Nota: Esta es la segunda entrega de la serie de tres. Contiene los capítulos dedicados a Marx, Lenin, Gramsci y Dunayevskaya. Y la tercera tratará sobre Dialéctica I y II, y el Resumen.
«El hombre necio gusta de pasmarse ante cualquier razonamiento.»[1
«En círculos intelectuales burgueses se tiene en gran estima al sentido común como método de pensamiento y guía de acción […] Lamentablemente, los ideólogos burgueses y pequeño- burgueses nos informan poco sobre el contenido lógico del sentido común y la relación que existe entre el sentido común y su “ciencia”.»[2
«El punto de vista del sentido común es el de la «indiferencia» y la «seguridad», «la indiferencia en la seguridad». La satisfacción con la realidad tal como aparece y la aceptación de sus relaciones fijas y estables hace al hombre indiferente a las aún no realizadas potencialidades que no están «dadas» con la misma certeza y estabilidad de los objetos de los sentidos. El sentido común confunde la apariencia accidental de las cosas con su esencia, y persiste en creer que hay una identidad inmediata de esencia y existencia.»[3
«Pero en la ciencia económica, como sucede en la física teórica moderna, muchas teorías contradicen el sentido común.»[4
Hay que empezar este capítulo insistiendo en que el método empleado por Marx y Engels no solo no tiene nada que ver con el sentido común, sino que es su antagónico. El sentido común reacciona del mismo modo básico frente a todos los problemas que se le presentan: con la indiferencia y buscando el seguro punto medio, equidistante de los extremos. Tiene pánico a la complejidad creciente de las contradicciones de la realidad por lo que se limita a interpretarlas desde fuera sin pretender estudiarlas en su esencia para destruirlas o revolucionarlas. Desde las primeras obras de Marx aparece el rechazo explícito del sentido común sobre todo en su forma de pasividad indiferente: «Exigimos de la crítica sobre todo que se comporte de manera crítica respecto de sí misma y que no pase por alto las dificultades de su objeto»[5.
Marx dice esto defendiendo el derecho de divorcio, un derecho que frecuentemente es una necesidad de supervivencia psicofísica de las mujeres aplastadas en el infierno familiar. Aunque en algunos países se ha conquistado este derecho básico, el problema sigue activo por muchas razones, como la dependencia económica, la dominación psico-afectiva, el miedo a la libertad, etc. La crítica a la que se refiere Marx, que conlleva la autocrítica, va precisamente al núcleo de estas cadenas materiales y morales que impiden que las personas luchen por su libertad y que frecuentemente caigan en la indiferencia. No se puede negar que el indiferentismo es un problema muy grave que sólo beneficia al capital. La propia Organización Mundial de la Salud ha tenido que publicar una carta advirtiendo de los desastrosos efectos de larga duración que provoca la desmotivación, el hartazgo, la indiferencia creciente de las poblaciones ante la pandemia[6.
Por su parte, Engels también critica con áspera radicalidad la impotencia del sentido común que emponzoñaba la conciencia obrera en 1842, condenando al fracaso reiterado sus movilizaciones: «La sola idea que animaba a la vez a los obreros y a los cartistas era la de una revolución pacífica por vía legal, lo que representaba una contradicción en los términos, una imposibilidad práctica: fracasaron al quererla ejecutar. Y en realidad, la primera medida que les era común —el paro del trabajo en las fábricas— era ya violenta e ilegal»[7.
En 1776 la versión radical del sentido común creada por Paine llamaba a las armas contra el feudalismo en defensa de la libertad y de la propiedad burguesa. Tras sesenta y seis años de represiones muchas veces salvajes de las luchas obreras, el proletariado inglés seguía en buena medida atado al sentido común que rechazaba el ejercicio del derecho a la rebelión y defendía un pragmatismo posibilista. Como Paine, odiaban a los reyes y obispos, a los terratenientes, pero como él creían que, una vez conquistado el gobierno pacíficamente, se desharían de esa basura simplemente por decreto: el ejército se dejaría disolver sin presentar resistencia aceptando a la milicia local.
Los cartistas creían en la necesidad de aliarse con la burguesía[8 para, entre todos, obtener esos objetivos, pero empezaban a dudar y mucho cuando concretaban esa abstracción interclasista en las reformas específicas urgentes que tenían que desarrollar, descubriendo que era un peligroso y hasta suicida sueño creer en la demagogia burguesa, sus mentiras, pero no avanzaban más allá del interclasismo del sentido común. Una razón entre varias que explica esa credulidad era la machacona insistencia de las organizaciones reformistas del momento que alimentaban una esperanza imposible. Una descripción magistral en su generalidad de los efectos narcotizantes de los métodos de manipulación tanto en 1842, como antes y después, nos la ofrece El Roto con su laconismo habitual: «Yo creo lo que digan las autoridades, si mienten ellos sabrán por qué»[9.
Si bien los comunistas utópicos eran conscientes de que la burguesía no iba nunca a dejar sus propiedades, su poder y sus ejércitos de forma pacífica, tampoco habían desarrollado una concepción antagónica cualitativamente superior. Marx y Engels, y algunos miembros de la joven izquierda hegeliana, empezaron esa tarea de demolición y de construcción en sus escritos juveniles sobre Hegel, como hemos visto arriba, y ya de forma arrasadora en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, en los que la destructiva crítica de la alienación es también la destrucción del sentido común basado en ella y en las célebres Tesis sobre Feuerbach escritas por Marx en 1845.
Los Manuscritos de 1844 tienen un valor especial en la crítica del sentido común porque, antes de las Tesis, centran la prioridad del principio de negación, que Marx aplicará hasta el final de sus días. Resulta definitivamente esclarecedor que el estalinismo y las corrientes que de él derivan, relativizasen o incluso negaran la importancia de este texto. P. Hudis y K. Anderson por su parte, sostienen que:
Para Marx la lucha subjetiva de los obreros es capaz de alcanzar una autodeterminación humana, liberadora, al expresar la dialéctica de la negación absoluta y lo dejó bien claro en sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 al mostrar que la abolición de la propiedad privada es simplemente la primera negación. Para alcanzar el fin de una sociedad verdaderamente nueva, dice, es necesario negar esta negación. […] Marx no ve el concepto de la negatividad de Hegel y de la primera y segunda negación como puramente destructivos ni como algo que nos limite a una posición demasiado afirmativa hacia la sociedad existente. Además, contrario a los reclamos de Althusser y de otros, la apropiación crítica de Marx de la dialéctica hegeliana fue constante: incluso en sus últimos escritos, como se puede apreciar en sus referencias a la negación de la negación de sus «Manuscritos matemáticos»[10.
En lo que concierne más particularmente el contenido reaccionario del mundo subjetivo que se plasma también mediante el sentido común, es conocida la afirmación de ambos amigos en la Ideología alemana de 1845 de que la ideología dominante es la ideología de la clase dominante, es decir, que la forma de pensar y actuar de las clases explotadas está condicionada en primera instancia por la ideología burguesa, de modo que el proletariado debe superar esa ideología. Conviene saber que este extenso borrador solo empezó a ser leído en 1932 por lo que la mayoría de marxistas que analizaban el sentido común hasta la Segunda Guerra Mundial ignoraban esta decisiva aportación.
En Miseria de la filosofía de 1847 Marx hace una crítica de los límites de la conciencia sindicalista, economicista, reformista de la clase trabajadora, crítica válida para el sentido común corporativista y miope, que no ve más allá de su inmediatez egoísta; Marx sostiene que solamente la acción, la lucha, puede hacer avanzar esa conciencia limitada a la conciencia política. Más conocida es la advertencia que hace Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte sobre cómo la memoria de las generaciones muertas oprime como una losa el cerebro de los vivos. Las cadenas irracionales son fuerzas materiales activas que condicionan en mayor o menor medida la dialéctica entre lo posible, lo probable y lo necesario del desarrollo capitalista porque «[…] la posibilidad se halla vinculada, a su vez, a condiciones naturales objetivas y subjetivas»[11. El sentido común es parte de las condiciones subjetivas.
Desarrollando esta lógica, Marx analiza las diversas dificultades que enfrentaba el incipiente desarrollo capitalista en muchos pueblos, negándose a caer en el determinismo lineal, sostiene que: «Se da aquí la posibilidad de un cierto desarrollo económico, que dependerá, naturalmente, del favor de las circunstancias, del carácter innato de la raza, etcétera»[12. Depurados los términos que emplea, traducidos al lenguaje actual y tras la experiencia del nacionalismo reaccionario, imperialista y fascista, vemos que «el carácter innato de la raza», como se le denominaba en la década de 1860, forma parte del sentido común si está dirigido por la burguesía, pero si es el proletariado el que vertebra ese carácter dándole una significación revolucionaria —las luchas naciones de Polonia, Irlanda, Argelia, China, India, Jamaica, etc., en aquellos mismos años — , entonces es y actúa como una fuerza material liberadora, contraria al sentido común.
Un poco más adelante vuelve a insistir en la complejidad de fuerzas en movimiento que inciden en los desarrollos de capitalismos concretos, y ahora no habla de «raza» sino de «factores étnicos»[13 como unas de ellas. Vemos así cómo ambos amigos tenían muy en cuenta qué componentes esenciales del sentido común —el nacionalismo imperialista, etc.— reforzaban el desarrollo del capitalismo más feroz, o por el contrario cual era la identidad de «nación trabajadora» de esos «factores étnicos» para defender su contenido revolucionario. En uno de sus últimos escritos, Engels volvió a insistir en que:
[…] entre las relaciones económicas se incluyen también la base geográfica sobre la que aquellas se desarrollan y los vestigios efectivamente legados por anteriores fases económicas de desarrollo que se han mantenido en pie, muchas veces solo por la tradición y la vis inertiae, y también, naturalmente, el medio ambiente que rodea a toda forma de sociedad […] Nosotros vemos en las condiciones económicas lo que condiciona en última instancia el desarrollo histórico. Pero la raza es, de suyo, un factor económico[14.
Estas y otras muchas citas y textos muestran la necesidad de recurrir a la dialéctica de la totalidad para descubrir cómo interactúan en la lucha de clases tanto los factores objetivos como los subjetivos, con ritmos y niveles diferentes pero sujetos al desarrollo desigual y combinado de la totalidad: la «raza», la «etnia», es una fuerza a la vez objetiva y subjetiva que dominada por la ideología burguesa y el sentido común estabiliza y refuerza al capital, pero que guiada por el pueblo trabajador lo desestabiliza y debilita. El principio de totalidad concreta explica que es imposible aislar totalmente lo «exterior» de lo «interior», lo que es decisivo para la crítica del sentido común que en su forma burguesa desde el siglo XVII se basa en el mecanicismo exterior al sujeto. Como ejemplo de la dialéctica de la totalidad, de entre las muchas muestras disponibles, recurrimos a estas dos.
