Direc­tri­ces para el movi­mien­to comu­nis­ta femenino

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La his­to­ria del pasa­do y del pre­sen­te nos ense­ña que la pro­pie­dad pri­va­da es la últi­ma y más pro­fun­da cau­sa de la situa­ción de pri­vi­le­gio del hom­bre fren­te a la mujer. La apa­ri­ción y con­so­li­da­ción de la pro­pie­dad pri­va­da son las cau­san­tes de que la mujer y el niño, al igual que los escla­vos, pudie­sen con­ver­tir­se en pro­pie­dad del hom­bre. Por esta cau­sa ha apa­re­ci­do la domi­na­ción del hom­bre por el hom­bre, la con­tra­dic­ción de cla­se entre ricos y pobres, entre explo­ta­do­res y explo­ta­dos; debi­do a ello pudo pro­du­cir­se la rela­ción de depen­den­cia de la mujer en cuan­to espo­sa y madre del hom­bre, su subor­di­na­ción al hom­bre, su infe­rio­ri­dad en la fami­lia y en la vida públi­ca. Esta rela­ción toda­vía sigue exis­tien­do en nues­tros días entre los lla­ma­dos pue­blos avan­za­dos; se mani­fies­ta en las cos­tum­bres, en las leyes con la pri­va­ción de dere­chos, o como míni­mo en la infe­rio­ri­dad del sexo feme­nino ante la ley, en su posi­ción subor­di­na­da en el seno de la fami­lia, en el Esta­do y en la socie­dad, en su con­di­ción de tute­la­da y en su menor desa­rro­llo espi­ri­tual, en la insu­fi­cien­te valo­ra­ción de sus pres­ta­cio­nes mater­nas y de su sig­ni­fi­ca­do para la socie­dad. En los pue­blos de cul­tu­ra euro­pea, este esta­do de cosas ha sido con­so­li­da­do y pro­mo­vi­do por el hecho de que, con el desa­rro­llo del arte­sa­na­do cor­po­ra­ti­vo, la mujer que­da des­pla­za­da de los sec­to­res de pro­duc­ción de bie­nes indus­tria­les en la socie­dad y rele­ga­da a desem­pe­ñar su acti­vi­dad en la eco­no­mía fami­liar, sólo para su pro­pia familia.
Para que la mujer lle­gue a obte­ner la ple­na equi­pa­ra­ción social con el hom­bre ‑de hecho y no sólo en los tex­tos de leyes y sobre el papel- para que pue­da con­quis­tar como el hom­bre la liber­tad de movi­mien­to y de acción para todo el géne­ro humano, exis­ten dos con­di­cio­nes indis­pen­sa­bles: la abo­li­ción de la pro­pie­dad pri­va­da de los medios de pro­duc­ción y su sus­ti­tu­ción por la pro­pie­dad social, y la inser­ción de la acti­vi­dad de la mujer en la pro­duc­ción de bie­nes socia­les den­tro de un sis­te­ma en el que no exis­tan ni la explo­ta­ción ni la opre­sión. Sola­men­te la rea­li­za­ción de estas dos con­di­cio­nes hace que sea impo­si­ble que la mujer, como espo­sa y como madre, que­de subor­di­na­da eco­nó­mi­ca­men­te al hom­bre en la fami­lia, o que por la con­tra­dic­ción de cla­se exis­ten­te entre explo­ta­do­res y explo­ta­dos cai­ga, en tan­to que pro­le­ta­ria y obre­ra de la indus­tria, bajo el domi­nio y la explo­ta­ción eco­nó­mi­ca del capi­ta­lis­ta. De hecho, estos supues­tos, exce­si­vos y uni­la­te­ra­les, tan­to en la eco­no­mía domés­ti­ca y en la mater­ni­dad como en la acti­vi­dad pro­fe­sio­nal, para­li­zan cua­li­da­des y ener­gías pre­cio­sas de la mujer y hacen impo­si­ble que se armo­ni­ce, los dos ámbi­tos de sus debe­res. Sólo la actua­ción de estas dos pre­mi­sas garan­ti­za a la mujer el desa­rro­llo mul­ti­for­me de su capa­ci­da­des y de sus ener­gías, y le per­mi­te actuar con igua­les dere­chos e igua­les debe­res como tra­ba­ja­do­ra y crea­do­ra en una comu­ni­dad de tra­ba­ja­do­res y crea­do­res, equi­pa­ra­dos a su vez en dere­chos y debe­res, y vivir ple­na­men­te su acti­vi­dad de obre­ra y de madre de for­ma armoniosa.

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