1. La vergüenza nacional como fuerza liberadora
«Le aseguro que, por muy poco orgullo nacional que se tenga, la vergüenza nacional se siente hasta en Holanda. Incluso el último holandés es un ciudadano comparado con el primero de los alemanes. […] Es una verdad que al menos nos confronta con la vaciedad de nuestro patriotismo y la monstruosidad de nuestro régimen político, y nos enseña a cubrirnos la cara “de vergüenza”. Usted me va a preguntar con una sonrisa: ¿Y qué hemos ganado con esto? Para una revolución no basta con la vergüenza. Yo le respondo: la vergüenza es ya una revolución […] La vergüenza es una forma de ira, ira contenida. Y si una nación entera se avergonzara realmente, sería como un león replegándose para saltar.» K. Marx: Anuarios francoalemanes, OME-5, Critica, Barcelona 1978, pp. 165-166.
«El espíritu de resistencia popular intransigente, para lo cual son aptos todos los medios, y cuanto más eficaces mejor […] Pero los inmensos recursos que extrae el país conquistado de la enérgica resistencia popular causaron una impresión tan grande en Gneisenau, que durante varios años estudió cómo organizar mejor esa resistencia […] a fin de prepararse para la lucha sagrada de la autodefensa, en la que todos los medios se justifican.» F. Engels: Temas militares, Equipo Editorial, Donostia 1968, pp. 265-279.
«Para asegurar la paz internacional es preciso que cada pueblo sea independiente y señor de su casa. Y, efectivamente, con el desarrollo del comercio, de la agricultura, de la industria y, a la vez, del poderío social de la burguesía, el sentimiento nacional se había elevado en todas partes, y las naciones dispersas y oprimidas exigían unidad e independencia.» F. Engels: El papel de la violencia en la historia, Obras escogidas, Progreso, Moscú 1976, tomo 3, p. 397.
Cincuenta y un años transcurren entre estas tres citas. La primera es del joven Marx de 1843, la segunda del maduro Engels de 1870 y la tercera del viejo Engels de 1894. Tienen una coherencia incuestionable: la importancia del llamado «factor subjetivo», de la voluntad, de la vergüenza, del deseo de libertad, de la defensa de país y de su cultura… y la transformación de ese «factor subjetivo» en una fuerza material objetiva practicada por pueblos oprimidos que se yerguen en movilizaciones masivas y hasta toman las armas para defender o conquistar sus derechos e independencia estatal.
Esta dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo es estudiada por Lorenzo Espinosa en el libro que aquí comento, que viene a completar una especie de trilogía colectiva —incluido Ho Chi Minh— publicada por Boltxe desde 2018. Los títulos de los dos anteriores son: ETA. La historia no se rinde y Nacionalismo revolucionario: Hermanos Etxebarrieta, Txikia, Argala. No hace falta decir que es conveniente leer la trilogía para disponer de una visión más profunda y abarcadora, así como leer el textito Estrategias político-militares. Gure memoria. Nondik gatozen ez ahazteko, de 27 de septiembre de 2020.
Josemari Lorenzo Espinosa explica cómo se ha materializado la subjetividad, como ha tomado forma en la lucha de liberación nacional del pueblo trabajador vasco desde la mitad del siglo XX hasta el presente. Lorenzo no hace sino aplicar lo que Lenin denominaba «planteamiento histórico concreto de la cuestión» en uno de sus debates con Rosa Luxemburg sobre el derecho de autodeterminación de las naciones oprimidas, o si se quiere y recurriendo a otra máxima de Lenin: «análisis concreto de la realidad concreta». Penetrar en lo histórico-concreto siguiendo el método del materialismo histórico es la única manera de descubrir por qué se equivocó el joven Engels cuando con sus 29 años de edad aseguró que el pueblo vasco estaba condenado a desaparecer porque era uno de los «pueblos sin historia», es decir, una nación que para 1849 no había podido desarrollar las fuerzas productivas materiales y culturales suficientes para aguantar las presiones de los grandes Estados.
La nación vasca, condenada en 1849 a desaparecer, resistió sin embargo y, como veremos, en su interior se inició una respuesta múltiple y compleja que en medio siglo llegaría a niveles de lucha insospechables para Engels que justo acababa de morir en 1895. La serie de respuestas represivas, atroces muchas veces, las contradicciones socioeconómicas y lingüístico-culturales, y las presiones internacionales determinadas por la nueva fase imperialista hicieron que para 1949 de nuevo fuera creíble la amarga y derrotista creencia de inminente extinción nacional. Pero una vez más, fue en ese momento de oscuridad asesina cuando la «vergüenza» colectiva inició otra recuperación de la conciencia nacional de clase, que duró hasta finales de ese siglo XX momento en el que, bajo la presión de profundos cambios en la explotación capitalista, empezó una descomposición interna en la fuerza sociopolítica mayoritaria de la izquierda independentista y socialista vasca que ha llevado a la situación actual que veremos en su momento.
Hemos recurrido a estas tres fechas separadas por medio siglo no porque estemos de acuerdo con alguna de las escuelas pitagóricas sobre el significado de los números, sino para facilitar la crítica del error del jovencito Engels. Sabemos que la historia es la síntesis del choque de contradicciones, azares y lógicas que se mueven a distintos niveles y ritmos, y que por tanto las fechas son válidas en la medida en que se concentran sinérgicamente algunas, muchas o todas ellas, en las que interviene la acción humana más o menos consciente. También sabemos que pese a todo hay fuerzas profundas que marcan las grandes tendencias evolutivas de la historia, fundamentalmente la evolución de las relaciones entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Josemari Lorenzo Espinosa resume esta complejidad que debe ser analizada en cada fase concreta, con la idea aristotélica del ser humano como «animal político», de la función de la «polis» en la evolución y de las alianzas o guerras entre las «polis» para ampliar o defender sus recursos, su libertad.
De este modo la «política», o sea, la economía concentrada, pasa al centro del escenario desde entonces hasta ahora. Para las ciudades-Estados griegas, la política era la forma de lograr el máximo beneficio posible del esclavismo, de la explotación de las mujeres como simples paridoras de soldados y fuerza de trabajo doméstica, de la utilización del saber de los extranjeros carentes de derechos, del comercio y de la moneda, de las relaciones interestatales… y de la guerra. La riqueza de Atenas también se había cimentado en los duros tributos impuestos a otras ciudades-Estado, o en su saqueo devastador. Heródoto, pero sobre todo Tucidides y Jenofonte describen con su lenguaje las relaciones entre economía, política, opresión nacional y guerra. Tras ellos, Aristóteles vislumbró los rudimentos de la ley del valor, lo que indicaba la existencia de una economía de mercado, dineraria, cuya expansión a lo largo de sucesivos modos de producción acarreará otras tantas sucesivas formas de opresión y explotación clánica, tribal, étnica, etno-nacional, nacional, etc.
La referencia a Aristóteles que hace Lorenzo Espinosa al inicio de su libro nos abre las puertas a una investigación radical de la opresión y explotación nacional como unos de los efectos desencadenados por el accionar ciego de la ley del valor. Hemos de saber que el potencial heurístico de la ley del valor, incluso en su versión aristotélica inicial, es tal que Smith y Ricardo la desarrollaron en el capitalismo de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero fue Marx el que le dio su forma básica al mostrar que el valor es una relación social que expresa el proceso entero de la producción de la mercancía, o sea, de la totalidad del capitalismo, sacando a la luz sus contradicciones insolubles. Dicho de forma más simple, la ley del valor regula el intercambio de mercancías según la cantidad de trabajo simple, abstracto, socialmente necesario, gastado en su producción, lo que hace que, por término medio, las mercancías que exigen más tiempo de trabajo tengan más valor y cuesten más, que las que exigen menos tiempo de trabajo.
El potencial heurístico y revolucionario de la teoría del valor y su ley es tal que ello mismo explica que sea la parte del marxismo más furibundamente atacada por la burguesía y por el reformismo. Un ejemplo lo tenemos en que el problema de la opresión nacional, que tantos debates suscita, se resuelve desenvolviendo las contradicciones del valor que conducen a la ley tendencial de la caída de la tasa media de ganancia y, desde aquí, a las contramedidas que aplica el capital para detener y revertir esa caída tendencial mediante, entre otras muchas, las múltiples formas de opresión y explotación de los pueblos oprimidos. Más en profundidad, la lógica que subyace en los Estados que explotan y dominan a naciones está magníficamente expresada en el desarrollo de la contradicción expansivo/constrictiva inherente al concepto simple de capital. Simplificando mucho, el capital funciona como el vaivén de sístole/diástole del corazón, expandiéndose y contrayéndose. La opresión nacional es una de las expresiones más salvajes de la sístole, mientras que la diástole es el momento en el que el valor extra saqueado es repatriado al Estado ocupante. La expansión del capital vampiriza la vida de los pueblos y su contracción insufla esa vida vampirizada en el Estado ocupante.
Naturalmente, la conciencia de las clases explotadas de esos pueblos, o si se quiere, su «vergüenza nacional», siempre está actuando de un modo u otro, directa o indirectamente, en el interior de esas contradicciones cuya tendencialidad está determinada en buena medida por la intervención humana, una de cuyas expresiones más obvias y directas es el conjunto de violencias y guerras, como expresión última del estallido de las contradicciones socioeconómicas, políticas, nacionales, etc. La industria de la matanza de seres humanos, como denominaban Marx y Engels a la industria militar burguesa, ha tenido su fundamental mercado de venta de armas en las guerras de invasión desde el siglo XV.
El desarrollo de la crítica marxista de la economía capitalista desde 1844-1845 fue inseparable de los estudios sobre las guerras, su papel socioeconómico y sociopolítico, a las formas de resistencia de las clases y naciones explotadas prácticamente de todo el mundo del que tenían datos, etc., como lo demuestran el estudio riguroso de los mejores militares, sobre todo de Clausewitz hasta muy poco antes de la muerte de Engels. Mientras se redactaba El Capital, se organizaba la Primera Internacional y se intervenía en las luchas sindicales, también se impulsaba la solidaridad internacionalista con Irlanda, Polonia, etc. De hecho, lo que se llama «problema nacional» está presente de mil modos en los tomos de El Capital publicados o en borrador. Por ejemplo, en el I Congreso de la Primera Internacional celebrado en 1866 en Ginebra, se plantearon reivindicaciones elementales para el movimiento obrero que, por ser básicas, eran un peligro para la burguesía como la de suprimir los impuestos indirectos, pero la que nos interesa ahora es la de desmantelar los ejércitos. Marx redactó el programa aprobado en Ginebra a la vez que daba los últimos retoques a El Capital que fue publicado el año siguiente, en 1867. No hace falta hablar de la mezcla de pánico y odio que ese Congreso y El Capital suscitaron en la clase burguesa.
Visto esto, las preguntas claves son: ¿puede una nación oprimida ser verdaderamente independiente y libre respetando la dictadura de la ley del valor? Es decir ¿puede una nación oprimida alcanzar su libertad dentro del capitalismo? Incluso, o sobre todo, teniendo en cuenta que la violencia injusta, burguesa, está presente por activa o por pasiva tanto en las contramedidas para revertir la tendencia a la caída de la tasa de ganancia como en la contradicción expansivo/constrictiva inherente al concepto simple de capital, partiendo de aquí ¿puede conquistarse la independencia en su significado radical respetando el pacifismo parlamentarista del Estado ocupante?
Pues bien, la historia no solo de ETA como movimiento popular de más de sesenta años, y como organización con sucesivas escisiones y direcciones; sino también la larga historia de la izquierda vasca desde sus embriones en la década de 1920, esta historia está esencialmente marcada por las diversas respuestas dadas a tales preguntas, respuestas pensadas desde las corrientes marxistas consideradas por esos colectivos como las más enriquecedoras para sus estrategias. La categoría dialéctica de lo universal, lo particular y lo singular es aquí, como en todo, decisiva para entender parte de los logros y los errores cometidos por las izquierdas vascas desde la década de 1920 y en especial desde poco antes de 1966. Esta categoría dialéctica es tanto más imprescindible cuanto que una y otra vez reaparece en la práctica la teoría marxista de la violencia defensiva, revolucionaria, que va enriqueciéndose y concretándose desde las tesis iniciales del comunismo utópico, babuvista, de finales del siglo XVIII.
