Por Alejandro Horowicz, Resumen Latinoamericano /Grandes Alamedas/17 de octubre de 2020.
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Por un 17 de octubre sudamericano
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Antes del 17 de octubre de 1945 el Partido Comunista tenía centenares de dirigentes sindicales y ningún automóvil, ahora tiene 200 automóviles y ningún dirigente sindical”, contó Ernesto Guidici (1907 – 1992). En 1945 Giudici era miembro de su Comité Central cuando el peronismo se había quedado con los dirigentes obreros. Las cosas volvieron a cambiar; y en el 2020 ese chascarrillo aplica a todas las fuerzas políticas.
Entonces: ¿Cuando los dirigentes sindicales ya no son dirigentes políticos de la clase obrera, como viene sucediendo hace largas décadas, el peronismo en que se transformó? Esta es una pregunta altamente pertinente que ha recibido respuestas implícitas. Vale la pena fechar esta nueva situación; y determinar si se trata de una “problema argentino” o estamos en presencia de un fenómeno de mayor envergadura.
Cuando el peronismo obtuvo la victoria electoral de 1946, tanto en Francia como en Italia los trabajadores votaban a socialistas y comunistas. Dejaron de hacerlo; la desaparición de los partidos comunistas y el derrumbe de la Unión Soviética parecen íntimamente conectados; en todo caso las fechas del derrumbe electoral comunista, la desaparición del comunismo como fuerza política, y la caída del Muro de Berlín no pueden ignorarse. No estoy estableciendo una relación de implicación automática, pero es imposible desconocer la contigüidad.
Los trabajadores argentinos ya no tienen dirigentes políticos obreros, los europeos tampoco. ¿Existe alguna clase de conexión entre ambos términos? En la lectura tradicional los obreros peronistas habían dejado de ser socialistas, anarquistas o comunistas. El peronismo era leído como fuerte “retroceso” de su cultura política. Una victoria de la ideología patronal sobre las tradiciones rojas del movimiento. Por tanto, ambos procesos no debieran estar conectados, si esa evaluación fuera correcta. ¿Pero lo es?
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Un poco de historia
El socialismo surge en el siglo XIX como una corriente del movimiento obrero europeo. Mejor dicho: como parte de la lucha de tendencias al interior del movimiento obrero. No todas eran revolucionarias, y El Manifiesto Comunista las critico impiadosamente. La I Internacional no fue una organización marxista. Aunque la presencia de Marx en ella oscurece este dato clave: ninguna de las fuerzas que operaba en ese movimiento lo era. La derrota de la Comuna de París muestra, en doble sentido, las enormes limitaciones con que intervino Marx en el movimiento real: La dirección política de la Comuna no le prestaban excesiva atención, y los términos de la derrota certifican este aserto: en ningún momento sus dirigentes trataron de transformarse en dirección nacional alternativa. Defendieron estáticamente Paris. Sin embargo inventaron un nuevo instrumento histórico, el doble poder. Y conviene tener presente que la derrota de 1871 terminó siendo el fin de la I Internacional.
La II Internacional tampoco es marxista. Basta leer la crítica de Marx al programa de Gotha, donde dos corrientes socialistas alemanas se fusionan, para saber que la socialdemocracia nunca compartió semejante aproximación conceptual. Solo se trataba de un acuerdo político fechado bajo el retrato de Marx. Por eso, cuando se desata la lucha de tendencias y Bernstein “revisa” El Manifiesto Comunista, centro del ataque contra Marx y Engels, la idea misma de revolución proletaria queda descartada (1). Y la II Internacional nunca fue mucho más que una tribuna europea de la socialdemocracia alemana; una federación laxa de partidos que comunicaba resoluciones, que no obligaban a nadie, a la prensa. Y la Guerra Mundial 1914 – 1918 puso en crisis agónica este modelo de inoperancia política.
En cuanto a la III Internacional (construida en derredor de la Revolución Rusa de 1917 y el Partido Bolchevique), solo conservó la orientación marxista durante los cuatro primeros congresos. El marxismo revolucionario se termina con la victoria de Stalin en la lucha de tendencias rusas y mundiales en1927. Las victorias de Hitler y Franco, antecedidas por la de Mussolini posibilitaron la II Guerra Mundial consecuencia directa de aquella derrota histórica. El intento de transformar la guerra imperialista en guerra civil terminó en derrota obrera en la guerra civil. Solo que el triunfo militar de la URSS, tras la última guerra interimperialista, la bipolaridad del orden internacional emergente, construyó un gran equívoco: parecía que el comunismo avanzaba en T 40. Los tanques rusos “exportaban” la revolución de Octubre. Cuatro generaciones de revolucionarios fueron desmoralizadas, destruidas a caballo de este terrible equívoco. A tres décadas del derrumbe soviético es hora de poner fin a tan voluntariosa como inadecuada caracterización.