Una es la carta de Engels a Kautsky de 1882: «Me pregunta usted lo que piensan los obreros ingleses de la cuestión colonial. Pues bien, exactamente lo mismo que piensan de la política en general, o sea, exactamente lo que piensan los burgueses: aquí no existe partido obrero, sino únicamente conservadores y radicales liberales, y los obreros se comen alegremente su parte del monopolio inglés del mercado mundial y de las colonias»[15. Otra es la introducción de 1891 a la reedición de un texto de Marx, criticando las indecisiones de la Comuna de París de 1871: «Lo más difícil de comprender es indudablemente el santo temor con que aquellos hombres se detuvieron respetuosamente en los umbrales del Banco de Francia. Fue este, además, un error político muy grave»[16. La expresión «santo temor» lo dice todo.
Mientras expresaban estas ideas, ambos amigos desarrollaron lo esencial de una teoría del Estado sin la cual su pensamiento hubiera sido incoherente al faltarle una base que las cohesionase. Su teoría del Estado, enriquecida posteriormente, explica entre otras cosas cómo la burocracia vigila, actualiza y masifica ese «santo temor» a la libertad, que se encuentra encarcelada en los bancos centrales, en las prisiones, en el sentido común y en la subjetividad alienada. Toda la historia posterior ha validado siempre la teoría marxista del Estado, y de entre las muchas opiniones que así lo demuestran, tiene especial valía esta de Sigmund Freud:
El Estado exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero les incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de sus opiniones, que dejan indefenso el ánimo de los individuos así sometidos intelectualmente, frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso […] durante la vida individual se produce una transformación constante de esta coerción exterior en coerción interior[17.
Dejar «indefenso el ánimo» de las personas para que no puedan defenderse «frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso», así como transformar la «coerción exterior en coerción interior», es una de las tareas fundamentales del Estado. Las y los marxistas –y también anarquistas– firmamos sin reparo alguno estas tesis de Freud, que se identifican con las de Portinaro cuando define al Estado como «la máquina de la obediencia»[18. Pero también extendemos la crítica a los aparatos para estatales y extra estatales, sobre todo a las fuerzas político-sindicales y socioculturales reformistas, que extienden la obediencia y la indefensión de ánimo más allá de los tentáculos estatales, facilitando la penetración de la coerción externa en la subjetividad individual llevándole a la pasividad con la interiorización de la coerción interior.
En la impresionante obra teórico-política de Marx y Engels dedicada al sindicalismo, al colonialismo, a los derechos nacionales, a la Primera Internacional, a la liberación de la mujer, a toda clase de reivindicaciones y al desarrollo científico, está presente de mil modos la crítica al reformismo así como su responsabilidad en fortalecer la sumisión pasiva a la ley capitalista. Este es el caso de la crítica de Engels al pacifismo cartista, que facilitó la expansión mundial del imperialismo británico dejando un rastro de sangre y atrocidad que alimentó su industria y, con sus beneficios, la integración de la pasiva clase obrera. El colonialismo, la opresión de Irlanda y la alta productividad de la industria, drogaban al proletariado inglés, escocés y galés. Los factores «externos» e «internos», con sus ritmos propios, se integraban en una sola tasa media de ganancia. La interpenetración de causa y efecto, de efecto y causa, se vuelve así comprensible desde la perspectiva del automovimiento de la totalidad, su autodesarrollo. J. Zelený lo explica así en el plano teórico:
La concepción galileo-newtoniana de la relación causa-efecto es mecanicista y cuantitativa. La causalidad se entiende en el sentido de la estática mecánica –cuando se buscan las causas de la violación o el establecimiento del equilibrio como situación normal– o en el sentido de la dinámica mecánica, cuando se buscan los principios de las alteraciones del movimiento, tomando como presupuesto la validez del principio de inercia […] La diferencia básica de Marx respecto a Ricardo consiste en que Marx contrapone a la causalidad pensada sobre la base de una esencia fija la relación causal pensada sobre la base de una esencia pensada como autodesarrollo[19.
En el autodesarrollo, siguiendo el hilo de la importancia de la subjetividad etno-nacional, en el desarrollo de capitalismos concretos, lo «exterior» y lo «interior» presionan de diferente forma, pero siempre dentro de ese autodesarrollo, nunca fuera, siempre en su inmanencia. Cuando esa subjetividad está controlada por la clase dominante, es decir, cuando es sentido común, entonces también actúa como parte «interna» en la lucha de contrarios que mueve la realidad.
El sentido común apenas capta el movimiento de lo real y mucho menos su autodesarrollo, su automovimiento, porque lograrlo le exigiría partir del principio materialista de la inmanencia[20 que, además de ser ateo y por ello mismo, es dialéctico: «el verdadero conocimiento en la forma del sistema científico dialéctico exige “penetrar en el contenido inmanente de la cosa”, para “tenerlo ante sí y enunciar su necesidad interna”»[21. Como veremos en el último capítulo, esta impotencia –y también miedo– del sentido común para entrar en el espinoso tema de la inmanencia materialista –y por tanto del ateísmo– le lleva a no enfrentarse al poder alienador del opio religioso y consiguientemente al poder reaccionario de las burocracias, organizaciones y sectas religiosas, sobre todo en el nuevo escenario creado por el Covid-19, atacando a elementales derechos humanos[22, como el aborto y otros.
Pero el principio de inmanencia, es decir, el principio de que el movimiento de lo real depende solo y exclusivamente de la lucha interna de los contrarios que forman su esencia y nunca de fuerzas externas, este principio básico que causa pavor en el sentido común, también vale para la vida dentro de las organizaciones revolucionarias. Estas se deben a sus propias fuerzas internas, no a la personalidad del secretario general –figura que solo empezó a ser idolatrada con y para Stalin. Cualquier expresión particular del sentido común rinde culto a su líder, jefe, guía o secretario general. Pero ya en 1851 Engels le había escrito a Marx: «Para nosotros, que escupimos la popularidad…»[23. Muchos años después Marx insiste en el rechazo radical de una de las formas del sentido común:
No soy una persona amargada, como decía Heine, y Engels es como yo. No nos gusta nada la popularidad. Una prueba de ello, por dar un ejemplo, es que durante la época de la Internacional, a causa de mi aversión por todo lo que significaba culto al individuo, nunca admití las numerosas muestras de gratitud procedentes de mi viejo país, a pesar de que se me instó para que las recibiera públicamente. Siempre contesté, lo mismo ayer que hoy, con una negativa categórica. Cuando nos incorporamos a la Liga de los Comunistas, entonces clandestina, lo hicimos con la condición de que todo lo que significara sustentar sentimientos irracionales respecto a la autoridad sería eliminado de los estatutos[24.
La exigencia de ambos amigos de luchar contra cualquier forma de sumisión a la autoridad dentro del partido puede parecer ahora como algo lógico e imprescindible, teniendo en cuenta las amargas experiencias de la obediencia ciega de muchos militantes que se dicen comunistas al partido y a su secretario general, que se acumulan desde la mitad de la década de 1920. Pero todavía en la mitad del siglo XIX estaba muy extendida en la reducida clase trabajadora y en los pequeños grupos revolucionarios la dependencia seguidista a las y los compañeros formados teóricamente. Conforme la industria capitalista se expandía, cambiaban los contenidos y las formas del acatamiento irracional a la autoridad: de basarse en la fuerza material o moral de la política, de la religión y del patriarcado preburgués, etc., se fue pasando a expresar la supremacía del dinero, del valor de cambio y del fetichismo de la mercancía.
Fue un proceso largo pero imparable al menos en Europa desde el siglo XV, aunque convivía con expresiones preburguesas en retroceso muy lento en las formas sociopolíticas y culturales. A.J. Mayer explica cómo todavía en 1914 Europa era agraria, nobiliaria y monárquica en grandísima medida y cómo con mucha antelación Marx y Engels ya habían analizado con rigor la autonomía relativa de las estructuras políticas, culturales, ideológicas, etc., dentro de la totalidad socioeconómica capitalista[25. Eran muy conscientes de la enorme fuerza paralizante de la subjetividad alienada, lo que no hace sino agrandar el valor de sus descubrimientos teóricos, en concreto la crítica del fetichismo de la mercancía como base del sentido común. R. Rivero le preguntó a S. Vuskovik: «¿Marx se refiere en algún momento al sentido común?» y la respuesta fue:
Sí, en El Capital. Cuando dice que la gente, en general, toma los procesos sociales como cosas concretas, materiales, cuando son procesos sociales. Así, por ejemplo, el dinero. Para la gente común y corriente el dinero tiene esa misteriosa facultad que con él se puede comprar lo que uno quiera. Que es una cosa. Tan cosa es que uno lo lleva en la billetera, para que no vayan a robarlo o a perderlo. Pero Marx se pregunta ¿qué es el dinero? Es una mercadería con la que se puede comprar cosas. Y ¿qué mercadería? La fuerza de trabajo. Y ¿qué característica tiene esta mercadería? La única característica es que produce más de lo que cuesta. Y esa es la base del éxito del capitalismo. Se ve el dinero, los billetes, las monedas, como una cosa. No, es una relación social. Entonces Marx dice que es propia de la economía capitalista, aunque sabemos que en la época de esclavitud ya había algunas monedas. Pero, en esa época no tenían ese fin. Recordemos que en el intercambio social, las monedas servían para comprar, fundamentalmente, objetos de uso común y corriente, no para comprar fuerza de trabajo. Esto es único de la sociedad moderna[26.
Mediante un estudio muy detenido de El Capital, J. Veraza demuestra que el contenido no es otro que «la subsunción de la psique bajo el capital mediante el fetichismo de la mercancía y sus desarrollos» como muestra que descubre con precisión quirúrgica los secretos del proceso por el cual el fetichismo de la mercancía expuesto en El Capital produce y reproduce en todo momento «el sentido común mercantil capitalista, si lo nombramos con precisión»:
El sentido común mercantil capitalista –en cada actitud, en cada rumor, en cada refrán, en cada canción popular, en cada consejo práctico, en cada chiste y cuento de hadas o moraleja, etc., que son otras tantas de sus expresiones sociales– está estructurado por las características cualitativas y cuantitativas de los factores de la mercancía: el valor de uso, el valor de cambio, el valor y el ser producto del trabajo concreto, etc.; así como predominantemente por el valor y por la contradicción de este con el valor de uso. Factores que nos ofrecen no solo la clave del significado de los mensajes del sentido común en cualquiera de las modalidades de este sino, también, de la composición de dichos mensajes; desde el obvio y cosificado lugar común: «tiempo es dinero», hasta las formas expresivas más mediadas de las relaciones amorosas, la crianza infantil, la plática con el taxista sobre todos los temas posibles o las formas larvales de la crítica al sistema; así como, para retomar el aludido tema clásico, el modo en que el psicoanálisis o los transgénicos son asumidos por dicho sentido común[27.