Como hemos dicho, en 1849, Engels creía que el pueblo vasco era uno de los condenados a desaparecer: un «pueblo sin historia» porque carecía de la fuerza suficiente para liberarse de la tenaza franco-española que le partía en dos y le llevaba a la extinción. La teoría de los «pueblos sin historia» era una de tantas formas de expresar la ideología eurocéntrica y mecanicista según la cual la humanidad entera debía seguir los pasos de los grandes Estados europeos que se estaban formando engullendo a pueblos pequeños, como Euskal Herria y otros. Aunque Engels y Marx fueron superando esta visión al descubrir la esencia del capitalismo y su impacto sobre el mundo, no lo hicieron del todo otras personas, organizaciones y partidos de la amplia diversidad de socialismos, e incluso algunos retrocedieron a la justificación de la «tarea civilizadora» de los grandes Estados. Ahora mismo, socialdemócratas, eurocomunistas y «comunistas» franco-españoles creen que las naciones oprimidas por sus burguesías debemos aceptar la superior civilización que nos ofrecen.
No podemos elucubrar sobre el grado de conocimiento que tenían Engels y Marx de la guerra de 1833-1840 y sobre la fuerte y masiva resistencia popular a las nuevas leyes españolas dictadas tras la derrota vasca. Por ejemplo, el conjunto de prácticas populares e institucionales que retrasaron la puesta en marcha de la española Ley de Minas de 1825, que facilitaba sobre manera su compra por la burguesía en detrimento de los usos y costumbres forales. Los grandes burgueses tuvieron que esperar a la derrota del ejército vasco en 1837 para empezar a presionar con más fuerza represiva. La primera compra de una mina en base a la ley española de 1825 se realizó solo a partir de finales de junio de 1842, pocos días antes de que a mediados de julio se suprimieran bajo amenaza militar las Diputaciones Forales. En verano de 1843 la nueva patronal derrotó fácilmente la última lucha de dos días del viejo movimiento obrero minero.
Pero este fracaso no acabó con otras formas de resistencia popular, de los jauntxos menores y de las instituciones que, pese a la derrota militar, seguían defendiendo los bienes comunales y el sistema foral que sobrevivía tras la derrota de 1840. Es interesante saber que en Hegoalde la flamante «democracia liberal» era en realidad una tapadera que ocultaba la dictadura burguesa al amparo de la ley electoral de 1836, en la que votó el 0,6% de la población, subiendo al 4,3% con la ley de 1843, pero bajando al 0,8% con la ley electoral de 1846. Habría que esperar hasta las elecciones de 1869 para que votase el 24%, con una arrasadora «victoria» de las fuerzas estatalistas dadas las restricciones político-electorales. En Iparralde, fue muy fuerte la solidaridad popular con la resistencia vasca al sur de los Pirineos que en la historia del país nunca fueron un muro de incomunicación sino un sinfín de pasos bidireccionales que facilitarían la solidaridad mutua. De hecho, en 1844, un año después de la cita de Marx arriba expuesta, Agosti Xaho (1810-1858) había iniciado en Baiona una exitosa serie de revistas dedicadas a la historia y realidad vasca. De entre ellas destacó la que llevaba el título de Ariel.
Xaho sabía de lo que hablaba porque, además de su acervo cultural, había convivido diez años antes con el ejército vasco, o «vasco-carlista», por la historiografía española, entrevistando a Zumalakarregi y llegando a la conclusión de que existían dos carlismos: el reaccionario de la minoría rica y el abrumadoramente popular que defendía las libertades del país y su sistema foral. El pensamiento de Xaho era idealista en lo filosófico pese a su anticlericalismo, pero radical en lo político asumiendo un socialismo anticapitalista enriquecido por la ola revolucionaria de 1848-1852. No quiso formar ningún partido que divulgara su defensa radical de la nación vasca, todavía mayoritariamente campesina, lo que limitó mucho el conocimiento de su ideario, silenciado por eso mismo por las clases dominantes.
Este era el marco político-electoral en el que, sin embargo, fue tomando fuerza la recuperación de la cultura euskaldun tal cual podía realizarse en la mitad del siglo XIX en un país en el que más del 65% de su población era campesina o semicampesina, y con un artesanado urbano que seguía organizado en gremios con fuertes lazos vivenciales con el campo. Esta recuperación se daba además en un contexto de desprecio y persecución institucional a la lengua vasca agudizado desde finales del siglo XVIII, bajo una dictadura ético-cultural católica obsesionada por mantener en la ignorancia al pueblo e impedir que las experiencias terribles de las continuadas guerras y luchas clasistas desde, al menos, la última matxinada de 1766, pudieran precipitar un salto en la consciencia colectiva. Además, desde finales del siglo XVIII la Iglesia impuso sistemáticamente la lengua española a una feligresía popular frecuentemente monolingüe vascoparlante en los amplios territorios de la Llanada alavesa y la Ribera navarra, y sobre todo en Iparralde la Iglesia se enfrentó a la cultura euskaldun expresada en obras teatrales —Pastoralak—, persiguiéndolas, pero la resistencia pudo salvar de la destrucción al menos cuarenta y nueve libretos de los siglos XVIII y XIX.
Lo más probable es que en 1849 Engels desconociera la historia de las resistencias vascas y que, impresionado por la masacre represiva que había derrotado la oleada revolucionaria de 1848 en media Europa, incluyera a Euskal Herria en la lista de pequeños pueblos arrasados por la reacción. Sin embargo, su análisis crítico de la derrota extrae lecciones valiosas confirmadas posteriormente: hay que preparar bien las revueltas, luchas e insurrecciones populares, o serán aniquiladas; la conciencia subjetiva teóricamente formada es decisiva en esa preparación; el lumpen organizado por el poder dio la batalla contra el proletariado desorganizado, sentando así una tesis fundamental de la posterior teoría sobre el fascismo; en la revolución como en la guerra hay que tomar la iniciativa y mantenerla; y muy especialmente, esta que resume parte de lo acontecido entre 1848 y 1852:
La burguesía no declaró que los obreros fuesen enemigos comunes a los que hay que vencer, sino que los consideró enemigos de la sociedad, a los que se destruye […] la clase obrera representaba los verdaderos y bien entendidos intereses de la nación; en la medida de sus fuerzas, apresuraba el curso de la revolución, que ya se había constituido en necesidad histórica para viejas sociedades de la Europa civilizada, y sin la cual ninguna de ellas podía intentar el desarrollo más tranquilo y permanente de sus fuerzas […] La pequeña burguesía, grande en jactancia, es incapaz de obrar, y teme extraordinariamente arriesgarse en lo más mínimo […] Donde quiera que un conflicto armado llevaba a una seria crisis, los pequeños burgueses se sentían presa de un terrible espanto ante la peligrosa situación que se les creaba: de terror ante el pueblo que había dado crédito a su jactancioso llamamiento a las armas; de miedo ante el poder que había caído en sus manos, y sobre todo, de espanto ante las consecuencias que para ellos mismos, para su posición social y su propiedad podría tener la política en que se habían visto envueltos.
Los verdaderos y bien entendidos intereses de la nación son los que defiende la clase obrera —tal cual existía en las zonas de incipiente industrialización de la Europa de 1848, con una amplia franja de proletarios que aún mantenían lazos cotidianos con su entorno y familia campesina—, una clase obrera que para la burguesía pasaba a ser el enemigo a destruir una vez que el proletariado se erguía como el verdadero representante de la nación. En el Manifiesto del Partido Comunista, escrito en esa misma época por él y por Marx y su compañera Jenny, aparece esta misma idea: bajo el capitalismo, el proletariado no tiene patria, tiene que crearla, pero «no en el sentido burgués» de patria. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de 1852, Marx termina de concretarlo: la «nación trabajadora» se enfrenta en la lucha de clases contra la nación burguesa, que recurre sistemáticamente a su ejército oficial y a su ejército privado de lumpen reaccionario para vencer a la nación trabajadora. La pequeña burguesía abandona su verborrea y sus aspavientos y se pone a las órdenes del capital.
En este mismo contexto, las ideas de A. Xaho, como hemos dicho, también fueron enriquecidas por las luchas de 1848, lo que puede explicar el silencio impuesto por el poder al radicalismo de Xaho, a sus ideas basadas en las prácticas defensoras de los bienes comunales, en las costumbres de la ayuda mutua y la cooperación que mal que bien, con dificultes, se mantenían vivas como autodefensa. Y este miedo al potencial emancipador de la cultura euskaldun del momento, que en aquellas difíciles condiciones impuestas por la derrota militar de 1840 y las revoluciones masacradas en 1848, es también el que explica la ilegalización del canto, del himno Gernikako arbola, creado por Iparragirre en 1853, y la impresionante y sistemática campaña de desprestigio que ha sufrido. Pero su éxito fue arrollador porque expresaba la profunda identidad popular que aún sobrevivía apegada a las libertades antiguas reflejadas en un sincretismo pagano-cristiano sobre el «árbol sagrado» bajo cuya protección se resolvían los problemas colectivos. Aún estaba fresco en la memoria el esfuerzo cultural realizado en plena guerra carlista para mantener abierta la Universidad de Oñate, lanzada a modernizar la lengua vasca, cerrada en 1839. Solo catorce años después, Gernikako arbola revivía simbólicamente aquel logro.
No debemos idealizar aquella forma de representatividad preburguesa que desde su origen defendía más los intereses de los ricos que los del campesinado y que había impuesto el español y el francés como las lenguas oficiales en la vida sociopolítica. Desde el siglo XVII, la clase dominante vasca había endurecido su ataque contra la práctica del biltzar, del batzar… formas autoorganizativas con las que los campesinos medios y altos, pero sin poder político decisivo, podían debatir legalmente cómo resistir a las facciones más poderosas. Los llamados «consejos abiertos» no representaban a los sectores más empobrecidos y explotados, tampoco a las mujeres, pero sí eran, pese a sus limitaciones, una institución más cercana sobre la que presionaban en defensa de sus intereses. La larga y tensa historia de la lucha de clases en Euskal Herria es inseparable en una tercera fase, aproximadamente desde el siglo XV hasta el XVIII, de la tarea ambivalente de estas instituciones, de los ataques que sufrían desde las poderosas clases dominantes cada vez más unidas a los Estados francés y español, y de las resistencias de las clases explotadas. Gernikako arbola mostraba cómo estaban destruyendo lo que quedaba en la memoria popular de aquella resistencia de siglos.
Fuerzas democrático-radicales, socialistas utópicas y revolucionarias, burgueses foralistas, carlismo popular, etc., comprendieron al instante la carga emancipadora del himno de Iparraguirre, que había luchado en las barricadas revolucionarias de 1848. Fue prohibido por eso. Desde la mitad de la década de 1850 Marx y Engels ampliaron sus estudios en dos áreas directamente relacionadas con la lucha político-cultural e identitaria que sostenían amplísimos sectores del pueblo vasco: por un lado, las resistencias de los pueblos precapitalistas con más o menos amplios bienes comunales y, por otro lado y unido a lo anterior, el estudio de los modos de producción precapitalistas. Marx había conocido la existencia de tierras comunales en su Tréveris natal, y a finales de 1842, con 24 años de edad, salió en defensa del derecho consuetudinario de los campesinos para utilizar los recursos de los bienes comunales, privatizados violentamente por la burguesía. Esta defensa a ultranza se mantendrá durante toda su vida y recorre el desarrollo posterior de sus estudios sobre los modos comunales de producción y sobre la etnografía, estudios que mantuvo con su rigor habitual hasta instantes antes de su muerte.
