NOTA: Texto para la charla-debate a celebrar el viernes, 5 de diciembre en Cádiz organizado por el SAT-Cádiz con motivo de la celebración del día de Andalucía.
Introducción
Hablar de soberanía, es hablar de poder e independencia. En el ámbito más personal, la capacidad de actuar para conseguir nuestras necesidades y cumplir nuestros anhelos, de ser plena como persona libre. Se dice rápido pero en realidad requiere superar muchas dificultades subjetivas que pesa sobre nuestras cabezas de las personas desde generaciones, primero visibilizarlas, ser autoconsciente de ellas, y luego ponernos a la acción, crecer positiva y enriquecedoramente como persona. Pero la soberanía personal quedaría coja si no se acompaña de la soberanía del entorno en el que nos encontremos, el familiar, el del barrio, ciudad o país. Por que no tendremos esa posibilidad de actuar, transformar y mejorar en lo personal si mi pueblo, centro de trabajo o mi familia no la tiene. Y para eso necesitamos trabajar individual y colectivamente, para conquistar, practicar, la soberanía en todos los ámbitos de nuestra vida, combinando la actitud personal frente a posibles imposiciones injustas lo cual no impide, sino todo lo contrario, que dicha actitud la realicemos en parejas, equipos de trabajo, grupos militantes sindicales, sociales o políticos. Es una práctica y una lucha diaria para conseguir cuotas de independencia personal, profesional o vecinal que termina en lo nacional, en el territorio en donde nos encontremos, en la soberanía política.
No es fácil porque nuestra sociedad individualista desde los albores del capitalismo ha propiciado la pasividad, el aislamiento y la falta de participación comunal. Y por ello el proceso es largo y difícil, un esfuerzo que supone un cambio consciente y progresivo de hacer y construir grupo. Tampoco el sistema capitalista en su fase actual imperialista más decadente nos lo pondrá fácil, ya que se arma, se blinda, no solo de armamento sino también de sus medios de comunicación, de sus sistemas jurídicos y comerciales, de todo un aparato ideológico que fomenta el egoísmo, el consumismo y una felicidad quimérica y superficial. Todo ello para mantener el status quo que tiene como base fundamental a los grupos económicos de poder.
Que la Troika (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) tiene más poder de decisión que los propios estados con supuesta soberanía política, es bien palpable en la actualidad. Por eso necesitamos soberanía política, la esencial, la que aglutina las otras imprescindibles soberanías, porque son los gobiernos los que deciden en los ámbitos fundamentales de nuestras vidas. La cuestión es decidir para quien y el como de esas prácticas soberanistas, ¿para beneficiar a las grandes empresas transnacionales? O para beneficiar a la amplia mayoría de su población. En este contexto debemos situar la soberanía alimentaria la más básica y elemental porque nos permite el sustento y supervivencia de una población.
Concepto de soberanía alimentaria
La expansión de las luchas por la seguridad y soberanía alimentaria surge de la larga historia campesina que se gestó de diferentes formas según épocas y lugares. Sin embargo, podríamos destacar varios hitos o momentos históricos que marcan la situación actual. El primero se gesta con la revolución industrial en Inglaterra a finales del siglo XVIII, cuando se introducen las leyes de libre mercado en alimentos básicos de subsistencia como el cereal. El alimento pasa a ser una mercancía, un valor de cambio en lugar de ser un necesario valor de uso. Este acaparamiento de grano se produjo a costa de los cercamientos de las tierras comunales y la expulsión de las comunidades rurales a las ciudades industriales inglesas1. Tras la revolución industrial, Inglaterra pide el fin de los aranceles para sus productos industriales mientras internamente continúa con la concentración de la propiedad de las tierras y la expulsión de campesinas y campesinos, su empobrecimiento, el trabajo infantil y la criminalización de las protestas. Posteriormente, tras la Segunda Guerra Mundial, la revolución verde, es otro hito que supuso una aceleración y extensión de la mercantilización alimentaria que se caracterizó por el uso masivo de paquetes «tecnológicos» como los agrotóxicos (plaguicidas, pesticidas y herbicidas), los fertilizantes, las semillas híbridas, la maquinaria agrícola y el uso de créditos bancarios. Pero, sobre todo, se caracterizó por la apertura de mercados a nivel internacional a través de supuestas organizaciones no gubernamentales (ONG), como la Fundación Ford y Rockfeller, que junto a la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), introducen estos paquetes «tecnológicos» mediante alianzas y tratados internacionales. En Latinoamerica, la Alianza para el Progreso supuso la sustitución de la harina blanca por alimentos locales como el maíz y la yuca, y donde ya estaban decididas las empresas que participarían en el negocio. Lo mismo ocurrió con otros países del hemisferio sur y partes de Asia. La implantación de los transgénicos y la llamada tecnología sintética, es una continuación más reciente de la intensificación y extensión mundial de la mercantilización alimentaria. La difusión de semillas transgénicas iniciada en los años 80 y 90 del siglo XX ha supuesto una concentración de los cultivos más lucrativos, la invasión de territorios a través de extensos monocultivos, especialmente de cereales y legumbres como el trigo, el maíz y la soja, pero también el algodón y caña de azúcar o las patatas; mayor consumo de agrotóxicos; mecanización del campo y menor uso del trabajo humano.