El Capital de Marx es una refiguración del sometimiento real; por donde realmente en la sociedad, en los individuos, en los agentes sociales, la psique humana queda sometida al capital, primero, en la circulación de mercancías, como dijimos. Toda vez que Marx inicia su exposición por este ámbito de la economía capitalista. El evento mercancía-dinero (M‑D) es, pues, el primer factor de sometimiento de la psique humana en la actual sociedad. La cual ve redondeado su sometimiento consecuentemente, primero, por el fetichismo de la mercancía (párrafo cuarto de Marx, 1867). Fetichismo que funciona a nivel de la circulación entre propietarios privados; y que ya involucra la envidia, la ambición, el egoísmo, una serie de trasformaciones en la perspectiva experiencial que dependen todas de la propiedad privada; pues vista dinámicamente la propiedad privada, es decir, vista socialmente la propiedad privada, es mercancías que circulan y dinero que las compra. En fin, es la propiedad privada dinamizada lo que somete a la psique humana en primer lugar; y la somete como fetichismo de la mercancía[28.
[…] en psicología tenemos que ver que la dominación primera es la que proviene del hecho circulatorio: circulación de mercancías y circulación de capital; misma que pasa por la producción (sección segunda, «La rotación de capital», de Marx, 1885); y que luego se determina más concretamente como competencia, como lucha de clases, etc., en donde están en juego –conformando al sentido común de la sociedad burguesa– todos los antedichos fetichismos. Pero del otro lado está la formación directa de los sujetos en sus familias, que involucra una determinación sexual, una psicología que tiene que ver con la sexualidad de las gentes y en la que Freud mucho abundó. Así las cosas, tenemos que ver cómo es que este lugar familiar queda determinado por el otro ámbito, el ámbito circulatorio mercantil-dinerario; en el que suceden y quedan sometidos los diversos mensajes sociales de los que depende regularmente la sobrevivencia de los individuos y de la sociedad. Es decir, que la circulación de mercancías y de capital conlleva una circulación y producción semiótica correspondiente. Así que tenemos que observar cómo es que regresa el propietario privado padre de familia con una canasta de bienes para su familia, pero ya determinada su conciencia por la circulación y por los fetichismos aludidos, y por lo que es mío y tuyo, por lo que es del capitalista y de lo que dicho propietario privado en funciones de padre carece. Y entonces con qué actitud entrega esta canasta de bienes y la comparte. De suerte que se suscita el quien manda soy yo, y el ¿qué por qué mando? porque pongo la lana. Y pongo la lana, porque me enajenaron la fuerza de trabajo etc.[29
Renán Vega Cantor también va a la raíz del sentido común, aunque sin citarlo: «Para adorar las mercancías han aparecido los sacerdotes del culto, economistas, teóricos de la comunicación, mercachifles y comerciantes. Ellos se han encargado de difundir por el mundo la buena nueva de que la existencia de mercancías es sinónimo de progreso y su consumo garantiza el confort y la libertad. No es de extrañar que hayan cobrado fuerza las teorías que exaltan la soberanía del consumidor como máxima expresión de la libertad humana y algunas de sus versiones más “refinadas” lleguen a afirmar con desparpajo que las “mercancías ayudan a pensar” y “los ciudadanos somos también consumidores” y “el mercado de opiniones ciudadanas incluye tanta variedad y disonancia como el mercado de la ropa y los entretenimientos”»[30.
Por su parte, Néstor Kohan explica que la teoría crítica del fetichismo aúna en sí misma la dimensión objetiva y la subjetivo-cultural: «El fetichismo es el gozne teórico entre “efectos” y “causas”, entre subjetividad y objetividad, entre formas enajenadas de individualidad y formas sociales (e institucionales) cosificadas de objetividad»[31. Para saber por qué el sentido común es tan alienadoramente efectivo debemos, por tanto, descubrir con la lupa de la teoría del fetichismo cómo pretende romper la unidad de contrarios de lo subjetivo-cultural con lo objetivo social. Descubrimos así que ese intento de ruptura busca ocultar o negar que:
Lo que subyace oculto, tapado, encubierto, son relaciones sociales entre clases. Relaciones de poder, dominación, fuerza y resistencia entre las clases sociales. Relaciones que nunca se muestran tal como son (con excepción, quizá, de la guerra civil, situación extrema donde las contradicciones sociales afloran a la superficie y las máscaras se derriten ante el fuego encarnizado de la lucha)[32.
Y por no extendernos, terminamos este capítulo con Corsino Vela:
Fetichismo no significa mera irrealidad, pura ficción. Al contrario, el fetichismo que envuelve las manifestaciones de la vida social en el mundo capitalista, donde tendencialmente todo se convierte en mercancía, comporta una dimensión real (realidad fetichizada) y práctica que atraviesa las conciencias individuales así como las relaciones sociales […] El fetichismo de la mercancía empaña la conciencia de manera que la percepción de la realidad material del mundo y de las relaciones humanas no es algo evidente, exige un esfuerzo (crítica) que se realiza –se hace real– en el antagonismo (la lucha de clases), en la práctica de la confrontación con el capital, a saber, en la confrontación con el principio (ley) de la valoración que predetermina nuestras condiciones materiales de existencia[33.
Sin ese esfuerzo crítico que solamente adquiere visos de efectividad mediante la lucha de clases práctica, el sentido común no puede superar la realidad fetichizada de la vida cotidiana
La naturaleza del rechazo en 1899 de Bernstein (1850−1930), ideólogo del reformismo socialdemócrata, de la dialéctica está perfectamente reflejado en esta cita: «Esta autosugestión histórica digna de un perfecto visionario político sería incomprensible en Marx –que en esa época estaba seriamente dedicado a la economía– si no se pudiera descubrir en él el producto de un residuo de dialéctica hegeliana de la contradicción, del que Marx (como Engels) no se pudo librar nunca completamente y que en el período de efervescencia general debía resultarles muy fatal»[34. No busquemos en Bernstein argumentos mínimamente serios contra la dialéctica: se limita a rozar el insulto y el desprecio engreído, reduciendo la cuestión a un problema psicológico de Marx y Engels: la autosugestión de dos visionarios.
Bernstein era parte de un movimiento positivista, neokantiano y muy próximo a la corriente marginalista de la economía política burguesa, que se ramificaba entre los fabianos británicos, los marxistas legales rusos, los sorelianos, los jauristas… que tenían en común el gradualismo legalista y parlamentario y el rechazo de la dialéctica[35. Sobre este mismo tema, Rolando Astarita dice que: «En cuanto al ala derecha de la socialdemocracia sencillamente sostenía que debía romperse todo vínculo con la dialéctica hegeliana. Bernstein, cabeza de la corriente revisionista, planteaba que el movimiento necesitaba basarse en el positivismo cientifista de Comte y en la ética kantiana»[36.
Pero la anti dialéctica soez era el sostén mecanicista del «realismo y el pragmatismo político de los que siempre hizo gala Bernstein»37 y por extensión una parte importante y creciente de la Segunda Internacional. Como hemos visto hasta aquí, el realismo, en el sentido de aceptar solo la forma externa de lo real rechazando sus contradicciones inmanentes, es una característica del sentido común, de la misma forma que el pragmatismo es el sentido común llevado al grado más alto de sumisión a los límites de acción política que el impone el capital: el pragmático solo se mueve en el marco impuesto por el poder, nunca quiere superarlos. Por esto, en la práctica cotidiana, el pragmatismo realista no combate a muerte la civilización del capital, su profundo racismo.
El «más feroz y despiadado eurocentrismo»38 de Bernstein es inseparable de su desprecio de la dialéctica, de su mecanicismo justificador de la supremacía blanca y del atraso de los pueblos y culturas no blancas. Las muchas formas de racismo expresan la hondura irracional del sentido común occidental de entonces y de ahora, al margen de sus cambios formales. Tanto el mecanicismo que tiembla ante la contradicción, como el eurocentrismo que tiembla ante las guerras de liberación anti imperialista, se sustentan en el sentido común y lo refuerzan a la vez. Ahora volvamos a Marcuse cuando dice que la antidialéctica de Bernstein:
[…] significaba el renacimiento del sentido común como órgano de conocimiento. El derrocamiento dialéctico de lo «fijo y estable» había sido emprendido en interés de una verdad más alta, capaz de disolver la totalidad negativa de objetos y procesos «ya elaborados». Se renunciaba ahora a este interés revolucionario en favor de un estado de cosas estables y seguro que, según el revisionismo, evoluciona lentamente hacia una sociedad racional[39.
La Segunda Internacional –y el anarquismo– comenzó impulsando una fuerte lucha cultural cotidiana que, al margen ahora de sus límites economicistas, chocó rápidamente con el sentido común: por ejemplo, los esfuerzos de concienciación y organización de la mujer trabajadora que ya venían teorizándose desde Flora Tristan, los esfuerzos por la alfabetización, por la educación sanitaria, etc., fueron apreciables. Sin embargo, en la medida en que creía la burocracia interna y el parlamentarismo, en esa medida la lucha cultural y con ella la crítica del sentido común, se suavizaba y debilitaba. Un ejemplo demostrativo de la actualidad de aquella lucha lo tenemos en las impresionantes vidas de revolucionarias como Clara Zetkin, Rosa Luxemburg, Emma Goldman…, sobre las que no podemos extendernos ahora porque, para este estudio, nos interesa analizar el papel de la dialéctica en la crítica radical del sentido común y en esta cuestión hay dos aportaciones de Lenin que debemos reseñar.
Uno es su análisis sobre el espontaneísmo y las diferentes conciencias que existen en su interior, pero sobre todo la afirmación básica para la lucha contra el sentido común que «el “elemento espontáneo” no es sino la forma embrionaria de lo consciente»[40. Es decir, cuando surge una lucha espontánea es porque el sentido común no puede anular el desarrollo embrionario de lo consciente, por pequeño que sea, que siempre tiene un agarre material en pequeñitos pero resistentes grupos de militancia. En otras palabras, porque está fallando el sistema de mediaciones[41 que protegen al capital, que, como un colchón, absorben las tensiones sociales y, como una alcantarilla, las desvían hacia a las cloacas institucionales y «democráticas».
Se trata por tanto de realizar una pedagogía de concienciación radical que debe ampliarse en lo teórico, en lo político y en lo organizativo en la medida en que se extiende esa espontaneidad[42. Lenin sostiene que «En realidad, se puede “elevar la actividad de la masa obrera” únicamente a condición de que no nos limitemos a hacer “agitación política en el terreno económico”. Y una de las condiciones esenciales para esa extensión indispensable de la agitación política consiste en organizar denuncias políticas en todos los dominios. Solo esas denuncias pueden elevar la conciencia política y la actividad revolucionaria de las masas»[43.