Según ambos descubrían la historia oculta de las luchas de las naciones oprimidas o atacadas, en sus artículos y cartas sobre el colonialismo y la acumulación originaria, etc., pasaron a admirar la enorme resistencia de estos pueblos que vivían en el amplio espectro que va desde la antigua propiedad comunal preclasista hasta los grandes imperios de lo que llamaron «modo asiático» por la interpretación que hacían de China e India, sin olvidar los modos antiguo, germánico, incaico, etc., y sus relaciones posibles o no con el llamado modo de producción tributario. En 1857, Engels analizó la «guerra defensiva de montaña que logró renombre últimamente: la de sublevación nacional y la guerrilla» de varios pueblos entre los que citó la «duración prolongada de la guerra» de los «vascos carlistas», además de las guerrillas del Tirol, las españolas contra Napoleón y la guerra de las tribus caucásicas contra Rusia. Aunque Engels no lo dice, nos interesa dejar constancia de que las cuatro guerras defendían más o menos abiertamente, y con sus contradicciones, los restos de propiedad comunal amenazados por esas invasiones.
Conforme estas reflexiones llegaban a Euskal Herria a finales del siglo XIX, sectores socialistas y comunistas explicaban que Gernikako arbola reflejaba esa dinámica tal cual se había dado en tierras vascas. Las mismas tesis se debatieron en la URSS, China, Japón, Perú, etc., hasta que fueron silenciadas y prohibidas por el estalinismo en ascenso en el llamado Debate de Leningrado de 1932, en donde se impuso la doctrina oficial del tránsito mecánico y obligado del comunismo primitivo al socialismo pasando por el esclavismo y el feudalismo: todo aquello que no cuadraba con el dogma era excomulgado. Sin embargo, en Euskal Herria y por razones que iremos viendo, la práctica de la lucha nacional de clase se sustentaba parcialmente en la memoria colectiva de autoorganización comunitaria que resistía pese a todas las represiones en la cultura popular. Al fin y al cabo, no estaban tan lejanas las grandiosas prácticas de autoorganización de violencia defensiva de la guerra de 1872-1876, de las huelgas generales desde 1890, de la gamazada de 1893, de la resistencia contra la dictadura militar de 1923-1931, de las luchas desde ese año hasta 1936-1945, de la oleada de huelgas desde 1947… hasta la irrupción de ETA. Siguiendo esta estela, felizmente se ha iniciado el debate sobre el llamado «modo de producción pirenaico» que debemos profundizar con rigor…
Tras este salto para ofrecer una aclaración básica de un proceso complejo al que tendremos que volver por su trascendencia innegable pero apenas teorizada en la historia de ETA, debemos terminar con el análisis del largo impacto sobre el futuro que tuvo la recuperación de la cultura vasca en las condiciones de la mitad del siglo XIX, tenemos que adelantar cuatro contenidos que serían decisivos con los años en una dura pelea político-cultural con los Estados español y francés: la revitalización del prestigio de la lengua vasca, tan denostada. La revitalización de elementos claves de la cultura popular como, sobre todo, el bertsolarismo, el folklore, la música… La supervivencia de tradiciones culturales como Pastoralak y otras, y la no extinción de la mitología pagana que algunos curas intentaron integrar sincréticamente en el catolicismo, pero que ahora pueden impulsar de algún modo con la lucha contra el sistema patriarco-burgués.
Y, por último, la importancia clave que tuvo la lucha político-cultural en la izquierda independentista. Lorenzo Espinosa dedica varias páginas a glosar la capacidad poética de Txabi Etxebarrieta, quien comprendió que la lucha debía ser en todos los sentidos, también en la poesía, el arte, la cultura… el uomo totale renacentista, que era el modelo de ser-humano-genérico de Marx y Engels. Pensamos que Txabi fusionaba en su vida todas las formas de militancia y que ese logro le hubiera resultado más difícil sin las lecciones del inicial impulso a la cultura vasca a mediados del siglo XIX. Volveremos sobre esta decisiva cuestión.
Aquel esfuerzo de recuperación también ayudó en muy poco tiempo y de dos maneras.
Una, la desesperada guerra de 1872-1876 en defensa de lo que quedaba aún de los fueros, confrontación bélica durante la cual se hizo un esfuerzo soberbio para avanzar en la recuperación modernizadora del euskara, dadas las duras condiciones del momento, reabriendo la Universidad de Oñate como en la anterior guerra. Aquí debemos recordar las palabras de Engels de 1870 acerca del potencial de liberación que tiene un pueblo oprimido y de cómo puede desarrollarlo si dispone de medios. Engels se refería a dos ejemplos de guerrillas populares contra sendas invasiones: el pueblo prusiano contra Napoleón cuando los franceses ocupaban Prusia; y, varias décadas más tarde, la guerrilla francesa contra el invasor prusiano. En los dos casos los Estados invadidos ayudaron a organizar la guerrilla en la retaguardia del invasor. Engels solo puso dos ejemplos por limitación de espacio, pero disponía de una inagotable fuente de ellos, porque lo que quería era remarcar el potencial de resistencia armada de las naciones invadidas que ya tenían un Estado propio.
El caso vasco era algo diferente porque su autogobierno foral no estaba tan estructurado como el Estado prusiano fuertemente desarrollando antes de la derrota ante Napoleón en 1806 y su ocupación por los franceses hasta 1813, ni la del Estado francés derrotado por Prusia en 1870. En Iparralde, el autogobierno foral fue liquidado definitivamente en 1789 tras más de un siglo de resistirse a los recortes que lo redujeron casi a la nada. En Hegoalde, el sistema foral permitió crear desde muy poco el ejército que los defendió en 1832-1840; y los debilitados restos forales que sobrevivieron pudieron crear otro ejército vasco en 1872-1876 también desde muy poco. Aun así, pensamos que a la Euskal Herria de 1870, presionada en todos los aspectos, se le pueden aplicar estas palabras de Engels sobre la reacción del pueblo alemán escritas en ese mismo año: «pero el súbito y enérgico estallido del sentimiento nacional entre los alemanes desbarató todo plan» francés de invadir Alemania por sorpresa.
En esta segunda guerra vasca se intentó crear un Estado capaz de organizar la resistencia en su generalidad, desde la militar hasta la legislativa y judicial, pasando por la económica y monetaria, la cultural y diplomática, etc. Un Estado que defendiese los intereses de la amplia mayoría de la población en medio de una guerra contra el invasor y contra la burguesía autóctona que necesitaba destruir los fueros, fusionarse con España e imponer sus leyes. Era un Estado que se basaba en gran medida en las asambleas vecinales y en los consejos abiertos, lo que explica el apoyo del campesinado, del artesanado y de la aún joven clase trabajadora, así como el retiro oportunista de los jauntxos y propietarios a segunda fila. La fuerza de las masas populares no era bien vista por el carlismo oficial, reaccionario, cada vez más dispuesto a negociar con los invasores.
Un ejemplo de la fuerza popular dentro del Estado vasco, que reflejaba la lucha de clases interna en el contexto de una defensa armada a la invasión extranjera, lo tenemos en sus leyes sociales, en el embargo de bienes de la burguesía españolista, en la devolución de las tierras y recursos comunales privatizados por esa burguesía a los ayuntamientos y diputaciones, en los impuestos especiales a las fortunas medias y altas, y a la Iglesia, una parte de la cual se negó a pagarlos convirtiéndose así en colaboradora directa del invasor… No tenemos espacio aquí para hacer siquiera un resumen de las posibles similitudes y diferencias entre la Comuna de París de 1871, primera expresión de un Estado obrero y popular en la fase industrial del capitalismo, y el Estado vasco de facto. Las palabras de Engels de 1894 cuadra perfectamente con la lucha vasca, aunque él no la citara.
Y la otra, fortaleciendo un nacionalismo culturalista defensivo ante la virulencia del ataque español contra la legitimidad de los fueros, a pesar de que ya estaban abolidos, y contra el euskara. Nada más derrotado el ejército vasco en 1876, El Imparcial, diario de Madrid que propagaba la estrategia socioeconómica común de la burguesía española por encima de sus peleas navajeras en el podrido clima político, describió cual era el siguiente objetivo de la guerra: «Quitarles los fueros no es suficiente, tenemos que quitarles ahora su lengua». También se trataba, por tanto, de una guerra de exterminio lingüístico-cultural que se mantendrá con intensidades diferentes hasta ahora mismo. Y también sucederá que los esfuerzos más denodados por salvar y adecuar la lengua y la cultura vasca serán siempre reactivados con mayor decisión en los momentos de mayor peligro para su supervivencia, como veremos.
La marcha al exilio de miles de vascas y vascos tras la derrota no supuso la extinción absoluta de la identidad euskaldun que, además, se veía amenazada por el españolismo beligerante, primero del anarquismo desde su aparición organizada en 1870 y después del socialismo, excepto de una minoría muy reducida. El anarquismo apenas cuajó porque su españolismo le distanció del sentir de las masas y porque fue ilegalizado en 1874. Aún y todo así, dejó un poso de desdén hacia la conciencia vasca que sería reforzado por el grueso del socialismo del PSOE que empleó y emplea el españolismo como anclaje en las y los trabajadores emigrantes y como sostén de la dominación española «democrática». La certidumbre de avasallamiento nacional a manos del Estado era tal, en aquellos años, que un sector de la cultura vasca tuvo que organizar en 1879 la primera de las Fiestas Euskaras, que fue un éxito de masas, que era expresión del avance del nacionalismo cultural que se estaba dando con especial fuerza en Navarra, alarmado por el retroceso de la lengua vasca ante la imposición del español.
La aplastante presencia militar caía además sobre un pueblo muy golpeado por las guerras desde finales del siglo XVIII y muy mermado en su población para finales del siglo XIX: en estos cien años, el 50% de los habitantes de Euskal Herria, la mitad, terminaron muriendo la mayoría en las Américas por los efectos de las guerras, sin contabilizar el números de muertos en combate en las violencias y deportaciones forzosas de la población de Iparralde a manos de los republicanos franceses tras 1789, y en las guerras de 1793-1795, de 1799-1815, 1833-1840 y 1872-1876, sin incluir los costos de otras guerras exteriores que también afectaban a Euskal Herria. Se llegó a la sobrecogedora cifra de que dos de cada tres jóvenes de Iparralde tuvieron que abandonar el país, además de por las guerras, también por la política de empobrecimiento socioeconómico y afrancesamiento aplicada por París. Al terminar la guerra de 1872-1876, miles de soldados y cientos de civiles pasaron de Hegoalde a Iparralde cantando el Gernikako arbola para librarse de la represión española.
Pero, aun así, para 1878 el Estado español había descubierto con mucho desagrado que no cesaba la resistencia pasiva y que, además, eran tantas las diferencias entre las leyes españolas y las vascongadas que debía buscar una solución urgente. La alianza entre burguesía autóctona e invasores españoles podría estar llegando en ese tiempo a una conclusión general sobre los resultados de una guerra tan devastadora, bastante parecida a lo escrito por Engels en 1870, que reproducimos:
Ahora, en 1870, quizá no baste una declaración que explique que este es un método legal de conducir la guerra y que la intervención de la población civil o de los hombres que oficialmente no son reconocidos como soldados equivale al bandidaje y puede ser sofocada a sangre y espada. Todo ello podría aplicarse en la época de Luís XIV y Federico II, cuando solo combatían los ejércitos, pero a partir de la guerra americana por la independencia, inclusive hasta la guerra civil en Norteamérica, la participación de la población en la guerra se ha convertido —tanto en Europa como en América— no en una excepción, sino en una regla. En todas partes en que el pueblo consentía en ser subyugado por el solo hecho de que sus ejércitos no habían sido capaces de ofrecer resistencia, se observaba hacia él una actitud de desprecio, se lo consideraba una nación de cobardes; y en todas partes donde el pueblo desarrolló una enérgica lucha guerrillera, el enemigo se convenció rápidamente de que era imposible guiarse por el viejo código de sangre y de fuego.
