¿Qué debemos pensar (lo que se llama pensar, no ladrar) sobre la contradicción violenta y duradera entre el movimiento de los chalecos amarillos y las autoridades estatales, conducidas por el pequeño presidente Macron?
Dije claramente, desde la última vuelta de las elecciones presidenciales, que nunca iría ni con Marine Le Pen, capitana de la extrema derecha parlamentaria, ni con Macron, que preparaba lo que llamé «golpe de estado democrático» al servicio seudorreformista del gran capital.
Está claro que hoy no ha cambiado nada en cuanto a mi juicio sobre Macron: lo desprecio sin vacilar. Pero, ¿qué ocurre con los chalecos amarillos? Debo confesar que, desde que empezaron hace un año, nunca encontré nada en su composición, sus afirmaciones o sus prácticas, que me pareciera políticamente innovador o progresista.
Veo que hay muchas razones para esa revuelta, con lo que el movimiento puede considerarse legítimo. Conozco la desertificación de las zonas rurales, el triste silencio de las calles abandonadas de pueblos y pequeñas ciudades, el alejamiento continuo de los servicios públicos (cada vez más privatizados) para mucha gente: dispensarios, hospitales, escuelas, oficinas de correos y teléfonos, estaciones de tren, etcétera. Sé que un empobrecimiento, primero rápido y luego acelerado, afecta a personas que hace solo cuarenta años disfrutaban de un poder adquisitivo en progresión casi continua. Es cierto que pueden provocar dicho empobrecimiento nuevas formas de fiscalidad más incisivas. No ignoro en absoluto que la vida material de familias enteras se convierte en una pesadilla, sobre todo para muchas mujeres, que además están muy presentes en el movimiento de los chalecos amarillos.
En resumen: existe en Francia un enorme descontento de lo que podríamos llamar la parte trabajadora, mayoritariamente de provincias y con bajos ingresos, de la clase media. El movimiento de los chalecos amarillos constituye una representación significativa, en forma de revuelta activa y virulenta, de ese descontento.
Para quien quiera entenderlas, las razones históricas y económicas de ese levantamiento están perfectamente claras. Además, explican por qué los chalecos amarillos sitúan el inicio de sus desgracias hace cuarenta años: digamos los años ochenta, comienzo de una larga contrarrevolución capitalo-oligárquica, mal llamada «neoliberal» cuando era simplemente liberal. Es decir, vuelta al capitalismo salvaje del siglo XIX. Dicha contrarrevolución era una reacción a los diez «años rojos» (digamos de 1965 a 1975), cuyo epicentro francés fue Mayo del 68, y el epicentro mundial la Revolución Cultural china. Y fue considerablemente acelerada por el hundimiento del proyecto planetario del comunismo, en la URSS y luego en China: ya nada se oponía, a escala mundial, a que el capitalismo y sus beneficiarios, sobre todo la oligarquía transnacional de multimillonarios, ejercieran un poder ilimitado.
Huelga decir que la burguesía francesa siguió el movimiento contrarrevolucionario: incluso había sido capital intelectual e ideológica, con la actuación de los «nuevos filósofos», que velaron por que el ideal comunista fuera perseguido en todas partes, no solo acusándolo de falso, sino de criminal. Numerosos intelectuales, renegados de Mayo del 68 y del maoísmo, fueron fieles perros guardianes de la contrarrevolución burguesa y liberal, esgrimiendo inofensivos términos fetiche, como «libertad», «democracia» o «nuestra república».
Pero la situación en Francia ha ido degradándose desde los años ochenta. El país yo no es lo que fue durante los «treinta años gloriosos» de la reconstrucción de posguerra. Francia ya no es una gran potencia mundial, un imperialismo vencedor. Hoy se la compara a menudo con Italia, incluso con Grecia. La competencia hace que retroceda en todas partes, su renta colonial está a punto de agotarse y para mantenerla necesita innumerables operaciones militares en África, costosas e inciertas. Además, dado que el precio de la fuerza de trabajo obrera es muy inferior en otros países, como los de Asia, las grandes fábricas van deslocalizándose al extranjero. Esa desindustrialización masiva lleva a la ruina social de regiones enteras, desde Lorena y su siderurgia o el Norte con sus fábricas textiles y sus minas de carbón, hasta los suburbios de París, entregadas a la especulación inmobiliaria en los numerosos solares que quedan de las industrias desaparecidas.
