De la misma forma en que existe una continuidad de la explotación capitalista pero también innovaciones y cambios en sus fases y etapas, también sucede lo mismo con la lucha de clases, con la misma naturaleza y composición de las clases sociales. Como hemos dicho al comienzo, no debemos pensar las clases sociales como estructuras quietas e incomunicadas, sino como contradictorios procesos sociales en lucha mutua y en cambio. Por ejemplo, a comienzos del siglo XIX la clase obrera era absolutamente minoritaria en Europa y Estados Unidos, y sólo en Gran Bretaña aparecía como un movimiento en formación inseparable de sus formas de resistencia. Fuera de la clase obrera existían grandes masas de campesinos y artesanos arruinados que cada vez más tenían que compaginar sus labores con trabajos en pequeñas y medianas empresas. Las mujeres seguían siendo explotadas en el domicilio aunque en Gran Bretaña también en las fábricas. A finales del siglo XIX el movimiento obrero era ya una realidad temida por la burguesía y empezaba a extenderse por otras zonas del mundo, pero también era una realidad minada por una tendencia reformista interna potente porque el capitalismo podía sobornar y corromper a amplias franjas de trabajadores. El marxismo era muy minoritario y excepto otras corrientes socialistas revolucionarias y anarquistas, la mayoría del movimiento obrero y sindical se guiaba por ideas reformistas.
Pero las contradicciones sociales minaron la dominación burguesa. La fase imperialista agudizó tales contradicciones y añadió un impresionante sujeto de masas, que ya había aparecido hacía años pero que ya era imparable a comienzos del siglo XX, las guerras de liberación nacional anticolonial y antiimperialista. Y también, y sobre todo en muchas luchas, las mujeres se reafirmaron como otro sujeto decisivo, sobre todo el feminismo socialista que desbordó al feminismo burgués anterior. Desde la Comuna de 1871 la burguesía mundial había aprendido que la clase trabajadora era su enemigo mortal, y en 1917 la revolución bolchevique lo confirmó definitivamente. Pero ya no era el proletariado inconexo y utópico de comienzos del siglo XIX, sino una fuerza inquietante y tanto más peligrosa dado que pese a estar desunida por la existencia de una corriente reformista interna, aún así había demostrado una temible fuerza. Peor aún, además de la revolución bolchevique y de la oleada que le siguió, se habían asentado las luchas de liberación antiimperialista como se demostraba en todos los continentes.
La durísima crisis mundial de 1929 dio la oportunidad al capital para reforzar su contraofensiva ya iniciada con anterioridad. Una forma de destrozar la lucha obrera fue la progresiva introducción del sistema fabril denominado como taylorismo, o producción de cadena en serie, teorizada en 1912 y demoledor para la clase obrera pretaylorista y muy beneficiosa para la patronal. Otro sistema fue el del planificar el consumismo, algunas reformas sociales y las migajas repartidas de las sobreganancias imperialistas, sin olvidarnos del nacionalismo burgués y del racismo imperialista. Pero sobre todo, en los muy contados Estados burgueses afianzados, el capital pudo contar con el apoyo del reformismo, de las ganancias imperialistas y con la propia alienación que genera la sociedad burguesa, así como de las primeras medidas keynesianas, pero también con el miedo al socialismo y con organizaciones de extrema derecha y hasta nazifascistas toleradas hasta 1940, que amenazaban al movimiento obrero. Pero el grueso de la respuesta burguesa internacional fue el endurecimiento represivo, el militarismo, el fascismo y el nazismo, la contrarrevolución sangrienta.
La crisis de 1929 reafirmó las enseñanzas de las precedentes en una cuestión ya tratada antes, el papel de las «clases intermedias», de la pequeña burguesía y de las «clases medias», sectores que crecen en los períodos expansivos pero decrecen durante las crisis, arruinándolos y dividiéndolos entre reaccionarios y revolucionarios, separados por una mayoría dudosa que casi siempre termina girando a la derecha más por los errores de la izquierda que por los aciertos de la derecha. La crisis de 1929, al impactar en las colonias y pueblos oprimidos, azuzó los movimientos de emancipación nacional lo que multiplicó las dificultades del imperialismo al ver reducidas sus ganancias. La existencia de la URSS, sumado a lo anterior, llenaba el cupo de lo tolerado por el imperialismo. La guerra de 1939 – 1945 buscó antes que nada acabar con el peligro comunista y asegurar la docilidad de una clase explotada mundial y, en segundo lugar, pero supeditado al primer objetivo, reordenar la jerarquía interimperialista.