En la Euskal Herria ocupada de 1876-1878 y en el contexto de la primera gran depresión mundial iniciada poco antes, la alianza entre burguesía vasca y Estado español necesitaba de todos los recursos posibles entre otras razones porque se oteaban grandes catástrofes en Cuba y Filipinas: había que exprimir todo lo posible a las clases y pueblos dominados para reforzar un ejército muy debilitado pese a haber ganado una guerra «interna». Una solución fue imponer un mayor tributo de guerra a Vascongadas, pero, como hemos dicho, la resistencia pasiva y el abismo administrativo frenaban ese proyecto. La gran depresión de 1873 multiplicaba la urgencia de ese reparto porque para 1874 ya estaba exacerbando todas las contradicciones de un capitalismo que no tenía otra salida inmediata que intensificar la expansión colonialista, lo que a la larga produciría una guerra mundial que, en ese año, solo fue «profetizada» por Engels, que transcribimos entera por su valor premonitorio y estratégico también para Euskal Herria:
Para Prusia-Alemania no hay posibilidad de hacer otra guerra que no sea mundial. Y sería una guerra mundial de magnitud desconocida hasta ahora, de una potencia inusitada. De ocho a diez millones de soldados se aniquilarán mutuamente y, además, se engullirán toda Europa, dejándola tan devastada como jamás lo habían hecho las nubes de langostas. La devastación producida por la guerra de los Treinta Años condensada en tres o cuatro años y extendida a todo el continente; el hambre, las epidemias, el embrutecimiento de las tropas y también de las masas populares, provocados por la aguda necesidad, el desquiciamiento insalvable de nuestro mecanismo artificial en el comercio, la industrial y el crédito; todo ello termina con la bancarrota general; el derrumbe de los viejos Estados y de su sabiduría estatal rutinaria —una quiebra de tal magnitud que las coronas estarán tiradas a docenas por el pavimento y no se encontrará a nadie que las levante—; una imposibilidad absoluta de prever cómo terminará todo esto y quién saldrá vencedor de la lucha. Solo un resultado no deja lugar a dudas: el agotamiento total y la creación de las condiciones para la victoria definitiva de la clase obrera.
Con cuarenta años de antelación, Engels «profetizaba» la guerra mundial de 1914-1918 que tanto impacto tuvo en todo el mundo. ¿Cómo pudo hacerlo? Desarrollando el materialismo histórico y dialéctico metódicamente expuesto en toda la obra marxista hasta entonces elaborada. Método en el que la guerra es parte sustantiva, según se aprecia, y método que ya estaba penetrando en sectores del proletariado organizado como veremos un poco más adelante. Pero en la Euskal Herria de 1878 los problemas eran tan acuciantes para el capital y el movimiento obrero estaba tan poco asentado aún que las dos partes vencedoras de la guerra de 1872-1876 pudieron unir el hambre con las ganas de comer. La española necesitaba dinero vorazmente porque estaba al borde de la inanición. La vascongada tenía ganas de comer porque sabía que, gracias a la liquidación manu militari del sistema foral, por fin disponía de facto, pero no de iure, del poder político, militar y cultural suficiente como para lanzarse a la arrasadora expansión de sus negocios, sobreexplotando al pueblo trabajador e imponiéndose sobre los debilitados jauntxos y la arruinada pequeña burguesía.
Se repartieron la tarta dándole un nombre pomposo para ocultar que, en realidad, era un aumento global del tributo de guerra que el vencedor impone al vencido: Concierto Económico. Aunque era la española la que más parte de la tarta devoraba, la vascongada no estaba muy descontenta porque las dos intuían algo que para entonces ya habían demostrado Marx y Engels: para maximizar su tasa de ganancia, el capital necesita de un poder político, militar, cultural e ideológico, necesita de un Estado propio, o en su defecto de otro que aun no siéndolo del todo sí le defiende internamente, contra la rebeldía de las clases explotadas y, externamente, en la creciente competencia internacional, y ambas ganaban en proporción a su fuerza.
El truco consistía en adaptar en Vascongadas la llamada Ley Paccionada, pacto de 1841 con la burguesía navarra: negociar un reparto de la tasa de ganancia entre el Estado y la burguesía autóctona por el que el primero cedía partes de la administración económica y fiscal a la segunda a cambio de que esta pagase un tributo de guerra al fisco de Madrid. La burguesía vascongada seguía así el camino abierto por la navarra treinta y siete años antes: integración de cuerpo y alma, de dinero y poder, en la construcción de España a cambio de explotar al pueblo trabajador y reprimirlo con la ayuda del ejército, la Iglesia y el funcionariado español. En Vascongadas esta alianza tomó el nombre y la forma de Concierto Económico.
Tanto la Ley Paccionada como el Concierto Económico eran la forma externa de una dictadura de clase a veces descarada y brutal, otras veces encubierta por elecciones amañadas, lo que no impidió que hubiera resistencia popular en especial en la Ribera navarra, como la de 1884 en protesta contra la privatización de comunales, intensificada en los últimos años y que fue aplastada. Cuatro campesinos de Erriberri fueron asesinados. En realidad, se estaba dando un cambio de fase en la lucha de clases y de opresión nacional, cambio acelerado por las salvajes medidas sociopolíticas impuestas por la burguesía protegida por el Estado español. Todas las clases y facciones de clase, excepto el gran capital, estaban en crisis de transición de una forma productiva y de explotación superada a otra nueva que estaba imponiéndose a la fuerza. La euforia burguesa era tal que hasta en algún herrialde se redujo la cantidad de fuerzas represivas provinciales porque parecía reinar la «paz social».
Una ficción que estalló por los aires en la década de 1890 porque las contradicciones tenían más carga explosiva que la capacidad de desactivación e integración de la burguesía. El capitalismo minero, industrial, naviero y financiero que irradiaba desde Bizkaia hasta Gipuzkoa, y que avanzaba en el resto de la nación vasca, tenía los pies de barro necesitando siempre la vigilancia represiva de las fuerzas armadas extranjeras. Una situación idéntica había recorrido la Europa industrializada unos años antes: la burguesía alemana respondió con las leyes antisocialistas de 1878 a 1888: para volver a la legalidad los socialistas tenían que renunciar pública y oficialmente a la revolución, y aunque ya hubo sectores que defendía esa rendición, la mayoría se negó, logrando su legalidad por medio de las masivas movilizaciones. El final de la gran depresión en 1890 permitió a la burguesía hacer concesiones al movimiento obrero, lo que fue utilizado por el creciente reformismo interno de la socialdemocracia pasar al ataque y censurar vitales ideas de Engels sobre la teoría de la violencia revolucionaria en 1895, impulsando primero el pacifismo y luego, desde 1905 en adelante, el apoyo a la política imperialista alemana y al papel de su ejército.
La Alemania de la década de 1890 estaba muy por delante de la Euskal Herria de la misma época. Ambos eran capitalismos militarizados por el innegable peso del ejército, desde luego, pero con una diferencia cualitativa: la nación vasca estaba ocupada militarmente lo que facilitaba sobremanera la represión. Precisamente uno de los más lúcidos representantes de la cultura conservadora e imperialista germana, «padre intelectual» de una de las ramas fundamentales de la sociología burguesa, Max Weber, visitó Euskal Herria en septiembre de 1897 dejando constancia en sus cartas de las enormes diferencias que apreciaba entre la cultura vasca y «la mezquindad de la Administración española» que impone «una reparación de guerra» al pueblo vasco desde la última guerra perdida por los vascos. Dado su conservadurismo imperialista, atenuado en su forma externa por sus relaciones con académicos alemanes de la escuela reformista denominada «socialismo de cátedra», es comprensible que M. Weber quedara gratamente impresionado por la apariencia de «los municipios y los distritos de las provincias vascas se autoadministran de forma estrictamente democrática», comparada con la realidad sociopolítica española.
Su conservadurismo antisocialista, que quedaría al descubierto al final de la Primera Guerra Mundial, le impedía analizar con objetividad e incluso ver cómo las fuerzas armadas españolas, los grupos de matones a sueldo de la patronal vasca, los forales y mikeletes a las órdenes de las Diputaciones, todas ellas controladas desde los gobiernos civiles y militares, intervenían con dureza y, a veces, con extremada dureza una y otra vez en defensa del capital, que es lo mismo que decir del Estado. Como vamos a ver, las represiones no acaban ni con la irrupción de la lucha de clases en su forma industrial, aunque nos vamos a ceñir solo a las grandes huelgas; ni con la defensa de los derechos nacionales; ni con la reorganización de las fuerzas políticas, ni con la tendencia a la superar el muro fronterizo impuesto por los Estados.
La huelga general de mayo de 1890 desborda todos los controles militares y obliga al general Loma a negociar directamente con los huelguistas, firmándose el «Pacto de Loma» que beneficia a la clase obrera, pero tras la vuelta al trabajo la patronal los incumpliría sistemáticamente. La rebelión llamada Gamazada de 1893-1894 que recorrió Euskal Herria contra el proyecto español de aumentar el tributo de guerra impuesto a Nafarroa en 1841 y a Vascongadas en 1878 que, además de destruir lo pactado, significaba sobre todo imponer el centralismo estatal; la respuesta de masas fue tal que el Estado tuvo que retroceder. A la vez se centralizaba políticamente la pequeña burguesía creando el PNV en 1895 que se expandiría con rapidez desde su núcleo vizcaíno. Al poco, en 1901, la lenta pero imparable toma de conciencia lingüístico-nacional organizó el Congreso de Euskerología realizado simultáneamente en Hendaia y Hondarribia, uniendo simbólicamente las dos partes del territorio vasco separadas por la frontera franco-española: no se puede ocultar la preocupación de París y Madrid ante ese paso cualitativo que iba más allá de la unidad material solidaria demostrada en las dos guerras en defensa del sistema foral.
En la huelga general de 1903 el general Zappino, al mando de un Regimiento de Artillería de Montaña, abrió negociaciones por su cuenta con los obreros debido a la ineficacia de la patronal, llegando a unos acuerdos que la burguesía bilbaína debía aceptar. En la huelga general de 1906 fue el propio rey español, que veraneaba en Donostia, quien interviene a petición de la patronal para llegar a un acuerdo con la clase obrera, acuerdo que la burguesía incumplió creyendo que los trabajadores se habían tragado el anzuelo que se escondía dentro de la firma del rey. Mientras el malestar obrero volvía de nuevo en Hegoalde, en 1908, la clase obrera de Iparralde realizó su primera huelga en Baiona, confirmando que se había iniciado una dinámica de lucha de clases que sería drásticamente cortada por el estallido de la guerra de 1914.
Entre ambas huelgas estalló en 1905 la revolución rusa que tuvo sobre todo tres grandes efectos teóricos para el tema que tratamos. Uno, el papel de las huelga de masas, tal como lo entendía el grupo liderado por Rosa Luxemburg que denunció implacable y premonitoriamente la tendencia objetiva del parlamentarismo «de izquierdas» a transustanciarse en pacifismo burgués renegando de la violencia defensiva, actuante o preventiva, inherente a la lucha del proletariado. Otro, el paso decisivo dado por los bolcheviques liderados por Lenin consistente en unir, en las nuevas condiciones imperialistas, la estrategia socialista elaborada hasta entonces con la estrategia militar, más allá de lo alcanzado por Engels y por Marx. Y por último, la readecuación por Trotsky de la teoría de la revolución permanente que Marx y Engels elaboraron después de 1848, sobre todo entre 1850 y 1852, y que se debatió desde entonces. Las tres, y otras en las que no podemos extendernos, serán decisivas para la emancipación mundial, y las tres tienen directa relación con la teoría marxista de la violencia.
