El 24 de octubre de 2009 di una conferencia sobre el fascismo en el Centre International de Culture Populaire de París en el marco de un ciclo de formación marxista. Más de diez años después el medio antifascista on line ACTA me pidió que actualizara esta conferencia para su página web, que la publicó el 27 de marzo de 2021 con la siguiente introducción: «Nos parece de tan candente actualidad en un contexto en el que el fascismo define una parte cada vez más importante de la política francesa que hemos querido transcribir su contenido. Esta formación nos parece esencial para las nuevas generaciones antifascistas que se comprometen en una secuencia en la que el fascismo va a ser un sujeto y un objeto de lucha fundamental (sobre todo en la perspectiva de las próximas elecciones presidenciales). El fascismo puede adoptar distintas formas y la teoría marxista proporciona unas herramientas indispensables para desenmascararlo, comprender su objetivo y luchar contra él de forma eficaz. Esta versión, actualizada y corregida por el propio autor, no incluye las muy interesantes digresiones que jalonaron la conferencia y que pueden encontrar en este enlace».
Desde la década de 1930 se han realizado muchos análisis del fascismo y se han ofrecido multitud de definiciones de este régimen político. Aquí no se trata de exponerlas exhaustivamente, sino de destacar algunos debates clave esenciales en el contexto de la actual fascistización que acompaña a la ofensiva capitalista ultraliberal que caracteriza nuestro planeta desde hace varias décadas. En efecto, no habrá una práctica antifascista eficaz sin una teoría antifascista que clarifique las causas, retos y objetivos. Sin teoría antifascista no hay ni puede haber prácticas antifascistas eficaces.
Existen muchas definiciones «espontáneas» de fascismo. Son en apariencia «espontáneas» en el sentido de que las personas que hablan de ellas no las refieren a un corpus teórico preciso o a un análisis del fascismo identificado. Sin embargo, más allá de la apariencia, estas definiciones son un reflejo de las luchas ideológicas entre clases sociales. En particular el discurso dominante sobre el fascismo transmitido por muchos canales que constituyen los «aparatos ideológicos del Estado» (discurso mediático, contenidos de las enseñanzas de las clases de historia, contenidos y formas de las conmemoraciones, etc.) contribuye a imponer «espontáneamente» ciertas definiciones y a eliminar otras. Así, por ejemplo, la ocultación de la relación entre capitalismo y fascismo resumida en la consigna de la burguesía de la década de 1930 «antes Hitler que el Frente Popular» contribuye a acostumbrarnos a separar el fascismo de su dimensión de clase. Por consiguiente, es fundamental volver a entroncar con un análisis sistémico del fascismo. Este último nunca es simplemente obra de un hombre y de su locura o de una organización fascista que accede sola al poder y pisotea la «democracia», sino que es un resultado lógico de un sistema en un contexto preciso de relaciones de fuerza entre clases sociales. Es un modo de gestión de la relación de clases en un contexto de crisis económica y de crisis política que amenazan a las clases dominantes.
Veamos las definiciones «espontáneas» del fascismo. La primera de estas definiciones consiste en reducirlo a su forma dictatorial o violenta y a oponerlo así a la «democracia». Es una evidencia que el fascismo es dictatorial y violento, pero lo es mucho menos que sean estas dimensiones lo que le distinguen de otras formas de gobierno. ¿Hay que recordar que son los buenos «republicanos» quienes masacraron a gran escala y ferozmente a los «comuneros»? ¿Hay que recordar que la «República» es quien instauró durante décadas una violencia sistémica en las colonias? Así, reducir el fascismo a la violencia o a la dictadura es impedir comprender las relaciones que tiene con el sistema capitalista, es cercenar el fascismo como ideología y como modo de ejercicio del poder de su base material, es decir, de los intereses de clase.
Una segunda idea «espontánea» es definir el fascismo por medio de su dimensión racista. Se insiste entonces en la racialización que opera, en la división que mantiene en el seno de las clases populares, en su creación de «chivos expiatorios». También es una evidencia que el fascismo es racista, pero lo es mucho menos que el racismo sea lo que le distingue de otras formas de gobierno. Testimonio de ello son las múltiples secuencias históricas de racismo de Estado antes y después de las victorias fascistas de la década de 1930. Desde el trato dado a los «gitanos» al dado a los indígenas coloniales, pasando por el antisemitismo, el racismo estuvo presente en los llamados periodos «democráticos» desde el nacimiento del capitalismo. De nuevo este enfoque del fascismo lleva a cercenarlo de su base material o de clase.