Como consecuencia de todo esto, la burguesía francesa (su oligarquía dominante, los accionistas del CAC 401) ya no puede mantener a su servicio, en las mismas condiciones que antes, sobre todo antes de la crisis de 2008, a una clase media políticamente servil. En efecto, esa clase media fue el apoyo histórico casi constante de la preeminencia electoral de las diversas derechas, preeminencia dirigida contra los obreros organizados de las grandes concentraciones industriales, tentados por el comunismo entre los años veinte y, justamente, los años ochenta. De ahí el levantamiento actual de una parte importante, y popular, de esa clase media, que se ve abandonada, contra Macron, que es el agente de la «modernización» capitalista local, lo que significa apretar las tuercas, ahorrar, austerizar y privatizar, sin preocuparse, como hace treinta años, por el bienestar de las clases medias a cambio de su acatamiento del sistema dominante.
Los chalecos amarillos, con el argumento de su empobrecimiento real, quieren que se les vuelva a pagar bien su acatamiento. Pero eso es absurdo, ya que justamente el macronismo es el resultado, por un lado, de que la oligarquía ya no precisa tanto del apoyo de las clases medias (cuya financiación era costosa) tras la desaparición del peligro comunista, y por otro lado no puede permitirse pagar una sumisión electoral como la de antes. Y que, por tanto, con la excusa de las «reformas indispensables», hay que ir hacia una política autoritaria: una nueva forma del poder del estado podrá apoyar una jugosa «austeridad» que cubra desde los desempleados y los obreros hasta las capas inferiores de la clase media. Y ello para mayor beneficio de los auténticos amos del mundo: los principales accionistas de las grandes corporaciones industriales, del comercio, de las materias primas, de los transportes y las comunicaciones.
En el Manifiesto del Partido Comunista, de 1848, Marx ya examinó ese tipo de coyuntura y describió con precisión lo que son hoy nuestros chalecos amarillos. Escribió: <La clase media, los pequeños fabricantes, los minoristas, los artesanos, los campesinos combaten la burguesía porque compromete su existencia como clase media. No son revolucionarios, sino conservadores; es más, son reaccionarios que piden que la historia dé marcha atrás.
Hoy lo piden con tanta mayor hostilidad porque la burguesía francesa, dentro de un capitalismo globalizado, ya no puede apoyarlos y menos aún aumentar su poder adquisitivo. Es cierto que los chalecos amarillos «combaten la burguesía», como dijo Marx. Pero para restaurar un viejo orden caduco, no para inventar un nuevo orden social y político cuyos nombres han sido, desde el siglo XIX, «socialismo» o, sobre todo, «comunismo». Pues, durante casi dos siglos, todo lo que no se definía más o menos según una orientación revolucionaria se consideraba justamente parte de la reacción capitalista. En política solo había dos grandes vías. Es totalmente necesario que volvamos a esta afirmación: solo dos vías en política, únicamente dos, y nunca una polvareda «democrática» de seudotendencias bajo los auspicios de una oligarquía que se declara «liberal».
Estas consideraciones generales nos permiten volver a las características concretas del movimiento de los chalecos amarillos. Sus características más o menos espontáneas, las que no se deben a intervenciones exteriores al núcleo del levantamiento, son en realidad «reaccionarias», como dijo Marx, pero en un sentido más moderno: podría caracterizarse la subjetividad de ese movimiento como un individualismo popular que une las cóleras personales derivadas de las nuevas formas de servidumbre impuestas hoy a todos por la dictadura del capital.
