Ante las situaciones sociales que hemos esbozado, el Segundo Congreso de la Internacional comunista celebrado en Moscú decide lanzar un llamamiento a todas las mujeres del pueblo trabajador que piden libertad y humanidad, a fin de que se unan a las filas de los partidos comunistas de sus respectivos países y, con ello, a las filas de la Internacional comunista, la cual unifica las acciones de estos partidos, su fuerza y su firmeza. La Internacional Comunista, en su lucha por la consecución de objetivos claros, seguros y concretos, la superación del capitalismo y la construcción del comunismo, ha demostrado ser la representante más consciente y segura del derecho de las mujeres. En interés del sexo femenino, continúa a un nivel histórico superior la obra que la II Internacional había iniciado, pero que no había sabido desarrollar coherentemente al dejarse influir cada vez más por el reformismo oportunista en el movimiento obrero, lo que le impidió pasar de una comunidad de ideas a una comunidad de hechos; aquella obra que ella misma traicionó ignominiosamente en agosto de 1914. En realidad, la Segunda Internacional llegó incluso a sacrificar el derecho y los intereses de las mujeres cuando renunció a movilizar los proletarios de todos los países en la lucha revolucionaria internacional contra el imperialismo capitalista, contra el sistema capitalista, bendiciendo en cambio la conciliación entre explotadores y explotados en los ejércitos nacionales que el imperialismo lanzó uno contra otro ‑en una guerra fratricida y suicida para la clase obrera- para satisfacer su sed de ganancia y el ansia de poder mundial del capitalismo.
En el momento de su fundación, la Segunda Internacional enumeró entre sus objetivos el de la lucha por la plena equiparación y emancipación social del sexo femenino. Su acción fue, sin lugar a dudas, importante y progresiva al difundir estas reivindicaciones en amplios estratos de la población, con la convicción de que su victoria presupondría la destrucción del capitalismo y la llegada del socialismo, convicción apoyada por el inconciliable antagonismo de clase entre las mujeres de la minoría explotadora y las mujeres de la mayoría explotada, y la solidaridad internacional y nacional entre los esclavos asalariados sin discriminación de sexo. La Segunda Internacional obligó a las organizaciones sindicales y a los partidos socialistas a admitir a las mujeres en sus filas como miembros equiparados y corresponsables en las luchas económicas y políticas del proletariado. Consiguió también que se incrementara la capacidad de lucha y de defensa de las proletarias en su lucha de clase gracias a las reducciones legales del poder de explotación capitalista mediante instituciones sociales para la asistencia a las amas de casa y a las madres, y el reconocimiento de la equiparación política. Reivindicó la neta separación del movimiento femenino socialista del burgués. Sin embargo, el que estas aspiraciones encontraran aplicación y se convirtieran en objetivos de lucha, fue una cuestión que la Segunda Internacional dejó en manos de las organizaciones sindicales y de los partidos socialdemócratas de los distintos países. En general, las realizaciones en el campo de los intereses femeninos y de los derechos de las mujeres se fueron consiguiendo según la influencia que la socialdemocracia organizada en los distintos países logró ejercer sobre las organizaciones de proletarios.
El abismo entre teoría y práctica, entre decisiones y hechos, aparece en concreto en el planteamiento de las reivindicaciones de los derechos de las mujeres. La Segunda Internacional toleró que las organizaciones inglesas afiliadas lucharan durante años por la introducción de un derecho de voto femenino restringido lo cual, de haber sido conseguido, sólo hubiera aumentado el poder político de los poseedores y reforzado su resistencia contra el sufragio universal para todos los adultos. Permitió también que el partido socialdemócrata belga y, más tarde, el austríaco, se negasen a incluir, en sus grandes luchas por el derecho de voto, la reivindicación del sufragio universal femenino. De hecho, el Congreso de la Segunda Internacional celebrado en Stuttgart comprometió a los partidos socialdemócratas de todos los países a iniciar la lucha por el sufragio universal femenino como parte esencial e irrenunciable de la lucha general del proletariado por el derecho de voto y por el poder, en neta contraposición con las aspiraciones feministas y demócrata-burguesas, rechazando cualquier política oportunista-reformista. Pero también esta resolución quedó sólo sobre el papel en la mayoría de los países, y no consiguió impedir, por otra parte, que el Partido de los socialistas unificados de Francia se contentase con platónicas propuestas parlamentarias para la introducción del voto de la mujer, ni que el Partido socialdemócrata de Bélgica se viera incluso sobrepasado en sus propuestas para el sufragio femenino universal por las reivindicaciones de los clericales.
