Lenin me había hablado muchas veces del problema de la mujer. Se veía que atribuía una importancia muy grande al movimiento femenino, como parte esencial, en ocasiones incluso decisiva, del movimiento de las masas. Huelga decir que, para él, la plena equiparación social de la mujer con el hombre era un principio inconmovible, y que ningún comunista podía ni siquiera discutir. Fue en el gran despacho de Lenin en el Kremlin donde, en el otoño de 1920, tuvimos la primera conversación un poco larga acerca de este tema. Lenin estaba sentado en su mesa de escribir, que, cubierta de papeles y de libros, hablaba de estudio y de trabajo, sin que reinase en ella ningún «desorden genial».
—Tenemos que crear a todo trance un fuerte movimiento femenino internacional sobre una base teórica clara —dijo Lenin, encauzando la conversación después de las palabras de saludo.
—Sin teoría marxista no puede haber una buena actuación práctica, esto es evidente. Nosotros, los comunistas, necesitamos también de una gran pureza de principios en esta cuestión. Tenemos que distinguirnos nítidamente de todos los demás partidos. Desgraciadamente, nuestro segundo congreso internacional ha fallado en el modo de plantear el problema de la mujer. Planteó el problema, pero sin llegar a tomar una posición ante él. El asunto se halla todavía en poder de una comisión. Esta se encargará de redactar una proposición, tesis, líneas directrices. Sin embargo, hasta hoy no ha hecho gran cosa. Es necesario que usted eche una mano.
Lo que Lenin me decía lo había oído ya por otro conducto, manifestando mi asombro ante ello. Estaba entusiasmada de todo lo que las mujeres rusas habían aportado a la revolución y de lo que todavía aportaban para defenderla y sacarla adelante. El partido bolchevique me parecía también un partido modelo, el partido modelo por excelencia, en lo tocante a la posición y actuación de la mujer dentro de él. Este partido aportaba, por sí solo, elementos valiosos, disciplinados y expertos y un gran ejemplo histórico al movimiento femenino comunista internacional.
—Sí, eso es cierto, y es magnífico y está muy bien —dijo Lenin, con una sonrisa silenciosa, apenas esbozada. En Petrogrado, aquí, en Moscú, en las ciudades y centros industriales y en el campo, las proletarias se han portado maravillosamente en la revolución. Sin ellas, no habríamos triunfado. O habríamos triunfado a duras penas. Yo lo creo así. No puede usted imaginarse lo valientes que fueron y lo valientes que están siendo todavía. Represéntese usted todas las penalidades y privaciones que soportan estas mujeres.
Y las soportan porque quieren que los Soviets salgan adelante, porque quieren la libertad, el comunismo. Sí, nuestras proletarias son unas magníficas luchadoras de clase. Merecen que se las admire y se las quiera. Por lo demás, hay que reconocer que también las damas de la «democracia constitucional» demostraron en Petrogrado mucha más valentía contra nosotros que los hombrecillos terratenientes. Eso es verdad. En el partido, tenemos camaradas de confianza, inteligentes e incansables para la acción. Con ellas, hemos podido cubrir no pocos puestos importantes en los Soviets y Comités ejecutivos, en los comisariados del pueblo y en las oficinas públicas. Algunas trabajan día y noche en el partido o entre las masas de los proletarios y los campesinos y en el Ejército rojo. Esto, para nosotros, tiene mucha importancia. Y lo tiene también para las mujeres del mundo entero, pues demuestra la capacidad de la mujer, la gran importancia que tiene su valor para la sociedad. La primera dictadura del proletariado está siendo su verdadero campeón en la lucha por la plena equiparación social de la mujer. Desarraiga más prejuicios que muchos volúmenes de literatura feminista. Pero, a pesar de todo y con todo, todavía no existe un movimiento femenino comunista internacional, y es necesario crearlo a todo trance. Es necesario entregarse inmediatamente a esta tarea. Sin esto, la labor de nuestra Internacional y de sus partidos no es ni será nunca lo que debe ser. Y hay que conseguir que lo sea, pues lo exige la revolución. Cuénteme usted en qué situación está la labor comunista en el extranjero.