Por ello es falso afirmar, como hacen algunos, que el movimiento de los chalecos amarillos sea intrínsecamente fascista. No: el fascismo organiza de manera frecuentemente muy disciplinada, casi militarizada, motivos identitarios, nacionales o racistas. En el actual levantamiento desorganizado (como todos los de la clase media urbana), y por ende individualista, hay gente de todo tipo, de todos los oficios, que a menudo se consideran sinceramente demócratas y que apelan a las leyes de la república (y a quienes no les falta la comida hoy en Francia). En el fondo, en su inmensa mayoría, tienen convicciones políticas flotantes. Si hay que considerar el movimiento, tal como aparecía en su «pureza» inicial, a partir de sus pocos aspectos colectivos, consignas y eslóganes repetidos, no veo en él nada que me interese ni me movilice. Sus proclamas, su peligrosa desorganización, sus formas de actuar, su ausencia asumida de pensamiento general y de visión estratégica, todo ello proscribe la inventividad política. No me convence su hostilidad a cualquier dirección proclamada ni su miedo obsesivo a la centralización, al colectivo unificado, miedo que, como hacen todos los reaccionarios actuales, confunde democracia e individualismo. De ese modo no puede oponerse al asqueroso y miserable Macron ninguna fuerza progresista, innovadora ni victoriosa a largo plazo.
Ya sé que los enemigos derechistas del movimiento (sobre todo los intelectuales renegados, exrevolucionarios convertidos en apologistas del poder policíaco cuando la oligarquía y el estado les garantizan palcos para sus charlas liberales) acusan al levantamiento de los «chalecos amarillos» de antisemitismo o de homofobia, e incluso de «peligro para nuestra república». También sé que, si hay huellas de todo eso, no proceden de una convicción compartida, sino de una presencia, una infiltración activa, de la extrema derecha en un movimiento desorganizado y vulnerable ante toda manipulación imaginable. Pero tampoco nos engañemos: diversos indicios, sobre todo de rasgos evidentes de nacionalismo de vía estrecha, de hostilidad latente a los intelectuales, de «democratismo» demagógico del estilo criptofascista «el pueblo contra las elites» y de confusión en los discursos deben llevarnos a ser prudentes en toda apreciación demasiado general de lo que sucede hoy. Si las chafarderías de las «redes sociales» representan una información objetiva para la mayoría de chalecos amarillos, es lógico que circulen en todo el movimiento pulsiones complotistas aberrantes.
Un antiguo proverbio afirma que «no todo lo que se mueve es rojo». Y ahora no veo nada «rojo» en el movimiento de los chalecos, que está claro que «se mueve»: solo veo, aparte del amarillo, el tricolor del que siempre he sospechado.
Claro está que los ultraizquierdistas, los antifascistas, los sonámbulos de la Nuit Debout2, los que siempre esperan un «movimiento» que defender, los hiperventilados de «la insurrección que llega» celebran esas proclamas democráticas (de hecho, individualistas y miopes), introducen el culto a las asambleas descentralizadas y piensan volver a tomar pronto la Bastilla. Pero ese simpático carnaval no me impresiona: desde hace diez años o más siempre ha llevado a derrotas terribles, que se han pagado muy caras. En efecto, los «movimientos» de la última secuencia histórica, desde Egipto y las «primaveras árabes» pasando por Occupy Wall Street, la Turquía de las grandes plazas, la Grecia de las revueltas, los indignados de todo pelaje, los de la Nuit Debout hasta los chalecos amarillos, y muchos otros que no cito, parecen ignorar las leyes reales e implacables que hoy gobiernan el mundo. Acabados los movimientos y colectivos embriagadores y las ocupaciones de todo tipo, se extrañan de que la partida sea tan dura y de que siempre se fracase, incluso de que llegue a consolidar al adversario. Pero la verdad es que no han llegado ni a sentar las bases de un antagonismo real, de otro tipo y alcance universal, ante el capitalismo contemporáneo.
