Xabier Larena tenía 25 años cuando se enfrentó cara a cara al régimen franquista en el Proceso de Burgos. Fue uno de los seis condenados a muerte en un consejo de guerra, en el que los militantes de ETA lograron dar la vuelta a la tostada y colocar a la dictadura en el banquillo.
Se cumplen 40 años del Proceso de Burgos. ¿Qué queda en su memoria de aquellos días?
La verdad es que no muchas cosas, ya que no me suelo acordar de aquella época. He estado buceando en el pasado, y sí hay cosas que me vienen a la cabeza. Cómo preparamos el juicio, cómo se desarrolló la vista oral y algunas anécdotas.
¿Cuántos años tenía cuando se enfrentó al juicio?
A ver… fue en el año 70, pues tenía 25 años.
¿Cuándo fue detenido?
Estaba detenido desde marzo del año anterior, desde marzo de 1969.
Antes de este proceso ya hubo otros juicios en los que se había pedido pena de muerte. ¿Ustedes tenían plena consciencia de que esa iba a ser la petición?
Sabíamos que ellos iban a ir a por todas, y nuestra contestación fue en el mismo sentido. Nuestra idea era convertir el juicio en una acusación contra el régimen franquista y una plataforma pública para a dar a conocer internacionalmente la situación de opresión y represión a la que estaba sometida el País Vasco. Teníamos plena conciencia de que asociaciones de juristas internacionales y la prensa internacional estaba intentado acreditarse para entrar en la sala. Sabíamos que no era un juicio contra los 16 que nos sentábamos en el banquillo, sino que era un juicio contra la lucha de todo un pueblo, y lo ganamos.
En un principio se iba a celebrar a puerta cerrada, sin la presencia de esos observadores internacionales.
La intención del Gobierno era hacerlo a puerta cerrada. Sospechábamos que para ello habían metido en el sumario a los dos sacerdotes, Julen Kalzada y Jon Etxabe, que no tenían absolutamente nada que ver con la organización. Acogiéndose al Concordato del año 52, y al estar dos sacerdotes, el juicio podía ser a puerta cerrada. Ambos jugaron un papel importante ya que comunicaron al Vaticano que si la vista era a puerta cerrada se iban a secularizar. Entonces, el Vaticano exigió al Gobierno español que fuese a puerta abierta, como al final ocurrió.
Contaron con un gran equipo de abogados entre los que estaban José Etxebarrieta ‑hermano de Txabi- Peces Barba, Castells o Bandrés. Prepararon muy bien el juicio con ellos.
Durante las semanas anteriores hicimos muchas reuniones. Primero entre nosotros en la cárcel ‚y después estuvimos muchas horas reunidos con los abogados. Cada uno de nosotros sabíamos el papel que íbamos a jugar en el juicio, sabíamos las preguntas que nos iban a hacer los abogados y cuál era la respuesta que debíamos dar cada uno. Todo estuvo preparado al dedillo.
Un día antes del inicio del juicio, ETA Quinta Asamblea secuestró al cónsul alemán en Donostia, Eugen Beihl, y también se ha dicho que se estuvo preparando una fuga.
Lo del cónsul nos pareció negativo, y así lo declaramos, ya que considerábamos que iba a desviar la atención internacional, que tenía que estar centrada en nosotros. Lo del plan de fuga famoso… no sé. Tuvimos muchas sospechas, pero lo que sí exigimos es que si la fuga se iba a llevar a cabo, fuese inmediatamente después de la vista. Aquel juicio había que celebrarlo. Sabíamos que era una oportunidad que había que aprovechar.
En Euskadi y en el resto del Estado se produjeron muchas movilizaciones y en una de ellas murió el joven de Eibar Roberto Pérez. ¿Tenían conocimiento de ello?
Éramos plenamente conscientes. Entre la familia y los abogados nos pasaban toda la información de lo que estaba ocurriendo en la calle.
Día 9 de diciembre. Mario Onaindia acaba por romper el juicio con su grito: «Gora Euskadi Askatuta!».
Estaba todo preparado. Mario era el último en declarar y con él acababa el juicio. Había que romperlo y debía declararse prisionero de guerra. Se debía acoger a la Convención de Ginebra y solo iba a dar su graduación. Por eso dijo: «Soy Mario Onaindia Natxiondo, liberado de ETA» y, a continuación, gritó: «Gora Euskadi Askatuta!». Los demás respondimos cantando el Eusko Gudariak y se armó un follón inmenso. Uno a uno fuimos gritando nuestro nombre y que renunciábamos a nuestros abogados defensores.
¿Cuál fue la reacción de los militares?