Le informé acerca de esto, todo lo bien que podía hacerlo, dada la mala e irregular articulación que por aquel entonces existía en los partidos afiliados a la III Internacional. Lenin escuchaba mis palabras atentamente, con el cuerpo un poco inclinado hacia adelante, sin asomo de cansancio, de impaciencia o de hastío, siguiendo con reconcentrado interés hasta los detalles más secundarios. No he conocido a nadie que escuchase mejor que él ni que mejor ordenase lo escuchado, sacando de ello las conclusiones generales. Así lo denotaban las preguntas rápidas y siempre muy concretas con que interrumpía de vez en cuando los informes y el modo certero con que volvía después sobre este o aquel detalle de la conversación. Lenin tomaba algunas notas rápidas.
Como era natural, analicé con especial detenimiento la situación alemana. Expuse a Lenin la insistencia con que Rosa Luxemburg planteaba la necesidad de ganar para las luchas revolucionarias a las grandes masas femeninas. Al fundarse el partido comunista, acuciaba porque se lanzase un periódico para la mujer. Cuando Leo Jogisches, en la última entrevista que tuvimos —dos días antes de que le asesinasen— discutió conmigo las tareas inmediatas del partido y me encomendó algunos trabajos, figuraba entre estos un plan para la organización de la labor entre las mujeres trabajadoras. En su primera conferencia clandestina, el partido se había ocupado de este asunto. Las agitadoras y dirigentes que antes de la guerra y durante esta se habían destacado como mujeres disciplinadas y expertas dentro del movimiento, se habían quedado casi sin excepción dentro de la socialdemocracia, reteniendo con ellas a las proletarias más inquietas. No obstante, se había logrado reunir ya un pequeño núcleo de camaradas muy enérgicas y dispuestas a todos los sacrificios, tomaban parte en todos los trabajos y en todas las luchas del partido. Este núcleo de mujeres se había puesto ya a organizar la actuación sistemática entre las proletarias. Naturalmente, estaba todo en sus comienzos todavía; pero eran ya, desde luego, comienzos muy prometedores.
—No está mal, nada mal —dijo Lenin. La energía, la capacidad de sacrificio y el entusiasmo de las camaradas, su valentía y su habilidad en tiempos clandestinos abren una buena perspectiva sobre la labor futura. Son elementos muy valiosos para el desarrollo del partido y su robustecimiento, para su capacidad de atracción sobre las masas y para planear y desarrollar acciones. Pero, ¿qué tal andan las camaradas y los camaradas en punto a claridad y a disciplina en cuanto a principios? Esto tiene una importancia fundamental para el trabajo entre las masas. Influye enormemente sobre lo que pasa entre las masas, saber lo que las atrae y entusiasma. De momento, no recuerdo quién fue el que dijo que «para hacer grandes cosas hay que entusiasmarse». Nosotros y los trabajadores del mundo entero tenemos todavía, realmente, grandes cosas que hacer. Veamos, pues, ¿qué es lo que entusiasma a esas camaradas, a las mujeres proletarias de Alemania? ¿Cómo andan de conciencia proletaria de clase? ¿Concentran su interés, su actuación, en las reivindicaciones políticas de la hora? ¿Cuál es el eje de sus pensamientos?