La actitud de la Segunda Internacional fue miserable, vergonzosa y deshonrosa cuando, en el seno del movimiento obrero de todo el mundo, las mujeres socialistas de los Estados beligerantes y neutrales fueron las primeras en iniciar un intento tangible para imponer la solidaridad de los explotados contra los comandos nacionales de socialpatriotas traidores, para obligar, mediante acciones de masa revolucionarias a nivel internacional a que los gobiernos imperialistas declararan la paz, y empezaron a preparar el terreno histórico para el desarrollo de la lucha revolucionaria internacional de los obreros hasta la conquista del poder político y el derrocamiento del imperialismo y el capitalismo. Lejos de apoyar estos intentos, la Segunda Internacional dio su tácito consentimiento a que los partidos afiliados de los distintos países ‑y el primero de todos el «partido modelo» de ayer en cuanto a organización, y en cuanto a tacticismo, decadencia y fracaso hoy: la socialdemocracia alemana- los cubrieran de insultos, los denunciaran e impidieran por todos los medios su triunfo. La Segunda Internacional sigue actuando todavía hoy de forma que refuerza el poder de explotación del capitalismo y obstaculiza la conquista de cualquier libertad para el sexo femenino, engañando a las masas proletarias con los artificios de la democracia, del parlamentarismo, del social- patriotismo y del social-pacifismo.
Por lo demás, la Segunda Internacional no ha creado nunca un órgano que promoviese a nivel internacional la realización de los principios y reivindicaciones a favor de la mujer. Los inicios de una organización internacional de las mujeres proletarias y socialistas por una acción unitaria y decidida han nacido al margen de su organización, de forma autónoma. Las representantes de estas organizaciones femeninas han sido admitidas en los congresos de la Segunda Internacional, pero sin el derecho formal de participación; la Internacional femenina socialista no tuvo voz en el seno del Buró de la Segunda Internacional.
Las comunistas y las socialistas revolucionarias consecuentes deben, por tanto, romper sus relaciones con la Primera Internacional y adherirse a la Internacional comunista, que no se convertirá en la lucha por los derechos y la libertad de las mujeres en una fábrica de resoluciones, sino en una comunidad de acción. La forma más completa y más adecuada de adhesión es la entrada en los partidos nacionales que forman parte de la Internacional comunista. Los miembros femeninos de partidos y organizaciones que todavía no hayan decidido adherirse a la Internacional Comunista, tienen naturalmente el deber de utilizar todas las energías de que dispongan a fin de que estas organizaciones y partidos reconozcan las directrices de principio, tácticas y organizativas de la Internacional comunista, se adecuen a las mismas en todos los aspectos, y actúen en consecuencia. Las comunistas y socialistas revolucionarias coherentes, proletarias, deben volver la espalda a aquellas organizaciones y aquellos partidos que persistan en un planteamiento de principio hostil a la Internacional comunista, que amenazan con contaminar y paralizar la lucha de clase proletaria mediante consignas oportunistas y reformistas. ¡Por la actividad revolucionaria de la Tercera Internacional! ‑esta debe ser la consigna general y unívoca de todas las mujeres del pueblo trabajador que quieran liberarse de la esclavitud de clase y de sexo.