Por Miguel H. López*, Resumen Latinoamericano, 6 de noviembre de 2020.
Hace días (3 para ser exacto) las memorias de la dictadura stronista asaltaron con inusitada agresividad algunas escenas de la vida pública, principalmente las redes sociales que se convirtieron en escenarios virtuales de fragorosa disputa por establecer verdades históricas sobre lo que fueron y dejaron casi 35 años de oprobio y terrorismo de Estado. Un régimen que de estar vigente no hubiera permitido ese debate. Hace tres días se cumplía un aniversario más del nacimiento de Alfredo Stroessner Matiauda, a la sazón tirano del Paraguay (1954−1989). Una fecha ya instalada como un hito convocante de recuerdos –enfrentados y contradictorios- sobre aquellos años de plomo.
El 3 de noviembre, desde que los de mi generación tenemos memoria, constituía un día fundante para desplegar las más abyectas expresiones de servilismo, oportunismo de la peor ralea y destilar cantidades inmedibles de miseria y obsecuencia humanas. Había personajes, habitantes de cualquier lugar y funcionarios públicos, que se preparaban todo el año, exclusivamente, para intentar ir a saludar al Primer Ciudadano del Paraguay, al Primer Estadista, al Primer Magistrado, al Primer Trabajador, al Primer Deportista, al Primer Todo…
Era un momento central y determinante para medir quiénes estaban para recibir desde la más alta dádiva (prebenda) hasta la más miserable migaja (con la que igual se solazaban); y quiénes debían formar parte de la lista oprobiosa, caer en desgracia, sufrir el palo del sistema represivo y merecer la persecución, el encierro ilegal, injustificado, la tortura, la muerte social y física, el despojo material y moral, la desaparición y el exilio.
No era cualquier día. Había serenatas, músicas dedicadas (famosas, indispensables para el ritual de la adulonería), ropas de gala, perlas y oropeles, muestras de nerviosismo en ciertos grupos sociales por ser los primeros y no los últimos en rendir pleitesía y saludo… Un desfachatado desfile de lambiscones, obsecuentes y garabatos políticos.
Era para nosotros un día en el que podíamos ver cómo iban pasando los saludantes, extender la mano, o sencillamente ponerse en frente unos segundos sin levantar en lo posible la mirada y susurrar mediocres frases de lisonja. Entregar sus presentes. Ofrecer a sus hijas niñas-adolescentes para la lascivia del anciano dictador; o sencillamente ponerse a tiro de la mirada del Artillero del Chaco, que ya era suficiente para no caer en desgracia. Todo se transmitía en directo por la radio y la TV. A veces en cadena, a veces en diferido, a veces en repeticiones, pero nunca dejaban de mostrarnos el ritual de aquella su infeliz Fecha Feliz.
Aquel día del calendario se había convertido en una institución de Estado. En un asunto oficial. En una cuestión de religiosidad política en el universo del dictador y sus secuaces (por acción u omisión). Las emisoras de radio –algunas por obligación, muy pocas, casi ninguna; otras por gusto y querencia- siempre tenían en un lugar especial, bajo todo cuidado, el disco con la música Don Alfredo (más conocida como General Stroessner, de Aníbal Lovera). Era tema obligado en las transmisiones varias veces durante las 24 horas. No difundirla podía costarle no solo el empleo a alguno.
En ciertos barrios también había “celebración”. Petardos (bombas, aunque el narcotráfico ya era una productiva industria bajo manto y protección del León Guaraní), música, baile, atuendos colorados, hurras, vivas… Todo lo imaginable para rendir pleitesía al Salvador de la Patria, al Segundo Reconstructor, al que en sus discursos siempre se ufanaba –como síntesis de sus criminales actos- de su Gobierno de Paz y Progreso, de su Democracia sin comunismo ni comunistas…
El natalicio del Soldado Guerrero se había convertido en un acto central para la vida de la República, ese día. No había cosa más importante. El Corazón de Acero del Paraguay celebraba su nacimiento. Nada ni nadie debía perturbar la jornada. Todos los actos oficiales tenían esa impronta y quedaban relegados bajo su influjo.
El ejército de blanco (configurador y reproductor de la dictadura), los músicos y compositores del sistema, los empresarios y ganaderos del régimen, los políticos del stronismo, los habitantes delatores (pyrague)… Todo el espectro del arte de la dictadura, sus legitimadores, justificadores y sostenedores sociales, económicos, industriales, estaban allí, en presencia o en pensamiento. Tenían que estar para no perder lealtad y para dar muestra de sumisión, no vaya a interpretarse su ausencia como traición o un peligroso desinterés hacia ÉL.
Un día al año era suficiente para tener a ojos vista y entender de qué iba la cosa. Lo que decía la prensa del régimen y los alabadores de trastes, era todo aquello que la población debía y necesitaba escuchar, según el sistema de información, control y censura. Un día que sintetizaba los 365 días de casi 35 años de un régimen que entronizó la corrupción, el robo y el latrocinio; la destrucción de la vida de cientos de miles de paraguayos y paraguayas; el que institucionalizó la venalidad, la miserabilidad, la felonía, el robo, las detenciones extrajudiciales, el intercambio ilegal de prisioneros políticos, el regalo de tierras públicas para la reforma agraria a empresarios, tunantes y leales; el de las violaciones sistemáticas de los DDHH, la persecución y secuestro por ideas y pensamientos; el del asesinato por razones ideológicas y la ejecución sumaria por asuntos políticos…
Un día era suficiente para entender…
Imagen de inicio: Eclipe de sol, de George Grosz, 1926.
*Fuente: Adelante Noticias