Si mis recuerdos no me traicionan demasiado, en el año de 1970, siendo yo niño en esa Bogotá invernal y gris que jamás pudo ganar el corazón del García Márquez tropical y andariego, se puso de moda un tema musical bailable grabado por Rodolfo Aicardi con los Hispanos, cuya letra hacía referencia a Macondo, un pueblecito de algún lugar de la costa adonde el compositor anunciaba su intención de mudarse. Tras él vinieron otros temas en donde se referenciaban a Gabriel, los cien años, José Arcadio, Úrsula, Aureliano, Amaranta, en fin, una suma de nombres extraños que poco o nada tenían que ver con el entorno familiar o escolar en el que me había levantado, y de cuya repetición fui aprendiendo que pertenecían a una novela famosa publicada unos tres años atrás, pero de cuya grandeza sólo recién empezaba a tomarse una conciencia general.
Tal y como suele suceder en esos casos, alguien, algún pariente o amigo de la familia, llevó algún día el libro a casa, y entonces, al mirarlo, con su aspecto rechoncho y letra menuda, sentí repudio hacia él, imaginando cuán pesada debía ser su lectura. Creo que a pesar de tratarse de una obra reconocida mundialmente por su excepcional calidad literaria y humana, todavía hoy muchos colombianos lamentablemente experimentan frente a ella, por una ignorancia semejante a la mía entonces, un sentimiento parecido. Lo he corroborado con muchos jóvenes a quienes pregunto si la han leído, obteniendo la inmensa mayoría de las veces una respuesta negativa. Incluso en la costa, en donde casi por instinto la gente sale en defensa del genio de su autor, me he topado con la evidencia de comprobar que muy poca gente joven se ha tomado la molestia de leerla.
Dos años después, cursando el tercer año de secundaria, cuando la profesora de Español abordó el capítulo del análisis de una obra literaria y nos impuso la tarea de leer alguna novela y presentar un trabajo sobre ella con todas las de la ley, algunos de mis compañeros de clase escogieron a Cien Años de Soledad, y por sus comentarios apasionados y picarescos comprendí que se trataba de un libro revelador, no tanto sobre aspectos de la historia y la cultura nacional que poco podían importarme a esa edad, sino sobre materias sexuales, en las que parecía hacer gala de una desfachatez asombrosa. Muchachos púberes, acosados implacablemente por el despertar de la sexualidad, provenientes en su mayoría de familias de honda tradición religiosa, educados por curas jesuitas, habíamos sido formados, y lo éramos todavía, bajo el manto de la prohibición sobre esos asuntos pecaminosos y mundanos.
Yo había escogido Un capitán de quince años, una obra deliciosa de Julio Verne sobre marinos y piratas, agradable como una entretenida película de aventuras y suspenso, de la que recuerdo haber leído frente a mis compañeros expectantes un largo resumen que mantuvo a todo el curso con los pelos de punta de principio a fin. Oscar, un condiscípulo precoz, risueño y malicioso como él sólo, presentó su resumen de la novela de García Márquez, permanentemente interrumpido por carcajadas de celebración y gestos de asombro general, en el que procuró incluir cuantos episodios libidinosos fue capaz. La profesora sonreía con alguna muestra de complicidad y comprensión, seguramente clara de lo que podían representar ese tipo de escenas en muchachitos de nuestra condición, quizás convencida de que por más obstáculos que pusieran las autoridades colegiales para que accediéramos a esos temas, se trataba de cuestiones inevitables que de una u otra forma se abrirían paso en nuestras vidas.
Fue en realidad mi primer contacto con la temática garciamarquiana. Pese al extraordinario atractivo que la naturaleza de los asuntos sexuales tenía para atraer a un muchacho como yo, formado entre tantos tabúes, fue hasta mi quinto año de bachillerato que decidí afrontar la lectura de la monumental obra. Se trataba de una clase llamada Literatura Latinoamericana, el Español de ese nivel, en la que además de Cien Años de Soledad leímos La ciudad y los perros de Vargas Llosa, Rayuela, de Julio Cortázar, y otras tantas novelas de lo que ya por entonces se conocía como el boom latinoamericano. Gracias a todos ellos aprendí del papel protagónico que jugaban las cosas sexuales en la vida de todas las personas, aunque por estúpidas razones religiosas se procurara mantenerlas lo más faltas de preparación para ello. Pero siempre me pareció que García Márquez llegaba más lejos que todos los demás. Allí se hablaba con toda naturalidad de los órganos sexuales masculinos y femeninos, del sexo con prostitutas, incluso del sexo con burras y otros animales. Toda una revelación para los colegiales bogotanos de mi edad.