Lenin propone tres métodos de concienciación política: agitación, propaganda y explicación teórica[44, pero ese esfuerzo ha de ser imaginativo, creativo, ilusionante, y escribe: «“¡Hay que soñar!”. He escrito estas palabras y me he asustado», y a continuación cita a Pisarev:
Mis sueños pueden adelantarse al curso natural de los acontecimientos o bien desviarse hacia donde el curso natural de los acontecimientos no puede llegar jamás. En el primer caso, los sueños no producen ningún daño, incluso pueden sostener y reforzar las energías del trabajador… […] Si el hombre estuviese privado por completo de la capacidad de soñar así, si no pudiese adelantarse alguna que otra vez y contemplar con su imaginación el cuadro enteramente acabado de la obra que empieza a perfilarse por su mano, no podría figurarse de ningún modo qué móviles le obligarían a emprender y llevar a cabo vastas y penosas empresas en el terreno de las artes, de las ciencias y de la vida práctica… La disparidad entre los sueños y la vida no produce daño alguno siempre, siempre que el soñador crea seriamente en su sueño, se fije atentamente en la vida […][45.
Lenin concluye: «Pues bien, los sueños de esta naturaleza, por desgracia, son rarísimos en nuestro movimiento. Y la culpa la tienen, sobre todo, los representantes de la crítica legal y del “seguidismo” ilegal que presumen de su sensatez, de su “proximidad” a lo “concreto”»[46. La sensatez, la prudencia, la madurez, la cordura… ¿acaso no son atributos del sentido común si los entendemos según la ideología burguesa? Poco más de un año después de escribir el ¿Qué hacer?, Lenin escribe una frase que explica por qué su pensamiento causa tanto odio en la prudente cordura de las personas pragmáticas y sensatas: «Lo más simple y fácil es, naturalmente, seguir la línea de menor resistencia y acomodarse cada cual en su rincón, ateniéndose a la regla de “eso no viene conmigo”»[47.
No eran estas las frases de un joven radicalizado, que se olvidarían con la edad. Eran la expresión de una concepción de la vida opuesta a la pasiva sensatez que se enriqueció con los años hasta llegar a escribir esta defensa de lo nuevo en 1919: «Debemos estudiar minuciosamente los brotes de lo nuevo, prestarles la mayor atención, favorecer y “cuidar” por todos los medios el crecimiento de estos débiles brotes […] Es preciso apoyar todos los brotes de lo nuevo, entre los que la vida se encargará de seleccionar a los más vivaces»[48. En 1920 insistió a la juventud en que «el comunista que se vanagloriase de su comunismo simplemente por haber recibido unas conclusiones ya establecidas, sin haber realizado un trabajo muy serio, muy difícil y muy grande, sin haber analizado los hechos, frente a los que está obligado a adoptar una actitud crítica, sería un comunista muy lamentable […] Ustedes tienen que hacerse comunistas a partir de ustedes mismos […] Toda la educación, toda la instrucción y toda la enseñanza de la juventud contemporánea deben inculcarle la moral comunista»[49.
Para la mentalidad que busca el equilibrio y en todo caso la lenta evolución de lo previsible, lo nuevo le causa zozobra y ansiedad, más si cabe si el impulso de lo nuevo por pequeño que sea corresponde una concepción revolucionaria. Fue esta concepción de la praxis vital la que le permitió darse cuenta del peligro político que encerraban las tesis de la corriente de Bogdanov, Lunacharski y otros compañeros de partido. Se embarcó en una áspera discusión aun reconociendo sinceramente su limitada formación filosófica[50. En 1908 escribió Materialismo y empirocriticismo porque constató que «entre los bolcheviques se estaba asentando una interpretación de la dialéctica que negaba la “contradicción” a favor del “equilibrio” y vislumbró en esta interpretación los ecos del derrotismo político intelectual»[51.
La sangrienta derrota de 1905 había destrozado a las izquierdas. La doble política zarista de represión brutal y reformas puntuales reforzaron en algunos grupos exiliados la ilusión de que era posible y necesaria otra política. La corriente más representativa era la de la «construcción de Dios»: crear una religión que uniese marxismo y cristianismo para, así, atraer al campesinado. Esta corriente se relacionó con el empiriocriticismo[52, que separaba al sujeto cognoscente del objeto exterior a conocer, siguiendo a Hume, Kant, Avanerius y Mach.
Se trataba de dilucidar si la realidad objetiva existía fuera y al margen de la subjetividad y qué relaciones existían entre ellas. Las críticas anteriores a Bogdanov de Axelrod, Deborin y Plejanov[53 no tenían la carga política de la de Lenin, que era a la vez filosófica y política porque atañía a la posibilidad de conocer y revolucionar el mundo: «El materialismo puede así definirse como una igualdad de las cosas entre sí. Negativamente, es la lucha contra el idealismo que quiere reducir lo real al pensamiento. Positivamente, afirma la identidad y la igualdad de los elementos del mundo, responsables ellos mismos de su ser y de su inteligibilidad. El inmanentismo filosófico de Lenin era ante todo un combate emancipador»[54. Su preocupación político-filosófica era innegable: combatió la «esclavitud espiritual»[55 en dos textos sobre la religión entre mayo-junio de 1909.
Aunque Lenin no presta atención al fetichismo de la mercancía, el debate que plantea ataca al corazón del sentido común porque plantea problemas inaceptables para el poder, como el que, para Lenin, «la dialéctica es el movimiento efectivo de la negación presente en cada cosa»[56. Es precisamente esta concepción la que explica por qué los vertiginosos avances de la ciencia muestran que Materialismo y empiriocriticismo «tiene valor heurístico para comprender las nuevas ciencias y problemas cruciales de nuestro tiempo»[57, a pesar de la ausencia del análisis del papel castrador del fetichismo en el potencial del pensamiento crítico al fortalecer al sentido común. En el penúltimo capítulo volveremos sobre el potencial heurístico de la obra de Lenin.
Lenin mostró aun así el potencial heurístico de su libro en 1914, estudiando sistemáticamente a Hegel para comprender mejor los profundos cambios mundiales que habían culminado en la Primera Guerra Mundial desbordando el poder explicativo de su obra hasta entonces. Aquí es muy oportuno leer a J.L. Acanda: «Lenin nunca se repitió a sí mismo […] es un hombre que se hace autocríticas en la medida en que la realidad critica su teoría»[58. En 1914 Lenin necesitaba mucho más porque las contradicciones interimperialistas eran mucho más terribles y por eso redactó los Cuadernos filosóficos: «Todo esto indica que existen diferencias notables entre 1908 y 1914, pero no que exista una ruptura radical»[59.
Para nuestro interés actual destacan sus borradores sobre la Ciencia de la Lógica de Hegel, en concreto sobre la Esencia y el Concepto, más especialmente sobre las transformaciones que hacen que la diferencia salte a oposición y esta a contradicción, cuando estudiemos la distinción que establece Gramsci entre sentido común y buen sentido. Ahora, queremos referirnos a los famosos Elementos de la dialéctica y Sobre el problema de la dialéctica[60. De este último extractamos la siguiente cita que muestra cómo funciona un pensamiento dialéctico en su permanente lucha para liberarse del sentido común:
La identidad de los contrarios (sería más correcto, quizá, decir su «unidad» –aunque la diferencia entre los términos identidad y unidad no es aquí particularmente importante. En cierto sentido ambos son correctos) es el reconocimiento (descubrimiento) de las tendencias contradictorias, mutuamente excluyentes, opuestas, de todos los fenómenos y procesos de la naturaleza (inclusive el espíritu y la sociedad). La condición para el conocimiento de todos los procesos del mundo en su «automovimiento», en su desarrollo espontáneo, en su vida real, es el conocimiento de los mismos como una unidad de contrarios. El desarrollo es la «lucha» de contrarios. Las dos concepciones fundamentales (¿todos posibles?, ¿o dos históricamente observables?) del desarrollo (evolución) son: el desarrollo como aumento y disminución, como repetición, y el desarrollo como unidad de contrarios (la división de una unidad en contrarios mutuamente excluyentes y su relación recíproca).
En la primera concepción del movimiento, el AUTOmovimiento, su fuerza IMPULSORA, su fuente, su motivo, queda en la sombra (o se convierte a dicha fuente en externa: Dios, sujeto, etc.). En la segunda concepción la atención principal se dirige precisamente hacia el conocimiento de la fuente del «AUTO»-movimiento.
La primera concepción es inerte, pálida y seca. La segunda es viva. Solo la segunda proporciona la clave para el «automovimiento» de todo lo existente; solo ella proporciona la clave para los «saltos», para la «ruptura de la continuidad», para la «trasformación en el contrari», para la destrucción de lo viejo y el surgimiento de lo nuevo.
La unidad (coincidencia, identidad, acción igual) de los contrarios es condicional, temporaria, transitoria, relativa. La lucha de los contrarios mutuamente excluyentes es absoluta, como son absolutos el desarrollo y el movimiento[61.
Tengamos en cuenta que estos apuntes son borradores no pensados para la publicación, sino en un proceso de autocrítica y profundización para ser luego plasmados en un artículo sobre Marx que le habían encargado. Sin embargo, las limitaciones obligadas a todo borrador no le restan valía sino al contrario: en ellos vemos el accionar interior de su método, o como lo ha expresado Raya Dunayevskaya en su texto sobre cómo Ilich Ulianov reinició su estudio de Hegel: «Lenin y la dialéctica: un cerebro en acción»[62, que aplicó el principio dialéctico de la negatividad no solo al sentido común de su época, la imperialista, sino porque mostró que ese principio era vital para la correcta autocrítica de las derrotas revolucionarias, del reformismo, del burocratismo, es decir, de cualquier pensamiento dócil:
Como la traición del socialismo venía desde el interior del movimiento socialista, el principio dialéctico de la transformación de lo opuesto, el discernimiento de la contra-revolución en la revolución misma llegó a ser fundamental; la singularidad de la dialéctica como automovimiento, autoactividad, autodesarrollo, consistía en que tenía que ser «aplicada», no solo contra los traidores y los reformistas sino también en la crítica a los revolucionarios que consideraban lo subjetivo y lo objetivo como dos mundos separados. Y como la «negatividad absoluta» va de la mano del movimiento dialéctico de la transformación en lo opuesto, constituye la principal amenaza para cualquier sociedad[63.
Los dos borradores que recomendamos son auténticas cargas de profundidad contra el sentido común. En realidad, lo fue toda su obra, de la que no podemos reseñar aquí más que dos textos: uno, el terrible ataque contra el sentido común del poder adulto defendiendo a muerte la independencia de la juventud[64 a finales de 1916 y, otro, su charla sobre materialismo militante[65 de 1922. La versión de la Editorial Progreso de 1976 sobre cultura y revolución cultural, estrechamente unidas a la lucha contra el sentido común, simplifica mucho la policromía y radicalidad de su combate frontal contra la hondura de la ideología burguesa, sobre todo en su plasmación práctica. Nos hacemos una idea exacta del hundimiento de componentes esenciales del poder burgués y de su sentido común, leyendo a Victor Serge al describir los avances democráticos basados en la conciencia revolucionaria pese al durísimo ataque imperialista:
El reconocimiento legal de la unión libre, la facilidad de divorcio, la legalización del aborto, la emancipación completa de la mujer, el fin de la autoridad del jefe de familia y el de la autoridad religiosa, no produjeron en la práctica ningún debilitamiento de los lazos familiares. Aquella destrucción de toda clase de trabas vino a sanear y a simplificar la vida casi sin provocar crisis. La criminalidad propiamente dicha no era en Petrogrado y en Moscú superior a la de tiempos de paz. No desapareció del todo la prostitución, pero al desaparecer las clases ricas, que eran las que la sostenían, quedó reducida a proporciones relativamente insignificantes[66.