Las condiciones objetivas impidieron que la oleada de luchas obreras, populares y campesinas que ya se vivía en tierras vascas en esa década conociera esos imprescindibles debates, lo que explica, en parte, las limitaciones de muchas luchas concretas y sobre todo de la huelga general de 1910, que fue la respuesta al incumplimiento de lo firmado por el rey español representante del capital. De nuevo los obreros negociaron lo que creían la solución con el general Aguilar que dirigía el Estado de guerra y con Merino, ministro de la Gobernación. El incumplimiento del pacto firmado por el rey aceleró el desprestigio de la monarquía hasta ser expulsada en 1931, pero todavía en 1910 el movimiento obrero y popular no había desarrollado la independencia política de clase —una de las exigencias que une a Rosa Luxemburg, Lenin y Trotsky— suficiente como para no volver a cometer el error de credulidad hacia las promesas del capital, y la indefensión ante la represión militar que fue aplastante, lo que confirmaba el peso decisivo de lo militar en el asentamiento del capitalismo en Euskal Herria.
Es muy posible que, como había sucedido antes de 1872, tan abrumadora militarización de la política y de la economía desde 1876, por no hablar de la imposición de la lengua española, provocara el rebote contrario de azuzar la concienciación general que ya venía impulsada desde antes, como hemos visto anteriormente: en la década de 1910 avanza la organización obrera en todos los sentidos, incluido el sindicalismo católico, y en especial un sindicalismo vasquista que para 1914 ya empieza a chocar con la burocracia del PNV en una incipiente muestra de independencia política de clase; se avanza en un nacionalismo más radicalizado que el del PNV ya incipiente en 1909; también surgen unas primeras reflexiones del republicanismo liberal sobre la opresión vasca que aceptaba el marco «vasco-navarro», etc.
Llegados a este momento debemos volver a la «profecía» engelsiana de 1874 confirmada en 1914. Engels se adelantó a la historia también en este caso porque desarrolló la unidad entre la industria de la matanza de seres humanos y la ley del valor descubierta por Marx, y lo hizo además defendiendo el papel decisivo de la «vergüenza nacional», de la subjetividad, etc. Fueron pocos los que desarrollaron esta dialéctica. Para 1914, la Segunda Internacional tenía una posición oficial antimilitarista y antiguerra radical en apariencia, pero hueca, podrida en la realidad. Fue F. Mehring quien más profundizó en la investigación abierta por Engels y por Marx. Rosa Luxemburg iba por delante de Lenin como quedó claro en 1912 con su crítica del papel del militarismo en la acumulación capitalista, crítica que la Segunda Internacional intentó silenciar. Por su parte, el socialista pacifista Jaurès se esforzó en cuadrar el círculo entre antiimperialismo y «nuevo ejército», por lo que fue asesinado por la extrema derecha francesa en 1914: su heroísmo innegable tenía todos los defectos del pacifismo y ninguna de las virtudes del antimilitarismo revolucionario. La decisiva aportación de Lenin de 1905 apenas era conocida, pero aún no había profundizado teóricamente en la dialéctica entre guerra e imperialismo, cosa que haría a partir de 1914-1915.
La guerra mundial de 1914-1918 exacerba la militarización del capitalismo vasco que ya venía de antes, siendo reforzado por las llamadas «guerras de África» desde 1893 y luego por los pactos franco-españoles de 1904 para invadir a los pueblos norteafricanos como la invasión de 1911. En Hegoalde se suman los efectos de las guerras de Cuba y Filipinas: el fundador del nacionalismo pequeño-burgués, Sabino Arana, sufrió cárcel por enviar un telegrama saludando la independencia de Cuba. La producción siderometalúrgica, naval, armera, etc., vasca y el creciente peso financiero de su burguesía es cada día más importante en el débil imperialismo español, mientras que sus fuerzas represivas, el nacionalismo españolista del PSOE y su control reformista sobre la UGT, le facilitan el orden y la explotación. Pero las luchas obreras, campesinas y populares no desaparecen, ni tampoco se detiene la concienciación vasca que adquiere tantas formas como expresiones tiene la lucha de clases y la opresión nacional. Todo ello influirá en la compleja respuesta vasca a la huelga general española de agosto de 1917.
La oleada revolucionada inaugurada por la revolución bolchevique termina impactando en Euskal Herria con efectos cualitativos cuando en pocos años, desde 1920 hasta 1923, se integran cinco dinámicas en una realidad nueva marcada por la dura crisis industrial de 1921 y por la ofensiva patronal contra los salarios desde 1922, y por la lucha entre campesinos y burguesía agraria sobre todo en la Ribera: una, dentro del sindicalismo vasquista, ELA, surgen algunos debates sobre el derecho de autodeterminación según Lenin; dos, se asienta la corriente nacionalista-radical de 1909 que daría paso a ANV una década después; tres, se rompe en dos el PNV: Aberri y Comunión Nacionalista que, aunque se reunificaron en 1930, dejaron una brecha decisiva; cuatro, en la izquierda político-sindical española surgen algunas propuestas de acercamiento al nacionalismo vasco; y cinco, dentro de esta izquierda estatal se produce una escisión que se integra en la Internacional Comunista, creando las condiciones para que una década después surja un embrión de comunismo abertzale válido en aquel contexto.
Desde luego que el resto de fuerzas sociopolíticas conservadoras y derechistas también respondían a esos cambios, como el carlismo que mantenía aún una fuerte tensión interna entre su dirección contrarrevolucionaria y sus bases populares apegadas a lo que quedaba de derechos forales. Este proceso claramente ascendente fue cortado durante un tiempo por el golpe militar de 1923 que con una pequeña suavización en 1930 se mantuvo hasta 1931.
Debemos contextualizar estas transformaciones en el panorama teórico-político desencadenado por la guerra mundial que, a su vez, fue consecuencia de las contradicciones generadas por la salida de la primera gran depresión de 1873-1890: el salto de la fase colonialista a la fase imperialista. El vórtice de este temporal fue la fundación de la Internacional Comunista en marzo de 1919, diez y ocho meses después de la revolución bolchevique, lo que permitió que las izquierdas vascas tuvieran un corto período de acceso a alguna información crítica y rigurosa sobre el capitalismo, y a opiniones teóricas y políticas antes casi inaccesibles. Pero la Internacional Comunista no cayó hecha del cielo, fue el resultado de la lucha de clases mundial y, en el tema que nos interesa, sobre todo del avance de Lenin en 1905 en lo que concierne a la estrategia político-militar iniciada por Marx y Engels, con las aportaciones de Trotsky y, también, aunque en menor medida, a las reflexiones de Rosa Luxemburg sobre la huelga de masas y las tareas de los sindicatos y partidos. En menor medida porque la marginación a la que fue sometida en el partido alemán desde 1905, la guerra, la derrota revolucionaria de 1918 con sus miles de asesinados, incluida ella, frenaron mucho la difusión de sus ideas.
La creación de una corriente comunista en el PSOE al calor del bolchevismo y su posterior salto a partido facilitó que esa corriente resistiera de algún modo la represión de la dictadura de 1923-1931. La Internacional Comunista insistía mucho en que la militancia debía estar preparada para la represión y la clandestinidad, pero que no debía aislarla del pueblo explotado sobre todo cuando este sufría opresión nacional. Pese a la burocratización sufrida desde 1924, también insistió mucho en que las organizaciones y partidos comunistas debían dominar la teoría de la violencia revolucionaria en todas sus formas, sobre todo las insurreccionales. Semejante formación teórico-política le permitió realizar una pequeña pero simbólica movilización contra el golpe militar de 1923, así como no caer en el colaboracionismo con la represión militar del PSOE y UGT, agente del capital y de los militares en la persecución de las libertades. La influencia de la Internacional Comunista llegó a sectores de ELA que propusieron una lectura de las tesis de Lenin sobre la autodeterminación de los pueblos, como hemos dicho; también el poder de atracción de la Internacional Comunista presionaba para que corrientes radicales e incluso reformistas reflexionasen sobre el socialismo.
Aunque la dictadura frenó esta dinámica, no la anuló, y menos cuando la segunda gran depresión de 1929 elevó las contradicciones sociales a un nivel insospechado, reactivando las movilizaciones, huelgas y actos políticos ilegalizados. La victoria de la Segunda República en abril de 1931 abrió las espitas de la olla a presión que era Hegoalde reorganizándose rápidamente las fuerzas políticas, sindicales y culturales. La intentona golpista de agosto de 1932, la sanjurjada, fue una advertencia muy clara de que el bloque de clases dominante quería acabar con la Segunda República a cualquier precio, aprendiendo de los errores del general Sanjurjo para lanzar el ataque definitivo solo cuatro años después. Parece muy probable que, como en las crisis anteriores, la gravedad de la situación intensificara los procesos de toma de conciencia anticapitalista de sectores nacionalistas: ANV, por ejemplo; o lo de lo que era un embrión del independentismo socialista: los comunistas de la Federación Vasco-Navarra; o la radicalización de Jagi-Jagi y grupos de mendigoizales, etc. Esto hizo que para 1934, fecha de la llamada Revolución de octubre, las fuerzas golpeadas por la pasada dictadura mantuvieran relaciones cordiales ante el peligro golpista.
Para los fines de esta presentación los aciertos, errores y límites de la insurrección revolucionaria de octubre de 1934 ofrecen lecciones muy importantes. La síntesis teórica realizada hasta ese momento en base a la enorme amplitud de las luchas populares había elaborado lecciones y principios básicos:
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Estratégica que integre la dialéctica entre lo económico, lo político, lo ético, lo cultural, lo militar, etc., como una totalidad con niveles.
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Estructura organizativa que permita la interacción equilibrada de las tácticas necesarias a cada una de las partes de esa totalidad.
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Concepción del Estado burgués como mando centralizador de las múltiples violencias del capital y como su garante estratégico último mediante el terror. Necesidad de destruir el Estado y su «alma armada».
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Política de acumulación de fuerzas destinada a este fin estratégico.
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Interacción entre las formas de lucha y su encauzamiento a la toma del poder.
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Valoración del tiempo político en base a este objetivo.
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Tácticas de trabajo, división y desmoralización de las fuerzas represivas, etc.
El contexto de otoño de 1934 no era muy propicio para la insurrección: las divisiones internas del PSOE y de la UGT; la debilidad relativa del PCE y de la CNT; los rescoldos que pervivían de la histórica separación entre el movimiento obrero de origen estatalista y el vasco, pese al importante acercamiento reciente; el obstruccionismo del PNV y del republicanismo reformista; el peso de la Iglesia sobre todo en el campesinado y en los sectores obreros relacionados con él; las amenazas del fascismo y de las derechas… No debemos olvidar que la Segunda Internacional no tenía ni quería tener una teoría de violencia que integrara en un capítulo sobre la insurrección, lo que mermaba mucho la efectividad de sus bases radicalizadas. El anarquismo estaba más fogueado, pero rechazaba la praxis marxista al respecto. La burocratización de la Internacional Comunista había amputado tanto el marxismo —Rosa Luxemburg, Pannekoek, Trotsky, Preobrajensky, el último Lenin, Reich…—, que desde finales de los años veinte la llamada «teoría científica» era una caricatura mecanicista.
Por todo esto la Revolución de Octubre, fuerte en Asturias, tuvo desigual apoyo en Hegoalde, pero aportó tres lecciones: una, el pueblo trabajador estaba en proceso de radicalización porque incluso ELA la apoyó implícita y pasivamente; otra, tuvo muchos errores de organización a pesar de que para esa fecha la teoría insurreccional estaba bastante elaborada; y finalmente, la menos visible en ese momento pero que sería muy importante, sectores de las bases del PNV empezaron a liberarse de la sumisión al Estado Vaticano, aliado estratégico de la burguesía, lo que sería decisivo para forzar a la mayoría de la dirección del partido a posicionarse en defensa de la Segunda República. Como otras muchas veces en la historia, Octubre del 34 fue una escuela de aprendizaje que sirvió en buena medida para, al cabo solo de veintinún meses después, derrotar parcialmente a la sublevación contrarrevolucionaria de julio de 1936.