Es en este contexto cuando se produce un aumento de la toma de conciencia social y política de las campesinas, indígenas y gente del mundo rural que se organizan en movimientos nacionales e internacionales, destacando la organización Vía Campesina. El concepto de soberanía alimentaria adquiere relevancia en 1996 cuando Vía Campesina en Roma, con motivo de la Cumbre Mundial de la FAO, rompe con la organización de los mercados agrícolas y financieros puesta en práctica por la Organización Mundial del Comercio (OMC) y con el concepto de seguridad alimentaria definida por la FAO, reivindicando un concepto más amplio y profundo.
Será en la declaración final del foro mundial sobre soberanía alimentaria celebrado en La Habana en 2001, que Vía Campesina y otros movimientos expresan que:
La soberanía alimentaria es el derecho de cada pueblo a definir sus propias políticas agropecuarias y en materia de alimentación, a proteger y reglamentar la producción agropecuaria nacional y el mercado doméstico a fin de alcanzar metas de desarrollo sustentable, a decidir en qué medida quieren ser auto- suficientes, a impedir que sus mercados se vean inundados por productos excedentarios de otros países que los vuelcan al mercado internacional mediante la práctica del dumping… La soberanía alimentaria no niega el comercio internacional, más bien defiende la opción de formular aquellas políticas y prácticas comerciales que mejor sirvan a los derechos de la población a disponer de métodos y productos alimentarios inocuos, nutritivos y ecológicamente sustentables.
De esta definición se destaca el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas agropecuarias y en materia de alimentación. A proteger y reglamentar su producción interna con el fin de alcanzar un desarrollo sostenible y decidir su autosuficiencia. El derecho a impedir que sus mercados se vean invadidos de productos más baratos que los costos de los productos nacionales (dumping). A abogar por un comercio internacional que proteja y sirva a los pueblos, a una amplia mayoría de la población (y no a unas pocas multinacionales) y a disponer de métodos y productos alimentarios inocuos, nutritivos y respetuosos con el medio ambiente.
La soberanía alimentaria es un tema de seguridad y poder real de un país. Ya que si para alimentar a un pueblo de una nación cualquiera su estado (las naciones y pueblos que no tienen estado aún lo tienen más difícil) debe depender de las reglas abusivas del mercado internacional de alimentos y otros bienes o servicios, que además se utiliza como instrumentos de presión; o de la imprevisibilidad y los altos costos del transporte de larga distancia, ese país pierde la posibilidad de actuar no solo sobre la alimentación sino también sobre otras decisiones políticas y económicas.
Se trata, por tanto de apoyar los mercados locales y proteger mediante subsidios a los grupos de campesinas y trabajadoras/es del campo que se mantienen en sus tierras y generan economías locales, conservación del suelo y prácticas agrícolas ecológicas. También para la producción y protección pecuaria y la pesca local, respetuosa ambos con la conservación del medio ambiente. Estas políticas que protegen a los pequeños productores y a las cooperativas locales entran en clara contradicción con la existencia de las transnacionales del sector de la alimentación como Cargill, Archer Daniels Midland (ADM), Dreyfuss, Bunge, Nestlé, entre otras, las cuales promueven el control monopólico de los alimentos a nivel mundial obteniendo grandes beneficios monetarios abaratando sus precios a costa de la explotación de los y las trabajadoras, de los animales y son agresivos con la naturaleza y el medio ambiente. Pero también transnaciones del sector químico (fertilizantes y agrotóxicos), medicamentos y biotecnología: Monsanto, Dupont, Syngenta o Bayer, ocupan los primeros lugares en el negocio de semillas patentadas, incluidas las transgénicas. Los estudios hace tiempo que alertan de la enorme concentración mundial de estas empresas, cinco países acaparan el 91% de los ingresos totales y el 82% de estas empresas, con los Estados unidos a la cabeza (47% y 50% respectivamente), seguido a gran distancia Gran Bretaña, Japón, Suiza y Alemania.