La lucha de clases posterior a 1945 se caracterizó por tres novedades fundamentales: una, en el centro imperialista, por un pacto interclasista entre la burguesía y el reformismo, con el apoyo de los partidos estalinistas, de modo que el capital pudo abrir una nueva fase expansiva; pacto interclasista que estaba también sostenido por la represión selectiva pero dura de las izquierdas revolucionarias como en Alemania Occidental, Japón, Estados Unidos, Gran Bretaña y en el Estado francés por la «dictablanda» del general De Gaulle; otra, en los Estados capitalistas más débiles por diversas dictaduras y regímenes fuertes vitales para la política yanqui de cerco y agresión a la URSS, a China Popular y a las luchas de liberación nacional en todo el tercer mundo; por último, por la definitiva burocratización de la URSS y del socialismo que representaba, de modo que internamente los pueblos iban despolitizándose y girando poco a poco hacia un capitalismo idílico e inexistente en la realidad, que más tarde les hundiría en la pobreza y destrozaría su calidad de vida, mientras que en el exterior la burocratización minó la legitimidad incuestionable de la revolución bolchevique y del marxismo ‑el monstruo nazi fue vencido sólo gracias a la superioridad del socialismo soviético que aplastó al 80% de los ejércitos nazifascistas- acelerando la descomposición reformista de los partidos comunistas y el largo desierto del marxismo frente a la ideología burguesa.
La propaganda capitalista ha manipulado la historia, ha mentido y ha creado otra historia reciente sobre la verdadera evolución de la lucha de clases mundial desde 1945 hasta ahora. Se nos ha hecho creer que los «treinta gloriosos», las tres décadas transcurridas hasta finales de los años 70, con el inició del ataque neoliberal, fueron una demostración inequívoca de la superioridad de la «democracia occidental» sobre el socialismo. Esto es mentira. Como ya hemos dicho, sólo unos muy contados Estados burgueses, los imperialistas, pudieron desarrollar sistemas democráticos formales pero gracias a las excepcionales condiciones posteriores a 1945, gracias al despojo imperialista y gracias a una sofisticada represión interna. Las violencias de signo opuesto, la contrarrevolucionaria e imperialista y la revolucionaria y liberadora, fueron la realidad mayoritaria a nivel mundial y muy en especial desde 1973 cuando mediante las criminales dictaduras en el cono sur latinoamericano el neoliberalismo apareció como la alternativa antisocialista y antiobrera a aplicar dentro mismo del imperialismo, como así sucede desde entonces.
Como a comienzos del siglo XX con el taylorismo y otros métodos, uno de los objetivos del neoliberalismo desde comienzos de los años 70 era y sigue siendo el de destrozar la fuerza de lucha del proletariado, liquidando sus derechos, desuniéndolo, haciéndole retroceder a las brutales condiciones de explotación de finales del siglo XIX, etc. De nuevo, para saber qué son las clases debemos estudiar cómo el Estado burgués golpea muy duramente a las masas trabajadoras. Con la crisis iniciada en 2007, además del ataque a las y los trabajadores, las «clases medias» y la pequeña burguesía están siendo arrinconadas y mermadas bajo la presión de la gran burguesía. A la vez, el campesinado del mundo entero debe acelerar su emigración a las megaciudades para proletarizarse porque la agroindustria capitalista lo empobrece aún más y lo expulsa de sus reducidas tierras privadas y de sus tierras comunales. Simultáneamente, las mujeres campesinas, obreras y autoexplotadas en las grandes urbes, y en el centro imperialista, sufren un acoso creciente del sistema patriarcal y del terrorismo religioso.
La masa asalariada, es decir, la que vive sólo y exclusivamente de un mísero salario, la que no tiene ninguna autonomía económica, por no decir ninguna independencia productiva, esta masa que forma el componente decisivo de la humanidad trabajadora va aumentando en todo el mundo y van reduciéndose los sectores autónomos, los que pueden compaginar el propio trabajo no explotado por nadie con un trabajo asalariado. Esta dinámica, ya teorizada por el marxismo de mediados del siglo XIX, choca cada vez más con su opuesta e irreconciliable pero unida a ella por lazos irrompibles: va reduciéndose la minoría multimillonaria poseedora de los medios de producción.
Otra característica ya anunciada por el marxismo y que se confirma día a día es la interacción entre el militarismo imperialista y la sobreexplotación de los pueblos. Malvivimos en un mundo finito, con recursos finitos en su inmensa mayoría, y en un planeta tan saturado y sobrecargado de porquería y detritus de muy difícil desintegración y asimilación, que literalmente el imperialismo se está comiendo el futuro de la siguiente generación, no sólo de la juventud actual. Sólo la sobreexplotación de los pueblos puede sostener durante unos pocos años este desquiciado irracionalismo. Y para que las naciones empobrecidas se resignen pasivamente al expolio de ellas mismas, de su vida e historia, de su cultura y recursos, la civilización del capital se rearma al máximo, se militariza como nunca antes y advierte a viva voz al mundo entero que hará lo que le venga en gana. Las declaraciones de Obama antes y después del asesinato del supuesto Bin Laden, así lo explican sin vergüenza alguna, y encima amparándose en la voluntad de su dios cristiano.