Lo más temido pero previsible a la vez, ya ha ocurrido. Bolsonaro estuvo a punto de alzarse con la presidencia de Brasil en primera vuelta y gracias al voto consecuente del pobrerío del Nordeste, se quedó en la puerta. Remarco lo de consecuente ya que hubo infinidad de barrios periféricos de las grandes ciudades y pueblos de diferentes Estados, donde no solo viven los más rezagados y expoliados del Brasil profundo sino también son amplios reductos afrodescendientes, que por esas cosas que facilita esta «democracia», se inclinaron por el Hitler latinoamericano.
Son múltiples los aspectos y causas que han influido en la conformación de este escenario, que si bien no es definitivo (no puede serlo hasta que se cuente el último sufragio el próximo 28 de octubre) obliga a prender todas las luces rojas posibles.
En primer lugar, como viene ocurriendo en otros países del continente y del Tercer Mundo, la razón principal sigue siendo este enfermizo apego a sostener «democracias» burguesas que sólo sirven para emboscar y hacer retroceder cualquier posibilidad de construir una alternativa liberadora. Estas falsas opciones con las que no se come, no se educa, no se cura y menos se crece en un marco de cierta dignidad para nuestros pueblos, son el corset fundamental para «entretenernos» en el mejor de los casos y dividirnos desde la izquierda, a fin de domesticarnos por derecha.
¿Cuántas veces más vamos a probar la fórmula que nos impone este sistema que lentamente se va pareciendo a las dinastías opresoras de la Edad Media? Es precisamente en este marco que surgen primero como jugadores periféricos y luego se van institucionalizando poco a poco, los exponentes más declaradamente fascistas al estilo Jair Bolsonaro o Donald Trump, también están los Macri o los Piñera que no se quedan atrás en los métodos que aplican, aunque pretendan disimular su apego a una derecha extrema. Los primeros, lanzan un discurso donde reemplazan la palabra «cambio» por «orden», y así convencen muy fácilmente a sectores importantes de la población que creen que los problemas de la inseguridad se resuelven con más policías o expulsando a los inmigrantes. Muchos de ellos y ellas, creen que para conservarse puros e impolutos es necesario lanzarse a la caza (primero discursivamente, y luego en los hechos, como ocurriera con Marielle Franco) de las disidencias sexuales, los y las afrobrasileñas o todo aquel o aquella que no comulgue con sus prácticas de clara raíz patriarcal. Es por ello que también está en la mira de sus odios el feminismo popular que se les opone y los denuncia en las calles.
Obviamente, que para que esta operación de envenenamiento ideológico tenga mayor entidad, la mayoría de quienes comulgan con prácticas autoritarias, ha sido cocinada a fuego lento por la prédica de los medios hegemónicos.
Así, de buenas a primeras, personajes como Bolsonaro, que casi siempre cuando irrumpen son subestimados por la izquierda, no tienen pelos en la lengua para expresar cualquier tipo de amenazantes propuestas, y ser recibidas con fanática aceptación por sus interlocutores. Insisto, no toda la audiencia de Bolsonaro son hombres blancos y de clase media alta.
De esta forma se va perfilando el primer eslabón de construcción del fascismo en un cuerpo social enfermo y convenientemente desilusionado por la «política». En realidad, no es distinto a lo ocurrido en la Alemania pre-hitleriana o en la Italia pre-mussoliniana, y ya se sabe en que terminó aquella historia.
Necesario es comprender además que los Bolsonaro, los Macri y otros similares son piezas de un plan de recolonización continental impulsada por el imperialismo estadounidense, que ambiciona ya no quedarse con el «patio trasero» sino con todo el edificio y las riquezas que este encierra.