En definitiva la producción alimentaria, que incluye alimentos, tierras, aguas, semillas y tecnologías limpias como las energías renovables, de los diferentes países que luchen por una soberanía política y popular deben protegerse de los acuerdos abusivos y protectores de las grandes transnacionales del sector como la Organización Mundial del Comercio (OMC) o de tratados internacionales, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Acuerdos que benefician a las burguesías de los Estados más poderosos del mundo como los Estados Unidos y la Unión Europea que abaratan sus costes y obligan a los gobiernos que firmaron los acuerdos a importar productos más baratos que el coste de su producción nacional. La importancia de actuar a través de las luchas de los movimientos populares y gobiernos más progresistas puede evitar estos acuerdos. Como ocurrió con el intento del Tratado de ALCA (Acuerdo de Libre Comercio de las Américas) que intentaba sobreexplotar las riquezas de América Latina y alterar el poder judicial en dichos países. La resistencia de los pueblos y de algunos gobiernos de la zona, destacando el gobierno de Venezuela impidió su consecución.
Estos acuerdos y normativas internacionales suponen una protección legal a las grandes empresas y los futuros gobiernos no podrán hacer nada. Sus demandas a través de tribunales internacionales ya ocurren desde hace tiempo, Uruguay fue demandada por 2.000 millones de dólares, ¡por poner alertas sanitarias en las cajetillas de tabaco!, Alemania por cerrar centrales nucleares, y así en otros países como Ecuador o el caso más reciente y ejemplarizante de Argentina que tiene acumuladas demandas por 20.000 millones de dolares.
Además, en junio de 2013 la Unión Europea y los Estados Unidos inician, aprobado en el estado español por el PP y el PSOE, negociaciones para llegar a un Acuerdo Trasatlántico de Comercio e Inversión, más conocido como Tratado de Libre Comercio (TLC). El objetivo principal no es la reducción de los ya muy bajos aranceles sino la regulación de las relaciones comerciales que favorecerán a las corporaciones transnacionales y que afectarán a estándares medioambientales, convenios laborales y derechos de propiedad intelectual e incluso privatizaciones de servicios públicos. Pero para el tema que nos ocupa las consecuencias de este tratado es la competencia desleal de las grandes empresas que podrán mantener costes y precios reducidos (a costa de una mayor reducción de puestos de trabajo y explotación laboral) eliminando a la competencia local y nacional. A nivel alimentario, las granjas de Estados Unidos son aún más intensivas, 13 veces más grandes, y contaminantes que las europeas. Esto aumentará la concentración de poder y riqueza en el sector que la que sufrimos actualmente. Los negociadores de Estados Unidos han señalado particularmente a la regulación de sanidad y de los productos fitosanitarios (La llamada agrofarmaindustria donde la biotecnología juegan un papel primordial), que facilitará la introducción de organismos modificados genéticamente (OMG) en alimentos y otros como las hormonas de crecimiento transgénicas para el engorde rápido de animales; como apunte, el 70% de la comida vendida en Estados Unidos contienen OMG (sin legislación para identificarlos en el etiquetado). Además de las consecuencias negativas que tendrá para el potencial desarrollo industrial de otros sectores en los diferentes territorios de la Unión Europea, la potenciación de energías fósiles y peligrosas como el fracking, o la pérdida de puestos de trabajo y su mayor precariedad (el Tratado de Libre comercio de Norte América firmado por Canadá, Estados Unidos y México en 1993 que anunció que crearía un total de 20 millones de empleos, se quedó en una pérdida neta de cerca de un millón de empleos por las deslocalizaciones). Tratados o acuerdos como este provocaría, si no lo evitamos, un poder, una potestad judicial mayor que la de los tribunales del estado español, obviando por supuesto los tribunales más locales y la soberanía presente y futura de los pueblos que la componen.