Pensaron que nos íbamos a abalanzar sobre ellos y sacaron los sables. Se medio escondieron debajo de la mesa. Nos expulsaron de la sala y, sin estar ya nosotros presentes, se procedió al alegato del fiscal. Los defensores no dijeron nada puesto que habíamos renunciado a la defensa. Nos llamaron uno a uno para ver si teníamos algo que alegar. Fue un momento en el que se produjo una anécdota que, 40 años después, hace gracia.
¿Qué sucedió?
Gesalaga, de Eibar, fue llevado ante el presidente del tribunal y cuando este le preguntó si tenía algo que alegar, respondió: «que si tengo algo que alegar, sí, el grifo de la celda que me gotea». Cuando nos llevaban de regreso en el furgón al penal de Burgos, el capitán que dirigía el traslado le dijo al jefe de servicio de la cárcel: «Oiga, a ver si arreglan el grifo de la celda de Gesalaga, que le gotea».
Ver a los militares totalmente descompuestos imagino que fue lo que les llevó a la convicción de que eran ustedes quienes habían ganado el juicio.
Eso estaba claro. El juicio estaba ganado solo por el hecho de que se hizo ante el mundo. Fue la primera vez que se permitió la entrada a un juicio de un corresponsal del Pravda de Moscú. El juicio se empezó a ganar desde ese mismo momento. En un receso, uno de los abogados oyó decir al coronel Ordovás, que presidía el Tribunal: «Estos cabrones nos están desbordando». Fíjate como sería este personaje. Era coronel de caballería y tenía una cuadra con caballos que se dedicaban a la hípica. En un descanso estaba hablando delante nuestro con Gisèle Halimi, que era una abogada francesa bellísima que se dedicaba a defender a los independentistas bretones y estaba el juicio como observadora. Ordovás le decía que estaba preocupado porque uno de sus caballos estaba enfermo. Halimi le respondió: «De su decisión depende que mueran seis personas y usted está preocupado por sus caballos».
Queda claro que en ningún momento decayó la moral de los acusados.
Al contrario. Nuestra moral era intensa. No era mi caso, pero sí te voy a confesar que algunos estaban deseando que nos condenasen a muerte. Creían que el hecho de que a alguno les fusilasen iba a ser un tanto contra el franquismo.
¿Tras acabar el juicio llegó el bajón a la espera de conocer la sentencia?
Yo estaba convencido de que no nos iban a ejecutar, pero había otros que creían lo contrario. Los compañeros que estaban en el penal, pero no pertenecían al sumario, estaban preparando todo por si nos llevaban a capilla. Estaban dispuestos a iniciar una rebelión dentro de la cárcel. Estábamos dispuestos a todo.
¿Cómo se enteraron de la pena y posteriormente de la conmutación?
Fue el 28 o 29 de diciembre. Creo que fue el día 28, el Día de los Inocentes. Eran las ocho de la tarde, noche cerrada en Burgos. Hubo una tormenta y se había ido la luz en el penal. Nos metieron en el locutorio, donde no se veía nada, y utilizamos velas. No sabíamos lo que nos iban a comunicar. Era una escena un tanto fantasmagórica o dantesca. Con una oscuridad casi total, con la luz vacilante de las velas y nuestras sombras reflejadas en el techo, nos dijeron que nos habían conmutado la pena de muerte a los seis.
¿Cuál fue la reacción del resto de presos de la cárcel cuando ustedes les dieron la noticia?
Cuando volvimos y se lo dijimos al resto, entonces sí que estalló toda la tensión emocional acumulada en las semanas y meses anteriores. Mucha gente cayó derrumbada llorando como críos. La verdad es que fue algo bastante emocionante.
Imagino que sería duro, sobre todo para la familia.
Recuerdo una de las visitas que me hizo mi padre. Tenía apenas alguna cana y apareció con todo el pelo blanco. Era producto del disgusto y de la preocupación. Después me enteré que le dejé bastante descolocado cuando en una visita le dije lo que debían hacer con mi cuerpo si al final me fusilaban.
¿Lo tenía todo decidido?
Sí. Incluso sabía la canción iba a cantar camino del paredón. Es de un personaje de Goizueta al que le acusó falsamente un enemigo de falsificar monedas. Era un bertsolari y cada día que estuvo en la cárcel fue componiendo una estrofa y al final salió una canción que, traducida del euskera al castellano, decía algo así: «Dejo para criar a dos hijos y tres hijas y que el señor de lo alto escuche el llanto de su madre». Era una canción que la había popularizado Mikel Laboa, y era la que pensaba cantar cuando el pelotón de fusilamiento me llevara al paredón.
Para usted llegaron después años de extrañamiento fuera de Euskadi. ¿Echa la vista atrás y qué piensa?
Cuando me hacen preguntas de ese estilo siempre pienso lo mismo. Hicimos lo que creíamos que era oportuno en aquel momento y respondimos a lo que nos dictaba nuestras conciencias. No me arrepiento de nada.