Una tercera idea «espontánea» del fascismo consiste en definirlo por medio de una o varias de sus formas históricas, generalmente sus formas nazi o mussoliniana. Este enfoque oculta que el fascismo como forma de poder está dotado de una dinámica histórica, es decir, que adapta sus formas a las necesidades del contexto. Es el caso tanto del fascismo como del racismo, cuya forma histórica puede variar para preservar el fondo. Así, el racismo adoptó históricamente una forma biológica, más tarde, tras la derrota del nazismo y las luchas anticoloniales, una forma «culturalista», antes de adoptar hoy una forma «civilizacional» en sus versiones que son la islamofobia, la negrofobia, el racismo antigitano o antiasiático. Quienes adoptan este enfoque esperan los desfiles de camisas pardas. Olvidan que el fascismo contemporáneo puede muy bien amoldarse al traje y corbata o a los vaqueros.
Estas ideas «espontáneas», lejos de ser neutras, llevan todas ellas a cercenar el fascismo de su base material. El enfoque fragmentado del fascismo impide percibir las relaciones entre estas diferentes dimensiones, es decir, oculta la dimensión sistémica del fascismo.
El fascismo, como todas las formas políticas, es un concepto que pone de relieve lo que tienen en común muchas realidades materiales. Así, el concepto de árbol describe lo que tienen en común un roble, un pino o un baobab. Aunque el roble es diferente del baobab, sin embargo ambos pertenecen a la categoría de árbol. El fascismo es, pues, un «fondo» que se puede traducir en una multitud de «formas». Esta precisión es muy importante. Sin ella las formas contemporáneas del fascismo se vuelven imperceptibles. La mayoría de los fascistas contemporáneos procuran diferenciarse de las formas históricas anteriores deslegitimadas por la experiencia histórica de fascismo y los horrores que le acompañaron.
La variabilidad histórica del fascismo va acompañada de una variabilidad geográfica o nacional. Ni ayer ni hoy el fascismo puede ser indiferente a las herencias e historias. Había varios aspectos que distinguían el nazismo del mussolinismo o del petainismo. Los argumentarios antisemitas, por ejemplo, no ocupaban el mismo lugar en estos diferentes regímenes fascistas. Lo mismo ocurre hoy en que el discurso fascista se adapta a los diferentes contextos nacionales. Así, el tema de una pseudo «defensa del laicismo» no tiene el mismo peso en los diferentes discursos fascistas nacionales. Conviene deshacerse de la idea de que existe una forma única y pura de fascismo. El fascismo nunca tiene una forma pura, siempre está situado histórica y nacionalmente.
Igualmente, no se puede diagnosticar el fascismo a partir del discurso que mantiene sobre sí mismo. Muy pocas personas fascistas se definen hoy en día pública y explícitamente como fascistas. Este es, además, uno de los rasgos que diferencian el periodo anterior a 1945 y el actual. Muchos militantes antifascistas subestiman la victoria popular que fue la derrota del nazismo o no calibran todas sus consecuencias. El movimiento obrero, el movimiento antifascista y el movimiento anticolonial impusieron de forma duradera una frontera de legitimidad que hace imposible o difícil reivindicarse partidario del fascismo hoy en día. De este modo el fascismo está obligado a presentarse de manera diferentes, a pasar su mercancía de contrabando, por así decirlo. La lucha esencial hoy no es cazar al fascista explícito, sino descubrir la ideología fascista en unos movimientos que no se declaran fascistas y que pueden adoptar muchas caras para neutralizar la frontera de legitimidad que plantean nuestras luchas: defensa de la República, defensa de la nación, defensa del laicismo e incluso del nacional-comunismo, nacionalismo socialista, etc.
Así pues, el fascismo contemporáneo se adapta al contexto actual y adopta una forma dominante diferente de los rostros que haya podido tener en el pasado. Por consiguiente, la lucha antifascista no se puede limitar a los grupos explícitamente fascistas.