La radicalización social en Hegoalde, creciente en 1935, respondía además de a la devastación de la crisis, también a la toma de conciencia de los errores de Octubre del 34 y de que más temprano que tarde la burguesía intentaría otro golpe más salvaje que el de 1932: empezaban a circular rumores sobre sus contactos con el nazifascismo, lo que propició un acercamiento entre las fuerzas político-sindicales. En la Ribera se masticaba la tensión porque crecía la lucha por la recuperación de las tierras comunales a la par que de burguesía y la Iglesia pedían a gritos la intervención militar. Por su parte, el campesinado de Bizkaia y Gipuzkoa fue golpeado con desahucios de caseríos y tierras al no poder pagar las altas rentas, lo que llevó incluso a la protesta del blando y dubitativo PNV, cada vez más presionado por sus bases y por el mundo de la cultura euskaldun, muy alarmado por el auge del antivasquismo desde hacía tiempo y en especial desde 1931 cuando la Segunda República sí reconoció el bilingüismo en Catalunya pero lo prohibió en Euskal Herria. Esta guerra lingüístico-cultural se extendía al conjunto de prohibiciones contra una universidad pública vasca a pesar de que la alfabetización era la más alta del Estado y con mucho, pero obligatoriamente en español.
La teoría marxista de la violencia, relacionada con la ley del valor, se vio trágicamente confirmada de nuevo con el alzamiento contrarrevolucionario de julio de 1936 y con la guerra que le siguió, conflicto bélico que en Euskal Herria duró en su expresión máxima hasta 1944, con la retirada nazi de Iparralde, aunque se mantuvieron formas de guerra no «convencionales» pero sí justas. El arte de la insurrección es un capítulo de la teoría de la violencia y aunque en 1936 el «insurrecto» fue el capital, es decir, que fue la burguesía la primera en atacar tomando la ofensiva, debemos recordar cómo Lenin criticaba a Kautsky, a Plejanov y al reformismo, que no comprendieran la dialéctica entre ofensiva y defensiva, es decir, que a la «insurrección» contrarrevolucionaria se le debe combatir con inmediatas insurrecciones obreras y populares, que de hecho fue lo que ocurrió en muchas ciudades del Estado y de Hegoalde: el pueblo obrero tomó las calles escasamente armado, exigió más armas y cómo en Donostia y otros pueblos industrializados de Gipuzkoa creó verdaderas comunas que derrotaron a los sublevados, o detuvieron su avance obteniendo un tiempo vital para organizar la resistencia y pasar a la ofensiva.
Las comunas obreras tuvieron que redoblar sus esfuerzos heroicos no solo ante la gran superioridad cuantitativa de los invasores, no solo ante la fuerte resistencia interna de los contrarrevolucionarios que saboteaban la incipiente democracia socialista, sino también para compensar la pasividad del PNV en las primeras y fundamentales semanas de la guerra. En otros lugares, el PNV negoció con los sublevados. En las zonas libres tuvo una política ambigua y contradictoria, ya que por un lado, no movilizó el enorme potencial industrial, ni nacionalizó la banca, ni creó un verdadero ejército, además tensionó las relaciones con las izquierdas para que no tomaran medidas urgentes socializadoras, cerró bastante los ojos y oídos al sabotaje interno… y se rindió en Santoña, entregando la industria intacta y sus batallones desarmados al invasor. Pero, por otro lado, impulsó la cultura y creó un diario monolingüe en euskara, Aberri, e intentó crear una administración parecida a un Estado burgués con tintes progresistas.
Se debate mucho sobre si fue correcto que las izquierdas cedieran en sus reivindicaciones para mantener la unidad antifascista. Toda la experiencia histórica aconsejaba, por el contrario, que se mantuviera la independencia política de clase y la lucha por la independencia vasca de facto, movilizando todos los recursos posibles. Pero la Segunda Internacional ni quería ni podía avanzar a la democracia socialista y al pueblo en armas. En su VII Congreso de verano de 1935, la Internacional Comunista inició la estrategia de los frentes populares, que ha resultado un fracaso histórico. Las corrientes expulsadas o exterminadas por la Internacional Comunista estalinizada habían quedado reducidas a una minoría, aplastadas desde mayo de 1937 en Catalunya, asesinadas desde junio a la vez que caída Bilbo en manos españolas y decapitadas en ese verano con el exterminio de la comuna de Aragón por tropas del PCE. No hace falta recordar que, aun y todo, la resistencia tanto en Hegoalde como en el Estado fue tenaz, muy por encima de lo imaginable.
Hemos dicho arriba que la guerra en su expresión convencional se libró entre 1936 y la retirada de los nazis de Iparralde en 1944, lo que permitió que se crearan bases en el Pirineo Atlántico para facilitar la entrada de los Aliados en la península, como se creyó ingenuamente durante unos meses. La fracasada penetración guerrillera por el valle de Arán y otras zonas, dio razones a quienes ya tenían decidido «cerrar el frente» en un contexto idóneo para avanzar decididamente hacia la independencia. Pero el PNV no lo quería. Los comunistas vascos no pudieron contener el triunfo del nacionalismo español en el PCE que se había impuesto definitivamente en mayo de 1937, ni la supeditación total a los dictados de Moscú, que ya había cedido el Estado español al imperialismo: los comunistas vascos fueron purgados. La Segunda Internacional, en proceso de recuperación, también se volvió contra Moscú, contra el comunismo y las guerras de liberación nacional. Las huelgas y manifestaciones que se recuperaron desde 1947 mantuvieron la esperanza de libertad justo hasta 1953, año en el que la dictadura cambió de amo internacional: ya no era el nazismo, eran los Estados Unidos.
Pero este fin de una fase político-militar no significó el fin de las resistencias, aunque los grupos armados supervivientes estaban muy debilitados en la década de 1950. La «vergüenza nacional» se estaba recomponiendo en el interior de la vida popular, e incluso empezaba a aparecer en público mediante actos culturales, luego con propaganda obrera y política y, al poco, incluso con bombas caseras contra símbolos franquistas. Sin embargo, y a diferencia de Octubre del 34 y de la guerra de 1936-1944, en el período 1953-1966, año en el que se inició la larga V Asamblea de ETA, la izquierda independentista que se estaba formando tenía menos recursos teóricos para elaborar una estrategia político-militar adecuada tanto a las formas de opresión nacional que sufría como al contexto internacional. La censura y la represión frenaban el acceso a las ideas revolucionarias que empezaban a surgir en Europa en esa década, pero a pesar del miedo a la detención, tortura y cárcel, o a la muerte en un control policial, esos libros llegaban.
Para el tema que nos interesa, la estrategia político-militar inherente a la praxis revolucionaria orientada a la superación histórica de la ley del valor en la historia vasca, es importante ver el contexto que influenciaba en los debates internos antes de que, en la VI Asamblea de 1965, ETA se declarara socialista, aunque con un alto grado de abstracción teniendo en cuenta la diversidad de corrientes internas. Años antes, Stalin, muerto en 1953, comentó a Tito que: «En nuestros días el socialismo es posible incluso bajo la monarquía inglesa. La revolución no es ya necesaria en todas partes […] Sí, el socialismo es posible bajo un rey inglés». La idea de Stalin fue oficializada en 1956 en el XX Congreso del PCUS cuando se teorizó la «coexistencia pacífica», e inmediatamente después, el Partido Comunista de España la concretó con la estrategia de la «reconciliación nacional».
Fue en ese 1956 de la «reconciliación» y la «paz» que la gran huelga del 9 abril en Iruña inició una nueva fase de lucha de clases en Hego Euskal Herria marcada por la aparición de las comisiones de fábricas, de sus trabajadores, que se alejan del sindicalismo oficial y amarillo y recuperan la tradición histórica de la independencia obrera autoorganizada en el lugar de trabajo y con otras empresas, y al poco en estrecha relación con la vida en los barrios y pueblos, con sus colectivos vecinales. Ulula el fantasma de los consejos, de los soviets, de las asambleas obreras y populares… hornos en los que se funde el acero de las insurrecciones. La burguesía siente pánico y pide ayuda a la dictadura. La tensión es tal que sectores burgueses llegan a discutir con el gobernador «civil» de Bizkaia sobre las medidas a tomar. Mientras que el Partido Comunista de España implora por la «reconciliación nacional», el proletariado, que está en proceso de vertebrar al nuevo pueblo trabajador vasco que surgirá de la salvaje represión de las huelgas de abril de 1956, empieza a autoorganizarse.
En esas condiciones, para los resistentes que sin ser independentistas sí defendían el derecho de autodeterminación tal cual lo entendía Lenin, este giro al pacifismo y al nacionalismo español abrió profundas grietas subjetivas por las que, en un lustro, empezarían a penetrar reflexiones sobre qué querían aquellos «jóvenes abertzales» que se preguntaban sobre todo, que reconocían su ignorancia incluso de la historia vasca porque no se creían ya las versiones del PNV y menos aún las del imperialismo franco-español. Estos sectores empezaban a preguntase sobre el creciente abismo que separaba a la vieja izquierda estatalista del nuevo proletariado vasco: en su memoria militar guardaban como oro en paño el heroísmo de los gudaris comunistas en la guerra de 1936-1944, que dieron a sus batallones nombres como el de Gernika, y profundamente internacionalistas como el de Rosa Luxemburg, elegido a pesar de que esta revolucionaria había sido depurada post morten por la burocracia estalinista en la década de 1920, y no dudaban en calificar de imperialista al ejército español. Ahora debían reconciliarse con la patronal y con las fuerzas represivas que masacraban al pueblo en aquella impresionante huelga de abril de 1956.
Para otros resistentes, los que provenían de o se habían formado en la tradición nacionalista radical de ANV, Jagi-Jagi, etc., semejante deriva les daba la razón sobre las limitaciones de cualquier teoría sociopolítica que no tuviese en cuenta la realidad de la nación vasca. Había transcurrido un cuarto de siglo desde que, en 1933, los comunistas de la Federación Vasco-Navarra denunciaran el proyecto de autonomía burguesa de 1931 concedida por el imperialismo español, exigieran la Amnistía, empleasen el euskara en sus mítines, elaborasen una estrategia de recuperación de los bienes comunes y de expropiación de la burguesía, etc., y toda esta experiencia se había olvidado y había sido borrada incluso por el Partido Comunista de España en las durísimas condiciones de la guerra y la dictadura. Sin embargo, este nacionalismo radical tenía razón en ese momento pese a sus limitaciones de clase: cualquier estrategia liberadora debía basarse en primer lugar en las raíces sociohistóricas de Euskal Herria, no podía cometer el error de creer incondicionalmente en el «internacionalismo» del grueso de la izquierda española, que no había aprendido nada de la advertencia de Lenin sobre los nefastos efectos del resurgir del nacionalismo gran-ruso en los bolcheviques.
Las dudas de estos y otros grupos clandestinos se irán convirtiendo en certezas según veían cómo en 1959 las nuevas leyes de Orden Público podían abrir consejo de guerra a quienes preparasen una huelga o participaran en ella. Si la exigencia de mejores condiciones sociales podía ser delito de rebelión militar, la pregunta era obvia: ¿de qué forma se puede resistir a la violencia militar injusta sino es con la violencia militar justa?
Los debates sobre las formas de interacción entre tácticas pacíficas, no-violentas y violentas fueron frecuentes en ETA, como lo habían sido en las izquierdas desde el socialismo utópico, por no retroceder más en el pasado, investigación muy necesaria pero imposible aquí y ahora. Además de en la propia experiencia vasca, tan plena de lecciones, ¿dónde más buscarlas y encontrarlas? En la URSS y en el PCE desde luego que no.