La soberanía alimentaria en Andalucía
La tierra en Andalucía ha tenido un valor material y simbólico, un patrimonio colectivo, que es la base de su identidad, de su rica y genuina cultura. Pero la realidad de su tenencia es muy otra, representando una de sus aspiraciones más importantes y simbólicas: una tierra repartida y generadora de empleo y alimentos de calidad, respetuosa con el medio ambiente y organizada de forma que distribuya sus productos desde lo local en un proceso de formación de las mujeres y hombres del campo en colaboración con otros sectores de la economía social.
Suscribimos el concepto de soberanía alimentaria para nuestra tierra, pero no solo para esta sector sino para otros fundamentales como el industrial, energético, tecnológico y del conocimiento en general. Porque Andalucía ha sido históricamente, al menos desde los inicios del capitalismo, un territorio dependiente y suministrador de materias primas y mano de obra barata a otros lugares del estado español y de otros estados. Con una estructuración económica que promovía sectores como la agricultura extensiva con menor valor añadido que otros como el industrial y financiero y cuyos centros poder y las ganancias han estado fuera del territorio. A esa dependencia se añade imponer a su territorio una frontera militarizada (Gibraltar y dos bases de la OTAN) y asiento de las industrias más contaminantes cuyas plusvalías se han apropiado agentes externos (polos industriales en Huelva y la Bahía de Algeciras). Territorio de un «monocultivo» de sectores, como el turismo y el inmobiliario, que ha provocado más paro, contaminación, pobreza y precariedad laboral. La entrada del Estado español en la Unión Europea creó una dependencia aún mayor de Andalucía a intereses exteriores y una profundización del latifundismo. Solo hay que mirar los números de las ayudas de la Política Agrícola Común (PAC) para ver que éstas se concentran en los grandes propietarios de tierras y obvian el criterio fundamental de creación de empleo y desarrollo social. También ha provocado una intensificación del monocultivo, como es el caso del olivar y la producción de aceite de oliva de alta calidad. Pese a que todos los procesos de transformación se producen en nuestra tierra, una ausencia de fiscalidad de los gobiernos estatal y andaluz dejan que terminen en empresas británicas y como ya ocurrió con la industria cervecera Cruzcampo y ello sin entrar en quien tiene la propiedad y el control de nuestros recursos e industrias.
En la actualidad, esta dependencia política del Estado español, y éste de la Troika, tiene como resultado su dramática situación económica y social. La tasa de desempleo alcanza en Andalucía en el año 2013, el 36% de la población activa y en menores de 25 años el 66% (sin contar la cada vez mayor cantidad de gente que ya ni se inscribe en el paro). El 56,2% de los desempleados no reciben prestaciones por desempleo, 5 puntos por debajo de la media estatal (y aún debemos soportar que nos llamen «subsidiarios») a lo que se añade un grave aumento de la precariedad laboral y cerca del 40% de la población en estado de pobreza o exclusión social. Esta gravísima situación tiene una trayectoria histórica de muchos años, que se acentúa en los últimos treinta, al profundizarse las políticas en la misma dirección equivocada ya comentada, con la ayuda cómplice de la Junta de Andalucía que sigue manteniendo una Andalucía pobre en un territorio rico.
Los antecedentes históricos más recientes de la lucha por una reforma agraria en Andalucía se sitúan en los movimientos campesinos de finales del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX. En la actualidad la reivindicación es más amplia al incluir el apoyo y la preservación de sus recursos agropecuarios, pesqueros y de todo el talento y conocimientos ancestrales que caracterizan la rica cultura andaluza. Por tanto, una de las aspiraciones históricas de nuestro pueblo es la importancia de tener un Patrimonio Agrario Andaluz con tierras que, al menos a corto plazo, incluyan las de titularidad pública; las cedidas y recuperadas como tierras comunales y de propios que sufrieron procesos desamortizadores; las que no estén siendo explotadas ni mejoradas por el desuso y abandono y las que fueron expropiadas al amparo de la legislación de la Segunda República. Que dichas tierras se utilicen en forma de cooperativas, con empleo y salarios justos, con inclusión destacada de la mujer y otros colectivos más desfavorecidos. Que su producción sea para uso alimentario y sus ganancias reviertan en los grupos involucrados; que no se utilicen semillas tratadas genéticamente y que promueva semillas tradicionales. Que fomente la utilización de técnicas tradicionales y nuevas para un uso eficiente del agua y con el compromiso que en un plazo reciente un alto porcentaje de la explotación sea de certificación ecológica.