El idealismo es una corriente filosófica que explica el mundo por medio de las ideas y sus evoluciones. Se opone a otra corriente, el materialismo, que explica la realidad por medio de los factores materiales y sus evoluciones. El primero explica la realidad social a partir de las ideas y el segundo explica las ideas y teorías a partir de sus bases materiales. En el enfoque idealista del fascismo este se explica por medio de la obra de un hombre (Hitler, Mussolini, Pétain, Jean-Marie Le Pen). Según esta idea, en el advenimiento del fascismo no hay ningún interés material en juego sino, simplemente, la acción nefasta de un hombre y sus ideas. Se comprende, por tanto, el interés que tiene la clase dominante en difundir los enfoques idealistas del fascismo.
Rechazar estos enfoques idealistas no significa que las ideas no tengan ningún papel y que sea inútil librar la batalla de las ideas. Simplemente, las ideas por sí solas no pueden explicar el advenimiento del fascismo. Estas explicaciones silencian preguntas tan importantes como «¿por qué estas ideas arraigan en algunas circunstancias históricas y no en otras?» o «¿a quién interesa que surjan teorizaciones fascistas en algunos contextos históricos precisos?». En efecto, plantear estas preguntas lleva a preguntarse por el papel de la clase dominante en la emergencia de fuerzas fascistas y en el advenimiento de un régimen fascista.
Todas las explicaciones en términos de «manipuladores», «gurús», «carisma de un líder», «estrategia de una organización política», etc, llevan a una lucha inconsecuente contra el fascismo al centrarla en la eliminación o neutralización de los «perturbadores» (por medio de la prohibición de una organización, la condena de un líder, la priorización de un «Frente Republicano» para establecer una barrera, etc.) y dejar de lado el sistema económico y social que les hace nacer, que les anima en determinados momentos y que les llama al poder cuando está en grave peligro. Por lo tanto, para eliminar definitivamente el fascismo no bastará con erradicar a los fascistas o neutralizarlos (aunque haya que hacerlo, por supuesto). Un antifascista consecuente es únicamente quien no se contenta con luchar contra los fascistas explícitos, sino que amplía la lucha hasta el sistema social que lo engendra. Un antifascismo consecuente no puede no ser un anticapitalismo.
Por lo tanto, esta explicación idealista que niega la relación entre capitalismo y fascismo presenta el fascismo como un accidente de la historia vinculado a las circunstancias particulares de la Primera Guerra Mundial y al trauma que supuso. Según esta idea, unos «manipuladores» encontraron en este contexto de confusión social y de crisis moral el camino de acceso al poder apoyándose en la necesidad de un marco y de estabilidad que tenían las masas populares, a las que la pauperzación había afectado duramente. Así, según esta idea, tanto el fascismo como el bolchevismo son unos accidentes de la historia liberal. Ya en la década de 1920 se encuentra esta tesis en los escritos del dirigente radical italiano Francesco Nitti y también, después de la Segunda Guerra Mundial, en los análisis del líder del partido liberal italiano Benedetto Croce para quien tanto el fascismo como el comunismo son simples paréntesis históricos vinculados a unas circunstancias particulares. Por supuesto, estos análisis no se preguntan en ningún momento por las relaciones entre las clases sociales y el fascismo. El interés que tiene este enfoque para la clase dominante es que presenta el fascismo como un fenómeno del pasado que no se puede reproducir hoy en día.
Una segunda explicación idealista del fascismo consiste en analizarlo como una excepcionalidad nacional de algunos países. Según esta idea, el fascismo es el resultado lógico de la historia alemana y de la italiana, es obra de aquellos países que conocieron una unificación tardía y una industrialización rápida que se produjeron bajo la dirección de una clase feudal transformada en clase capitalista. Así, según esta idea, su herencia histórica diferente preservó a los demás países capitalistas del fascismo. Los investigadores ingleses Brian Jenkins y Chris Millington han documentado abundantemente el predominio de esta tesis «excepcionalista» en los análisis franceses del fascismo (el fascismo como característica específica y excepcional de determinadas historias nacionales) en su obra publicada en 2020 Le fascisme français: Le 6 février 1934 et le déclin de la République.