Acerca de esto, he oído contar cosas muy curiosas a algunos camaradas rusos y alemanes. Voy a decirle a usted una. Me han contado, por ejemplo, que una comunista muy inteligente de Hamburgo edita un periódico para las prostitutas, y quiere organizar a estas en la lucha revolucionaria. Rosa sentía y obraba humanamente como comunista cuando, en un artículo, salió en defensa de unas prostitutas a quienes no sé qué transgresión cometida contra las ordenanzas de Policía por las que se rige el ejercicio de su triste profesión, había llevado a la cárcel. Estos seres son víctimas de la sociedad burguesa, dignas de lástima por dos conceptos. Son víctimas de su maldito régimen de propiedad y son además víctimas de su maldita hipocresía moral. Esto es evidente, y solo un hombre zafio y miope puede no verlo. Pero una cosa es comprender esto y otra cosa muy distinta querer organizar a las prostitutas —¿cómo diré yo?— gremialmente como una tropa revolucionaria aparte, editando para ellas un periódico industrial. ¿Es que en Alemania no quedan ya obreras industriales que organizar, para quienes editar un periódico, a quienes atraer a nuestras luchas? Se trata, evidentemente, de un brote enfermizo. Esto me recuerda demasiado aquella moda literaria que convertía poéticamente a cada prostituta en una santa de los altares. También aquí era sana la raíz: un sentimiento de solidaridad social, de rebeldía contra la hipocresía virtuosa de los honorables burgueses. Pero este sentimiento sano degeneraba y se corrompía en manifestaciones burguesas. Por lo demás, también a nosotros nos va a plantear más de un problema difícil el asunto de la prostitución. Hay que tender a incorporar a las prostitutas al trabajo productivo, a la economía social. Pero esto es difícil y complicado de conseguir en el estado actual de nuestra economía y bajo todo el conjunto de circunstancias actuales. Ahí tiene usted un fragmento del problema de la mujer que se presenta ante nosotros después de la conquista del Poder por el proletariado y que reclama una solución práctica. En la Rusia soviética, esto nos dará todavía mucho que hacer. Pero, volvamos al caso especial de Alemania. El partido no puede, ni mucho menos, cruzarse de brazos ante esos desaguisados que cometen sus individuos. Esto crea confusión y dispersa fuerza. Y usted, vamos a ver, ¿qué ha hecho por impedir estas cosas?
Antes de que pudiese contestar, Lenin prosiguió:
—En su «Debe», Clara, hay más cosas apuntadas. Me han contado que en las veladas de lectura y discusión que se organizan para las camaradas son objeto preferente de atención el problema sexual y el problema del matrimonio, y que sobre estos temas versa principalmente el interés y la labor de enseñanza y de cultura políticas. Cuando me lo dijeron, no quería dar crédito a mis oídos. El primer Estado de la dictadura proletaria lucha con los contrarrevolucionarios del mundo entero. La misma situación de Alemania reclama la más intensa concentración de todas las fuerzas proletarias, revolucionarias, para cortar los avances cada vez mayores de la contrarrevolución. ¡Y he aquí que las camaradas activas se ponen a discutir el problema sexual y el problema de las formas del matrimonio «en el pasado, en el presente y en el porvenir»! Creen que su deber más apremiante en esta hora es ilustrar a las proletarias acerca de esto. Se me dice que la publicación más leída es un folleto de una joven camarada vienesa sobre la cuestión sexual. ¡Valiente mamarrachada! Lo que interesa de estas cuestiones a los obreros hace ya mucho tiempo que lo han leído en Bebel… Pero no en un estilo aburrido, pétreo, esquemático como el del folleto, sino en un estilo recio de agitación, de agresividad contra la sociedad burguesa. Querer ampliar eso con las hipótesis freudianas, podrá parecer «culto» y hasta pasar por ciencia, pero no es más que una estupidez de profanos. La teoría freudiana es también, hoy, una de esas tonterías de la moda. Yo desconfío de las teorías sexuales expuestas en artículos, ensayos, folletos, etc., en una palabra, de esa literatura específica que crece exuberante en los estercoleros de la sociedad burguesa. Desconfío de esos que solo saben mirar al problema sexual como el santo indio a su ombligo. Me parece que esa exuberancia de teorías sexuales, que en su mayor parte, no son más que hipótesis, y no pocas veces hipótesis arbitrarias, brota de una necesidad personal, de la necesidad de justificar ante la moral burguesa, implorando tolerancia, las aberraciones de la propia vida sexual anómala o hipertrofiada. A mí me repugna por igual ese respeto hipócrita a la moral burguesa y ese constante hociquear en la cuestión sexual. Por mucho que se las dé de rebelde y de revolucionaria, esta actitud, es, en el fondo, perfectamente burguesa. Es, en realidad, una tendencia favorita de los intelectuales y de los sectores afines a ellos. En nuestro Partido, en el seno del proletariado militante, con conciencia de clase, no tienen nada que hacer estas cuestiones.