La respuesta se va haciendo cada vez más urgente en la medida en que crecen las movilizaciones y algunas pasan a ser huelgas importantes, como las de 1963, pero también aparecen nuevas luchas autoorganizadas como la primera ikastola en 1964, parte de una tendencia ofensiva muy clara hacia la recuperación de la lengua y cultura vasca. Y conforme se van llenando las cárceles, los colectivos de ayuda van mejorando su funcionamiento que databa, al menos, de 1936. Como todo pueblo explotado, también el vasco disponía de una memoria y saber clandestino. La IV Asamblea de ETA de 1965 se enfrenta a este panorama con tres grandes opciones: la que defendiendo un socialismo democrático más radical que el de la Segunda Internacional, insistía en la importancia de la lucha cultural, sin menospreciar otras luchas; la que defendía las nuevas teorías de la izquierda europea; y la que optaba por aprender de las guerras de liberación nacional antiimperialista.
La victoria comunista en China era reciente, 1949, y poco a poco y de manera definitiva desde 1962, empezaban a llegar textos maoístas en los que se criticaba de desviacionismo derechista y pacifista a la URSS. Las victorias de Cuba y de Argelia se estaban viviendo en ese período, 1959 y 1962, respectivamente. Vietnam resistía. Aunque Irlanda del Norte parecía dopada, una mirada atenta descubría que también allí empezaba a despertarse la «vergüenza nacional» del león dormido… Frente a esto, ¿qué ofrecía la izquierda europea? Desde finales de los años cincuenta el situacionismo adelantó críticas decisivas al capital, esforzándose por integrar a grupitos consejistas, luxemburguistas, autonomistas, etc., del mismo modo que lo intentaba la corriente Socialismo o Barbarie. El maoísmo avanzaba entre sectores radicalizados que se reforzarían con la «revolución cultural» iniciada en 1966. La corriente más fuerte del trotskismo se reorganizó en 1963. El estalinismo más plomizo de los partidos comunistas oficiales se debilitaba rápidamente, etcétera. Como efecto de estos debates, desde finales de los años sesenta surgieron las condiciones para la formación de diferentes organizaciones armadas.
Hemos omitido nombres de autores para no caer en el destructor individualismo metodológico que pudre los egos narcisistas de la casta intelectual y del academicismo. El período que hemos resumido tan esencialmente, fue un estallido multicolor, bello y espectacular de creatividad teórica que debemos actualizar, pero que, en el tema que nos concierne, sufría de cinco grandes quiebras además de otras menores.
Una, no pudo arraigar en el movimiento obrero organizado, lo que le impidió derrotar el reformismo de los partidos comunistas oficiales y de la Segunda Internacional en la oleada prerrevolucionaria iniciada en 1968, como se vio en Italia en donde el PCI y su poderoso aparato sindical y mediático que editó a Gramsci en 1951, lo había desfigurado totalmente para 1956 y para inicios de los años setenta lo hizo padre del eurocomunismo siendo pieza clase en el aplastamiento de la oleada obrera y la lucha armada.
Dos, siguió atado al eurocentrismo cuando precisamente las luchas antiimperialistas se expandían por el mundo, lo que le frenó la comprensión del proceso de aburguesamiento del proletariado europeo gracias al saqueo euroimperialista.
Tres, era profundamente estatalista, lo que le impidió comprender la fuerza emancipadora de las naciones oprimidas dentro de Europa, como era el caso de la opresiones nacionales dentro del Estado francés —vascos, corsos, bretones, occitanos…— justificadas de forma oblicua por el PCF.
Cuatro, ese estatalismo le impidió ver la contradicción interna a la nación burguesa incapacitándole para combatir el racismo y la recomposición de los neofascismos desde un modelo de nación trabajadora antagónico al burgués europeo.
Y, sobre todo, en quinto lugar, una concepción formalista de la estrategia político-militar con escasa inserción proletaria, limitación que pagaron las heroicas organizaciones armadas que surgieron pero que, por lo dicho, tenían poca implantación en el pueblo obrero en lucha. Es verdad que hubo intentos serios de dotarse de una estrategia de liberación nacional con respecto al poder imperialista y de la OTAN, como en Italia, en Alemania Occidental, etc., pero, sin grandes precisiones ahora, cometieron un error parecido a los Tupamaros cuando dieron por supuesto que el pueblo uruguayo rechazaba decididamente la presencia yanqui en el país. Pero esa presencia, innegable, estaba muy ocultada, apenas era perceptible a simple vista, porque uno de los objetivos prioritarios de la contrainsurgencia era precisamente invisibilizar el dominio yanqui, manteniendo la sensación falsa de la independencia uruguaya.
La OTAN y las mafias, la Segunda Internacional, la derecha democristiana, los reformismos varios, los cristianismos, etc., hicieron lo imposible por legitimar la subordinación europea a Estados Unidos, minando así uno de los pilares decisivos de crecimiento de las guerrillas. Otro método fue minimizar la resistencia armada comunista contra el nazismo y el enorme colaboracionismo burgués en la Segunda Guerra Mundial, cuando fueron los comunistas los que llevaron el mayor peso de la lucha. Para los años sesenta, la industria de la manipulación había trivializado tanto la guerrilla que la mayoría de la clase trabajadora había olvidado que en 1945-1947 se vivía en Europa occidental un clima prerrevolucionario, según la opinión de la inteligencia militar aliada. El mayor daño fue olvidar que entre 1941-1944 se libraron guerras de liberación nacional y social dirigidas fundamentalmente por las izquierdas, que pusieron en jaque a la burguesía europea profundamente desgastada por su colaboracionismo activo o pasivo. Ahora no podemos extendernos aquí en las razones complejas de la victoria imperialista desde 1947-1948, solo decir que la pérdida de la memoria militar y la propaganda masiva pro-yanqui dificultó mucho que los grupos armados de finales de los años sesenta pudieran demostrar la continuidad histórica de su lucha con la de 1941-1944, algo decisivo.
Por tanto, y volviendo al contexto teórico-político que envolvía los debates en ETA desde la IV Asamblea de 1965 hasta la VI Asamblea de 1973, en la que se declara oficialmente comunista, la izquierda europea podía aportar algunas ideas muy importantes, pero siempre dentro de una totalidad en la que la mayor aportación vino del peyorativamente llamado «tercermundismo». Las interrogantes que crecientes sectores obreros y populares se hacían desde finales de los años cincuenta eran sobre cómo responder a la militarización extrema impuesta por el franquismo: ¿mediante la estrategia de «reconciliación nacional» y la «coexistencia pacífica»? ¿O mediante la interacción de las formas de lucha, incluida tácticamente la violencia defensiva? Dejando de lado en la medida de lo posible sus diferencias, enormes muchas veces, y los límites que hemos visto, las izquierdas europeas de ese período aportaron ideas centrales.
El derecho general incuestionable a la rebelión y a la resistencia violenta, siempre en una estrategia que lo englobase, orientase y utilizase según la teoría de la violencia, aunque las corrientes matizasen mucho las condiciones de práctica de ese derecho. Que estas formas y la lucha de clases en su totalidad debían basarse en el estudio riguroso de la sociedad capitalista del momento, de sus contradicciones y de las necesidades del proletariado. Que los sistemas de alienación e integración del movimiento obrero y de la intelectualidad se habían desarrollado cualitativamente desde la década de los años treinta. Que la cultura y la subjetividad revolucionarias adquirían tanta o más importancia que en las fases anteriores. Que estos y otros cambios en las relaciones de producción y reproducción exigían formas de lucha adecuadas. Que ese estudio del momento concreto nunca tenía que perder de vista la naturaleza esencial del modo de producción capitalista. Que el sistema burocrático de la URSS no servía como modelo. Que los partidos y sindicatos que lo aplicaban en Europa, tampoco. Que…
Curiosamente, algunas de las lecciones que llegaron del «tercermundismo» eran mejoras de las europeas por la simple razón de que, en aquellas condiciones bastante más duras, desarrollaron de manera creativa sus enormes potencialidades, sobre todo en lo concerniente a la dialéctica en autoorganización popular y organizaciones de vanguardia, una visión más crítica del imperialismo, más participación de la mujer trabajadora en las tareas más peligrosas, más capacidad para integrar las culturas populares y las creencias religiosas justicialistas en la lucha revolucionaria, una más profunda valoración de la ayuda mutua y de lo comunal, una valoración de la importancia de la memoria popular y de su vertiente militar… y una ética de la militancia y de la vida que en Europa solo existía en los grupos armados y en la izquierda más coherente.
La larga V Asamblea de ETA fue la que fusionó estas diversas aportaciones, pero supeditadas a la historia y presente del marco autónomo de lucha vasco. Por ejemplo, la prolongada huelga de la fábrica de Bandas de 1966-1967 tenía todos los componentes clásicos de la autoorganización obrera y popular de otras huelgas históricas desde el siglo XIX: solidaridad, ayuda mutua, relación vecinal y comarcal, etc., imposibles de lograr si no se hubiese desarrollado la independencia política del movimiento obrero desde mediados de los años cincuenta, como hemos visto antes. Estas y otras lecciones internacionales siguieron materializándose en Hego Euskal Herria hasta plasmarse en la insurrección contra el consejo de guerra de Burgos de diciembre de 1970; en la insurrección de Gazteiz el 3 de marzo de 1976 contra todas las formas de violencia inherentes a la opresión nacional de clase; en la insurrección de la Semana Pro-Amnistía de mayo de 1977… Una enriquecedora fusión de luxemburguismo, leninismo, «tercermundismo» y otros ingredientes, cocinada al pil-pil de las contradicciones sociohistóricas en una magnífica confirmación de la dialéctica entre ley del valor y teoría de la violencia, en la que la «vergüenza nacional» es una fuerza práctica.
Alguien puede sorprenderse de que hablemos con tanta facilidad de insurrecciones en Euskal Herria, pero con eso solo demuestra una supina ignorancia de la historia; o una ideología reaccionaria que niega la historia, o lo más probable: un reaccionarismo ignorante. Contra esta ignorancia reaccionaria hay que saber que la lógica de la rebelión está alimentada también por la cultura popular que administra democráticamente los valores de uso, que cuida y potencia esos valores de uso que no de cambio, como bienes comunes. Desde poco antes de la IV Asamblea y definitivamente desde la V y al margen de sus escisiones, ETA como proceso tenía muy claro la importancia de la subjetividad, de la memoria histórica no burguesa, de la lucha lingüístico-cultural de innegable contenido político.
Hemos visto cómo la recuperación de la lengua y cultura vasca fue impulsada sobre todo en los momentos de guerra defensiva, en las «carlistadas», bajo la dictadura de 1923-1931, en la guerra de 1936-1944, bajo la dictadura franquista, durante la cual la militancia proeuskaldun de los refugiados en Iparralde dio un poderoso impulso a la autoestima euskaldun despreciada por el chauvinismo francés, con el ejemplo propagador de la ikastola de Hendaia, entre otras. En Hegoalde, en 1968, la lucha político-cultural dio un salto con la creación de Euskaltzaindia y con la unificación del euskara, pero lo más importante era la multiplicación imparable de las ikastolas, gaueskolas, grupos de euskaldunización y recuperación cultural, etc., gracias a los movimientos populares. Se sentaban así las fuerzas para lo que más adelante sería una densa red de medios de comunicación libre y crítica cuya parte más visible eran Euskaldun Egunkaria y Egin, pero sostenidos por una base sociocultural popular ampliamente extendida, en pugna frontal con la industria de alienación de masas.