La rapidez con la que se hundió el poder material, cultural e ideológico en varias de sus estructuras básicas, precisamente de las más fuertemente irracionales del sentido común, muestra la corrección de la lucha bolchevique en concreto pero también de otras varias corrientes revolucionarias, muy especialmente de las mujeres trabajadoras, contra este monstruo, cuyos primeros principios aparecen teóricamente asentados en el Qué hacer de 1902. En los primeros años los debates sobre la «revolución cultural», el arte, la sexualidad, la pedagogía, las relaciones familiares, etc., fueron muy creativos, pero la degeneración burocrática imparable desde finales de los alos veinte, que E. H. Carr define un poco indulgentemente como «pautas dictatoriales»[67, barrió con casi todo.
Una descripción tétrica de la desertización del marxismo por la burocracia la encontramos en el nada «sospechoso» Eric J. Hobsbawm[68 en su minuciosa investigación sobre las peripecias, censuras, recortes y tardanzas deliberadas en las ediciones de las obras de Marx y Engels, también en la URSS. Especial importancia tiene la brillante crítica realizada por Wilhelm Reich de la «nueva forma de vida» o «reacción sexual»[69 que la burocracia empezó a imponer tímidamente desde 1923 contra los impresionantes avances en la emancipación humana nunca realizados. Debiéramos profundizar aquí algo sobre cómo fue destruida cualquier posibilidad de recuperación de la subjetividad revolucionaria latente en el freudismo de izquierda[70, pero sería extendernos demasiado. Muchos de los llamados «viejos bolcheviques» criticaron el retroceso en las libertades y su impacto en la conciencia, pero prácticamente todos fueron exterminados para finales de los años treinta. Por ejemplo Trotsky en 1936 con su estudio sobre la familia, la juventud y la cultura nacional[71. Los retrocesos en estas y otras problemáticas acelerarían la implosión de la URSS.
La aportación de Lenin a la crítica del sentido común radica en que, además de sostener que existe un embrión de consciencia que emerge en la espontaneidad de las masas desbordando el poder del sentido común como una de las principales mediaciones del capital, además de esto, es decisiva la acción política en el fortalecimiento de dicho embrión de consciencia y la crítica del método dominante de pensamiento mediante la radicalidad de la dialéctica materialista, atea y liberadora. En este punto, los Cuadernos filosóficos son imprescindibles. En sus anotaciones sobre el Concepto, en concreto sobre la idea, Lenin escribe estas palabras que prenden la mecha del polvorín del sentido común:
Ni la negación vacía, ni la negación inútil, ni la negación escéptica, la vacilación y la duda son características y esenciales de la dialéctica –que sin duda contiene el elemento de negación, que es, en verdad, su elemento más importante – ; no, sino la negación como un momento de la conexión, como un momento del desarrollo, que mantiene lo positivo, es decir, sin vacilaciones, sin eclecticismos.
La dialéctica consiste, en general, en la negación de la primera proposición, en su reemplazo por una segunda (en la transición de la primera a la segunda, en la demostración de la conexión que existe entre la primera y la segunda, etc.). La segunda puede ser convertida en el predicado de la primera[72.
La negatividad es el elemento más importante de la dialéctica porque aviva la lucha de contrarios desde su interior mismo. El sentido común es inconciliables con esta concepción revolucionaria.
Con Gramsci sucede prácticamente lo mismo que con la mayoría de las y los marxistas –y de los anarquistas– que tuvieron y tienen que elaborar su praxis en duras condiciones vitales, en la inseguridad ante la represión, en la pobreza y falta de medios, en la cárcel, el exilio o la clandestinidad, bajo la presión en contra de las burocracias de sus partidos, en medio del aislamiento y desprestigio burgués. Otra identidad de los marxistas y de Gramsci es su amplísimo conocimiento, sus variados temas de estudio, su visión de que la realidad ha de ser estudiada en su multiplicidad y en su unicidad…
Gramsci nace en 1891 y muere en abril de 1937 nueve meses después de la publicación del libro de Trotsky. Al igual que Lenin, Trotsky y muchos marxistas de la época, tampoco presta atención notoria a las cadenas fetichistas. En este texto no podemos valorar en detalle las lagunas de sus ideas y cómo fueron y son utilizadas por diversas corrientes que van desde el reformismo más culturalista hasta el centro-izquierda de la «hegemonía de la sociedad civil». Tampoco vamos a analizar su giro de 1923 – 1924 desde la izquierda hasta la búsqueda de una alianza centrista con sectores burgueses destinada a parar el avance fascista, giro que le permitió recurrir a métodos burocráticos[73 para hacerse con la dirección del Partido Comunista Italiano (PCI) hasta su detención.
Se debate mucho sobre la forma de escribir de Gramsci. Es verdad que ya en sus primeros escritos, especialmente en los que se trata de los consejos obreros, llaman la atención sus «ambiguas expresiones»[74, lo que unido a su carácter polémico ha dado pie a diversas interpretaciones en una problemática tan decisiva o más que la de la hegemonía u otras. También es muy posible que «lo opaco y oblicuo»[75 de sus reflexiones carcelarias sobre el Estado, el partido, la revolución en Occidente, etc., sea en parte debido a que su formación antes de ser detenido en 1926 estaba influenciada por la deriva de la Tercera Internacional, desde 1924, hacia lo que sería el estalinismo.
La cárcel agudizó esa forma de expresarse un tanto imprecisa que sólo llegó a una cierta sistematicidad al final de su vida. Las famosas «antinomias»[76 debilitan la riqueza de algunas de sus ideas, por ejemplo «El uso del término hegemonía se ha hecho cada vez más amplio y ambiguo […] tiene un empleo bastante laxo. Aunque la hegemonía se ha convertido en una cuestión clásica en los estudios sociales, no contamos con una teoría suficientemente sistemática y con orientaciones para su operacionalización»[77. De la misma forma que «los distintos conceptos y las categorías desarrolladas por Gramsci y que forman parte de su particular universo intelectual: hegemonía, filosofía de la praxis, nacional-popular, reforma intelectual y moral, revolución pasiva, guerra de posiciones o bloque histórico, han sido ampliamente utilizadas por un gran número de intelectuales. Pero como ha ocurrido con otros autores, no siempre se hizo una lectura filológicamente correcta de su obra, ni ceñida a la necesaria contextualización histórica»[78.
Ahora bien, estas y otras peculiaridades de los textos gramscianos, especialmente los de la cárcel, no anulan la profundidad de su aportación global que, una vez más, queda demostrada en el amplio temario de problemas sociales planteado a raíz de lo que puede aportar Gramsci a Nuestramérica. Por ejemplo, aclarando las confusiones en el debate sobre la «guerra de posiciones» o la «guerra de movimientos» queda superado las condiciones objetivas: Isabel Monal está en lo cierto cuando sostiene que:
Gramsci no está excluyendo ni liquidando la guerra de movimientos. Ningún marxista verdaderamente dialéctico caería en un dogma semejante […] Ocasionalmente por tanto, cabe y se impone recurrir a la guerra de movimientos; es el análisis concreto de la situación concreta y lo que Gramsci denominaba relación de fuerzas las que determinan cuándo y de qué forma debe y puede recurrirse a ella de manera eventual. Una cosa debe quedar bien clara, no es cuestión de que el sistema «ceda» parcelas, sino que estas deben ser tomadas, arrebatadas a través de las luchas sociales, en particular las luchas de clases. Se trata de la guerra de posición de los oprimidos[79.
No hemos escogido este ejemplo al azar. La cuestión del contenido político-militar de la estrategia revolucionaria, es decir, la de saber por qué, cuándo, cómo y para qué hay que pasar de la «guerra de posiciones» a la de «movimientos» recorre absolutamente toda la historia del socialismo, y también de las utopías rojas pre-socialistas, con las limitaciones de sus contextos preburgueses. Es por tanto una constante que reaparece siempre en la historia de la lucha de clases y por ello en las sucesivas formas del sentido común de cada época, como medio de control y dominación en esa época. Ya en la fase de 1929 – 1932 Gramsci avanzaba la táctica de «guerra de posición» enfrentada a la «guerra de movimientos»[80, un brevísimo escrito que justo pasa de dos mil caracteres marcando las diferencias con Trotsky, lo que ha dado pie a muchos debates; mientras que en otros dos[81 más extensos solo analiza cuestiones históricas.
Pasando a la cuestión de las tergiversaciones interesadas de las ideas de Gramsci, sobre todo a partir de las manipulaciones de Norberto Bobbio[82, se comprueba la importancia del componente político-militar esencial en la estrategia revolucionaria, analizando el porqué y el para qué de las dos grandes corrientes que han manipulado con descaro las ideas del comunista corso, tal como explica J.L. Acanda: la iniciada por Norberto Bobbio sobre que Gramsci se centraba en la «superestructura cultural» y la del PCI que aseguraba que Gramsci justificaba el «compromiso histórico» con la burguesía[83. Pensamos que ya había en aquellos años –finales de los años sesenta y comienzos de los noventa – , una línea reformista interna que unía ambas tergiversaciones, que reapareció impúdicamente en el neo-reformismo referenciado en Syriza y otras fuerzas similares.
Virginia Fontes denuncia los malabarismos con los que intelectuales mezclaron términos gramscianos como hegemonía, sociedad civil y revolución pasiva siguiendo las indicaciones de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe para crear una concepción de la hegemonía «sin vínculos concretos con la estructura productiva y con las modalidades de coerción, convirtiéndose en pieza retórica»[84. Se trata de expulsar la lucha de clases de la realidad sustituyéndola por la retórica de la «democracia radical». La autora insiste con razón en que, dadas las condiciones de Nuestramérica, hay que diferenciar con extremo rigor los usos antagónicos del término «sociedad civil»: el de la burguesía y el imperialismo, del sentido y uso político que dio Gramsci a la «sociedad civil», etc.
Gramsci era muy consciente de las limitaciones que debía superar y por eso se esforzó por precisar lo más posible sus conceptos. Un ejemplo lo tenemos en el uso abstracto de los términos filosofía, filosofía de la práctica, intelectuales orgánicos o populares, etc. No hay duda de que se refiere al marxismo, a la concienciación que deben realizar los intelectuales revolucionarios y a las tareas del partido. Veamos su definición de «ideología»: «la filosofía de la práctica representa una superación clara […] (de la ideología) la filosofía de la práctica contiene implícitamente un juicio de desvalor y excluye que para sus fundadores hubiera que buscar el origen de las ideas en las sensaciones»[85.