Nada importa ahora más que tener presentes las lecciones de esta secuencia de «movimientos», incluso el de los chalecos amarillos. Podemos resumirlos en una sola máxima: un movimiento cuya unidad es estrictamente negativa, o bien fracasa, y desemboca a menudo en una situación peor que la que padecía al principio, o bien se divide en dos, si surge en su seno una propuesta política afirmativa realmente antagónica al orden dominante, que sea apoyada por una organización disciplinada.
Todos los movimientos de los últimos años, sea cual sea su localización o duración, han seguido una trayectoria muy semejante y realmente catastrófica:
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unidad inicial constituida estrictamente contra el gobierno que sea: es el momento del vete: «Mubarak vete» o «a por Macron»;
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unidad mantenida por una consigna suplementaria (y exclusivamente negativa, tras algunas peleas anárquicas, cuando la duración empiece a pesar en la acción de masas), del tipo: «contra la represión» o «contra la violencia policial»; así, el «movimiento», al carecer de contenido político real, solo se queja de sus heridas;
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unidad quebrada por el procedimiento electoral, cuando solo una parte del movimiento decide participar en él sin que ningún contenido político auténtico apoye una respuesta positiva ni negativa (cuando escribo estas líneas, la previsión electoral devuelve a Macron a sus cotas anteriores al movimiento de los chalecos: la suma de la derecha y la extrema derecha llega al 60%, y la única esperanza de la izquierda difunta, Francia Insumisa, al 7%).
Con lo cual las elecciones llevarán al poder a lo peor. O bien las ganará la actual coalición de manera aplastante (como pasó en Mayo del 68 en Francia) o bien ganará una fórmula «nueva», ajena al movimiento y muy poco agradable (en Egipto, los Hermanos Musulmanes, luego los militares con Al-Sisi; Erdogán en Turquía), o se elegirá a los izquierdistas de boquilla que capitulan enseguida (Syriza en Grecia), o la extrema derecha ganará sola (Trump en Estados Unidos), o un grupo surgido del movimiento se aliará a la extrema derecha para acomodarse en el banquete gubernamental (caso italiano, con la alianza del Movimiento de las Cinco Estrellas y los fascistoides de la Liga Norte). Pensemos que ese último caso tiene posibilidades en Francia si llega a funcionar una alianza entre una organización que se presente como procedente de los «chalecos amarillos» y la secta electoral de Marine Le Pen.
Todo ello porque una unidad negativa no puede proponer una política, por lo que será aplastada en definitiva en el combate que emprenda. Pero para ir más allá de la negación aún falta identificar al enemigo, y saber lo que significa hacer de verdad algo realmente distinto a lo que él hace. Ello implica como mínimo un conocimiento efectivo del capitalismo contemporáneo a escala mundial, del lugar decadente en el que está Francia, de las soluciones de tipo comunista sobre la propiedad, la familia (la sucesión) y el estado, de las medidas inmediatas que conduzcan a esas soluciones, así como un acuerdo, resultado de un balance histórico, sobre las formas de organización apropiadas para esos imperativos.
Para asumir todo esto, únicamente una organización resucitada sobre nuevas bases podrá en el futuro reincorporar de alguna manera parte de esas clases medias desconcertadas. Entonces será posible, como escribió Marx, que [la clase media] actúe de modo revolucionario por temor de caer en el proletariado: entonces defenderán sus intereses futuros y no sus intereses actuales; abandonarán su propio punto de vista para colocarse en el del proletariado.
Aquí tenemos una indicación preciosa que permite una conclusión parcialmente positiva sobre un aspecto esencial: está claro que existe una izquierda potencial en el movimiento de los chalecos amarillos, una minoría muy interesante: la que constituyen los activistas del movimiento, que, de hecho, descubren que deben pensar su causa en el futuro y no en el presente, e inventar, en nombre de ese futuro, su incorporación a algo más que sus reivindicaciones estáticas sobre el poder adquisitivo, los impuestos o la reforma de la constitución parlamentaria.
Podría decirse entonces que esa minoría puede constituir una parte del pueblo real, es decir, el pueblo que vehicula una convicción política estable, que encarna una vía realmente antagónica a la contrarrevolución liberal.