Yo objeté que, bajo el régimen de la propiedad privada y el orden burgués, el problema sexual y el problema del matrimonio envolvían múltiples preocupaciones, conflictos y penalidades para las mujeres de todas las clases y sectores sociales. Que la guerra y sus consecuencias habían venido precisamente a agudizar para la mujer los conflictos y las penalidades que las relaciones sexuales llevan consigo, poniendo al desnudo problemas que antes quedaban ocultos. La atmósfera de la revolución en marcha se prestaba magníficamente para esto. El viejo mundo de sentimientos y de ideas comenzaba a vacilar. Los antiguos vínculos sociales se aflojaban y se rompían, descubriéndose atisbos de nuevas relaciones y actitudes humanas. Dije que el interés por estas cuestiones era un signo de la necesidad que se sentía de claridad y de nuevas orientaciones. Que en esto se revelaba también una reacción contra la falsedad y la hipocresía de la sociedad burguesa. Que el tránsito de las formas del matrimonio y de la familia a lo largo de la historia, bajo la dependencia de la economía, se prestaba para destruir en la conciencia de las proletarias la fe supersticiosa en la eternidad de la sociedad burguesa. Que una actitud de crítica histórica ante estos problemas tenía necesariamente que conducir a un análisis despiadado del régimen burgués, a poner al desnudo sus raíces y sus efectos, a marcar con el hierro candente la hipocresía de la moralidad sexual. Que todos los caminos llevaban a Roma. Que todo lo que fuere analizar con un criterio verdaderamente marxista una parte importante de la superestructura ideológica de la sociedad, un fenómeno social destacado, tenía que conducir necesariamente al análisis de la sociedad burguesa y del régimen básico de la propiedad, tenía forzosamente que desembocar ¡en el <em>Carthiginem est delendam</em>!
Lenin asentía sonriendo:
—Acaso lo tenemos. ¡Defiende usted como un verdadero abogado a sus camaradas y a su partido! Claro está que lo que usted dice es cierto. Pero, en el mejor de los casos, eso no hace más que disculpar y no justificar el error cometido en Alemania. Esa conducta es y sigue siendo un error. ¿Podría usted asegurar seriamente que en aquellas lecturas y discusiones se estudian el problema sexual y el problema del matrimonio, desde el punto de vista del marxismo maduro, del materialismo histórico vivo y real? Esto exige una cultura amplísima y profunda, el dominio completo de un enorme material. ¿Dónde tienen ustedes los elementos para eso? Si los tuviesen, no se daría el caso de tomar por norma de enseñanza en esas lecturas y discusiones un folleto como el que he citado. En vez de criticarlo, se le recomienda y se le difunde. ¿Y adónde conduce esa manera superficial y antimarxista de tratar el problema? A que el problema sexual y el del matrimonio no se enfoquen como una parte del gran problema social, sino, por el contrario, este, el gran problema social, como una parte, como un apéndice de los problemas sexuales. Lo principal se convierte en lo accesorio. Y esto no solo siembra la confusión en estos problemas, sino que empeña los pensamientos, la conciencia de clase de las proletarias, en general.