Cualquier simplificación, cualquier definición taxativa tiene serios peligros de dogmatismo. Se ha hecho común separar en tres corrientes totalmente enfrentadas entre sí el choque dentro de ETA entre 1965-1967: culturalistas, europeístas y tercermundistas. Tal esquematismo ha sido muy negativo porque, como hemos visto, en la realidad actuaba una totalidad en la que cada una de las tendencias asumía en la práctica determinados componentes de las otras dos, resultando en los hechos un proceso de lucha contra prácticamente todas las formas de explotación, opresión y dominación. Aquí radica uno de los secretos de que el sindicalismo sociopolítico se implantara con velocidad en la clase obrera y el pueblo trabajador, logrando, además de ser mayoritario e ir al alza, sobre todo que el marco autónomo de lucha de clases vasco fuera y sea el más combativo y radicalizado de Europa y a la vez el que más represiones directas e indirectas, incluida la narco-represión, ha sufrido y sufre. El avance del sindicalismo sociopolítico vasco en toda Euskal Herria intenta ser frenado en balde por los sindicatos nacionalistas franco-españoles.
La ley del desarrollo desigual y combinado ayuda a comprender por qué en menos de un siglo cargado de violencias y represiones, de 1890 a 1965-1985, surgieran en un país pequeño ocupado por grandes Estados y sin apenas industria moderna, contradicciones tan inconciliables que impulsaran semejante nivel de lucha nacional de clase. En ese 1985, sin embargo, ya era irreversible la descomposición de una parte pequeña de ETA en su deriva hacia la democracia-cristiana y la socialdemocracia, pasando por el eurocomunismo, siguiendo los pasos de miembros de otras escisiones anteriores, algunos de los cuales terminaron incluso en la derecha española. La teoría de la violencia y del Estado estaba de nuevo a debate. La pequeña corriente que se desintegró en el sistema español había utilizado al Gramsci falseado por el eurocomunismo para justificar su putrefacción, surgiendo escusas cercanas incluso a N. Bobbio, el austromarxismo, etc., en un clima de desplome teórico bajo la fascinación de la espuma postmodernista que poco a poco contaminaba la casta intelectual y académica vasca.
Gramsci, sobre todo el de los consejos, siempre defendió y explicó la necesidad última de la violencia revolucionaria, que debía culminar el proceso de conquista de la hegemonía por la clase trabajadora como diseñadora de la nación-popular, contraria a la nación burguesa. Es lógico que hubiera diferencias entre la hegemonía gramsciana tal cual pudo exponerla en la cárcel, con la leninista, y con la visión luxemburguista, sin entrar ahora a las concordancias-disonancias entre él y Trotsky, y menos aún con el consejismo de Pannekoek, Gorter y otros. No podemos desarrollar aquí siquiera lo esencial del excelente rigor teórico y belleza metodológica mantenida en estos debates que impactaron en el devenir de ETA como proceso. Pensemos además que la izquierda vasca se formó, como hemos visto arriba, estudiando también las interpretaciones que de estos y otros autores se hacían en los años cincuenta y sesenta.
Sí debemos decir que aquellas discusiones sirvieron para descubrir la trampa escondida en la creación en 1982 de una falsa «policía vasca» —Ertzaintza— que en realidad es una fuerza represiva española fiel al capital en su forma vascongada. La ley del valor no funcionaría con la suficiente efectividad sin la mejora represiva introducida por los cipayos vascongados. La lucha de clases del pueblo trabajador reduce la tasa de ganancia del capital en su conjunto, tanto en la forma española como vascongada. Hay que reprimir las resistencias obreras sobre todo si refuerzan el independentismo socialista. Por eso el Estado se aseguró que la Ertzaintza no se sublevase pasándose al lado de su pueblo como lo hicieron los cipayos de la India en 1857, que colaborasen fervientemente como la policía de Vichy, de Quisling, de Vlásof o los mossos d’esquadra catalanes machacando a su pueblo, por citar unos pocos casos. Durante un tercio de siglo, el choque entre esta fuerza represiva y el pueblo trabajador han generado un debate muy enriquecedor sobre la esencia reaccionaria de la democracia vigente, sobre la teoría del Estado, etc., pero veremos cómo en los últimos tiempos.
Queremos decir con esto que las victorias político-electorales de 1986-1987 logradas por la parte muy mayoritaria de la izquierda abertzale que rechazaba la integración en el sistema, así como el resto de logros conseguidos en ese período —la derrota de la nuclearización, o de la narco-represión, por citar solo dos—, no pueden separarse, por un lado, del trasfondo de lucha teórico-política de contenido estratégico que se libraba a varias bandas dentro de la totalidad del bloque de izquierda independentista enfrentado, entonces, al capital. Y, por otro lado, tampoco pueden separarse estos logros de las tácticas interrelacionadas sujetas a la teoría de la violencia defensiva, cuya aplicación y prioridad variaban según las coyunturas. Aunque una porción de las militancias de las organizaciones abertzales no tuviera la formación suficiente para seguir minuciosamente esas discusiones, el clima intelectual dominante en ese amplio sector se movía en ese universo. La implosión de la URSS afectó a una parte reducida pero con alguna responsabilidad política lo que unido a otros factores que hemos desarrollado en otros textos, terminó siendo un desencadenante del progresivo abandono de la teoría marxista.
La creencia en la transición pacífica a un mundo justo viene de muy antiguo, tomando su expresión reaccionaria en Platón y san Agustín, y en su forma protocapitalista en las utopías desde el siglo XVI. Socialistas utópicos creyeron que se podía convencer a los bancos y grandes capitalistas para que impulsaran ese mundo justo. El matiz añadido por Bernstein y la socialdemocracia, por Jaurès, etc., consistía en que ese convencimiento del capital podía ser más rápido y sincero gracias a las mayorías parlamentarias. Millerand, que fue ministro en varias carteras de diferentes gobiernos franceses, incluida la de la guerra, desde finales del siglo XIX hasta llegar a la presidencia de la República en 1920-1924, tenía fe de carbonero en el milagro de la instauración del socialismo mediante la paz parlamentaria, como si se abrieran los cielos y descendiera el espíritu santo.
En este sentido, el Stalin de la conversación con Tito retrocedió a la utopía socialdemócrata y la amplió al sostener que hasta la monarquía inglesa podría aceptar el socialismo sin una revolución, mediante la democracia burguesa. Tanto el XX Congreso del PCUS como la «reconciliación nacional» del PCE seguían esta línea y preparaban el advenimiento del pacifismo eurocomunista que, con las declaraciones del «ministro comunista» del actual gobierno español, también ha retrocedido más allá de Stalin, a la época de Millerand al aceptar la continuidad de las bases yanquis y el polígono de tiro en Euskal Herria. También el «soberanismo transformador», tal cual llaman ahora al antiguo independentismo socialista, ha retrocedido del pensamiento marxista a la creencia y a la fe en el parlamentarismo burgués. Visto esto, en lo relacionado con la libertad, la Historia parece un cangrejo.
Parece un cangrejo, pero no lo es porque, en contra de lo aparente, la lucha de contrarios, que son el motor de la Historia, siempre genera realidades nuevas. Los pacifismos están presentes en las ideologías reformistas porque son funcionales al poder opresor, que se beneficia de su credulidad, pero son reactivados en determinadas situaciones caracterizadas por la sensación de fracaso, de estancamiento, de contraofensiva de la opresión, de pesimismo, de miedo ante la ferocidad represiva, etc. En estos momentos, sectores que no quieren reconocer que han abandonado el combate, giran a las modas pacifistas de turno creadas por las clases dominantes que prefieren mantener una imagen de tolerancia y hasta apertura a las demandas populares siempre que se expresen dentro de la «paz» del poder. La insurgencia auto derrotada no estudia el por qué se ha llegado a esa situación según la dialéctica de la lucha de contrarios, sino que se resigna a la oportunidad que le ofrece el poder justificándolo en base a la ideología del pragmatismo consensuado entre contrarios, es decir, rechaza la dialéctica y abraza la dialógica.
Cada pacifismo tiene el contexto ideológico que lo envuelve: el hinduismo, un conjunto de creencias politeístas extremadamente reaccionario, fue la base filosófica de Tolstoi, Gandhi y otros. Los socialistas utópicos se basaban en un sincretismo entre amor cristiano y moral natural que buscaba el bien abstracto. Bernstein, Jaurès y otros socialdemócratas en un mecanicismo determinista según el cual el peso del voto más los cambios capitalistas era el ascensor directo al cielo socialista. Millerand y su escuela llevaban esta creencia al interior del imperialismo francés y de su ejército asesino, convencidos de que podía reformarse desde dentro. El Stalin de la conversación con Tito, el XX Congreso del PCUS, la «reconciliación nacional» del PCE y el eurocomunismo coincidían en la creencia de que el capitalismo había entrado en una nueva fase en la que aglutinando un «bloque histórico» se llegaría pacíficamente al socialismo. El PCE definía a las fuerzas represivas como «trabajadores del orden». Unidas-Podemos disfruta con una mezcolanza de todo lo anterior más muchas dosis laclausianas y un alto militar en su núcleo burocrático. Y el reciente «soberanismo transformador», otro tanto. Por último, el postmodernismo, con su negación de la posibilidad de conocer e intervenir en la lucha de contrarios, refuerza estas creencias irracionales.
El agravamiento de la fase actual de la tercera gran depresión por la crisis sociosanitaria está elevando el malestar obrero y popular y mostrando sin tapujos la esencia capitalista de la Ertzaintza, como no podía ser de otro modo. La burguesía vascongada, con el permiso de la española, quiere aumentar sus fuerzas de violencia, mientras que por el lado contrario se intensifican las denuncias de sus violencias. En estas condiciones se refuerza la tendencia histórica del reformismo de «democratizar» esta fuerza represiva sin plantear públicamente su disolución. Ahora bien, ni su reforma ni su disolución pueden hacerse sin atacar a la vez al Estado español y al capital. El primero puede desmantelar la Ertzaintza sin grandes problemas porque la burguesía vascongada aceptará, tras unas quejas, el aumento de las fuerzas españolas que siguen en el país; pero el capital nunca aceptará que desaparezcan sus brazos armados porque es un peligro mortal para él mismo. Huir de la cuestión esencial, el poder del Estado, repitiendo ensoñaciones sobre una «policía democrática» es frenar la concienciación de las clases y naciones explotadas, no prepararles para situaciones duras que llegarán inevitablemente si sigue avanzando la lucha por la libertad.
Mientras ese futuro llega, hay que reducir al máximo el poder represivo, debilitarlo en extremo en la medida de lo posible, haciendo una intensa campaña por un sistema civil de seguridad pública, abierta y transparente al control popular, con cargos elegibles y revocables por ese control. Pero estas demandas verdaderamente democráticas —no en el sentido burgués— van insertas en un debate radical sobre lo que se denomina «justicia», «ley», «derecho», «propiedad», etc., que no es otra cosa que la violencia del capital plasmada en un papel. Una izquierda que sea tal debe popularizar por todos los medios esta lucha teórica de concepciones antagónicas: la de la nación trabajadora oprimida contra la del capital.
Debe ser así porque, de la misma forma en la que la ley del valor actúa al margen de la conciencia de las personas alienadas e ignorantes, determinando su existencia desde fuera de ellas, también lo hace la ley de la contradicción —inseparable de la ley del valor—, de modo que, tarde o temprano, tiende a crecer la movilización popular obligando a la burguesía a azuzar a sus fieras contra el pueblo; y según evolucionen las contradicciones, puede que empiece a oírse el ulular del fantasma del comunismo y de la independencia socialista en las naciones oprimidas, desatando definitivamente la ferocidad del capital. La teoría del Estado y de la violencia reaparece entonces como la única capaz de alumbrar el avance a la libertad al llenar de conciencia crítica el sentimiento de «vergüenza nacional» de los pueblos explotados, facilitando que su fuerza subjetiva vuelva a transformarse en ese león dispuesto a saltar contra su opresor, romper sus cadenas y salir a la libertad.
El libro de Josemari Lorenzo Espinosa ejemplariza perfectamente esta lógica de la Historia impulsada desde su interior por los gudaris vascos.
Iñaki Gil de San Vicente
Febrero de 2021