Sin entrar aquí al debate, importante en sí, sobre las diferencias entre la ideología como falsa conciencia, como conciencia invertida, etc., y la ideología como conjunto de opiniones sociales de las diversas clases en lucha, lo cierto es que Gramsci también marca una diferencia cualitativa entre marxismo o filosofía de la práctica e ideología, lo que es decisivo para saber qué es el sentido común y su complejidad. Pero, tocando ya el tema del sentido común, veamos una de sus opacidades y ambigüedades opacas. En un texto titulado El lenguaje, los idiomas y el sentido común, Gramsci no diferencia entre «sentido común» y «buen sentido»:
¿En qué consiste exactamente el mérito de lo que suele llamarse «sentido común» o «buen sentido»? No solo en el hecho de que el sentido común emplee el principio de causalidad, aunque solo sea implícitamente, sino en el hecho mucho más restringido de que, en una serie de juicios, el sentido común identifica la causa exacta y simple al alcance de la mano y no se deja desviar por enredos y abstrusidades pseudoprofundos, pseudocientíficos, etc. El sentido común no podía dejar de ser exaltado en los siglos XVII y XVIII, cuando se reaccionó contra el principio de autoridad representado por la Biblia y Aristóteles; se descubrió que en el sentido común había cierta dosis de «experimentalismo» y de observación directa de la realidad, si bien empírica y limitada[86.
En otros textos Gramsci parece admitir una diferencia muy difusa entre sentido común y buen sentido. Veamos, cuando precisa el término escueto de «filosofía», escribe: «Todos los hombres son “filósofos”, definiendo los límites y los caracteres de esta “filosofía espontánea” propia de “todo el mundo”, o sea de la filosofía contenida: 1) en el mismo lenguaje, que es un conjunto de nociones y conceptos determinados, y no ya solo de palabras gramaticales vacías de contenido; 2) en el sentido común y en el buen sentido; 3) en la religión popular y también, por tanto, en todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, modos de ver y de obrar que desembocan en lo que generalmente se llama “folklore”»[87.
Analizando las relaciones entre espontaneísmo y dirección consciente, Gramsci aclara que «“espontáneos” en el sentido de no debidos a una actividad educadora sistemática por parte de un grupo dirigente ya consciente, sino formados a través de la experiencia cotidiana iluminada por el sentido común, o sea, por la concepción tradicional popular del mundo, cosa que muy pedestremente se llama “instinto” y no es sino una adquisición histórica también él, solo que primitiva y elemental)»[88. Esta espontaneidad del sentido común elemental y primitivo es utilizada como fuerza reaccionaria por la derecha siempre que la izquierda no ha concienciado internamente al pueblo, ha abandonado la lucha contra ese sentido común, lo que le exige una formación teórica apreciable: «La realidad abunda en combinaciones de lo más raro y es el teórico el que debe identificar en esas rarezas la confirmación de su teoría, “traducir” a lenguaje teórico los elementos de la vida histórica, y no al revés, exigir que la realidad se presente según el esquema abstracto»[89.
Sobre las diferencias entre ambos «sentidos», el bueno y el común, más adelante precisará que: «“Sentido común” es un nombre colectivo, como “religión”; no existe un sentido común solo, sino que también el sentido común es un producto y un devenir histórico. La filosofía es la crítica y la superación de la religión y del sentido común, y de este modo coincide con el “buen sentido”, que se contrapone al sentido común»[90. ¿Qué es y cómo se forma el «“buen sentido” común»? Gramsci reconoce que el sentido común «contiene una invitación implícita a la resignación y a la paciencia, pero parece que su punto significativo más importante es la invitación a la reflexión». Dice que el sentido común alberga «maneras de decir populares que podrían juntarse con las expresiones análogas de los escritores de carácter popular» generando una forma de pensar orientada a la toma de conciencia: «Este es el núcleo sano del sentido común, precisamente lo que se podría llamar buen sentido común»[91.
Sobre este particular, Jean-Marc Piotte explica que «el sentir de la clase obrera es, naturalmente, una amalgama de concepciones del mundo heterogénea y heteróclita. Gramsci hace hincapié a menudo en sus apuntes sobre lo que de contradictorio tienen las ideologías vividas por la clase obrera. Hay un sentir propio de la clase obrera, que se apoya en las experiencias originales vividas por ella; este sentir original e independiente, Gramsci lo denomina “el buen sentido”; sobre este sentir debe fundarse el partido, descartando la influencia ideológica de las demás clases así como las ideologías particulares de algún sector determinado de la clase obrera»[92.
Profundizando en el espontaneísmo, Piotte dice, para Gramsci, existen muchas direcciones conscientes «pero estos elementos no se articulan entre ellos ni se encuentran unificados alrededor de unos principios coherentes que sean predominantes, pues, además de surgir del núcleo del “buen sentido” de las masas populares, remiten a un conjunto de ideologías extrañas a las profundas aspiraciones de las masas»[93. Se trata, por tanto, de separar el grano de la paja dentro del contradictorio sentido común del pueblo, tarea larga, difícil y que requiere la formación teórica suficiente rescatar y actualizar lo poco pero muy valioso que hay de «buen sentido» en la amalgama heteróclita y heterogénea del sentido común: «Este núcleo de “buen sentido”, este mínimo de propia reflexión en las masas populares existe en todo movimiento espontáneo. Las clases subalternas no son puros receptáculos; no se hallan enteramente condicionadas por la ideología de las clases dominantes; piensan por ellas mismas, hasta un cierto nivel»[94.
Como síntesis de lo visto hasta aquí, leamos a Virginia Fontes: «El sentido común, plagado de contradicciones, contiene un núcleo fundamental de buen sentido y no debe ser borrado o reprimido sino analizado, comprendido y sentido»[95. Descubrir el núcleo «positivo» que late en el sentido común, exige antes que nada profundizar hasta las contradicciones irracionales e inconscientes que limitan grandemente el desarrollo de las potencialidades de la conciencia; exige desarrollar la dialéctica entre la subjetividad y la objetividad, lo que nos lleva entre otras cosas a las relaciones entre el marxismo, el freudismo de izquierdas y demás aportaciones críticas al respecto. En la época en la que ahora nos movemos, entre la muerte de Lenin y la encarcelación de Gramsci, esta limitación era aplastante, pese a las referencias a Freud del segundo.
Salvo error nuestro, lo más probable es que Gramsci no llegara a estudiar los Cuadernos filosóficos de Lenin cuya primera publicación en ruso fue en 1933. De cualquier modo, debemos preguntarnos sobre las posibles conexiones entre el «sano sentido común» de Gramsci y el potencial de la imaginación corriente, que no de la enriquecida mediante el estudio y la heurística, que Lenin define así en sus anotaciones sobre la esencia tal cual la define Hegel en Ciencia de la lógica:
La imaginación corriente capta la diferencia y la contradicción, pero no la TRANSICIÓN de lo uno a lo otro, que es lo más importante.
La inteligencia capta la contradicción, la anuncia, pone las cosas en relación unas con otras, «deja entrever el concepto a través de la contradicción», pero no expresa el concepto de las cosas y de sus relaciones.
La razón pensante (el entendimiento) aguza la diferencia embotada de la variedad, la simple multiplicidad de la imaginación hasta convertirla en una diferencia esencial, en una oposición. Solo al llegar a la cúspide de la contradicción cobra lo diverso movilidad (regsam) y vida en sus relaciones mutuas, recibe –palabra tachada por Lenin después de escribirla en su manuscrito – , adquiere la negatividad que es la pulsión inmanente del automovimiento y la vitalidad[96.
Para este texto, podemos relacionar lo que Lenin denomina «imaginación corriente», con el «sentido común» gramsciano y, por tanto, podemos estudiar el crucial problema de captar el momento de la transición entre diferencia, oposición y contradicción, utilizando el término de «momento» en su acepción hegeliana de «momento de conexión, momento de concatenación»[97, como recuerda Lenin. Por su parte, Guillermo Pessoa también explica los tres momentos fundamentales en el devenir de la dialéctica del conocimiento: diferencia, oposición y contradicción[98, momentos de transición cualitativa en el proceso reflexivo que de realizarse pueden llevarnos a la verdad y a la libertad, siempre que en el interior de cada salto optemos prácticamente por ellas.
Captar la TRANSICIÓN, con mayúscula y cursiva para seguir con la importancia que le otorga Lenin, de lo diferente a lo opuesto, y de aquí a lo contrario es materializar el proceso por el cual la inteligencia descubre que ha habido un salto cualitativo en la unidad de contrarios que define a la realidad, elaborando así el concepto que expresa esa nueva contradicción. El sentido común no puede ni siquiera sospechar que pueda realizarse este proceso de pensamiento lleno de saltos, de transiciones de una fase a otra, durante las cuales la persona –o el colectivo– tiene que abandonar la falsa seguridad basada en la equidistancia entre los extremos, en la indiferencia egoísta ante las injusticias de la vida real.
Llega un momento en el que las contradicciones objetivas fuerzan a la imaginación corriente a chocar con sus límites, muy parecidos o idénticos a los del sentido común. Entonces la imaginación corriente ha de descubrir que lo diferente se ha convertido en su contrario, pasando por su opuesto. Lo diferente es tolerable porque no implica conflicto, lucha, sino consenso, diálogo, normalidad, esa mentira destrozada por Pascualina Curcio[99. Lo opuesto es rechazable porque descubre las enfrentadas esencias de las diferencias existentes, de modo que el consenso pierde de entrada casi toda su efectividad de lo que llaman «solución pacífica».
Y lo contrario es lo definitivamente inaceptable para el sentido común porque es el grado más alto, la cúspide, de lo que hace antagónicas las diferencias iniciales, haciéndolas insoportables y rompiendo así la reaccionaria comodidad hipócrita de los explotadores y forzando a las explotadas a enfrentarse a sus miedos y dependencias en su misma praxis liberadora. La imaginación corriente, como el sentido común, se enfrenta entonces a lo contrario en una dura transición en la que se juega su futuro, pero siente miedo a lo nuevo y se echa para atrás, a la seguridad de lo corriente, de lo sensato. Estas transiciones, que pueden ser abortadas y de hecho lo son, tienen tanta importancia en la superación revolucionaria del sentido común que nos extenderemos sobre ellas en el último capítulo dedicado a la política y al poder.
Gramsci comprende que en ese momento la lógica formal choca con la «ley de la tendencia», forma astuta de referirse a la lógica dialéctica sin nombrarla para burlar la censura, y pregunta: «¿No implica precisamente una nueva “inmanencia”, una nueva concepción de la “necesidad” y de la libertad, etc.?»[100. Gramsci está en lo cierto. La «ley de la tendencia» muestra que la unidad y lucha de contrarios genera posibilidades, vías latentes que van siendo descartadas por la misma lucha de contrarios hasta que llega el momento decisivo del salto cualitativo a lo nuevo: las tensiones crecientes que anidan en lo diferente exigen la irrupción de un contrario nuevo.
