[Reseña de The Gendered Brain: The New Neuroscience That Shatters the Myth of the Female Brain [El género del cerebro: La nueva neurociencia que destruye el mito del cerebro femenino] de Gina Rippon (Bodley Head, 2018).]
¿Qué les gusta a las niñas? De pequeña, prefería el Lego a las muñecas y, si me preguntaban qué quería ser de mayor, estaba lista para responder: detective o reportera. Mis padres eran científicos, de modo que, en ciertos aspectos, el género estaba en nuestra casa menos presente de modo obvio que en la mayoría (aunque yo acabé en una licenciatura de humanidades, dos de mis hermanas estudiaron química y matemáticas en la universidad). Sin embargo, siempre estaba en el aire: cómo deberían ser las chicas y, por tanto, cómo son. Para cuando era adolescente, ya había aprendido a sentirme bastante extraña respecto a algunos de mis gustos y aptitudes. Había introyectado asimismo diversos estereotipos. Me enorgullecía mucho, por ejemplo, saber leer mapas, no porque leer un mapa sea algo intrínsecamente difícil sino porque una pequeña parte de mí aceptaba que se supone que las mujeres no tienen que ser buenas en eso.
No es de extrañar, pues, que leer la cuidadosa y prolongada demolición del mito del «cerebro femenino» me dejara una poderosa sensación de alivio. Aquí, por fin, aparecen cosas que durante mucho tiempo he sentido que eran instintivamente ciertas, presentadas como hechos demostrables. La profesora Rippon es investigadora en el campo de la neurociencia cognitiva en el Centro del Cerebro Aston de la Universidad Aston, de Birmingham, y promotora de iniciativas para mitigar la infrarrepresentación de las mujeres en competencias STEM [ciencia, tecnología, ingeniería, matemáticas]. En The Gendered Brain, demuestra cómo llegamos por primera vez a la convicción de que el cerebro femenino es «diferente» (y por tanto inferior), de qué modo esta falsa percepción persiste en el siglo XXI, y de qué manera este ultimísimo avance en neurociencia puede y debería disipar esas falacias para siempre jamás. Es un libro enormemente accesible. También es un libro importante. Ya aparte de lo interesante que resulta la ciencia que contiene, tiene el poder –solo con que la gente lo lea– de hacer inmensamente más por la igualdad de género que cualquier suma de «manifiestos» feministas.
Nuestra determinación a la hora de buscar diferencias entre cerebros masculinos y femeninos se puede remontar al siglo XVIII: otra forma de demostrar que la biología femenina era esencialmente deficiente y frágil. En el siglo XIX, a médicos y científicos les entró la manía de medir y pesar cerebros, tareas que realizaron por varios medios, entre ellos verter alpiste en cráneos vacíos (se medía entonces la cantidad necesaria para llenarlos). Cuando este enfoque demostró ser poco concluyente, las declaraciones de inferioridad dejaron paso a la insistencia en que las diferencias entre hombres y mujeres eran «complementarias»; que las mujeres, aunque pudieran no fueran apropiadas para la enseñanza o la política, disponían de «dones compensatorios» en forma de intuición.
Lo que resulta fascinante es que, después incluso del desarrollo de las nuevas tecnologías de imágenes cerebrales a finales del siglo XX, tecnologías que en lo esencial revelan qué semejantes son los cerebros de hombres y mujeres, la idea del cerebro «masculino» y «femenino» ha persistido tanto en la ciencia como en los medios de comunicación. Simon Baron-Cohen cuyo trabajo en el campo del autismo le ha convertido en una especie de superestrella de la ciencia, ha hecho notar que no hay que ser varón para poseer lo que llama él un cerebro masculino (es decir, un sistematizador, más que un empatizador). Pero no es bueno. A esta línea se le hace oídos sordos. Persisten los estereotipos.
Ladrillo a ladrillo, Rippon arrasa con esta historia, y para lectores (no científicos) lo que ella dice resulta revolucionario hasta extremos gloriosos. Para resumir: la noción de que existe algo así como un cerebro femenino es más o menos una bobada. Además, ahora que sabemos que nuestros cerebros son enormemente plásticos, y durante mucho más tiempo de lo que antes pensábamos, nuestras aptitudes y comportamiento deben ligarse no solo más a la crianza que al sexo, sino a la vida misma: a todo lo que hacemos y experimentamos a lo largo de los años.
La ciencia del libro de Rippon es compleja y tiene múltiples capas. Pero también le presta atención a la perniciosa influencia de la palabrería de los psicólogos. Aparece la psicología evolutiva para recibir algo así como un puntapié, al igual que los seguidores de las doctrinas freudianas. Se muestra brillante cuando habla de los cerebros de los bebés: sobre las razones por las cuales, por ejemplo, puede parecer que los niños prefieren juguetes de género, las bebés reconoce rostros más fácilmente y los bebés varones andan antes (principalmente esas cosas hay que dejarlas a la puerta de las expectativas de sus cuidadores). Se muestra soberbiamente lúcida cuando se trata de deshacer las razones por las que hay todavía relativamente pocas mujeres en la ciencia. Por encima de todo, dispone de la investigación que demuestra –volviendo a mi Lego– que las mujeres son tan buenas (o tan malas) en los procesos visuespaciales como los hombres.
Para mí, sin embargo, la parte más provocativa del libro tiene que ver con las hormonas. De acuerdo con Rippon, recientes trabajos han demostrado, lejos de que la regla tenga efectos sobre su capacidad de concentrarse, puede existir un vínculo entre las fases ovulatoria y post-ovulatoria de su ciclo menstrual y cambios positivos de comportamiento tales como la mejora de los procesos cognitivos. No tiene mucho de exageración afirmar que me sentí exultante al leer esto, y quizás esa información dará que pensar a quienes hacen campaña en favor de que le conceda a las mujeres los llamados permisos menstruales.
La menstruación todavía supone un estigma; ojalá no fuera este el caso. Pero a menudo la opinión generalmente aceptada y la ciencia se encuentran muy distantes, y una vez que las mujeres poseen todos los datos, una vez que dejan de introyectar lo que otros (mujeres, lo mismo que hombres) se inclinan por contarles acerca de su cuerpo, pueden experimentar una nueva libertad. Tal como muestra Rippon de forma repetida, no hay nada en nuestra biología que justifique la continuada brecha de género. Lo que insisten en otra cosa se interponen en el camino del progreso.
Rachel Cooke
5 de marzo de 2019
Fuente: The Guardian, 5 de marzo de 2019Traducción: Lucas Antón