Además, y no es esto lo menos importante, ya el sabio Salomón decía que todo requería su tiempo. Y dígame usted, ¿acaso es este el momento de entretener meses y meses a proletarias explicándoles cómo se ama y se hace el amor, cómo se corteja y se dejan las mujeres cortejar? Claro está que todo es «en el pasado, en el presente y en el porvenir» y en los más diversos pueblos. ¡Y luego dicen, muy orgullosas, que esto es materialismo histórico! No; en estos momentos, todos los pensamientos de las camaradas, de las mujeres del pueblo trabajador, deben concentrarse en la revolución proletaria. Esta echará también las bases para la necesaria renovación del matrimonio y de las relaciones sexuales. Hoy, son, en verdad, otros los problemas que están en primer plano y no precisamente el de las formas matrimoniales de los negros australianos y el matrimonio entre hermanos en la antigüedad. El problema primario para los proletarios alemanes siguen siendo los Soviets. El Tratado de Versalles y sus efectos en la vida de las masas femeninas, el paro, la baja de salarios, los impuestos y muchas otras cuestiones: estos son los problemas que hoy están a la orden del día. En una palabra, me sostengo en mi idea de que esa clase de cultura política social que se da a las proletarias es falsa, completamente falsa. ¿Cómo pudo usted callarse ante estos hechos? Usted debió interponer su autoridad para evitarlo.
Expliqué al indignado amigo que, por falta de críticas y de reproches a las camaradas dirigentes de distintos sitios no había quedado, pero que ya sabía que nadie era profeta en su tierra ni entre su gente. Que mis críticas habían hecho recaer sobre mí la sospecha de que conservaba todavía «fuertes resabios de prejuicios socialdemócratas y de concepciones pequeñoburguesas pasadas de moda». Pero que, en fin de cuentas, la crítica no había sido en balde, pues el problema sexual y el del matrimonio no eran ya el eje de los cursos y de las discusiones. Pero Lenin siguió desarrollando la idea tratada.
—Ya sé, ya sé —dijo—; también a mí se me acusa en este respecto de filisteo por ciertas gentecillas, a pesar de lo que el filisteísmo me repugna, por lo que encierra de hipocresía y de estrechez. Pero soporto pacientemente todo eso. Esos pajarillos de pico amarillo, salidos apenas del cascarón de los prejuicios burgueses, son siempre terriblemente listos. Pero, ¡qué se va a hacer! Hay que resignarse a eso y no corregirse. También el movimiento juvenil adolece de modernismo en su actitud ante el problema sexual y en su exceso de preocupación por él —Lenin ponía en la palabra «modernismo» un acento irónico, haciendo al pronunciarla un gesto desdeñoso. Según me han informado muchos —continuó—, el problema sexual es también tema favorito de estudio en las organizaciones juveniles alemanas. Los conferenciantes no dan abasto, al parecer, a la apetencia del público. Y en el movimiento juvenil, este estrago es especialmente nocivo, especialmente peligroso. Fácilmente puede conducir, en no pocos jóvenes, a la exaltación y a la sobreexcitación de la vida sexual, destruyendo la salud y la fuerza juveniles. Es necesario que luchen ustedes también contra esto. No en vano el movimiento femenino y juvenil tienen muchos puntos de contacto. Nuestras camaradas debieran colaborar sistemáticamente en todos los países con la juventud. Esto sería una continuación y una exaltación de la maternidad de lo individual a lo social. Y hay que fomentar en la mujer todo lo que en ella apunte de vida y de actuación social para ayudarla a vencer la estrechez de su psicología individual y pequeñoburguesa de hogar y de familia. Pero esto es una consideración incidental.
También aquí una gran parte de la juventud se entrega apasionadamente a «revisar» las «concepciones burguesas y de la moral» en los problemas sexuales. Y debo añadir que se trata precisamente de una gran parte de nuestros mejores jóvenes, de los que realmente prometen. Es como usted decía antes. En la atmósfera de los estragos de la guerra y de la revolución en marcha, los viejos valores ideológicos se disuelven, al estremecerse las bases económicas de la sociedad, y pierden su fuerza coactiva. Y los nuevos valores cristalizan lentamente, a fuerza de luchas. También en punto a las relaciones humanas, a las relaciones entre hombre y mujer, se revolucionan los sentimientos y las ideas. Se trazan nuevos linderos entre el derecho del individuo y el derecho de la colectividad y, por tanto, el deber individual. Las cosas se hallan todavía en plena fermentación caótica. La orientación en la fuerza evolutiva de las diversas tendencias encontradas, no se destaca todavía con absoluta claridad. Es un proceso lento, y no pocas veces doloroso, de destrucción y de creación. Donde más se nota esto es precisamente en las relaciones sexuales, en el matrimonio y la familia. La decadencia, la podredumbre, la suciedad del matrimonio burgués, con su difícil disolubilidad, con su libertad para el hombre y su esclavitud para la mujer, la hipocresía repugnante de la moral y de las relaciones sexuales, llenan de profundo asco a los seres espiritualmente más sensibles y mejores.
