Proletkult-revolucion-rusa-arte

La expe­rien­cia de la Pro­let­kult en el fra­gor de la revo­lu­ción rusa

Introducción

Hace cien años Rusia ardía sumida en las llamas de la rebeldía y la creatividad a cielo abierto. Multitudes se movilizaban por las calles, recuperaban tierras, ocupaban fábricas y asaltaban cuarteles; confraternizaban en plazas y espacios públicos mujeres, hombres, niños/as y ancianos/as. Tomaban el destino en sus manos campesinas, obreros, soldados, estudiantes, maestras, artistas, empleados, desocupadas y un sinfín más de personajes, desnaturalizando jerarquías y lugares comunes. Las identidades se entrelazaban y fundían al compás de luchas y proyectos inéditos. En ese marco, ejercitaban la democracia directa y debatían colectivamente toda clase de problemas. No sólo buscaban romper de cuajo con la explotación capitalista, sino también concretar sueños y utopías en todos los planos de la vida que, hasta hacía poco tiempo atrás, parecían elucubraciones antojadizas o añoranzas imposibles siquiera de pensar.

La enorme politización vivida por esos días —donde lo extraordinario devino algo cotidiano— tuvo encarnadura en una pléyade de experiencias e iniciativas de lo más variadas, entre ellas a una red organizativa que supo cobrar cada vez más fuerza al calor del clima revolucionario que signó a 1917: la Proletkult (acrónimo de Cultura Proletaria).

Resultó ser una de las apuestas militantes más intrépidas y radicales gestadas en aquel contexto de enorme ebullición, que hoy amerita ser rescatada del olvido para repensar las derivas y vaivenes de la revolución rusa en sus primeros años de existencia, así como sus posibles enseñanzas para nuestro presente de lucha. Porque a pesar del tiempo transcurrido, este tizón que supo aunar cultura y revolución aún se mantiene encendido.

Los orígenes olvidados de la cultura proletaria

Si bien en sentido estricto la Proletkult surge pocos días antes de la insurrección de octubre de 1917, es preciso remontarnos a la derrota de la revolución de 1905 para entender la concepción de cultura emancipatoria y la propuesta organizativa que ella encarna. Los años que le suceden al proceso truncado en 1905 son de profundo debate y balance autocrítico al interior de la militancia revolucionaria exiliada, en particular la bolchevique. En un contexto de contraofensiva autoritaria en Rusia, al interior de sus filas se delinean dos tácticas divergentes entre sí: una encabezada por Lenin, que aboga por dar una pelea también en el terreno legal y participar de las elecciones parlamentarias; la otra, liderada por Alexander Bogdanov (principal dirigente del partido durante la revolución de 1905 en Rusia y cuyo verdadero apellido era Malinovski) y por otros referentes intelectuales como Anatoli Lunacharsky, Pavel Lebedev-Polianskii y Máximo Gorki, que consideran como prioritaria la retirada de la Duma (de ahí que fueran denominados «otzovistas», palabra que en ruso alude a esta acción de boicot).

Las discrepancias no se reducían a este punto, sino que involucraban, en el caso de los otzovistas (también conocidos como «bolcheviques de izquierda») un replanteo en torno al sentido de la militancia por el socialismo y a las posibilidades de intervención activa en la realidad histórica. Es a partir de estas disyuntivas —y en un clima de reflujo del movimiento revolucionario— que debe entenderse, por ejemplo, la escritura en 1908 por parte de Lenin de Materialismo y empiriocriticismo, como respuesta dogmática y plejanovista que reivindica la «teoría del reflejo» y concibe a la materia en términos puramente físicos y por fuera de la subjetividad humana, frente a los intentos de renovación filosófica del marxismo encarados, entre otros, por Bogdanov desde su «empiriomonismo», para quien no es posible disociar, de manera total, la objetividad de la experiencia humana socialmente organizada (lectura anti-positivista ésta que, por cierto, se emparenta con la que realizará más tarde Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel). La querella culmina con la expulsión en julio de 1909 de Bogdanov de la fracción bolchevique, bajo la acusación de integrar un «grupúsculo izquierdista» ajeno a la socialdemocracia (a pesar de que, en rigor, su corriente tenía gran peso dentro de Rusia, siendo mayoría en diversos lugares, entre ellos San Petersgurgo).

