En el momento en el que, en Francia y como consecuencia del affaire Weinstein, las mujeres deberían tolerar la «libertad de molestar» de los hombres, los mexicanos, haitianos y africanos en su conjunto, deberían aceptar la de Trump. En efecto, el Presidente de Estados Unidos, en total acuerdo con aquellos que le apoyan –los supremacistas blancos y neo-nazis– niega el racismo expresado en sus últimas declaraciones –Haití, el Salvador y los países de África son unos «países de mierda» – , por lo que continúa todas sus intervenciones públicas utilizando un arsenal retórico conservador, retrógrado, véase fascista. Este arsenal consiste en invertir los papeles, los agresores (racistas) se convierten en las víctimas, despojados de sus derechos a vivir plenamente sus convicciones, como «los hombres» en la tribuna denominada «Deneuve» firmada por cien mujeres en Francia. Por un lado, los extranjeros serían inferiores, sucios, pobres, violadores, corrompidos, representarían una amenaza para el territorio, vendrían a contaminar la «salud mental» cristiana americana; del otro, las feministas negarían la dificultad de los hombres a calmar sus pulsiones sexuales, se constituirían en un movimiento de censura o de delación, en base a un proceso totalitario. Los extranjeros como las feministas representarían de esta manera obstáculos para la «libertad».
El interés de estos dos movimientos reaccionarios, que toman una forma defensiva, reside paradójicamente en el reconocimiento implícito de la existencia de la ofensiva: racismo y destrucción del muro de contención contra la toma de postura de las mujeres sobre las violencias sexuales (#MeToo, #BalanceTonPorc). Asistimos, a través de un liberalismo desenfrenado interpuesto, a una verdadera dialéctica de la violencia, planteando en los dos casos un masculinismo político en plena expansión: en el contexto neoliberal y postcolonial occidentalizado, los dirigentes o portavoces (institucionales o autoproclamados) de los Estados negociando las relaciones sociales de sexo, clase y de raza en permanencia y muchos escogen, para ello, el terreno ostensible de la sexualidad. En el núcleo de su discurso, el sexismo y el racismo ordinarios se conjugan con el recurso regular al registro del masculinismo, es decir la victimización de los hombres y su banalización, a escala nacional y no individual. Lo que está en juego es importante: aumento y legitimación de las violencias, agravación de las diferencias entre derechos y realidad cotidiana, empobrecimiento epistémico por amalgamas interpuestas. Los «incidentes» estadounidenses y franceses recientes son muy buenos ejemplos.
Joelle Palmieri
19 de enero de 2018