Un tercer análisis idealista del fascismo consiste precisamente en presentarlo como un anticapitalismo. Los propios grupos fascistas no dudan en presentarse como revolucionarios o anticapitalistas (o antiglobalización, anti-Europa del capital, etc.). El término «totalitarismo» se ha fomentado ideológicamente para meter en el mismo saco las teorías anticapitalistas y el fascismo. Así, en clase de historia el alumnado aprende que nazismo y comunismo pertenece a la misma categoría de régimen. Los grandes medios de comunicación también retoman regularmente esta amalgama y al hacerlo se deslegitiman todos los intentos de emancipación social y política. Se presentarán todos ellos como fascismos por ser precisamente, anticapitalistas.
El pseudo «anticapitalismo» de los fascistas nunca es una crítica del capitalismo como sistema. Generalmente es una crítica del capitalismo de los demás países, es decir, de los competidores del capitalismo francés. Por eso es frecuente oír a fascistas criticar el capitalismo estadounidense o alemán, pero nunca se les oye criticar seriamente (puede ocurrir de manera coyuntural, táctica, momentánea) el capitalismo de su nación. En efecto, la crítica del capitalismo como sistema lleva a un análisis de clase, mientras que la crítica del capitalismo de los competidores lleva a la defensa de los intereses de mi burguesía contra los intereses de las demás burguesías. De este modo, el fascismo trata de recuperar por medio del nacionalismo burgués la ira y la revuelta anticapitalistas tratando de canalizarlas hacia unos objetivos compatibles con los intereses de la clase dominante nacional. En cada nación los fascistas se inscriben así en los intereses de su clase dominante enfrentada a los conflictos de interés con los demás capitalismos, es decir, a las contradicciones interimperialistas. Por esa razón, los mismos que se dicen anticapitalistas también se pueden proclamar contra la independencia de las colonias, porque está en contradicción con los intereses de la clase dominante.
El capitalismo es en primer lugar un sistema social y económico basado en la explotación, es decir, en la extorsión de la plusvalía. Ser anticapitalista es actuar para acabar con este sistema y sustituirlo por otro exento de explotación, es decir, sin propiedad privada de los medios de producción. Por eso los fascistas no pueden ser anticapitalistas. Por eso la lucha ideológica antifascista no puede ahorrarse la crítica del programa económico de los fascistas. Estos últimos defienden la propiedad privada, se oponen al aumento de los salarios y de las prestaciones sociales, se niegan a gravar el capital, condenan cualquier reducción de la jornada laboral, abogan por prolongar la duración de las cotizaciones para la jubilación o del subsidio de desempleo, etc.
Una cuarta explicación idealista del fascismo consiste en definirlo en primer lugar por su racismo y su discurso contra la inmigración. De nuevo, se oculta así la relación entre capitalismo y fascismo. Es una evidencia que el fascismo es racista, pero ¿todavía hay que plantearse la cuestión de la función social e ideológica de este racismo (que, por lo demás, está lejos de limitarse a la galaxia fascista)? Lo que pretenden los fascistas al presentar la inmigración como causa de las dificultades sociales es impedir que se tome conciencia de las verdaderas causas que van unidas al capitalismo como sistema que solo puede generar (debido a sus leyes de funcionamiento) las crisis, pauperizaciones y precarizaciones que le acompañan.
Como vemos, no todo es falso en las explicaciones idealistas del fascismo. Es cierto que el fascismo histórico (tal y como lo conocimos en la década de 1930) se caracteriza por la existencia de líderes carismáticos, que se desarrolla en las traumáticas circunstancias provocadas por la Primera Guerra Mundial, que ciertas historias nacionales han sido terreno fértil para el fascismo, que el racismo es un rasgo común a todos los fascismos, etc. Sin embargo, estas verdades descriptivas son cercenadas sistemáticamente de la cuestión de la base material, es decir, de los intereses de clase que defiende el fascismo.
El primer aspecto del discurso fascista es su pseudo «anticapitalismo». Es cierto que en determinados periodos históricos unos fascistas pueden convertirse en portavoces de revueltas sociales, pero siempre es para desviarlas, o pervertirlas, de los verdaderos objetivos de las clases populares. Así, un Alain Soral no duda en proclamarse de la «izquierda del trabajo» al tiempo que simultáneamente se proclama a «la derecha de los valores». Por eso debemos aprender a dirigirnos a las personas a las que los fascistas atraen con sus discursos sobre la «derecha de los valores». Estas personas están en una revuelta que pervierten los fascistas. Estamos ante una «revuelta pervertida». Aunque hay que luchar contra la perversión, la revuelta, por su parte, es sana.
