcel de Guadalajara, ante el ingreso del ministro de Interior junto con su secretario de seguridad, Rafael Vera la encuentro fácilmente vinculable al art 9.3.h de la ley que proscribe «homenajear o distinguir las acciones terroristas o violentas o a quienes las cometen o colaboran con las mismas». En la línea, también González en su entrevista exime al General Rodríguez Galindo ‑en contra de la opinión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos- de sus graves responsabilidades en el caso Lasa y Zabala.
Esta actitud de minimizar las actuaciones del terrorismo ligado a un partido concreto no es sólo privativa del entonces preXidente. Marcelino Iglesias, responsable hoy de organización del PSOE, restó importancia a las declaraciones de su jefe, pidiendo que «los GAL se analicen con perspectiva histórica», ya que «se ve como si hubiera pasado ayer y pasó hace más de 20 años». Relativizar temporalmente el impacto del terrorismo de estado contrasta con el hecho tan actual de que ni siquiera un 20% de aquellos delitos han sido esclarecidos por la justicia. Sus autores permanecen impunes y sus víctimas olvidadas.
Ese interés por exculpar la guerra sucia de estado es también compartido por el Consejero Ares, cuando deja fuera de sus festejos y homenajes a las víctimas de aquel terrorismo gestionado antes y minimizado ahora por su partido. El criterio que le mueve es el de «no equiparar a las víctimas». Interpreto que esta actitud de desequilibrar la reparación, negándosela a ciertas víctimas, lesiona el Artículo 59.3 de la Ley de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas del Terrorismo, al proscribir «actos efectuados en público que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares». Hecho que se podría subsumir además como criterio ilegalizador a la LOPP.
Hasta aquí los argumentos jurídicos. Sé a ciencia cierta que la mera posibilidad de que el PSOE fuera revisado por una Sala especial del Tribunal Supremo a la luz de la susodicha Ley de Partidos políticos, es una veleidad teórica. No puede llevarse a la práctica, no porque no se dieran los hechos típicos para aplicar la ley, sino porque su peso se reserva, como decía en la entrada de esta pieza, a otro sector político. La igualdad ante la ley se hizo añicos.
Pero hay otra precisión más que hacer: no seré yo quien niegue al PSOE el derecho a participar en elecciones libres, por mucho que las vísceras me reclamen lo contrario. Considero que todos los proyectos deben someterse a la soberanía popular, de tal manera que será ésta quien castigue políticamente a dicho partido. Por su pasado y su presente. No puedo siquiera valorar la posibilidad de invocar una ley de semejante tufo antidemocrático para retirar de la pugna política a un adversario político.
Porque no somos como ellos. Porque lo único que se reclama desde aquí es que las condiciones para la participación política sean iguales para todos. Porque no es de recibo, menos aún desde ministerios y portavocías de partidos políticos, marcar requisitos jurídicos siempre en alza, nuevas condiciones presuntamente legales de contornos abstractos, de enfoque etéreo. Porque, por mucho que pese a inquisidores que imponen exigencias a su gusto, no se puede someter a una organización partidaria a más condición que la resultante de confrontar con el electorado sus legítimos proyectos y métodos de acción.
Impedírselo hoy a un sector político que rechaza «el uso de la violencia o la amenaza de su utilización para el logro de objetivos políticos» y que sitúa en la paz y la superación del conflicto su mayor caudal político pone al PSOE ante un espejo. La ley de partidos que tan impetuosamente defiende le refleja de manera diáfana, al prohibir «programas y actuaciones que fomentan una cultura de enfrentamiento y confrontación […], o que persiguen intimidar, hacer desistir, neutralizar o aislar socialmente a quienes se oponen a la misma, haciéndoles vivir cotidianamente en un ambiente de coacción, miedo, exclusión o privación básica de las libertades y, en particular, de la libertad para opinar y para participar libre y democráticamente en los asuntos públicos» (Art 9.3.b de la LOPP). El peso de la ley está sobre el tejado del PSOE.