Por detrás de esta acción, Lenin busca reforzar la organización en una clave monolítica. Recién varios años más tarde, luego del quiebre filosófico y político que le genere el hecho de que la socialdemocracia alemana vote a favor de los créditos de guerra, revisará su concepción de la dialéctica y del propio marxismo, hecho que le permite interpretar a —e intervenir en una clave menos esquemática en— la cambiante y anómala coyuntura que se vive en Rusia durante 1917. Lo cierto es que, tras su expulsión, Bogdanov no reingresa jamás al partido, ni siquiera luego del triunfo de la revolución. A pesar de eso, continúa militando y creando proyectos vinculados con la lucha socialista. Así, junto con Lunacharsky y una serie de activistas bolcheviques funda dos escuelas de partido en Italia (en Capri en 1909 y durante 1910-1911 en Bologna) y da origen al periódico Vpered (Adelante), en torno al cual se agrupan un conjunto de militantes coincidentes en dotar de centralidad a la disputa cultural y a la formación política de la clase trabajadora en el reimpulso de la lucha revolucionaria.

De hecho, la autocrítica que formula Bogdanov respecto de la crisis de 1905 pone el foco en la adscripción y dependencia del proletariado respecto de la cultura burguesa, y en el liderazgo de intelectuales ajenos a la clase obrera durante el proceso de intensificación de la lucha de clases en territorio ruso. Por ello, propone crear y sistematizar «elementos del socialismo en el presente» a través de iniciativas tendientes a fomentar la autoemancipación intelectual y política de las y los trabajadores, sin esperar para ello a la conquista del poder. De acuerdo a Bogdanov, el proletariado, en tanto sujeto antagónico a la burguesía, requiere gestar su propia cultura, autónoma y opuesta a la de las clases dominantes, por lo que la revolución, lejos de acotarse a una ruptura en la esfera económica, involucra a todos los planos de la vida cotidiana y presupone un enorme esfuerzo de creatividad a nivel pedagógico-cultural.

Además de las escuelas de partido gestadas en Italia, a mediados de 1915 da impulso a un nuevo espacio de reagrupamiento internacionalista en Ginebra, que hace resurgir a Vpered como vocero colectivo de los debates estratégicos en torno a la construcción del socialismo y perdurará como núcleo en el seno del partido hasta 1917.

La guerra mundial encuentra a muchos de sus miembros apuntalando círculos de cultura proletaria en el exilio, o bien como animadores de proyectos similares de experimentación (escuelas nocturnas o dominicales, periódicos y revistas, universidades, teatros, bibliotecas y conservatorios populares, clubes y colectivos artísticos) al interior del territorio ruso, que en muchas ocasiones resultan ámbitos propicios para la militancia clandestina y la prefiguración de nuevas prácticas políticas. No obstante, será el derrumbe del zarismo y la irrupción de las masas en las calles, lo que torne acuciante su reorganización en una clave más amplia y decidida.