Está claro que, sin la incorporación en masa de los nuevos proletarios, los chalecos amarillos no pueden representar, como tales, a ese «pueblo». Eso sería reducirlo a la nostalgia de la parte más desfavorecida de la clase media de su antiguo estatus social. Hoy en día, para constituir políticamente «el pueblo» es necesario que la multitud movilizada incluya un fuerte contingente central del proletariado nómada de nuestros suburbios, procedente de África, Asia, Europa del este y América Latina; debe mostrar señales claras de ruptura con el orden dominante. Primero en los signos visibles, como la bandera roja en lugar de la tricolor. Luego en lo que se dice, como en octavillas y pancartas con directrices y afirmaciones contra ese orden. Por fin, en las reivindicaciones mínimas que deben exigirse, como parar todas las privatizaciones y anular todas las que ha habido desde mediados de los ochenta. La idea central debe ser el control colectivo de todos los medios de producción, de todo el sistema bancario y de todos los servicios públicos (sanidad, educación, transportes, comunicaciones). Resumiendo, para poder existir el pueblo político no puede contentarse con reunir a varios millares de descontentos, aunque fueran cien mil, lo que acepto, y reclamar a un estado (por otra parte, justamente considerado) que acepte tener cierta «consideración», organizar referendos (¿cuáles?), mantener algunos servicios de proximidad y aumentar algo vuestro poder adquisitivo disminuyendo vuestros impuestos.
Tras las exageraciones y las fanfarronadas, el movimiento de los chalecos amarillos puede ser muy útil en el futuro, como dijo Marx. En efecto, si observamos esta minoría de activistas del movimiento de los chalecos amarillos que, tras tanto reunirse, actuar y hablar, ha entendido de algún modo de forma intuitiva que precisa de una visión de conjunto, tanto a escala francesa como mundial, sobre cuál es el auténtico origen de sus desgracias, es decir, la contrarrevolución liberal, y que por tanto está decidida a participar en las etapas sucesivas de la construcción de una fuerza de tipo nuevo; entonces, esos chalecos amarillos, pensando a partir de su futuro, contribuirán sin duda a que exista aquí un pueblo político. Por ello debemos hablarles y, si aceptan, organizar reuniones con ellos para constituir los primeros principios de lo que podría llamarse (para hablar claro, lo que debería llamarse, aunque hayan convertido el término en maldito y oscuro en estos treinta últimos años), un comunismo; sí: un comunismo nuevo. Como lo muestra la experiencia, el rechazo de ese concepto señaló el comienzo de una regresión política sin precedentes, aquella misma contra la que se levantan, sin saberlo muy bien, todos los «movimientos» del último periodo, incluso lo que hay de mejor en los «chalecos amarillos»: los militantes que esperan un mundo nuevo.
Para empezar, estos nuevos militantes aportarán lo que me parece indispensable: crear, donde se pueda, de los grandes suburbios a las aldeas abandonadas, escuelas en las que las se enseñen y debatan claramente las leyes del capital y lo que significa combatirlas en nombre de una orientación política totalmente distinta. Si, más allá del episodio «chalecos amarillos contra Macron blanco», pero a partir de lo que eso representaba de mejora en el futuro, podría nacer una red así de escuelas políticas rojas, el movimiento, por su potencial indirecto de concienciación, demostraría haber tenido una auténtica importancia.
Nota: raducido por Boltxe Kolektiboa.
Alain Badiou
Marzo de 2019
- El CAC 40 (Cotation Assistée en Continu), que toma su nombre del primer sistema de automatización de la Bolsa de París, es un índice bursátil francés, una referencia para el Euronext Paris. El índice es una medida ponderada según la capitalización de los 40 valores más significativos de entre las 100 mayores empresas negociadas en la Bolsa de París.
- Es un movimiento social francés surgido en la Plaza de la República de París el 31 de marzo de 2016 como parte del movimiento contra la Ley del Trabajo. Ocuparon la Plaza de la Rerpública.
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