Con los años vendrían otras lecturas de la misma novela. Recuerdo especialmente la de los tiempos de la Universidad Nacional, cuando García Márquez figuraba como un respetado intelectual de izquierda, fundamentalmente por su labor al frente de la revista Alternativa. Entonces descubriría otras cosas tan importantes o más que las relacionadas con el sexo. Las contradicciones políticas, la desigualdad económica y social, la explotación de la ignorancia y el fanatismo por parte de la gente adinerada, la oprobiosa presencia de la United Fruit Company en nuestro país, la masacre de las bananeras, la guerra civil entre liberales y conservadores, la frecuencia de los fraudes electorales en las elecciones colombianas, el nefasto papel desempeñado en nuestra historia por obispos, curas, monjas y policías, la naturaleza absurda y cíclica de la lucha por el poder.
A todo eso habría que agregarle la extraordinaria impresión de la lectura de El otoño del patriarca, entonces tan publicitada y actual por aquello de las dictaduras militares que gobernaban en el entorno latinoamericano, y que venía a constituir el aporte del genio de García Márquez a la saga emprendida por otros como Asturias con El señor Presidente, Jorge Amado y Los subterráneos de la libertad, o el Recurso del método de Carpentier. Quién de nosotros no se estremeció identificado y conmovido, por el compromiso público asumido por García Márquez de no publicar ninguna otra obra literaria en tanto Pinochet continuara en el poder en Chile. La gloria literaria universal del novelista nacido en Aracataca, tan ligado a la luchas de la izquierda en Venezuela, tan hondamente comprometido con Fidel Castro y la revolución cubana, tan interesado en un movimiento capaz de conducir la izquierda al gobierno de Colombia, no podía menos que convertirlo en un ídolo para toda la juventud que sufría por el golpe contra Salvador Allende en Chile, las bestialidades de la dictadura argentina o los crímenes del militarismo en Uruguay o Haití.
Eran demasiadas las impresiones para no acudir a beber en la totalidad de su obra la inspiración más auténticamente nacional para perseverar en la lucha. Cuentos, crónicas, ensayos, discursos, cuanta nota de prensa escribiera García Márquez se convertían en objeto de devoción, polémica y sacudimiento intelectual, político y moral. Todavía recordamos la tempestad ocasionada en el país cuando la televisión nacional, en un horario tardío de la noche, trasmitió la serie sobre La mala hora, que dejaba tan mal parados al partido conservador y el régimen político violento que imperó en Colombia tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Si bien en aquellos años el archipiélago en que se había convertido la izquierda convertía en un sueño imposible la unidad política de la misma, el nombre de Gabriel García Márquez llegó a sonar con mucha fuerza como cabeza de una candidatura presidencial por profundos cambios en la vida colombiana. Era cierto que García Márquez se mantenía independiente y esquivo ante cualquiera de las tendencias que se reclamaban vanguardia de la revolución en nuestro suelo, y que eso generaba escepticismo en gran parte de ellas con relación a su verdadera posición política. Pero curiosamente eso no lograba minar su respetabilidad intelectual ni su prestigioso compromiso de aquellos años.
