Los «desafortunados» sucesos de Venezuela, Colombia, Bolivia y Chile destacan en los titulares de todo el mundo. Desde los grandes laboratorios comunicacionales la clase dominante prepara el consumo publicitario dirigido a las masas. En un momento donde las luchas potencialmente revolucionarias toman protagonismo en América Latina, controlar el monopolio de la subjetividad y la opinión pública es de vital interés para los centros económicos y financieros del planeta. Sí el estado y la ley son instrumentos coercitivos de una clase sobre otra para dominar en materia política y económica; los grandes medios de difusión son la artillería pesada de la ofensiva ideológica, destinada al control del «sentido común».
Entre las islas mayores del mar caribe existe una pequeña nación de héroes sometidos al anonimato. Ese pequeño país, en efervescencia desde 2018, parece no tener prioridad en la entrega de «ayuda humanitaria», a pesar de que el 60% de su población vive bajo el umbral de la pobreza. Su gobierno corrupto y criminal no es sancionado, ni calificado de violador de derechos humanos por la OEA. Estados Unidos no oculta su sincero ánimo colaboracionista con el régimen. Los fraudes electorales, contados por miles, nunca requieren de una seria observación internacional. Aquel desafortunado territorio se llama Haití, la nación más pobre de América latina, sumida en un terremoto político y social que ha paralizado a la sociedad entera, amenazado con derribar el orden establecido en 1987.
Sobre los hombros de la elite haitiana descansa el fracaso histórico de implementar un proyecto capaz de edificar un Estado-Nación solido y una economía moderna. Por otro lado el levantamiento de las masas populares sobre el escenario político han sido ignorados durante más de treinta años.
Desde una perspectiva histórica el flujo ascendente de las protestas y la inestabilidad política no es nueva. La ebullición del país está en asenso sostenido desde las elecciones legislativas y presidenciales del año 2015. Los comicios tildados de fraudulentos por la oposición (solo un 27% del registro electoral acudió las urnas) y las medidas extrajudiciales tomadas por la asamblea Nacional para un gobierno de transición post-Martely irritaron aún más los ánimos: Las protestas tomaron las calles de puerto príncipe, provocaron el desmantelamiento del consejo electoral provincial y postergaron para 2017, dentro de los márgenes de la democracia burguesa, una salida institucional a la crisis. Desde finales de los 80 la democracia haitiana es un proyecto sumamente cuestionable. Tan frágil ante los intereses extranjeros y las pugnas interpartidistas como las destartaladas chabolas de los barrios Carrefour Feuilles o La Saline.
Para el tercer trimestre de 2018 un ajuste económico, dictaminado por el FMI, se estaba cocinando en el recién instalado gobierno de Jovenel Moise. Esperando que el juego Brasil vs Bélgica distrajera la atención de las masas, el primer ministro Jack Guy Lafontant anunció el ajuste de los precios de los combustibles; 51% en el kerosene, 47% en el diésel y 34% en la gasolina. La respuesta popular fue casi inmediata. Las vialidades fueron bloqueadas, la economía se paralizó, la policía se encontró rápidamente superada por la rebelión y las lujosas propiedades ubicadas en Petion-ville sufrieron la furia destructiva del descontento popular. En estos episodios los antagonismos sociales son desnudados por la franqueza de la lucha de clases. La fuerza del movimiento empujó la dimisión del Primer ministro y el retraso, momentáneo, de los ajustes. De esta manera las fuerzas populares haitianas demostraron una vez más de lo que están hechas.
Jóvenes, mujeres, trabajadores, estudiantes, entre otros sectores sociales, siguen movilizados exigiendo la dimisión del presidente Jovenel Moise.
Con la consigna «Kot kob Petwo Karibe a?» (¿Dónde está el dinero de Petrocaribe?) el año 2019 no ha sido el año de la paz social precisamente. Las sanciones sobre Venezuela y la caída productiva del crudo venezolano imposibilitan el envío regular de petróleo para las Antillas. Para finales del 2018 una auditoria develo la malversación de 2.000 millones de dólares del fondo del programa Petrocaribe en Haití. Tengamos en cuenta que este es un monto superior el presupuesto anual de Haití.
Lo obtenido con la venta de ese petróleo en el mercado interno debía destinarse a políticas de desarrollo social: construcción de infraestructuras, autopistas, hospitales, viviendas, escuelas, entre otras cosas. Pero los frutos nunca fueron palpables en el mejoramiento de la calidad de vida, desviándose hacia empresas privadas, proyectos fraudulentos y hacia cuentas de altos políticos, entre ellos el actual presidente, quien está salpicado de pies a cabeza.