El segundo aspecto del discurso de los fascistas se refiere a la naturaleza de las críticas que se hacen al capitalismo (a la globalización, a Europa, etc.). Lo que se le reprocha al gobierno en el poder es su «debilidad» en comparación con los países capitalistas competidores, se considera insuficiente la defensa de la «nación», se le reprocha la supuesta ausencia de firmeza respecto a los sindicatos y las reivindicaciones sociales. En ningún momento se pone en tela de juicio el sistema capitalista como tal. Es posible que se critique tal o cual aspecto del capitalismo, pero nunca el capitalismo como sistema. Los aspectos del capitalismo criticados por los fascistas siempre son los que corresponden a las cóleras sociales más importantes del momento y se sigue la lógica de criticar una parte para preservar el todo, criticar un aspecto para proteger el sistema.
La tercera dimensión del discurso fascista es la famosa defensa de los valores que hemos mencionado antes a propósito de Alain Soral. El enfoque común a todas las versiones del fascismo es el enfoque organicista, es decir, que conciben la sociedad como un organismo en el que cada elemento tiene un lugar «natural» intangible. Según este enfoque, la sociedad es un organismo a imagen del cuerpo humano y las clases sociales se corresponden a los diferentes órganos de este cuerpo. En esta lógica las clases sociales no se deberían oponer, sino colaborar. Para esta teoría las relaciones sociales ideales son las que respetan los equilibrios pseudonaturales que serían la sumisión de la mujer al hombre, del asalariado a su patrón, de los gobernados a los gobernantes. Se elimina del análisis el origen de estos «equilibrios naturales» y su función social. Lo que se oculta al hacerlo es que, lejos de ser naturales, estos «equilibrios naturales» producen una jerarquía social al servicio del capitalismo. Algunos discursos fascistas contemporáneos pueden parecer contradictorios con nuestras palabras. Hoy en día [el partido francés de extrema derecha, que hasta 2018 se llamaba Frente Nacional] Rassemblement national [Agrupación nacional] no duda en declarase a favor de los derechos de las mujeres o del laicismo, aunque toda la historia de esta corriente de pensamiento atestigua lo contrario. Esta «conversión» se produce precisamente en el momento en que tanto el laicismo como los derechos de las mujeres son instrumentalizados por la clase dominante contra la inmigración, las personas musulmanas o supuestamente musulmanas, las personas que habitan en los barrios populares, etc. El laicismo y los derechos de las mujeres se vuelven defendibles a condición de estar integrados en una lógica islamófoba y/o de «choque de civilizaciones».
El cuarto rasgo distintivo del discurso de los fascistas es la negación de la lucha de clases y la oposición a ella. Se considera que la lucha de clases debilita a la «nación» frente a los competidores. La famosa unidad nacional que defienden supone la negación de la existencia de clases sociales con intereses divergentes, es decir, de clases que entran inevitablemente en lucha unas contra otras. Al negar este motor de la historia que es la lucha de clases, los fascistas solo pueden conformarse con una presentación del «orden» como motor de la historia. Por eso los fascistas consideran que son los grandes hombres y las elites quienes hacen la historia. Lo que defendían ayer con teorías sobre las razas inferiores y hoy defienden con discursos sobre el «choque de civilizaciones» es la idea de una jerarquía natural de los pueblos en el ámbito internacional y la de una jerarquía también «natural» de las elites en el nacional.
Una quinta característica del discurso fascista es la explicación que ofrece de las crisis sociales. Aunque son el resultado del propio funcionamiento del capitalismo, los fascistas las explican por medio de la «mala gestión», la «anarquía», «la ausencia de firmeza» de los sucesivos gobiernos, por medio de «la sumisión al mundialismo», etc. Este análisis lleva a un llamamiento al «orden», a la «firmeza», a la «prioridad nacional», etc. Dicho de otro modo, las respuestas que se proponen a las crisis del capitalismo consisten en exigir fortalecer unas ideologías y unas prácticas vinculadas históricamente al capitalismo. El sistema que genera las crisis se presenta como la solución a estas crisis.