La coacción del matrimonio burgués y de las leyes por que se rige la familia de los Estados burgueses, agudiza los males y los conflictos. Es la coacción de la «santa propiedad», que santifica la venalidad, la vileza y la porquería. La hipocresía convencional de la honesta sociedad burguesa se encarga del resto. La gente busca satisfacción a sus legítimos anhelos contra el orden repugnante y antinatural que impera. En tiempos como estos, en que se derrumban reinos poderosos, en que se vienen a tierra instituciones antiquísimas y en que todo un mundo social amenaza con hundirse, los sentimientos individuales se transforman rápidamente, la apetencia y el anhelo de cambios en el goce se desbocan con harta facilidad.
No basta con reformar las relaciones sexuales y el matrimonio en un sentido burgués. Es una revolución sexual y matrimonial la que se prepara, como corresponde a la revolución proletaria. Es lógico que este intrincado complejo de problemas que aquí se plantea interese muy especialmente a las mujeres y a la juventud, puesto que ambas son las primeras víctimas del falso régimen sexual imperante. La juventud se rebela contra este abuso con todo el ímpetu de sus años. Y se comprende. Nada sería más falso que predicar a la juventud un ascetismo monacal y la santidad moral burguesa. Pero es peligroso que en esos años se convierta en eje de la vida la cuestión sexual, ya bastante fuerte de suyo por imperativo fisiológico. Las consecuencias de esto son fatales. Infórmese usted acerca de esto por nuestra camarada Lilina. Esta mujer ha podido recoger grandes experiencias en su larga labor en establecimientos de enseñanza de toda clase y usted sabe que se trata de una comunista de cuerpo entero y sin prejuicios.
El cambio de actitud de los jóvenes ante los problemas de la vida sexual es, por supuesto, una cuestión «de principio», y pretende apoyarse en una teoría. Muchos llaman a su actitud «revolucionaria» y «comunista». Y creen honradamente que lo es. A mi, que soy viejo, eso no me impone. Y aunque no tengo nada de asceta sombrío, me parece que lo que llaman «nueva vida sexual» de los jóvenes –y a veces también de hombres maduros– no es, con harta frecuencia, más que una vida sexual puramente burguesa, una prolongación del prostíbulo burgués. Todo eso no tiene nada que ver con la libertad amorosa, tal como la concebimos los comunistas. Seguramente conoce usted la famosa teoría de que, en la sociedad comunista, la satisfacción del impulso sexual, de la necesidad amorosa, es algo tan sencillo y tan sin importancia como «el beberse un vaso de agua». Esta teoría del vaso de agua ha vuelto loca, completamente loca a una parte de nuestra juventud y ha sido fatal para muchos chicos y mucha muchachas. Sus defensores afirman que es una teoría marxista. Yo no doy tres perras chicas por ese marxismo que quiere derivar todos los fenómenos y todas las transformaciones operadas en la superestructura ideológica de la sociedad directamente y en línea recta de su base económica. No, la cosa no es tan sencilla, ni mucho menos. Ya lo puso de manifiesto hace mucho tiempo, por lo que se refiere al materialismo histórico, un tal Federico Engels.
