El espantoso crimen que representa la guerra mundial imperialista de los grandes estados capitalistas y las condiciones que ha creado, han agudizado al máximo las contradicciones sociales y las penalidades de la mayoría de las mujeres. Estas son las inevitables consecuencias del capitalismo, y sólo pueden desaparecer con su destrucción. Esta situación no es solamente la de los países beligerantes, sino también la de los Estados neutrales, que en su conjunto se han visto más o menos afectados por el sangriento carrusel de la guerra mundial y sus efectos. La inmensa tensión y el continuo aumento de los precios imposibles de los alimentos de primera necesidad y los alquileres, de los medios de subsistencia de muchos millones de mujeres, hace que sus preocupaciones, sus privaciones, sus penas y dolores en su vida de obreras, amas de casa y madres lleguen a ser insoportables. La escasez de casas se ha convertido en una terrible plaga. El estado de salud de las mujeres en concreto continúa empeorando cada vez más, tanto por la subalimentación crónica que padecen, como por la fatiga del trabajo en la fábrica y en la economía doméstica. El número de madres que dan a luz niños sanos y vigorosos está disminuyendo cada vez más. La mortalidad infantil sube de forma inquietante; males y enfermedades, consecuencias de la insuficiente nutrición y de las míseras condiciones de vida en general, son el destino de centenares de miles, incluso millones de niños proletarios, y la desesperación de sus madres.
Un peculiar fenómeno está agudizando las penalidades de las mujeres en todos los países en los que el capitalismo mantiene su dominio. Durante la guerra, el trabajo profesional de las mujeres había registrado un aumento extraordinario. En los países beligerantes estaba entonces vigente el slogan: las mujeres en los primeros puestos de la economía, de la administración y de todas las actividades culturales. El prejuicio contra el «sexo débil, poco dotado y atrasado» quedaba sofocado por el sonido de las trompetas triunfales y del rugido del poder y de la explotación del imperialismo, estadio máximo del capitalismo internacional. La necesidad de ganar dinero, la mentira de la defensa de la patria junto con la ansiedad de la ganancia capitalista, empujaron a masas de mujeres a emplearse en la industria y en la agricultura, en el comercio y en los negocios. En todos los sectores de la administración local y estatal, en los llamados servicios públicos y en las profesiones liberales, el trabajo de las mujeres aumentaba día a día.
Ahora, cuando la industria capitalista se ha visto disgregada por la guerra mundial, cuando el capitalismo todavía dominante se muestra impotente para reconstruir la economía según las necesidades materiales y culturales de las grandes masas trabajadoras, cuando la caída de la economía y su sabotaje consciente por parte de los capitalistas ha provocado una crisis de estancamiento de la producción y una desocupación como nunca se había visto; ahora, decimos, las mujeres son las primeras víctimas, y las más numerosas, de esta crisis. Los capitalistas y la administración estatal y local capitalista tienen mucho menos miedo a la mujer en paro que al hombre en paro, ya que la primera es como mínimo políticamente ignorante y está desorganizada. También tienen en cuenta el hecho de que la mujer en paro puede llevar al mercado y vender, como última mercancía, su propia feminidad. En todos los países en los que el proletariado no ha conquistado el poder mediante su lucha revolucionaria, resuena hoy con nueva fuerza el slogan: ¡fuera las mujeres de los puestos de trabajo, que vuelvan al sitio que les corresponde, que es la casa! Un slogan que resuena incluso dentro de los sindicatos, que obstaculiza y hace más ardua la lucha por la paridad del salario y la paridad de prestaciones para ambos sexos, al tiempo que a su lado renace la ideología pequeño-burguesa-reaccionaria de la «única profesión auténticamente natural» y la inferioridad de la mujer. Como fenómeno paralelo a la creciente desocupación y a la miseria de innumerables mujeres, se registra una intensificación de la prostitución en sus formas más variadas, desde el matrimonio por conveniencia hasta la cruda venta del cuerpo femenino bajo la forma de «trabajo a destajo» sexual.
La tendencia a echar cada vez más a la mujer del campo de trabajo social está en estridente contradicción con la creciente necesidad de amplias masas femeninas de una actividad autónoma, lucrativa y satisfactoria. La guerra mundial ha matado a millones de hombres y ha convertido a otros tantos en inválidos parciales o totales, necesitados de cuidados y de asistencia; la disgregación de la economía capitalista no consiente que millones de hombres puedan cubrir las necesidades de la familia con lo que les produce su propio trabajo. La tendencia mencionada está en abierta contradicción con los intereses de la abrumadora mayoría de los miembros de la sociedad. Sólo utilizando en los más distintos sectores de actividad todas las energías y capacidades de las mujeres, la sociedad conseguirá compensar la inmensa destrucción de bienes materiales y culturales provocada por la guerra, y aumentar en la justa medida su riqueza y su cultura.
Esta fuerte tendencia a echar a la mujer de la producción de los bienes sociales y de la cultura encuentra su última razón en el ansia de beneficio del capital, que quiere perpetuar su poder de explotación. Demuestra la irreconciliabilidad de la economía capitalista, del orden burgués, con los intereses más profundos de la abrumadora mayoría de las mujeres y de los miembros de la sociedad en general.
Para hacer frente a todas las necesidades más urgentes de las mujeres ‑que son el inevitable resultado de la naturaleza explotadora y opresiva del capitalismo- existe una sola vía. La guerra ha agudizado al máximo estas necesidades, convirtiendo a inmensas masas femeninas en sus desventuradas víctimas. Pero no son fenómenos transitorios que desaparecerán con la paz, sino que no debe olvidarse que la supervivencia del capitalismo amenaza constantemente a la humanidad con nuevas guerras de conquista imperialistas, cuyas señales son ya hoy evidentes. Los millones de proletarias, mujeres del pueblo trabajador, sienten del modo más oprimente el malestar social, puesto que en ellas coincide su situación de clase en cuanto explotadas y la situación de inferioridad intrínseca de su sexo, lo que las convierte en las víctimas más duramente golpeadas por el orden capitalista. Sin embargo, sus afanes y sus penalidades sólo son fenómenos concretos del destino general de la clase proletaria explotada y oprimida, y ello sucede en todos los países que siguen estando sometidos al régimen capitalista. Esta situación no podrá ser cambiada nunca por una reforma de la ordenación burguesa, por una presunta «lucha contra el estado de miseria posbélico». Los afanes y las penalidades solamente podrán desaparecer con la desaparición de este sistema, con la lucha revolucionaria de los hombres y mujeres explotados y desheredados de todos los países, con la acción revolucionaria del proletariado mundial. Sólo y únicamente la revolución mundial podrá resolver, como un tribunal mundial de la historia, las consecuencias de la guerra en cada país en concreto, desde la miseria hasta la decadencia moral y espiritual, hasta los sangrientos sufrimientos de las masas, y determinar la definitiva caída del capitalismo.