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Un 45 obrero y popular
Retomemos el hilo de la lucha de clases en la Argentina. El peronismo nace el 17 de octubre como una “política reactiva” (2). Los límites de su accionar se mantenían dentro del contorno dibujado por el bloque de clases dominantes. “Nadie rompía nada irreparable, bastaba que los trabajadores votaran y ganaran para que redistribuyera de otro modo los beneficios del capital; y si los trabajadores podían efectivamente redistribuir con el simple instrumento de votar, la confianza en el capitalismo, en sus posibilidades, en su capacidad de satisfacer sus necesidades, en el peronismo en suma, se veía multiplicada hasta el infinito” (3).
No se trataba del “capitalismo independiente” –suponiendo que tal cosa exista- como sostienen los maquilladores profesionales de la burguesía, sino de la confianza en el capitalismo tal cual era, dependiente, semigrotesco; ese era el marco donde se resolverían el conjunto de las aspiraciones obreras. La opulencia argentina –en medio de una crisis mundial descomunal, con millones de muertos y el hambre de las masas europeas – velaba la dependencia alimentando una potente ilusión: con repartir mejor, bastaba. El peronismo jamás se planteó otra cosa cada vez que alcanzó el gobierno. Y las corrientes que postularon ir más lejos – entre 1962 y 1975- fueron aplastadas por María Estela Martínez de Perón y la dictadura burguesa terrorista del 76.
No obstante el 17 de octubre de 1945 constituye un acontecimiento único: “una movilización de masas opositoras, pero es legal; es derrotar a una de las dos fracciones militares en pugna, pero respaldando a la más fuerte que no es la propia; es movilización, pero no es lucha; es lucha a condición de no ser combate; es obrera y popular, pero no tiene delimitación de la política burguesa. Es una movilización por un jefe militar del movimiento obrero, sin movilización militar en defensa del movimiento obrero” (4).
Algo queda en claro: la clase obrera tomó partido en la disputa del bloque de clases dominantes y su organización, un genuino producto de la lucha de clases, se denominó peronismo. Comunistas y socialistas, con su irrestricto apoyo a la Unión Democrática, permitieron/facilitaron que los dirigentes obreros se pasaran con armas y bagajes al Partido Laborista. Partido que, junto al radicalismo disidente, permitió el triunfo electoral del general Perón en febrero de 1946.
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¿La frontera es el 76?
Durante 30 años los trabajadores votaron masivamente al peronismo; y si bien su voto no alcanzaba para conquistar la mayoría parlamentaria, arrastraban un conjunto heterogéneo de capas medias del interior y de los grandes centros urbanos. En 1983, por primera vez, no sucedió tal cosa, un fragmento de los trabajadores votó a Alfonsín. En ese mismo 1983, en cambio, los trabajadores italianos y franceses todavía votaban a la “izquierda”. Votar socialistas y comunistas solo era votar la continuidad del welfare state. Vale decir, el comportamiento electoral de los trabajadores de los estados “democráticos” estaba conectado con su derrota histórica como clase.
La muerte del general Perón significó el fin de su programa político. El Plan CGE – CGT caducó. En 1975 cambió el programa del partido del estado, Rodrigazo mediante. El viejo Plan Pinedo de sustitución de importaciones industriales, con variantes y diferentes apoyaturas sociales, quedó definitivamente arrumbado. Y el programa de José Alfredo Martínez de Hoz no fue otra cosa que la continuación, a otra escala y en otras condiciones políticas, del Rodrigazo. La derrota obrera hizo posible ejecutar ese nuevo programa, con un añadido: en 1983 el pago de la voluminosa deuda externa siguió siendo todo el plan vigente. Esto deja en claro la continuidad conservadora desde 1975, continuidad que no interrumpe sino acelera el justicialismo menemista con bombos y redoblantes a partir de 1989.
En 1945, en cambio, el peronismo era una “Yalta local”, una reproducción nacional del nuevo orden internacional: el welfare state en Argentina. En 1975 dejó de serlo, por decisión del bloque de clases dominantes. Para imponer el nuevo programa la derrota obrera era imprescindible. Pero el orden político pactado en Yalta todavía regía en Europa. Hasta la caída de la URSS siguió vigente; y los partidos comunistas expresaban electoralmente esa relación de fuerzas.