Me atrevo a pensar que el ascenso explosivo de las luchas guerrilleras en nuestro país, al que se añadió con los años el factor disolvente y perturbador que jugaron las mafias del narcotráfico, fueron los factores internos que terminaron por espantar a García Márquez del mundo de la política activa y la lucha. Como si se hubiera tratado de cosas absolutamente incomprensibles para quien juzgara con su lógica. La meteórica carrera del M‑19, el paulatino fortalecimiento de las FARC, el drama del ELN tras Anorí y su renacimiento ulterior, la actividad conflictiva del EPL, la aparición del ADO y otros grupos menores, coincidieron con una reacción lindante con el terror por parte del Estado colombiano. El Estatuto de Seguridad promulgado por Turbay Ayala, la generalización de la tortura, los desaparecimientos y los crímenes políticos claramente imputables a los organismos de inteligencia militar y policial, la represión desbocada que siguió al paro cívico del 14 de septiembre de 1977, a la que se sumó la generada por el episodio del cantón norte a fines del año 78, crecieron hasta alcanzar increíblemente al famoso escritor colombiano, obligado a huir del país ante la inminencia de su captura por las autoridades bajo la acusación de subversión.
Gabriel García Márquez, de regreso a Colombia durante el gobierno de Belisario Betancur, en el que recién iniciado obtuvo también su galardón de Premio Nobel de Literatura, pareció entonces elevarse por encima de todos los conflictos nacionales, hasta convertirse en una especie de simple espectador sin compromisos, carente del entusiasmo de los años anteriores, ablandado por la relación amistosa y conciliadora que le ofrecieron los mandos militares y la oligarquía bipartidista en bloque. Como lo haría muchos años después con el proceso de paz del Caguán, en el gobierno de Betancur se limitó a apoyar desde el margen las conversaciones de paz, evitando a toda costa involucrar su actividad personal en gestiones relacionadas con el difícil asunto de la reconciliación nacional. Su dedicación fundamental a partir de entonces fueron las letras, en las que por una llamativa coincidencia jamás volvería a alcanzar la altura de sus anteriores tiempos. Algunos también señalaron entre sus causas la inclinación cada vez más creciente hacia los asuntos financieros, multiplicados de modo exorbitante desde el otorgamiento del Nobel, por cuenta de las infinitas ediciones de sus obras en todos los idiomas posibles. Tampoco le resultaron afortunadas sus incursiones en el cine.
La década de los años ochenta en Colombia presenció los más novelescos acontecimientos, casi impensables aun para las imaginaciones más desbordadas, incluida la de García Márquez. El Palacio de Justicia, el ascenso y decapitación de la Unión Patriótica, la particular tregua con las FARC durante el convulsionado proceso de Casa Verde, la guerra con las drogas y los carteles, la muerte de tres candidatos a la Presidencia, incluido Galán, un conspicuo discípulo de la clase política tradicional. Eso sin mencionar la tragedia de Armero o los asesinatos del Ministro de Justicia, el Procurador y otras figuras del régimen.
Durante ella pudimos leer también a otro García Márquez, el de la Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera. Un maestro incomparable de la excelencia en escribir, pero indudablemente un autor interesado en deslizarse hacia aguas menos tormentosas que las de la dura realidad política nacional. Podría pensarse que a nuestro Nobel de Literatura le terminó sucediendo igual que a su gran amigo y compañero de parrandas vallenatas, Rafael Escalona. Cualquier cosa que escribiera, resultaba objeto inmediato de atención. Pero era fácil darse cuenta de que más allá de su renombre, lentamente se alejaba de sus mejores épocas como creador. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, el verso de Neruda, podría ser la clave para ejemplificar lo que decimos.
¿Quién podría arrebatar a Gabriel García Márquez, el hijo del telegrafista de Aracataca, como le gustaba llamarse, la gloria infinita de sus grandes obras literarias de talla universal? Absolutamente nadie. Seguramente que su fama superará la de cualquiera de sus críticos por los siglos de los siglos. Es lo que sin duda reconocemos en él todos aquellos que nos contamos entre sus millones de admiradores. Pero ese Gabriel García Márquez de los últimos años, en los que confesaba con cierto dejo de orgullo no exento de altanería su condición de uribista, no podemos negar que mancilla su memoria y disminuye su genio. Todo pasa, todo cambia, todo lo que nace muere y da origen a nuevas cosas. Pueda ser que las nuevas generaciones de colombianos vean brotar la paz y la justicia con las que soñó García Márquez cuando era indocumentado y feliz, ideal al que pareció renunciar sin pudores durante sus últimos años, pero al que millones de colombianos pobres y anónimos seguiremos siendo fieles hasta morir.
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