La revolución de 1917 y el nacimiento de la Proletkult

La revolución de febrero —iniciada un 8 de marzo en las barriadas obreras de Petrogrado por trabajadoras que salieron a las calles a protestar en contra del absolutismo y por la hambruna que padecían en sus hogares— hizo resurgir a los soviets como instancias de auto-organización popular, en una escala mucho mayor a la de 1905. Pero la activación no se redujo a estos espacios, sino que supo involucrar a un crisol de apuestas y proyectos de lo más variados. Entre ellos, los destinados a forjar una nueva educación y una cultura radicalmente diferente a la tradicional. De ahí que más que un poder dual y alternativo al del Estado, durante los meses siguientes lo que proliferan y se expanden son infinidad de contrapoderes complementarios y con creciente articulación entre sí. Se destacan, por cierto, las comisiones de cultura creadas por los comités de fábrica, que son animadas por el activismo obrero y de izquierda que incluye a militantes del grupo Vpered vueltos del exilio. En simultáneo, figuras de la talla de Lunacharsky colaboran en periódicos como Vida Nueva (dirigido por Máximo Gorki), siendo también oradores en los mítines y asambleas realizadas en fábricas y cuarteles, donde difunden y amplifican sus ideas en torno a la cultura proletaria.

Entre el 16 y el 19 de octubre de 1917, bajo el impulso de Lunacharsky (en ese entonces presidente de la Comisión Cultural y Educativa del Comité del Partido Bolchevique) y con la colaboración de organismos como la recién creada Sociedad de Escritores Proletarios, se realiza en Petrogrado una conferencia a la que asisten más de 200 delegados/as de toda Rusia, con el objetivo de aglutinar a la militancia dedicada a la lucha artístico-cultural. El planteo común que sobrevuela al evento es la necesidad estratégica de dar batalla en un «tercer frente», simultáneo e igualmente importante que el sindical y partidario, ya que además del poder económico y político, es imprescindible conquistar el poder intelectual.

Luego de extensos y acalorados debates, con lecturas contrapuestas acerca de la relación que debía establecerse entre la cultura burguesa y la nueva cultura por fundar, se aprueba una resolución final donde se intenta acercar posiciones en torno a estas querellas teórico-políticas que, de manera cada vez más aguda, van a continuar signando el derrotero de la Proletkult tras el ascenso del bolchevismo al poder. En este documento fundamental de la flamante organización, se expresa que «tanto en la ciencia como en el arte, el proletariado desarrollará sus propias formas independientes, pero también debe hacer uso de todos los logros culturales del pasado y del presente en esta tarea (…) No obstante, el proletariado debe tener un enfoque crítico de los frutos de la vieja cultura. Los acepta no como un estudiante, sino como un constructor que está llamado a edificar nuevas estructuras brillantes, usando los ladrillos antiguos».

Como veremos en la segunda parte de este artículo, esta tensión creativa, así como la vinculada con la reivindicación del carácter autónomo e independiente de la Proletkult respecto de toda estructura partidaria o gubernamental (incluida la soviética), serán dos sellos indelebles que marquen a fuego los convulsionados primeros años por los que transite la revolución rusa.

La apuesta por crear una nueva cultura

A los pocos días de la insurrección de octubre de 1917, Anatoli Lunacharsky es nombrado a cargo del Comisariado del Pueblo para la Educación y las Artes del flamante gobierno (conocido como Narkompros, por sus siglas), y desde allí da impulso y solventa a las más diversas iniciativas de experimentación artística y pedagógica. El primer decreto sobre la educación popular, elaborado y difundido desde esta nueva institucional soviética, no deja lugar a dudas del espíritu disruptivo que anima al ciclo histórico inaugurado por el triunfo de la revolución:

Las masas populares trabajadoras —obreros, soldados, campesinos— arden en deseos de aprender a leer y escribir, de iniciarse en todas las ciencias. Pero aspiran igualmente a la educación, que no les puede ser dada ni por el Estado, ni por los intelectuales, por nadie ni con nadie más que por ellos mismos. A este respecto, la escuela, el libro, el teatro, el museo, etc., sólo pueden ser una ayuda. Las masas populares han de fijar por sí mismas su cultura, consciente o inconscientemente. Ellas tienen sus ideas, sus sentimientos, su manera de abordar todas las tareas del individuo y la sociedad, fruto de su situación social, muy diferente de la que disfrutan las clases dominantes y los intelectuales que hasta ahora han sido los creadores de la cultura.