La famosa teoría del vaso de agua es, a mi juicio, completamente antimarxista y, además, antisocial. En la vida sexual, no solo se refleja la obra de la naturaleza, sino también la obra de la cultura, sea de nivel elevado o inferior. En su obra sobre los «orígenes de la familia», Engels ha demostrado la importancia que tiene el que el instinto sexual fisiológico se haya desarrollado y refinado hasta convertirse en amor sexual individual. Las relaciones entre los sexos no son un simple reflejo del intercambio entre la Economía social y una sociedad física aislada mentalmente por la consideración fisiológica. El querer reducir directamente a las bases económicas de la sociedad la transformación de estas relaciones, aislándolas y desglosándolas de su entronque con la ideología general, no sería marxismo, sino racionalismo. Es evidente que quien tiene sed debe saciarla. Pero, ¿es que el hombre normal y en condiciones normales, se dobla sobre el barro de la calle para beber en un charco? ¿O, simplemente, de un vaso cuyos bordes conservan las huellas grasientas de muchos labios? Pero, todavía más importante que todo esto es el aspecto social. Pues el acto de beber agua es, en realidad, un acto individual, y en el amor intervienen dos seres y puede nacer un tercero, una nueva vida. En este acto reside un interés social, un deber hacia la colectividad.
Como comunista, yo no tengo la menor simpatía por la teoría del vaso de agua, aunque se presente con la vistosa etiqueta de «emancipación del amor». Por lo demás, esta pretendida emancipación del amor no es ni comunista ni nueva. Como usted recordará, es una teoría que se predicó, principalmente, a mediados del siglo pasado en la literatura con el nombre de «libertad del corazón». Luego, la realidad burguesa demostró que de lo que se trataba era de libertar no al corazón, sino a la carne. Por lo menos, la predicación de aquel entonces denotaba más talento que la de hoy; por lo que se refiere a la realidad práctica, no puedo juzgar. Y no es que yo, con mi crítica, quiera predicar el ascetismo. Nada de eso. El comunismo no tiene por qué aspirar a una vida ascética, sino, por el contrario, a una vida gozosa y plena de fuerza, colmada, aun en lo que se refiere al amor. Pero, a mi parecer, esa hipertrofia de lo sexual que hoy se observa a cada paso, lejos de infundir goce y fuerza a la vida, se los quita. Y en momentos revolucionarios, esto es grave, muy grave.
La juventud, sobre todo, necesita alegría y fuerza vital. Deportes sanos, gimnasia, natación, marchas, ejercicios físicos de todo género, variedad de intereses espirituales. ¡Aprender, estudiar, investigar, haciéndolo, siempre que sea posible, colectivamente!
Todo esto dará a la juventud más que las eternas conferencias y discusiones sobre problemas sexuales y sobre el dichoso derecho a «vivir su vida». ¡Cuerpo sano, espíritu sano! Ni monje ni don Juan, pero tampoco ese término medio del filisteo alemán. Seguramente, conoce usted a nuestro joven camarada X. I. Z., un muchacho magnífico, inteligentísimo. Pues, a pesar de todo, temo que no saldrá nada de él. No hace más que saltar de aventura en aventura femenina. Eso no sirve para la lucha política, ni sirve para la revolución. Yo me fío muy poco de la solidez, de la perseverancia en la lucha de esas mujeres en quienes la novela personal se entreteje con la política. Y tampoco me fío de los hombres que corren detrás de cada falda y se dejan pescar por la primera mujercita joven. Eso no se concilia con la revolución —Lenin se puso en pie, golpeó la mesa con la mano y dio unos cuantos pasos por la habitación.
La revolución exige concentración, exaltación de fuerzas. De las masas y de los individuos. No tolera esas vidas orgiásticas propias de los héroes y las heroínas decadentes de un D’Annuzio. El desenfreno de la vida sexual es un fenómeno burgués, un signo de decadencia. El proletariado es una clase ascensional. No necesita embriagarse, ni como narcótico ni como estímulo. Ni la embriaguez de la exaltación sexual ni la embriaguez por el alcohol. No debe ni puede olvidarse, ni olvidar lo abominable, lo sucio, lo salvaje que es el capitalismo. Su situación de clase y el ideal comunista son los mejores estímulos que pueden impulsarle a la lucha. Necesita claridad, claridad y siempre claridad. Por tanto, lo repito, nada de debilitarse, de derrochar, de destruir sus fuerzas. El que sabe dominarse y disciplinarse no es un esclavo, ni aun en amor. Pero, perdone usted, Clara. Me he desviado considerablemente del punto de partida de nuestra conversación. ¿Por qué no me ha llamado usted al orden? Las preocupaciones me han soltado la lengua. Me inquieta mucho el porvenir de la juventud. Es un fragmento de la revolución. Y si apuntan fenómenos nocivos que entran al mundo de la revolución arrastrándose desde el mundo de la sociedad burguesa —como las raíces de esas plantas parásitas, que se arrastran y se extienden a grandes distancias—, es mejor darles la batalla cuanto antes. Por lo demás, estos problemas forman también parte de los problemas de la mujer.
