Hemos visto que el hombre colonizado, ese esclavo de los tiempos modernos, según expresión de Fanon, se presenta ante todo como un hombre radicalmente alienado, hasta en sus sueños, hasta en su imaginación, y tanto más en su vida cotidiana, familiar o tribal. Porque padecía la vida, no la hacía. Sin embargo, con el reino de la violencia, destructora a fuer de liberadora, todo se transforma. El colonizado no sueña más con actuar o agredir, ya ha realizado su sueño. Actúa, en la práctica cotidiana de su violencia, se libera de sus obsesiones, productos del universo colonial que destruye con su acto constructor. «El colonizado», nos dice Fanon, «descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de su violencia, en su proyecto de liberación» (p. 45).
Así, la violencia se materializa como la conciencia en el nivel del acto. Es conciencia devenida acto, y este acto cotidiano, liberador, adquiere efectivamente, a los ojos del colonizado, y por primera vez en su historia, un significado universal. Porque en su violencia constitutiva de un universo nuevo, el colonizado vive la cotidianeidad a escala de la historia. Desaparece la cotidianeidad y lo cotidiano y lo histórico se funden en un único y mismo acto.
En el individuo, la violencia es desmistificación y desalienación. Por otro lado, en el pueblo la violencia liberadora constituye la praxis revolucionaria del pueblo colonizado. Es esencialmente totalizadora y unificadora. Convierte al pueblo en una única totalidad, sin fisuras, y disuelve el tribalismo, el regionalismo, generados y mantenidos por el universo colonial. Unifica al pueblo unificando el sentido de su combate, la dirección de su lucha. Es por tanto totalizadora, pero no diferenciadora, pues aspira a disolver las diferenciaciones generadas por el colonialismo.
Sin embargo, este aspecto no diferenciador de la violencia no constituye más que un primer momento de su desarrollo. Mientras el objetivo –a saber, la destrucción del orden colonial– era claro y preciso, la violencia era simple e indiferenciada. Pero a partir del momento en que abordamos la segunda fase de constitución histórica, que es la de la edificación de una sociedad libre en su devenir, la violencia cambia entonces de forma, de dirección y de sentido, y se vuelve, en la prolongación misma de su movimiento liberador, esencialmente diferenciadora. No pierde en modo alguno su dinámica unificadora y totalizadora, sino todo lo contrario, esta dinámica se profundiza, se vuelve más compleja, menos inmediata y menos directa. Se convierte en un movimiento de unificación por diferenciación. Diferencia al pueblo para unificarlo mejor, y distingue en su seno, por un lado, a las masas revolucionarias constituidas por el campesinado y el proletariado y una parte de la intelectualidad, y por otro a la burguesía nacional, que se niega a participar en el nuevo sentido del devenir histórico.
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