
Tras leer con gran interés el reciente artículo de Santiago Alba Rico Sexo y pereza (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=148877), me he acordado de un chiste gallego y de un congreso de lolitas.
Un encuestador le pregunta a un campesino de la Galicia profunda:
-¿Qué prefieres, masturbarte o follar?
-Eu… prefiro follar ‑contesta el campesino tras unos instantes de vacilación.
-¿Por qué?
-Se conoce gente…
Hasta aquí el chiste, que en el Japón actual podría ser toda una declaración de principios. En cuanto al congreso, tuvo lugar hace unos años en Colonia. Estaba yo admirando las dos torres de la catedral, que durante siglos fueron las más altas del mundo, cuando de pronto la plaza empezó a llenarse de lolitas japonesas en sus distintas variantes: góticas, clásicas, punkis, ciberlolitas… No sé si la decisión de concentrarse frente a aquellos enormes falos de piedra respondió a un propósito consciente de autoafirmación; en cualquier caso, para mí aquella explosión de femineidad oriental insumisa representó la segunda caída de las torres gemelas.
Las lolitas aparecieron en Japón a finales de los años setenta, como expresión estética de una juventud femenina que quería desmarcarse de la ultraconservadora sociedad japonesa tradicional, en la que la mujer quedaba relegada al papel de abnegada esposa, física y mentalmente sometida al marido. Y aunque empezó siendo un movimiento juvenil, en la actualidad es frecuente ver a mujeres de cuarenta o cincuenta años vestidas de lolitas.
A primera vista, el lolitismo podría parecer una forma de huida hacia delante, en la medida en que potencia ‑o más bien exacerba- la imagen de la mujer muñeca (por no hablar de las connotaciones fetichistas y pedófilas); pero su misma exacerbación convierte la propuesta estética ‑y erótica- de las lolitas en una impugnación de lo establecido; su exacerbación y su desenfadado narcisismo, que no busca la aprobación ni la gratificación de la mirada masculina.
No es casual que el repliegue sexual de los varones japoneses haya coincidido con la eclosión de las lolitas y otras formas de autoafirmación femenina. En su artículo, Santiago Alba habla con toda propiedad de “sexo y pereza” (esa pereza que no es la madre de todos los vicios porque les brinde el tiempo necesario para su desarrollo, como creen quienes confunden el esfuerzo con la virtud, sino porque constituye su materia prima); pero habría que hablar también de sexo y miedo. El gallego del chiste prefiere follar porque se conoce gente; por la misma razón, el japonés del documental al que alude Alba (y que yo también vi con una mezcla de estupor y desasosiego) prefiere masturbarse, pues no quiere conocer gente: concretamente, no quiere “conocer” (y no deja de ser significativo el doble sentido del término) a una mujer que ya no es una geisha modelada por y para el deseo masculino.
En última instancia, el japonés que prefiere masturbarse tiene miedo a la libertad; sobre todo a la libertad de la mujer, pero también a la propia, que solo se puede ejercer realmente en el encuentro igualitario con los ‑y las- demás. Un miedo que, como señaló Erich Fromm, es el heraldo negro del fascismo. Y en el caso de Japón, huelga decirlo, una recaída podría ser mortal.