Por tanto, hablar de soberanía alimentaria en Andalucía implica fomentar la participación, el reparto y la calidad de la producción alimentaria local y nacional incluyendo el concepto de seguridad alimentaria basado en el conocimiento científico que se nutra de los conocimientos ancestrales del pueblo en estrecha relación con el académico. Las riquezas naturales agropecuarias deben ser fuente de alimentos de calidad para una salud y dieta equilibrada para toda su población. Además, el Patrimonio Agrario Andaluz deberá ceder fincas para el aprovechamiento forestal, su regeneración y repoblación, la silvicultura, las cabañas caprinas y ovinas, la apicultura y la obtención de biomasa y abonos naturales para el desarrollo de industrias relacionadas así como para mantener las instalaciones de transformación artesanal. Pero también se deben incorporar las iniciativas que ya existen sobre avances tecnológicos y de innovación, el uso de energías renovables y el desarrollo de I+D+i (Investigación, Desarrollo e innovación) en los sectores fundamentales de la economía nacional andaluza.
Es necesario plantear acciones concretas y generales, y potenciar los múltiples frentes de la lucha para conseguir la soberanía en general, y la alimentaria en particular. Porque estemos en el campo o en la ciudad se puede actuar modificando actitudes y organizando las acciones en todos los ámbitos. Si queremos un consumo alimentario saludable para nuestras familias y para toda la población debemos empezar por nosotras mismas evitando el consumo de alimentos que supongan un alto coste económico, social y ecológico. Aunque es muchas veces difícil conocer la posible utilización de productos químicos, transgénicos o producidos bajo inadmisibles condiciones de explotación laboral y saqueo de los pueblos, siempre se puede intentar un consumo responsable. Solo evitando o comiendo muy poca cantidad de alimentos proteicos de origen animal o alimentos de fabricación industrial estamos mostrando nuestro rechazo a la producción intensiva de las explotaciones agropecuarias, aviarias y pesqueras. Intentando conocer el origen de los alimentos para consumir los de producción local y respetuosa con la clase trabajadora y la naturaleza, consumiendo frutas y verduras de cooperativas y explotación cercanas y ecológicas y evitando comprar productos de los grandes invernaderos o latifundista. Comprando en las tiendas del barrio y en los circuitos de producción y consumo responsable o apoyando las experiencias agroecológicas de nuestro entorno.
Concienciar y educar en el ámbito donde nos movamos y actuar en los grupos donde militemos. La lucha organizada, social, sindical y política es básica para impedir que se vulneren derechos básicos y necesarios como la alimentación, la vivienda o el trabajo de calidad. El bien común, el derecho comunal debe prevalecer frente al derecho de la propiedad privada, y cuando hablamos de propiedad privada hablamos de grandes empresas que en el estado actual de internacionalización de su poder y de las legislaciones que las amparan está afectando a la salud global de la población. En este sentido volvemos a suscribir la alternativa que plantea la ponencia Soberanía alimentaria del I Congreso Nacional del SAT (celebrado en diciembre de 2011) reivindicando la capacidad de decidir de las naciones y de los pueblos según sus propios intereses. La necesidad en Andalucía de una política agroalimentaria sin interferencias del la OMC o del FMI y la necesidad de, al menos, un cambio radical de la PAC. Considerar los alimentos como un derecho inalienable de los pueblos que los estados deben garantizar; expropiar a los expropiadores los bienes comunales, la tierra, el agua, las semillas y los recursos naturales arrebatados a los pueblos; fomentar relaciones horizontales de comercio sin monopolios ni oligopolios agroalimentarios y producir alimentos saludables a través de su trazabilidad comprobada.
En definitiva, luchar por la soberanía alimentaria en Andalucía es luchar en todos los contextos por las múltiples soberanías, subjetivas y objetivas, que se engloba en la política, en la capacidad de decidir nuestro futuro como pueblo, de abajo a arriba y de arriba abajo tejiendo una red de decisiones cada vez más tupida y real.
Concepción Cruz Rojo, militante del SAT-US y de la Asamblea de Andalucía
4 de diciembre de 2014