Lenin había hablado con gran vivacidad y una gran energía. Se veía que cada palabra le salía del alma, y la expresión de su cara lo confirmaba así. De vez en cuando, un enérgico movimiento hecho con la mano subrayaba un pensamiento. A mí me asombraba que Lenin no se preocupase solamente de los grande problemas políticos, sino que dedicase también gran atención a las manifestaciones concretas y aisladas, ocupándose de ellas. Y no solo en la Rusia soviética, sino también en los Estados gobernados todavía por el capitalismo. Como gran marxista que era, enfocaba lo concreto, dondequiera y bajo la forma que se presentase, en conexión con lo general, con los grandes problemas, y en cuanto a su importancia respecto a estos. Su voluntad, la meta de su vida, se encaminaban en bloque, inconmovibles como una fuerza natural irrefrenable, a un solo fin: acelerar la revolución como obra de las masas. Por eso lo valoraba y lo enjuiciaba todo por la reacción que pudiera producir sobre las fuerzas conscientes propulsoras de la revolución. De la revolución nacional e internacional, pues ante sus ojos se alzaba siempre, abarcando en su integridad la realidad histórica concreta de los diversos países y las diversas etapas de la evolución, la revolución proletaria mundial, una e indivisible.
—¡Cómo siento, camarada Lenin —exclamé—, que no hayan oído sus palabras cientos, miles de personas ! A mí, ya sabe usted que no necesita convencerme. Pero hubiera sido conveniente que los amigos y los enemigos escuchasen su opinión.
Lenin sonrió burlonamente:
—Tal vez escriba o hable algún día acerca de estas cuestiones. Más adelante; ahora no. Ahora hay que concentrar toda la fuerza y todo el tiempo en otras cosas. Tenemos cuidados mayores y más graves. La lucha por afirmar y consolidar el Estado soviético no ha terminado todavía, ni mucho menos. Tenemos que digerir las consecuencias de la guerra con Polonia y procurar sacar lo mejor que podamos de su terminación. En el sur está todavía Wrangel. Claro está que tengo la firme convicción de que terminaremos con él. Esto dará también que pensar a los imperialistas ingleses y franceses y a sus pequeños vasallos. Pero tenemos todavía delante de nosotros la parte más difícil de nuestra tarea: la edificación. Esta pondrá también de relieve, como problemas actuales, los problemas de las relaciones sexuales, del matrimonio y la familia. Mientras tanto, tendrán ustedes que arreglárselas como puedan, cuando y donde esos problemas se planteen. Impidiendo que se traten de un modo antimarxista y que sirvan para alimentar desviaciones sordas y manejos ocultos. Y con esto, pasamos a hablar, por fin, de su labor —Lenin miró el reloj. El tiempo de que dispongo para usted va ya promediado —dijo. He charlado más de la cuenta. Debe usted redactar líneas directrices para la labor comunista entre las masas femeninas. Como conozco la posición de principio de usted y su experiencia práctica, nuestra conversación acerca de esto puede ser breve. Vamos, pues, allá. ¿Cómo concibe usted esas líneas directrices?
Tracé un resumen rápido de ellas. Lenin asentía constantemente con la cabeza. Sin interrumpirme. Cuando hube terminado, le miré como interrogándole.
Moscú, publicada a fines de enero de 1925