El otro gran factor que posibilita estos rápidos ascensos de extrema derecha son los propios errores (u horrores) que se cometieron en el propio campo de la izquierda progresista. En el caso especial de Brasil, es obligatorio nombrar al Partido de los Trabajadores, que gobernó durante tantos años y que si bien abrió un amplio abanico de libertades e impuso importantes cambios sociales (muchos de ellos de corte únicamente asistencialista) no quiso romper el molde del capitalismo, y fue abandonando poco a poco la idea original (con la que el propio Lula agitaba en sus orígenes a los trabajadores metalúrgicos) de la opción por el socialismo, quedándose estancado solo en el «progresismo». Aquí viene otro tema sustancial y se trata de entender que esa matriz ideológica tiene límites muy concretos y en aras de arribar y luego sostenerse en un gobierno, genera alianzas que luego le cuestan la vida, eufemísticamente hablando. No es lo mismo aspirar a una práctica progresista que tener una fuerte aspiración de recorrer un rumbo revolucionario. En ese sentido tampoco es casualidad que del amplísimo mapa de gobiernos de características populares que hasta hace poco se mantenían en pie en el continente, sólo permanecen erguidos Cuba (como siempre, un faro indispensable), Venezuela bolivariana y la Bolivia plurinacional de Evo Morales.
El tercer factor a tener en cuenta en la difícil coyuntura brasileña, es que más allá del esfuerzo y el sacrificio asumido en las calles de todo el país por algunos de los más importantes movimientos sociales como son los Sin Tierra y los Sin Techo, ambos alineados en frentes que reivindican la izquierda popular y socialista, la movilización de las masas no estuvo a la altura de las circunstancias en todos estos meses, y en especial desde la injusta detención de Lula. Este hecho, el encarcelamiento de un líder popular y el ex presidente que mayores posibilidades le brindó a los más humildes, debería haber desencadenado una importante revuelta social, con cientos de miles de personas en las calles. Esto no ocurrió así, y en ese aspecto pesa otra vez la equivocada idea de que todos los problemas se resuelven con la «democracia» y las urnas que esta ofrece como instrumento, cuando es en la lucha callejera, donde los pueblos han logrado históricamente sus más altas conquistas. Eso lo entendieron muy bien los militantes del MST y sus liderazgos, cuando además de movilizarse constantemente e incluso mantener casi en solitario el campamento frente a la prisión donde encerraron a Lula, lanzaron un mensaje a futuro, señalando que si la izquierda representada por Haddad-Lula ganara las elecciones, el gobierno que se derivara de ello debería abandonar cualquier atisbo de «conciliación de clases» y emprender cambios profundos en un giro radical hacia la izquierda y el socialismo.
Ahora bien, convengamos que el escenario que se ha abierto este pasado domingo es de una notoria gravedad, y que lo que ocurra el 28/O no solo afectará a Brasil sino a toda la Patria Grande. En ese sentido, a sabiendas de que otra vez la suerte habrá que jugarla en el campo del enemigo, resulta indispensable encontrar los mecanismos para hacer un esfuerzo descomunal a fin de frenar el ascenso del fascismo representado por Bolsonaro. Por un lado, se impone la unidad de toda la izquierda y el campo popular, que abandonando en esta ocasión el lenguaje «políticamente correcto» y cualquier atisbo de «buenísmo» que suele circundar a algunos sectores, se expresen y actúen radicalmente. Es indispensable que se genere confianza en que si Fernando Haddad obtiene la victoria (que no es para nada imposible) se van a realizar y cumplir por fin con todas las demandas que el movimiento popular viene exigiendo desde hace años, y que pasan por reforma agraria, nacionalización del comercio exterior, terminar con la dictadura de los «grandes medios» y otras reivindicaciones de carácter revolucionario. Porque al fascismo no se lo derrota con discursos ni prácticas moderadas sino con toda la fuerza que imponen las circunstancias de estar entre la vida y la muerte. Eso es importante que se tenga en cuenta a la hora de hacer una campaña de pocos días donde habrá que enfrentar a todos los poderes fácticos, desde el aparato gubernamental-empresarial y eclesiástico (sobre todo el evangélico Pentecostal) hasta la andanada descerebrante de los mass media.
El discurso diferenciado entre un candidato y otro debe no ser simplemente una expresión de lenguaje, sino el tratar de convencer que como en otras ocasiones de la historia la alternativa es «socialismo o barbarie». Y que si esta última triunfa, los perjudicados, como siempre, serán los y las humildes y no pocos sectores de la clase media brasileña. El desafío está planteado, la consigna es tan conocida como necesaria: «No pasarán».
Carlos Aznárez
Octubre 2018