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El pen­sa­mien­to revo­lu­cio­na­rio de Frantz Fanon

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Desde su primer lance, el pensamiento de Fanon se instala en el meollo del problema colonial, que nos define en términos nuevos que tal vez escandalicen a ciertos espíritus refinados. En las primeras líneas de Los condenados de la Tierra enuncia una verdad, la de nuestra historia, en un lenguaje brusco y brutal que es fiel reflejo de la violencia real de la verdad que expresa:

La descolonización sigue siendo un fenómeno violento… es lisa y llanamente la sustitución de una «especie» de hombres por otra «especie» de hombres. Sin transición se produce una sustitución total, completa, absoluta… esta especie de tabla rasa define al comienzo la descolonización. Su importancia inhabitual estriba en que constituye, desde el primer día, la reivindicación mínima del colonizado… (es) un programa de desorden absoluto (p. 29).

Con este lenguaje, efectivamente inhabitual, la razón colonizada expresa su universo. Violencia pura en su presencia, el universo colonial revela su secreto en la pura inmediatez de su existencia, todo en él es apariencia o, más precisamente, todo su ser deviene apariencia. Porque en su misma racionalidad está hecho de manera que, para realizar su dialéctica, tiene que paralizar necesariamente, en su devenir, la misma dialéctica de su devenir. Y cuando su evolución conduce a su fin, todo en él se revela. Es el parón de la historia. Es el comienzo de otra historia.

Por tanto, no es extraño que el primer momento del pensamiento fanoniano sea un momento descriptivo. Una descripción casi fenomenológica sartriana, que obtiene su legitimidad, no de este método filosófico, sino más bien de ese momento privilegiado de la historia del universo colonial en que se niega esta historia y en que el mundo se despega de su fondo para devenir uno con su figura, haciendo desaparecer así toda dimensión temporal. En efecto, el universo colonial es, según Fanon, un universo maniqueo. De un lado todos los males, del otro todos los bienes. De un lado el colono y de otro el colonizado. De un lado toda la fuerza del mundo, y toda su humillación del otro. Una estructura insolente por su sencillez: los dos momentos de esta estructura del universo colonial se oponen absolutamente en una pura exterioridad. O más bien la interioridad de la relación colonial consiste en otra exterioridad.

Los dos términos de esta falsa unidad se excluyen de una manera absoluta. Sin mediación, toda dialéctica histórica es imposible. Esta ruptura radical que se ha producido en el interior de la realidad colonial anula entonces toda posibilidad de un devenir colonial. Este bloqueo absoluto de todo devenir histórico, individual y colectivo al mismo tiempo, lo resiente trágicamente el colonizado en todos los niveles de su vida cotidiana. Frente al colono en los campos, frente al patrón en las fábricas, frente a sus jueces en los tribunales, frente al policía o al legionario horrible y desdeñoso a cada paso en la calle, el colonizado choca, en los mínimos detalles de su vida, con ese universo cerrado y asfixiante como con un enorme muro infranqueable.

Vive su devenir, en su carne y sus entrañas, como una pura imposibilidad de devenir. Está anclado en un mundo inmóvil cuyo espacio es plenitud, vivida como una destrucción. Al hallarse en la impotencia total para desplazarse libremente, el colonizado sueña con la acción, el salto, la agresión. Al no poder liberarse realmente, se libera en el plano imaginario. Sin embargo, esta liberación imaginaria no hace más que agudizar su opresión real, que halla en un primer momento un desahogo desviado en la revuelta contra el hermano. Esta liberación alienada se traduce entonces en una destrucción imaginaria, incluso mágica, del orden colonial, que de hecho expresa una verdadera autodestrucción colectiva.

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