Cada uno a su manera, el obrero de la ciudad y el trabajador del campo edificarán su propia concepción luminosa del mundo, impregnada del pensamiento de la clase trabajadora. Será éste el fenómeno más grandioso y más bello que tendrá por testigos y por actores a las generaciones venideras: el de la edificación, por las colectividades de trabajadores, de su alma colectiva, rica y libre.

En igual tónica, desde el comité editor de una de las principales revistas de la Proletkult, exigen «que el proletariado empiece, ahora mismo, a crear sus propias formas socialistas de pensamiento, sentimiento y vida cotidiana.

Es importante reconocer que, si bien Lenin tolera las políticas impulsadas por Lunacharsky en materia cultural, e incluso acepta —al menos durante los primeros años— que desde la institución que lidera se financie las propuestas de la Proletkult, ostenta sin embargo una visión bastante conservadora del arte, más ligada a los clásicos de la literatura rusa del siglo XIX y a las corrientes burguesas hegemónicas en occidente, ya que como supo señalar Giulio Girardi, mientras que «para el Proletkult la revolución cultural implicaba esencialmente una transformación de la cultura, para Lenin significaba ante todo la adquisición de la cultura de parte de las masas:

…el problema cultural de fondo, el «punto crucial de la hora» no es a su entender la sumisión de las masas a la cultura dominante, sino la carente asimilación de aquella cultura, es decir, su ignorancia (…) La «cultura» a la que Lenin hace referencia es, por tanto, «la única cultura existente», aquella que ha sido conquistada por la burguesía industrial europea, y tan ausente de la Rusia de su tiempo.

Durante los años de la guerra civil, y a pesar de un contexto por demás adverso (bajas temperaturas, falta de combustible y de papel, destrucción de la industria, hambrunas masivas y un asedio constante de los países capitalistas) la Proletkult llega a contar con decenas de miles de activistas en sus filas, más de 1400 comités, círculos y células locales (muchas de ellas enraizadas en fábricas y ámbitos productivos), entre 15 y 20 periódicos simultáneos de circulación masiva, numerosos talleres y escuelas, una Universidad Proletaria y alrededor de medio millón de adherentes en toda Rusia. En el plano teatral, además de apelar a la improvisación y recrear obras clásicas, donde al decir de Lunacharski «el espectador y el actor se mezclen en una sola fiesta», las y los proletkultistas dinamizan la experiencia del llamado teatro autoactivo, que fomenta la elaboración colectiva de obras ambulantes —realizadas en muchos casos al aire libre en plazas, hospitales, escuelas, fábricas, comunidades o cuarteles— y rompe con el papel pasivo del público.

Como respuesta frente a la carencia del papel y para potenciar la cultura oral y la expresión corporal tanto en ámbitos urbanos como rurales, también se multiplican los periódicos bajo formatos no convencionales: periódicos-murales (pintados sobre paredes o diseñados en gigantografías), periódicos-orales (de lecturas colectivas y en espacios públicos) y periódicos-vivos (centrados en noticias y eventos escenificados, en particular entre las tropas del frente en medio de la guerra civil). Los grupos de agitación y propaganda (conocidos bajo el acrónimo de AgitProp) fueron claves en la realización de intervenciones político-culturales y artísticas que aspiraban a crear una nueva sensibilidad estética y a forjar la autoconciencia de la clase trabajadora. Si en materia literaria se gestan círculos de escritura colectiva y se busca resaltar el papel de las y los novelistas o poetas-proletarios (refractarios al individualismo), en el de la música se aspira a democratizar las orquestas y coros, desechando en muchos casos a la figura del director, y hasta a crear sonidos e instrumentos vinculados con la cotidianeidad de las y los obreros en fábricas y talleres.

