Pocas dudas caben sobre la calidad de Mario Vargas Llosa como narrador. Si bien sus obras más recientes no tienen el mismo espesor literario de las que les precedieron, el peruano sigue siendo un notable escritor. Pero como lo he demostrado en un libro de muy próxima aparición, El Hechicero de la Tribu, su talento como analista político, siendo benévolos diríamos que no supera la mediocridad. Claramente el análisis político no es lo suyo porque ni conoce las teorías y, mucho menos, la metodología; su mundo, en el cual navega con maestría, es la ficción. Y como él mismo lo ha dicho más de una vez, un escritor es alguien que escribe mentiras que parecen verdades. La elegancia y precisión formal de su escritura, acompañada a menudo por un énfasis rayano en el fanatismo cuando trata asuntos políticos o ideológicos, ejerce una poderosa seducción sobre sus lectores.
Embriagado por su propio discurso Vargas Llosa traspasa con absoluta desaprensión los límites de la ficción, se interna en el análisis político y allí, en ese terreno resbaladizo y por momentos traicionero, descerraja a diestra y siniestra afirmaciones atrabiliarias cuando reacciona ante fenómenos o ideologías políticas que se encuentran en las antípodas de sus creencias. Por eso, el colombiano César Gaviria, quien fuera Secretario General de la OEA antes de que, bajo la conducción de Luis Almagro, esta institución se hundiera en imborrable ignominia, dijo que: «A veces al leer a don Mario tengo la impresión de que su capacidad de análisis político es proporcionalmente inversa a sus logros literarios, y debería oír con más frecuencia el refrán que a todos nos enseñaron de chicos: “zapatero a tus zapatos”». (El País, España, 18 de junio de 2000)
Jamás objetaría que Vargas Llosa manifestase libremente sus opiniones políticas o, como hubiera dicho su amigo Octavio Paz, sus ocurrencias, algo que es preciso distinguir de las ideas. Pero el aire pontifical con que las emite –como si fueran el producto de un minucioso análisis– y la complicidad de quienes la reciben y reproducen por los medios hegemónicos, convierten en verdades irrefutables un ejercicio groseramente propagandístico por el cual el narrador se convierte en fabulador. La reciente entrevista concedida a un periodista del diario La Nación de Buenos Aires el pasado 25 de marzo, en ocasión de su visita a este país para participar en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española a celebrarse en Córdoba, lo comprueba sin atenuantes. Tomaré solo dos pasajes a título de ejemplo.
En el primero dice textualmente que: «En este momento, la humanidad tiene un privilegio que no tuvo nunca. Los países pueden elegir si quieren ser prósperos o elegir ser pobres. Y las recetas están ahí, probadas. Los países que reforzaron la propiedad privada, la empresa privada, el libre mercado y se abrieron al mundo han avanzado».
Si este disparate fuese cierto habría que concluir –cosa que el peruano no hace– que por lo menos las cuatro quintas partes de la humanidad está constituida por imbéciles profundos que, en lugar de la prosperidad, prefieren vivir en la indigencia, sin viviendas dignas, sin educación, salud pública, acceso al agua potable y redes cloacales. Como nuestro autor no tiene formación en ciencias sociales ni se le ocurre consultar algunas fuentes insospechadas de estar contaminadas con el virus populista o izquierdista que tanto lo desvelan. Como Oxfam, por ejemplo, quien, en su informe presentado ante la Cumbre de Davos 2019 demostró que «desde 2015, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta; que los ingresos del 10% más pobre de la población mundial han aumentado menos de 3 dólares al año entre 1988 y 2011, mientras que los del 1% más rico se han incrementado 182 veces más». Y, recordemos, la mayoría de estos países sumidos en la pobreza se vieron forzados a aplicar por el FMI, el BM o sus sucedáneos regionales las políticas libremercadistas y privatizadoras del imperialismo que con tanto ardor publicita Vargas Llosa.
Y al hablar específicamente de la Argentina, el narrador vuelve a fabular cuando sentenció que «este país fue el primero de la región que logró erradicar el analfabetismo. Ahora nadie se acuerda pero se lo propuso y lo hizo. La pregunta es cómo pasó que la Argentina dejó de ser un país próspero. Y la respuesta es simple: eligió el camino de la pobreza». Dos cosas: la respuesta no es simple sino simplista, que no es lo mismo. Y, además, falsa, en más de un sentido. Fue Cuba, luego de la Revolución, el primer país en erradicar el analfabetismo en Latinoamérica. Y segundo, porque si hubiera tenido la prudencia de consultar las fuentes censales de la Argentina habría caído en la cuenta de que este país, a diferencia de sus tan denostadas Cuba y Venezuela, aún no erradicó el analfabetismo. En los albores del peronismo, el censo de 1947 registraba un 13,6% de analfabetos entre la población mayor de 10 años.
Es decir que después de casi setenta años de políticas liberales gestionadas por la oligarquía de este país cuando, presuntamente, argentinas y argentinos habían elegido la prosperidad, la tasa de analfabetismo seguía siendo considerablemente elevada. Hubo que esperar hasta 1991 para descenderla hasta el 3,7%, y en el censo del 2010 –ya bajo el gobierno de Cristina Fernández– la tasa llegó a un 1,92 %, que es lo que técnicamente se considera el umbral mínimo para certificar el fin del analfabetismo en un país. Dictamen final: aplazado en análisis político por severos errores metodológicos. Como dijo César Gaviria, «zapatero a tus zapatos», don Mario. Basta ya de decir mentiras para que parezcan verdades.
Atilio Borón
26 de marzo de 2019
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