La impunidad de este caso agitó nuevamente la indignación del pueblo; el hartazgo social y las protestas de calle dieron un salto cualitativo. El 27 de septiembre y el 4 de agosto se llevaron las protestas más grandes que se tienen registro en la historia de Haití. Ha sido tal la fuerza del movimiento que el país ha estado paralizado, los niños no han podido regresar a clases y la represión se ha vuelto virulenta. Es tal la falta de autoridad del presidente Moise y de su círculo de bandoleros que solicitaron apoyo internacional – intervención yanqui – para normalizar el país. En diez meses de protestas las tradiciones revolucionarias del pueblo haitiano ponen de relieve la necesidad de una sociedad diferente, sobre otras bases políticas y económicas.
La comisión investigadora del desfalco publicó un informe de 647 páginas en el que se estima que los fondos malversados llegan a 2.000 millones de los 3.000 depositados en el fondo. El informe cubre el periodo de 2008 a 2016, durante el cual se produjeron un terremoto y cinco huracanes, indicando que «los resultados han sido muy poco convincentes, lo que da lugar a dudas inquietantes en cuanto a la gestión de los fondos de Petrocaribe».
Para la estrecha mentalidad de liberales y conservadores las actuales protestas son organizadas y dirigidas por una oposición «altamente planificada». Así la revolución francesa de 1789 es ridiculizada por sus propios epígonos y relevada a interpretaciones «conspiranoicas». Esta falacia pretende ocultar el proceso subyacente que hay en la sociedad haitiana. Años de miseria, hambre, humillación extranjera, pobreza, entre otras cosas, representan una suma cuantitativa de factores que están imprimiendo un carácter cualitativo a la situación presente. La acumulación del malestar debajo de la superficie ha salido a flote y no se detendrá hasta provocar un cambio de raíz en la nación caribeña. La espontaneidad –surgida de un malestar creciente en el seno del pueblo– junto a la combinación de elementos subjetivos –organizaciones, programas, partidos– se retroalimentan de manera dialéctica.
Haití no puede desarrollarse bajo los parámetros de una «democracia burguesa» normal. Su elite , siempre dispuesta a humillarse ante los intereses de EEUU (o Francia en el pasado), es demasiado corrupta y pusilánime para desarrollar la industria, el campo y la cultura. El estado constituido después de la dictadura de Duvalier es el botín que se reparten los partidos de la pequeña burguesía para ascender de estamento social y proteger sus privilegios. Uno de los lemas de las manifestaciones demuestra la madurez del pueblo haitiano en este sentido: ya no se trata de un «Changer l´Etat» (Cambiemos el estado) sino de algo mucho más radical «Changer le systeme» (cambiemos el sistema).
La existencia de un fiel vasallo presupone un amo duro y poderoso. El cuello de la elite haitiana es sujetado firmemente por el imperialismo norteamericano, plagando de miseria las tierras de Desalline y Petion. Estados Unidos apoyó la criminal y supersticiosa dinastía de los Duvalier y solo retiró su apoyo cuando la insurrección de masas de 1986 colocaba en peligro de muerte a todo el sistema patrimonialista y pro-imperialista establecido en la isla caribeña. Sacrificado «Beby doc» el sistema corrupto y represor se mantuvo con tímidas vestiduras Democráticas. Jean-Bertrand Aristide intentó llevar a cabo una tibia política reformista en beneficio de los sectores populares.
Sin embargo, estas medidas fueron intolerables para los Estados Unidos, sacándolo del poder en dos oportunidades: 1991 y 2004. Así el imperialismo norteamericano ha sellado el destino de sometimiento y humillación del pueblo haitiano. La muerte alcanzó impone a Duvalier II, quien persiguió y asesinó a más 20.00 opositores. Esto no sería impedimento para que en su funeral se le rindieran honores de estado. Los duvalieristas de ayer son los «demócratas» de hoy. Este año se cumplieron 28 años del primer golpe de Estado contra Jean Bertrand Aristide, quien sería derrocado una vez más en el año 2004, después de ser reelegido en 2001. Mientras tanto, la OEA no emitió ninguno comunicado condenando los hechos correspondientes al golpe de Estado. Europa, como Washington, también apoyó el golpe.