Durante este proceso, se forman nuevas necesidades y se experimentan o se desean libertades nuevas que a su vez, más adelante, darán pie a nuevas luchas. La posibilidad de la derrota, del retroceso, está siempre presente; la probabilidad del fracaso o de la victoria depende de cómo actúe la conciencia política desbordando a la imaginación corriente, al sentido común, mostrando que ya se ha producido el tránsito de la diferencia a la contradicción, y que es vital acabar con esa contradicción. El sentido común y la imaginación corriente, no dan ese salto, retroceden espantados a la falsa protección el poder explotador aunque eso les obligue a renunciar a la libertad. Volvemos así al punto basal de la dialéctica de la praxis.
A este respecto, Karel Kosik argumentó acertadamente en un debate en 1967 que a pesar de que todavía no estaban suficientemente esclarecidos conceptos que empleaba Gramscí, sí se podía afirmar que su aportación al sentido de la filosofía de la praxis era muy válida ya que se centraba en proceso de creación de lo nuevo:
La filosofía de la praxis supera la insuficiencia del pensamiento antiguo y adjudica a la creación humana un carácter auténtico, de donde se sigue que la presencia del hombre en el mundo no está restringida al esclarecimiento y a la comprensión de esto que existe ya, sino que al mismo tiempo significa la creación de lo nuevo: lo cualitativamente nuevo aparece por intermediación del hombre. La filosofía de la praxis supera la deformación unilateral del pensamiento cientificista y técnico porque comprende la praxis, es decir, la unidad del hombre y del mundo, como la verdad en devenir, subraya que la praxis sin la verdad y la apertura cae al nivel de la técnica y de la manipulación[101.
Gramsci muestra los vaivenes, las contradicciones y el proceso tendencial de la verdad como devenir, como praxis creadora de lo nuevo, ahondando en la dialéctica de la tendencia a la caída de la tasa media de ganancia, Gramsci se pregunta sobre cuándo y cómo el capitalismo mundial puede llegar a una situación crítica, responde:
Las fuerzas que contrarrestan la ley tendencial y que se resumen en la producción de una plusvalía relativa creciente tienen sus límites, dados, por ejemplo, técnicamente por la extensión y la resistencia elástica de la materia, y socialmente por la medida soportable de paro en una determinada sociedad. O sea: la contradicción económica se convierte en contradicción política y se resuelve políticamente en una inversión de la práctica[102.
El sentido común vulgar no puede captar el desarrollo interno que va de lo diferente a lo contrario, y de la contradicción económica a la política, la quel a su vez salta por efecto de esa misma dialéctica, a la «inversión de la práctica», a la lucha revolucionaria. En este devenir lo inmanente especulativo se transforma en inmanente real, es decir, la visión especulativa exterior a la diferencia salta a praxis revolucionaria inmanente a la contradicción, formándose a la vez nuevas concepciones de la necesidad y la libertad. En este proceso, partes del sentido común llegan a ser «buen sentido común», pero no pueden llegar más allá, a ser conciencia teórica revolucionaria, y la razón nos la ofrece Gramsci.
El comunista sardo explica que los métodos del pensamiento lógico como la inducción y la deducción, etc., utilizados por los intelectuales, constituyen «una “especialidad”, no es algo dado por el “sentido común”»[103, o sea, deben ser aprendidos y perfeccionados, lo que es tarea de los intelectuales del pueblo que perfeccionan y practican la filosofía de la praxis y su política inherente: «Una filosofía de la práctica tiene inevitablemente que presentarse al principio con actitud polémica y crítica, como superación del anterior modo de pensar y del concreto pensamiento existente (o mundo cultural existente). Por tanto y, ante todo, como crítica del “sentido común” […] La relación entre filosofía “superior” y el sentido común está garantizada por la “política”, del mismo modo que la política asegura también la relación entre el catolicismo de los intelectuales y el de los “sencillos”»[104. Gramsci sostiene que la política que aplica la Iglesia para mantener el control religioso de los “sencillos” por los intelectuales, debe llegar a ser una política de hierro, de control férreo, porque los “sencillos” empiezan a cuestionar a la Iglesia.
Gramsci se mueve en los mismos parámetros que la mayoría de los marxistas que no hacen apenas referencia al fetichismo como secreto del sentido común, o que no hacen ninguna referencia. La inclusión de la política como mediación necesaria, en su doble sentido de revolucionaria y reaccionaria, rellena parcialmente ese vacío por cuanto apunta al decisivo problema del poder, sin el cual el sentido común sobreviviría relativamente poco. Tal debilidad no anula totalmente su validez, sino que solamente muestra sus límites, el hecho de que su poder crítico y liberador únicamente pueda llegar al nivel político cotidiano, pero se debilita mucho cuando debe atacar al «mundo subjetivo».
En sus lecturas de Freud, Gramsci muestra un avance: en una nota reconoce que no ha podido estudiarlo, pero parece que: «La lucha contra el orden jurídico se realiza a través del análisis psicológico freudiano»[105. En otra nota, define como necesario su estudio, lo que le permite denunciar el «conformismo social»[106, y ofrece sugestivas reflexiones sobre las relaciones del psicoanálisis con las diversas expresiones de la estructura psíquica dominante según la pertenencia de clase, etc., ideas que ya estaban siendo desarrolladas en parte en esos momentos por corrientes freudo-marxistas, luego por algunas corrientes de la Escuela de Frankfurt y por la psiquiatría crítica un poco después. Aun así, se aprecia fácilmente el vacío abierto por la no profundización de la crítica del fetichismo.
Sobre el pragmatismo, Gramsci dice lo siguiente:
Si es verdad que la filosofía es una «política» y que cada filósofo es esencialmente un hombre político, tanto más puede decirse ello del pragmático, que construye la filosofía «utilitariamente» en el sentido inmediato. […] tiende a crear una «filosofía popular» superior al sentido común: es un «partido ideológico» inmediato, más que un sistema de filosofía. […]. Hegel puede ser concebido como el precursor teórico de las revoluciones liberales de 1800. Los pragmáticos, cuando más, han logrado crear el Rotary Club o justificar todos los movimientos culturales conservadores y retrógrados (a justificarlos de hecho y no solo por distorsión polémica, como sucedió con Hegel y el Estado prusiano)[107.
¿Qué es el Rotary Club? Una organización filantrópica burguesa que con el lema de «únete a los líderes»[108 promete relaciones personales y profesionales que ayudan a mejorar la situación mundial. También en Estados Unidos, al igual que en la Europa de finales del siglo XIX, sectores burgueses buscaban métodos de integración del malestar social creciente: la oleada de lucha de clases que en 1902 costó la vida a 14 mineros en huelga y cientos de heridos y detenidos. La patronal regaló un anillo de 1.000 dólares a Mitchell, dirigente del sindicato que dividió y rompió la huelga[109, pero las luchas continuaron. En 1906 Upton Sinclair publicó The Jungle narrando las insufribles condiciones de trabajo en la industria cárnica de Chicago[110, ciudad en la que en 1905 se había fundado Rotary Club: «hombres de negocios y profesionales seleccionados entre los más activos y honorables de la localidad, que se reúnen periódicamente para almorzar y cumplir con los fines rotarios: la ayuda mutua, el desinterés con los subordinados y la protección al desvalido»[111.
Regalar 1.000 dólares de 1902 a un burócrata sindical por traicionar al proletariado sobre los cadáveres de sus compañeros asesinados es un ejemplo de la flexibilidad del capital para compaginar la represión asesina con la podredumbre de las burocracias. La burguesía emplea el pragmatismo para las reformas integradoras y emplea la represión y la muerte para derrotar a quienes siguen luchando.
El nazifascismo fue una confirmación y a la vez una superación del sentido común tal cdmo se estaba pudriendo aceleradamente desde la Primera Guerra Mundial, la oleada revolucionaria iniciada en 1917 a nivel internacional y antiimperialista, y la Gran Depresión de 1929. La reserva de irracionalidad y sumisión autoritaria fue activada no solo por la pequeña burguesía sino por facciones burguesas y algunas del proletariado precarizado en extremo, aunque pocas. Muchas iglesias cristianas apoyaron esa inhumanidad: los luteranos, por ejemplo, recurrieron al racismo y a la ideología profundamente reaccionaria de Lutero[112. Había que salvar la civilización del capital amenazada por el monstruo comunista de la misma forma que Lutero había justificado la masacre del campesinado revolucionario.
Pero el nazifascismo también triunfó por el apoyo que obtuvo de una de las formas en las que se presenta el sentido común: la equidistancia[113, es decir, ese imposible equilibrio juicioso y centrado entre los extremos –de Mussolini, Hitler, Franco…, por un lado, y de Stalin por el contrario– con la que se disfraza la indiferencia ante las contradicciones. No posicionarse ante la lucha de clases sino verla desde fuera, dejando que el capital destroce al trabajo. Pero ya para entonces, en el capitalismo yanqui se desarrollaban formas nuevas de irracionalismo y de sin razón, según avisó Georg Lukács en 1952. De la misma forma que el irracionalismo cambió algunas formas y adquirió algún contenido nuevo, sucedió lo mismo con el sentido común readaptado para el consumismo de masas y de élites deliberadamente impulsado tras la Segunda Guerra Mundial.
La nueva forma del sentido común que empezó a imponerse incluso antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, manteniendo su esencia, como una de las tácticas para contener la extensión e intensificación de la lucha de clases dentro de Estados Unidos: la exigencias de la producción de guerra acabaron con el desempleo, reforzando al proletariado, especialmente a la mujer trabajadora, lo que incrementaba su fuerza al no ser efectivas las amenazas de cerrar las empresas en caso de huelga[114.
Según una encuesta de 1954, el 80% de la población quería privar de los derechos de ciudadanía a los comunistas: «El macartismo generó un temor generalizado a la protesta política, en particular a la referida a las intervenciones militares estadounidenses»[115. Las agresiones imperialistas obtenían así una poderosa legitimidad dentro de Estados Unidos que, a su vez, reforzaba el sentido común porque este se regocijaba en el consumismo desarrollista facilitado por los saqueos de pueblos enteros, como sucedía en la Gran Bretaña de finales del XIX. Fue un sobrino de Freud, E. Bernays (1891−1995) quien primero aplicó las tesis de su tío a la manipulación de masas mediante la orientación inconsciente y subconsciente del consumismo:
El razonamiento propuesto por este hombre, aunque con efectos devastadores para la libertad humana, fue sencillo: si es verdad eso de que el hombre está sometido por una serie de fuerzas, pulsiones, deseos y necesidades inconscientes que ni siquiera él mismo conoce, y que operando desde un oscuro lugar de la mente tienen capacidad para influir en la conducta del hombre, también lo será que, manipulando convenientemente estas pulsiones, deseos y necesidades ocultas, quien sea capaz de realizar tal manipulación será capaz también de influir directamente, sin que ellos lo sepan, en la conducta, el pensamiento y el comportamiento de estos sujetos, y todo ello, además, mientras que por la vía de los mecanismos conscientes habituales se les está diciendo que se hace justamente lo contrario[116.