Fin del equilibrio. En 1989 cae el Muro de Berlín, la URSS deja de ser retaguardia de los partidos comunistas. La revolución científico técnica pone en crisis al viejo fordismo con la aparición del capital tecnológico, y el surgimiento de la fábrica global. Arranca un nuevo ciclo largo del capital (5), y el campo obrero y popular no para de retroceder. Entonces como parte del recule los partidos comunistas son destruidos. El notable incremento de la productividad social del trabajo, implementado contra los trabajadores, aumenta el ejército laboral de reserva porque se necesitan menos asalariados y no se reduce la jornada laboral; esa forma del incremento de la productividad presiona la masa salarial hacia la baja. Además, la relocalización fabril debilita a los sindicatos, achica la clase obrera en Europa incrementado la china, y así lima los ingresos fiscales requeridos por el welfare state. Por eso el estado de bienestar avanza endeudado hacia la crisis permanente.
Si algo ha demostrado el trabajo de Piketty (6) es un cambio brutal en la apropiación del excedente, una concentración sin parangón del ingreso global, para el nuevo ciclo en curso. El anterior, 1946 – 1991, en cambio, fue el periodo de mejor distribución del ingreso en la historia del capitalismo. La compleja conexión entre el peronismo y el movimiento obrero global no debe desconocerse. El hilo rojo de la lucha de clases solo anticipó en Argentina el orden de Yalta, sin Yalta.
La peripecia menemista nos hizo saber que el cuarto peronismo ya no tenía relación orgánica con el movimiento obrero. Y que el peronismo residual de sus dirigentes sindicales remitía a la descomposición del anterior. El paro general contra el gobierno María Estela Martínez de Perón, junto al Rodrigazo, terminaron poniendo fin a ese vínculo histórico. El movimiento obrero retrocedió, sin batalla decisiva, ante la dictadura burguesa terrorista. Desde 1976 los trabajadores no hicieron política en tanto clase social; esa era y sigue siendo la traducción colectiva de la derrota. Votaron desde 1983 en adelante, como ciudadanos dispersos, un menú político que de ninguna manera se proponía chocar, enfrentar el nuevo programa vigente. Intentaron y todavía intentan adaptarse desde los sindicatos. El saldo esta a la vista. La bancocracia globalizada tenía, sigue teniendo un programa para saquear el mundo, y ese orden político se reproduce escrupulosamente en la Argentina.
El ciclo “crisis de deuda- recomposición – crisis de deuda”, o “saqueo – reconstrucción – saqueo” supone una cierta división del trabajo: los partidos que saquean no recomponen; y los que recomponen no modifican las relaciones de poder, ni el programa del partido del estado. En este contexto, el mosaico panperonista que encabeza Alberto Fernández frente al peronismo de Juan Domingo Perón, remite a la descomposición histórica del estado nacional.
La escala global de los problemas a resolver, la imposibilidad del viejo estado nacional de encararlos con un mínimo de eficacia, hace que ninguna fuerza exceda el municipalismo. Una política donde la administración de recursos muy escasos pasa a ser todo el programa. No se trata de desconocer que no hay política sin recursos, a condición de saber que el principal recurso sigue siendo la escala de la decisión. El mundo se mueve en bloques supranacionales. China constituye por derecho propio un bloque que cuenta con respaldo militar ruso. La Unión Europea – sorpresivamente más activa en medio de la corona crisis – muestra que la distancia política con los EE.UU tiende a ensancharse. Es la primera vez que Ángela Merkel lidera una opción que no es la de Washington. Y aunque el presidente Trump lleva la tensión con Pekín a un punto que roza el conflicto armado, sus planteos anti Nafta – el muro con México – no prosperaron. Esa es la escala de los que hacen política global.
El Mercosur, en cambio, pasa por su peor momento en cinco años. Si bien no se terminó de desgajar – existen intereses demasiado poderosos para liquidarlo sencillamente – , el grado de anemia que lo aqueja es manifiesto. Ese es el punto: para que una fuerza política en la Argentina pueda levantar cabeza, señalar un horizonte que exceda la alternancia electoral, el municipalismo patético, debe proyectarse a escala sudamericana. De lo contrario el agudo proceso de descomposición política que nos aqueja, con su más que mediocres conducciones, seguirá organizando este sinsentido epocal capitalista. Necesitamos un 17 de Octubre sudamericano; es decir, la refundación del sentido de la política como actividad colectiva.
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(1) Alejandro Horowicz, El huracán rojo. De Francia a Rusia 1789 – 1917. Crítica, Buenos Aires, 2019.
(2) Alejandro Horowicz, Los cuatro peronismos, pg 99. Ibídem.
(3) Alejandro Horowicz, Los cuatro peronismos, pg 99. Ibídem.
(4) Alejandro Horowicz, Los cuatro peronismos, pgs 99 y 100. Ibídem.
(5) Kondrátiev, Nikolái D, “Los grandes ciclos de la vida económica”; Ensayos sobre el Ciclo Económico:35 – 56; Gottfried Haberler compilador. Fondo de Cultura Económica, México, 2ª ed. 1956.
(6) Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2015.