Desde la caída de Aristide en 2004 hasta el 2017 la soberanía haitiana fue violada sistemáticamente por la Misión de estabilización de Naciones Unidas para Haití (Minustah). Abusos a la población, represión a las protestas, mujeres violadas y brotes de cólera fue la estela de sufrimiento que dejaron los cascos azules. Sin embargo, las víctimas nunca fueron reparadas y los culpables raramente sentenciados. La decepción del gobierno reformista de Aristide, la humillación de la intervención militar, el pago de una infame deuda, el nefasto terremoto del 2010, la devaluación constante de la moneda, el caso de corrupción del fondo de Petrocaribe y la creciente pauperización de las masas han cumulado un profundo malestar en la sociedad, formando un coctel explosivo. La persona que no partan de esta acumulación de hechos jamás entenderá el carácter espontáneo de la insurrección popular y su salto cualitativo.
Haití es considerado el país más pobre de América Latina y uno de los primeros en ese ranking en todo el orbe. La tasa de desempleo alcanza el 70% de la población. Se calcula que el 30% del ingreso nacional depende de las remesas enviadas por el millón y medio de emigrantes haitianos regados por el mundo. Según un informe del PNUD la calidad de vida no ha mejorado desde 1990. El banco mundial admite que más del 60% de la población vive con 2,41 sólares al día y alrededor del 24% vive en condiciones de pobreza extrema. Las condiciones de vida son en la mayoría de los casos infrahumanas, con ausencia de agua potable, electricidad y servicios médicos. El analfabetismo alcanza a la mitad de la población. Después del terremoto de 2010, 55.000 personas siguen en campamentos improvisados. Una cifra de 2,6 millones padecen de inseguridad alimentaria. Mientras tanto en el otro lado de la barricada, marcando una desigualdad obscena y grotesca, el 1% de la población posee el 90% del PIB.
En la historia cada clase en lucha va creando los propios órganos de combate. Sin embargo, no es un proceso mecánico o mágico que produce de una vez y para siempre las herramientas acabadas para superar el problema de fondo. Es un proceso lento y con contradicciones, con pasos adelante y otros hacia atrás. Varias organizaciones y partidos de oposición han intentado asumir la dirección del movimiento, sin embargo, las bases insurrectas perciben con desconfianza a muchos de esos elementos.
El pueblo haitiano sin dirección, organización e independencia de clase continúa siendo materia prima para la derrota. Ya no basta simplemente con tomar el poder para repetir la misma espiral en descenso. Cambiar el sistema, desarrollar la industria bajo relaciones de producción progresistas, confiscar la riqueza de los funcionarios corruptos del caso Petrocaribe y su judicialización, armar milicias populares contra el intervencionismo yanqui, son tareas que una insurrección en vías de revolución tiene por delante.
«La desaparición en 1986 del control político y social de la dictadura dejó al desnudo la amplitud de la exclusión que constituye la base de un sistema injusto, patrimonial y clientelista. Este sistema está agotado, y las experiencias de Aristide o de Martelly han sido expresiones de los fallidas intentos de cambio y de la resistencia que oponen las clases dominantes…» Afirmó en una reciente entrevista la académica haitiana Sabine Manigat.
Debido a la crisis orgánica del capitalismo a nivel mundial el pueblo haitiano no está solo. Toda la América Latina se encuentra en llamas; la revolución y la contrarrevolución están a la orden del día. Es imperativo que la solidaridad moral y política de los pueblos en lucha inunde los corazones del pueblo haitiano. La división en líneas nacionalistas es un arma bien empleada por el imperialismo norteamericano en América Latina. Las insurrecciones populares deben desprenderse de prejuicios nacionalistas y unir lo que la reacción divide. Solo así podemos enfrentar con más eficacia a la OEA, al imperialismo y sus cómplices criollos.
La gesta emancipadora de Espartaco contra el Imperio Romano es profusamente admirada en occidente. Pero si de rebeliones de esclavos victoriosas se trata, el pueblo haitiano es un ejemplo mucho más plausible. No solo porque armaron la insurrección contra los esclavistas en 1791 y obtuvieron su libertad peleando contra franceses, españoles e ingleses. A la clase domínante le interesa rescribir siempre la historia a su favor, haciendo olvidar los triunfos de los humildes y cortando de raíz toda inspiración posterior. Los haitianos tienen el deber de construir un partido revolucionario que no solo tome el poder, sino que reconstruya su rica memoria histórica. Ellos ya vencieron una vezy pueden volverlo a hacer de manera definitiva. Haití también es una esperanza para los pueblos en lucha de América Latina. Dejarla a su suerte es un gran favor al imperialismo.
<¡Juremos vivir libres e independientes y preferir
la muerte antes que permitir que nos vuelvan a encadenar!
Declaración de la independencia de Haití (1 de enero de 1804)
Un comentario