Como cualquier tipo de consumismo, era invisible pero muy eficazmente autoritario. Douglas Rushkoff ha dicho que: «Igual que el interrogador de la CIA evalúa las características psicológico-emocionales y geográfico-culturales del sujeto, el vendedor de coches reúne información durante la etapa previa a la aproximación mediante un proceso denominado blueprinting […] un buen vendedor evita inicialmente el tema de los coches y, a través de lo que aparenta ser amistad, llega al núcleo del asunto: la vida emocional del cliente potencial»117. Y añade:
Cuando el vendedor de coches consigue que el cliente se sienta insatisfecho con su propio vehículo y el estilo de vida que representa, intenta conducirlo al mismo estado de emoción suspendida que persigue el interrogador de la CIA […] Se produce una pérdida momentánea de consciencia, durante la cual el proceso racional y los mecanismos de defensa del cliente han sido anulados […] Si la respuesta es positiva, el vendedor introduce al cliente potencial en la tercera fase: obtener una confesión o, según la jerga de los vendedores: el cierre. Incluso la forma como se enseña el concesionario está pensada para provocar la obediencia del cliente. Se le dice dónde ir, cómo caminar y dónde sentarse. Según un manual de ventas, el vendedor debe ofrecer café al cliente aunque a este no le apetezca: «No le preguntes si quiere una taza de café, simplemente pregúntale cómo le gusta tomarl». De esta manera, el cliente aprende a obedecer y, debido a su temor y desorientación respecto al negocio de las ventas, acepta las órdenes y su invitación implícita a retroceder al estado de seguridad de la infancia[118.
De este modo, el consumismo de la fase capitalista anterior a la Segunda Guerra Mundial, es adaptado a las nuevas necesidades con estrategias de marketing comercial y control sociopolítico, resultando un reforzamiento del fetichismo mercantil en el sentido común posterior a la Segunda Guerra Mundial:
El ideal de la publicidad se alcanza cuando se vence la distancia entre el sujeto y el objeto, y uno ha comprado el otro: es un ideal fusional. La publicidad ha de anular la división para que el producto deje de estar separado del consumidor y este ya no sea más que uno con aquel. En el discurso publicitario, el producto ya no aparece como la cosa. La cosa, el objeto, aparece tradicionalmente colocada frente al sujeto, sobre todo en el caso de la filosofía kantiana del sujeto […] El discurso publicitario postula la identidad entre producto y persona. El producto se designa como una parte esencial, un atributo de la persona, como si participase de su esencia. […] El discurso publicitario presenta el producto al consumidor como una parte de él mismo –y no una cualquiera – , la que le falta: de un ser dividido pasa a poder tocar con la mano lo que le falta para acabar su plenitud. Con lo que la suspensión de la división entre sujeto y objeto alimenta la ilusión de que, gracias a un objeto que en teoría expresa la esencia del sujeto, este tiene acceso a sí mismo. Gracias a la posesión del objeto, el sujeto piensa que penetra directa y plenamente en sí mismo[119.
De este modo, el consumismo y con él el fetichismo de la mercancía era deliberadamente reforzado en Estados Unidos y se expandía por los países más industrializados de Europa apoyada en la producción en serie de las mercancías de la «industria de la felicidad»[120. Cuanto más aumentaba la «felicidad» más se reforzaba el nuevo sentido común y el miedo a perder lo que se empezaba a denominar «forma de vida americana» si se aumentaba la lucha de clases. Ahora bien, mientras que el sentido común permanezca felizmente dopado por el fetichismo de la felicidad, el miedo tendrá poca importancia en la política, pero cuando las crisis debiliten el efecto narcótico, el miedo reaparece para cumplir su función. Especial gravedad sociopolítica tiene aquí el estallido de la estructura psíquica[121 normalizada, funcional a las necesidades «normales», pre-crisis, de la acumulación ampliada de capital.
Se dice que algo parecido a la industria de la felicidad ya existía en Roma, lo cual es una mentira interesada para ocultar la especificidad histórica del capitalismo. R. Auguet sostiene que allí la diversión, el espectáculo y otros métodos para mantener feliz al pueblo, además de darle pan gratis, etc., eran un servicio público no mercantilizado: «En Roma a nadie se le hubiera ocurrido una idea tan trivial como la de abrir un teatro»[122. Allí la felicidad del pueblo era solo un problema de orden político. En el capitalismo la felicidad también lo es pero sometido al cambio decisivo de su industrialización, de su producción en serie para multiplicar la rentabilidad económica de esa industria, de ahí la inhumanidad del sentido común que gira alrededor de la felicidad burguesa. Esto hace al capitalismo infinitamente más destructor que el esclavismo porque ha desarrollado la perversidad suficiente como para, por un lado, mercantilizar la felicidad y, por el otro, mercantilizar y politizar el dolor que se siente al perder esa felicidad mercantilizada.
Debemos tener en cuenta aquellas condiciones de fetichización consumista para valorar los méritos de una izquierda perseguida por el macartismo que se enfrentaba a nuevas técnicas de manipulación de masas desconocidas hasta entonces. Lo que nos interesa ahora es ver, por tanto, cómo la izquierda revolucionaria lo combatió en su cuna de origen, Estados Unidos. Para 1955, el poder había integrado al sindicalismo mayoritario como simple oficina de empleo y fuerza represiva, frecuentemente mafiosa, de huelgas espontáneas con la presencia interna de pequeños grupitos revolucionarios. En 1958, un conocido burócrata sindical negó que existiera la lucha de clases en Estados Unidos y en 1963 solo un grupito muy reducido de esta casta toleraba las incipientes protestas en defensa de derechos civiles[123.
En este contexto, Raya Dunayevskaya propuso a Marcuse, a comienzos de 1961, un debate sobra la lectura de Hegel por Lenin porque, para ella: «Las categorías por medio de las cuales vamos a obtener conocimiento de la realidad objetiva, según Lenin, son la libertad, la subjetividad, el concepto»[124. Mientras el sentido común de la época rechazaba con prepotencia la lucha de clases, los pocos marxistas excomulgados y muy vigilados debatían sobre la dialéctica de la libertad, la subjetividad y el concepto.
Para 1968, diversas formas de lucha de clases surgieron a borbotones ante el espanto del sentido común. Ese año, Raya estudió las relaciones entre la dialéctica hegeliana y las conexiones prácticas del movimiento de liberación negro con el movimiento obrero blanco, afirmando en una reunión de formación político-teórica de militantes que: «El modo en que dos movimientos funcionan juntos –el objetivo y el subjetivo, la idea de la libertad y las personas que luchan por la libertad– es lo que vamos a conocer hoy. A esto se llama dialéctica»[125. La recomposición de la izquierda, partiendo de las condiciones durísimas impuestas desde finales de los años cuarenta, mostraba la necesidad de conocer la dialéctica para entender la realidad y transformarla.
En todo el mundo la guerra entre el capital y el trabajo, reflejada de múltiples formas, desbordaba los muy estrechos cauces interpretativos de la ciencia social burguesa. Izquierdistas teórica y filosóficamente formados explicaron la inconciliabilidad entre la dialéctica y la ideología burguesa, y por tanto con el sentido común. Uno de ellos fue Georges Gurvicht que en ese año escribió: «El método dialéctico es un método de lucha contra toda simplificación, cristalización, inmovilización o sublimación en el conocimiento de los conjuntos humanos reales y, en particular, de las totalidades sociales. Pone de relieve complejidades, sinuosidades, flexibilidades, tensiones siempre renovadas, así como giros inesperados que la captación, comprensión y conocimiento de estos conjuntos deben tener en cuenta para no traicionarlos»[126. Este método explicaba por qué resurgía una compleja lucha de clases en el capitalismo imperialista y por qué se extendían por el mundo las luchas de liberación nacional antiimperialista.
La izquierda aumentaba su implantación: en 1971 un mando militar muy preocupado tituló así un artículo sobre el rechazo popular al ejército, pilar del sentido común: «El colapso de las Fuerzas Armadas»[127. Era una inquietud que aumentaba en Occidente, y una de las respuestas fue el documento La crisis de la democracia elaborado en 1975 por la Trilateral, en el que se proponía la instauración de una «tecnocracia de burócratas especializados»[128. A finales de 1976, en otro curso de formación de la militancia sobre la dialéctica de la liberación en Hegel, Marx, Lenin y Fanon, Raya planteó esta reflexión: «¿Qué es la dialéctica sino el movimiento tanto de las ideas como de las masas en movimiento para lograr la transformación de la realidad»[129.
En aquel contexto, la dialéctica de la revolución minaba las raíces del sentido común en temas centrales del poder del capital como el racismo, el movimiento obrero, la industria educativa, la industria tecnocientífica, el imperialismo, etc., sin faltar el patriarcado como se ve en los textos de Raya sobre la liberación de la mujer[130 y sobre Rosa Luxemburg[131. La reacción burguesa empezó a endurecerse bajo la dirección del presidente Carter (1977−1981) siguiendo en líneas generales las propuestas de la Trilateral de dos años antes.
Como los resultados no eran los esperados, desde 1981 el presidente Reagan dio paso a la militarización de la política socioeconómica y política. Hubo entonces algo que pasó bastante desapercibido, pero que ahora muestra su importancia: Reagan y su esposa, Nancy, eran muy incultos, creían en que había días propicios y días nefastos, y atendían las orientaciones de Jean Quigley[132, su astróloga. El posible holocausto nuclear dependía en parte de los delirios de una astróloga y de la irracionalidad de las dos personas más poderosas de Estados Unidos.
Que se sepa, Reagan fue el primer presidente que practicaba ritos esotéricos condenados por el cristianismo, desobediencia que preparaba el camino para la irrupción de poderosas sectas cristianas que traspasan los límites del dogma. El neoliberalismo reforzó el individualismo maltusiano del sentido común pero, sobre todo con Reagan impulsó un irracionalismo más descarado, agresivo, que ahora con Trump enseña su ferocidad anticientífica[133 facilitando el avance del ecofascismo[134.
No nos equivoquemos, el sentido común en su forma más pedestre es compatible con las llamadas «ciencias ocultas» porque, al final, tienen la misma base de irracionalidad. Sin ir muy lejos tenemos el caso de las creencias de Newton en la astrología, «saber» que se amplía con la crisis[135 que ha destrozado cualquier esperanza de vida burguesita, equidistante y cómoda; o la creencia en el llamado «diseño inteligente» que guía el destino de la humanidad, que no es sino otra forma de deísmo; o la peligrosa proliferación de sectas que falsifican y retuercen todo lo relacionado con la complejidad cuántica[136 para demostrar la verdad de sus ritos e ídolos.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 15 de octubre de 2020
Un comentario
Me gusta. Es un estudio profundo sobre la aplicación del Marxismo en la actualidad y con una profundidad y altura impresionante. Al menos a mi me lo parece. Soy de Veracruz, México de padres españoles venidos de la guerra civil cuando eran niños. De ellos y de su vida me lleve esa sensibilidad crítica, lo continué en la universidad y ahora con esta joya a mis 63 años me ayuda a revisar y encontrar aquellos otros conocimientos que ni tenía para fortalecer y darle mayor claridad a los que tengo. Gracias Iñaki