En los comienzos de la década de 1990 el optimismo burgués dominaba en el imperialismo occidental. La URSS y su bloque había implosionado; China Popular llevaba desde comienzos de los años 80 abriéndose cada vez más al mercado capitalista; Cuba, la Isla Heroica, sufría estrecheces y pobrezas sin cuento, y los medios capitalistas auguraban su debacle; Vietnam y otros países que se habían independizado gracias a sobrehumanos esfuerzos se encontraban abocados al desastre. En las Américas, el imperialismo había acabado con Nicaragua, con las guerrillas en el Salvador y en Guatemala, y en Colombia existía una especie de empate político-militar, mientras que todo indicaba que no habría una oleada revolucionaria tras las dictaduras asesinas en Argentina y Chile. Los problemas de México podían resolverse porque su burguesía aceptaba cada vez más las exigencias yanquis, y Brasil nunca había sido un enemigo de los Estados Unidos. Dentro de los países imperialistas reinaba el orden. Es cierto que Japón, la por entonces segunda economía mundial, había entrado en crisis pero todos esperaban que las ingentes ayudas públicas acabasen pronto con ella. Desde la mitad de los años 80 la liberalización financiera, el neoliberalismo, el ataque durísimo a las clases trabajadoras y, por no extendernos, la baratura de las materias y energías primas, todo esto, sustentaba las condiciones de la larga expansión que concluiría en 2007.
El triunfalismo sobre la «victoria de Occidente» venía reforzado por la tesis de la previsible «guerra de civilizaciones» que sobrevendría cuando el mundo atrasado, musulmán y pre-político, así lo calificaban, quisiera llegar rápidamente a los estándares de vida y consumo de la «civilización cristiana». Había que prepararse para «defender a Occidente», es decir, al «modelo de vida norteamericano». El fundamentalismo cristiano yanqui, de extrema derecha racista, dominaba en el plano ideológico-cultural y propagandístico.
Si esto ocurría en el lado de la reacción, de las fuerzas vivas del capitalismo, en el lado del reformismo reapareció la vieja tesis de que ya, por fin, era posible el tránsito pacífico, legal y «democrático» a «otro» socialismo que no tuviera los errores autoritarios del que había fracasado en la URSS. La globalización, se decía, caminaba hacia un «gobierno mundial», hacia la «gobernanza» del mundo mediante la reforma de las instituciones que ya no tenían sentido tras finiquitar la Guerra Fría. La superación de las fronteras estatales, la mundialización del mercado y la pérdida de poder de los Estados, todo esto permitía a los pueblos avanzar hacia la «democracia mundial». Muchas envejecidas izquierdas se creyeron estas monsergas. La demagogia postmodernista, según la cual ya no tenían sentido las teorías sociales de los siglos XIX y XX, los denominados postmarxistas que decían que ya no habían lucha de clases sino demandas individuales y movimientos populistas resolubles mediante la legalidad de la «sociedad civil», la aceptación de la aberrante tesis de las «intervenciones humanitarias» de la OTAN y la ONU, estas y otras tesis debilitaron profundamente a las izquierdas combativas pero muy poco formadas teóricamente, precisamente cuando el imperialismo endurecía sus ataques a los pueblos.
Mientras tanto, volcada en la preparación de una nueva y moderna «cruzada», el grueso de la burguesía no prestó apenas atención a los crecientes indicios de que cuatro cosas empezaban a torcerse el centro imperialista: la sucesión de crisis financieras que cada vez más rápidamente estallaban en todas partes, advirtiendo de que algo profundo se estaba pudriendo en las entrañas capitalistas; la lenta recuperación de las luchas de clases en Europa, Asia, las Américas y África que, con altibajos, volvían a la escena social; la acumulación de incuestionables estudios científicos sobre la crisis ecológica; y la tendencia a la reducción de la superioridad del imperialismo occidental, liderado por Estados Unidos, sobre las denominadas «potencias emergentes».
De entre todos los disponibles, resaltamos tres acontecimientos que expresaban la progresiva interacción de estas dinámicas hasta entonces aisladas entre sí: el corralito argentino en 2001 y la derrota del golpe anti Chávez de 2002 en Venezuela; el fracaso de la Cumbre de Kioto celebrada en 1997, y el aumento de las luchas internacionales y antiimperialistas que se recuperaron al calor de la «antiglobalización». En ese contexto se produjeron los ataques a las Torres Gemelas en septiembre de 2001. En muy poco tiempo se empezó a esfumar la euforia burguesa arriba vista. Pero faltaba lo peor: la crisis iniciada en 2007 y definitivamente asentada desde 2008, y sus secuelas mundiales, aunque muy especialmente en los países imperialistas. Ahora hemos leído algunas excusas de altos managers yanquis diciendo que se podría haber evitado la crisis si se hubiera hecho caso a las señales económicas. Se trata de una excusa mentirosa e ignorante porque, primero, no sólo no se imaginaron que la crisis podría estallar sino que ni siquiera creyeron que se había producido hasta que era muy tarde; y segundo, es una muestra de ignorancia porque la economía política burguesa no puede conocer teóricamente las contradicciones del capitalismo.
Pues bien, de forma acelerada desde 2008 la euforia se ha transformado en desconcierto, miedo y hasta pánico por el futuro. El rearme es una respuesta lógica del capital en situaciones como esta, y unido a él también el aumento represivo y policial. Luego veremos con más detalle el por qué. Pero si el miedo cunde en la alta burguesía, en sectores de las masas alienadas que votan al centro-derecha y al reformismo el miedo se refuerza con una mezcla de desconcierto y de autoritarismo. Una vez que se han hundido las cómodas certezas que alegraban una vida gris y anodina, la sangrante realidad es vista por esta mayoría silenciada y castrada mentalmente con una mezcla de desconcierto y pasmo y, en muchos casos, con una fuerte dosis de agresividad teledirigida por la industria político-mediática.
Las escenas del asesinato del supuesto Osama Bin Laden, los intentos de asesinato de Gadafi, el que la OTAN deje morir de sed en el mar a decenas de emigrantes, los aplausos a la entrega ilegal por Venezuela de un súbdito sueco a los torturadores colombianos, el rechazo de los europeos ricos a ayudar a los europeos empobrecidos después de haberles impuesto condiciones leoninas para entrar en la Unión Europea, estos y otros acontecimientos diarios que solamente son la cáscara de tragedias espantosas, son vistos como expresiones de un mundo absurdo y peligroso que debe ser salvado por la civilización occidental. La decisión de que los alimentos y otros productos vitales coticen en los mercados financieros, conlleva que una minoría los acapare a la espera de que se multipliquen artificialmente sus precios, sin preocuparse por las inhumanas hambrunas que proliferan. Pues bien, esta y otras decisiones son vistas con indiferencia por buena parte de las masas occidentales porque creen que es la «mano invisible» del mercado la que rige la economía, y otra parte más reducida por ahora, las aplaude.
La idea de la «mano invisible», cargada de esoterismo idealista, fue popularizada por la primera corriente económica burguesa y sostiene que el mercado, la economía en su conjunto, se rige por razones desconocidas en última instancia, por fuerzas invisibles e incomprensibles al conocimiento humano. Desde entonces, algunas corrientes burguesas, como la keynesiana, han tratado de iluminar con una tenue luz esa invisibilidad, pero han fracasado siempre. Ya que la economía capitalista es incognoscible en su esencia, solo podemos ayudarnos del neokantismo y del subjetivismo individualista para intuir cómo funciona. Atrapados en esta ceguera ignorante e idealista, los acontecimientos mundiales nos parecen igualmente indescifrables y absurdos.