La desprofesionalización del arte y la impugnación de los «especialistas» atraviesa los más diversos ámbitos de experimentación, al tiempo que celebraciones de fechas emblemáticas como el 1 de mayo devienen momentos propicios para construir fiestas a cielo abierto en las grandes ciudades, mediante la apelación a prácticas carnavalescas y escenificaciones iconoclastas en los espacios públicos: carteles, murales, brigadas de agitación, títeres, artistas callejeros y personajes circenses, se mezclan entre la muchedumbre para dar vida a una cultura y a una estética popular participativa y en movimiento.

En su momento de mayor esplendor, la irradiación de la Proletkult logra incluso proyectarse a nivel mundial: aprovechando la presencia en suelo ruso de referentes de varios países que habían asistido al Segundo Congreso de la Internacional Comunista en 1920, se conforma una instancia provisional de articulación global, a partir de la cual se potencian círculos, institutos, grupos y comités que, en cada país, configuran secciones nacionales de la Proletkult (desde Italia, con el joven Antonio Gramsci y el periódico L’Ordine Nuovo como impulsores en Turín, pasando por Francia y el grupo Clarté liderado por Henry Barbusse, hasta Estados Unidos, con el apoyo entusiasta de John Reed).

Eclipse de una experiencia vital

Por su carácter heterogéneo, radical e iconoclasta, la Proletkult no estaba bajo el control directo del partido. Su crecimiento y expansión fue visto como una amenaza cada vez mayor por parte de ciertos dirigentes bolcheviques, entre ellos el propio Lenin. Esto llevó a que interviniese en forma directa en dos Congresos claves, donde se debía debatir la orientación de la Proletkult y su vínculo con el Comisariado del Pueblo para la Educación y las Artes. El propio Lunacharski reconoce, en un artículo escrito con posterioridad a los hechos, que «Vladimir Ilich temía por lo visto que el Proletkult se convirtiera en el nido de alguna herejía política». Así, primero en el Congreso Panruso de la Educación para Adultos realizado en mayo de 1919 y más tarde en ocasión del Congreso Panruso de Proletkuls, durante octubre de 1920, el líder bolchevique sale al cruce de las y los proletkultistas, aduciendo que lo que proponen en términos culturales es un proyecto de «invernadero». A contrapelo, no se trata, según él, de crear algo novedoso pero artificial, sino de tomar como punta de partida la cultura ya existente, y lograr que las masas accedan a lo mejor de este conocimiento y acerbo burgués acumulado por la humanidad. A su vez, insiste en la necesidad de que la Proletkult se supedite a las directrices del partido. Tras fuertes polémicas, una comisión del Comité Central delibera en torno al asunto y, finalmente, el 1 de diciembre de 1920 se publica en el periódico oficial Pradva una carta elaborada por esta instancia máxima bolchevique, donde además de denunciar los «gustos absurdos y pervertidos» y los «elementos socialmente ajenos» y «hostiles al marxismo» que componen la Proletkult, hacen pública la decisión de subordinar todas sus actividades a la línea del partido e integrarlo, como una sección más, dentro del Comisariado de Educación.

Semanas más tarde, durante los primeros meses de 1921, Petrogrado vivirá una oleada de huelgas obreras y formas de protesta inéditas hasta ese entonces, a las que le sucederá la rebelión de Kronstadt (territorio de gran simbología revolucionaria), que hace un llamado a la «creatividad socialista» y demanda una mayor democratización, la revitalización de los soviets y el fin del monopolio decisional bolchevique. La respuesta de Lenin y Trotsky fue reprimir a los insurrectos de forma cruenta. En medio de la arremetida contra los marineros alzados, el X Congreso del partido decide no sólo ratificar la existencia de un partido único en la vida pública del país, sino además vetar la conformación de tendencias o fracciones dentro de él, haciendo caso omiso a los planteos de grupos como el denominado «Centralismo Democrático» y la llamada «Oposición Obrera» (encabezada por la feminista Alexandra Kollontai), que exigían un mayor protagonismo de la clase trabajadora tanto al interior del partido como en las tareas de gobierno, y una apertura al debate público en torno al papel de los soviet y las organizaciones sindicales en la coyuntura vivida en Rusia.

De manera premonitoria, Kollontai expresará en clave irónica lo que se vivía como clima de época por esos momentos:

Es cierto que en cada mitin decimos a los obreros y obreras: «¡Cread la vida nueva! ¡Construid! ¡Ayudad al poder los soviets!». Pero tan pronto como la masa, tan pronto como un grupo de obreros y obreras asume nuestro llamamiento e intenta llevarlo a la práctica, alguno de nuestros órganos burocráticos, que se considera afectado, golpea en los dedos a esos iniciadores demasiado fogosos.

A pesar de estas sabias e incómodas palabras, la dirección bolchevique opta por hacer huelga de oídos y reafirmar la prohibición de toda disidencia organizada.

Al desenlace de Kronstadt y las mociones votadas en este Congreso, se le suman una casi completa mímesis entre partido y Estado, la reinstalación de relaciones capitalistas y prácticas mercantiles a través de la Nueva Economía Política (NEP), así como la férrea apelación a la disciplina no sólo al interior del partido, sino también en fábricas e instituciones educativas, mediante el reforzamiento de modalidades de dirección unipersonal, todas ellas externas y designadas desde arriba. La subjetividad militarista, basada en lógicas jerárquicas de mando-obediencia y cultivada al calor de la guerra civil, permean, en grado cada vez mayor, a gran parte de los ámbitos de la vida cotidiana rusa. Este combo explosivo genera un clima más hostil aún para las apuestas político-culturales de la Proletkult, que por su carácter experimental y subversivo van a contramano del llamado al orden propuesto por la dirigencia bolchevique.

A su vez, la implementación de la NEP trae aparejada una quita de subsidios y fondos para este tipo de proyectos y reinstala el pago de entradas en muchas obras, muestras y presentaciones, lo que resiente su sostenibilidad y lleva al cierre de numerosos talleres, teatros y ámbitos artísticos creados a su amparo.

El eclipsamiento de la Proletkult acompaña así al contexto de normalización en el que se sume tristemente la realidad del país. Bogdanov se desvincula del movimiento y retoma su vocación por la medicina, practicando en su propio cuerpo los primeros intentos de transfusión de sangre, que lo llevan a la muerte (¿o tal vez suicidio?) en 1928. Lunacharsky continua en su cargo también hasta finales de la década de los año 20, pero el rumbo de la educación y la cultura cobran otra orientación general, cada vez más signada por el burocratismo estatal y los requerimientos utilitarios en el que se sumerge la economía rusa. Poco a poco, se comienza a escuchar el réquiem de la revolución en las calles. Sin embargo, la estela de esta red organizativa de colectivos y grupos artísticos-culturales seguirá mostrando algunos destellos en los años venideros, antes de apagarse de forma definitiva.

A la vuelta de la historia, y un siglo más tarde de aquellas jornadas insurreccionales donde las masas rusas osaron tomar el cielo por asalto, de nosotros y nosotras depende que esa estrella roja, y otras tantas de variados contornos y colores, se enciendan nuevamente e iluminen frondosos senderos por los que transitar hacia un socialismo en el que quepan muchos socialismos. Desde ya, siempre teniendo en claro que —tal como supo arriesgar Rosa Luxemburg— aramos sobre un territorio virgen y «sólo la experiencia puede corregir y abrir nuevos caminos. Sólo la vida sin obstáculos, efervescente, lleva a miles de formas nuevas e improvisaciones, saca a luz la fuerza creadora, corrige por su cuenta todos los intentos equivocados».

Hernán Ouviña

17 de noviembre de 2017

Fuente: http://www.resumenlatinoamericano.org/2018/04/18/la-experiencia-de-la-proletkult-en-el-fragor-de-la-revolucion-rusa/

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