Por último, entre las especificidades esenciales del discurso fascista encontramos la crítica del parlamentarismo en una lógica de «todos corruptos». Para ello se basan en escándalos reales del parlamentarismo tal como lo conocemos (falta de representatividad de los cargos electos, falta de legitimidad ligada al alto índice de abstención de las clases populares, peso predominante del ejecutivo, etc.). Por eso el discurso antifascista no puede consistir en una defensa de un parlamentarismo que no es el nuestro sino el de la clase dominante. Igualmente conviene hacer visibles las diferencias absolutas entre la crítica del parlamentarismo que hacen los progresistas y la que hacen los fascistas. Si ellos critican el parlamentarismo sobre la base de una exigencia de menos democracia, nuestra crítica se hace sobre la base de una exigencia de más democracia directa. Ellos piensan que hay demasiada democracia, nosotros pensamos que no hay suficiente.
El anticapitalismo de los fascistas siempre es de fachada, parcial, coyuntural. Su crítica del parlamentarismo dominante va encaminada a una restricción de los derechos y libertades democráticas, aun cuando el escándalo de este parlamentarismo se sitúe en una democracia formal y de fachada.
No somos los primeros que hemos intentado comprender la naturaleza política del fascismo. Antes que nosotros ha habido generaciones de militantes que lucharon y trataron de analizar el fascismo. Disponemos de una herencia que nos permite evitar errores que fueron dramáticos en el pasado. Por supuesto, esta herencia se debe adaptar a las realidades contemporáneas y a los nuevos rostro del fascismo. Sin ser exhaustivo, no es inútil recordar algunas de estas herencias.
Empecemos por la definición del propio fascismo. Uno de los primeros logros de los debates contradictorios que caracterizaron el antifascismo es la caracterización de clase del fascismo. Uno de los logros importantes que hemos heredado es la necesidad de distinguir entre la naturaleza de clases del fascismo por una parte y las clases que moviliza para acceder al poder por otra. Si el fascismo se dirige a las clases populares y las clases medias desclasadas, en proceso de desclasarse o con miedo a caer en ello, los intereses de clase defendidos por los fascistas son los de la clase dominante e incluso los de una fracción particular de esta clase, la vinculada al capital financiero.
Esta fracción de la burguesía que Lenin definía como «la fusión del capital bancario y del capital industrial» adopta la forma de grandes grupos industriales y financieros o de fondos especulativos que no se contentan con el beneficio medio de cada mercado nacional, sino que buscan el máximo beneficio en el mercado mundial. El capital financiero no duda en desplazar su capital de un sector a otro, de un país a otro, en busca de una fuerza de trabajo lo más barata posible para maximizar su beneficio. Lógicamente, la competencia en el seno de este capital financiero mundial es feroz, por lo que cada capital financiero nacional se apoya en su Estado nacional para defender sus intereses frente a otros capitales nacionales y sus Estados. Por eso el capital financiero nacional se caracteriza también por su carácter chovinista. Aunque las multinacionales reagrupan capitales que pertenecen a accionistas de varios países, eso no quiere decir que ya no tengan ningún arraigo nacional. Esta agrupación de capitales de varios países se hace siempre bajo la dirección o la dominación de un grupo industrial y/o financiero de un país. Cada multinacional desde el punto de vista de su capital es de hecho nacional desde el punto de vista del grupo dirigente, que se puede basar en la política exterior de su Estado para promover sus intereses, es decir, maximizar sus beneficios. Esta fracción del capital, la más reaccionaria, la más imperialista y la más chovinista, es la que en determinadas circunstancias necesita al fascismo para mantener sus beneficios.
En 1935 Georges Dimitrov formuló una definición de fascismo que, en mi opinión, sigue siendo plenamente actual. Este comunista búlgaro al que los nazis acusaron del incendio del Reichstag y que transformó su declaración ante los jueces en un juicio al fascismo, define el fascismo de la siguiente manera: «Una dictadura terrorista abierta a los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capitalismo financiero». Por consiguiente, el fascismo se inscribe dentro de la continuidad con el poder clásico de la burguesía (en ambos casos se trata de un capitalismo y de una burguesía dominante) al tiempo que está en ruptura con él (en lo que concierne a los medios terroristas que moviliza esta clase dominante). Otros análisis antifascistas se han preguntado por la circunstancias históricas del desarrollo del fascismo. Así, en 1929 el comunista alemán August Thalheimer definió el fascismo como un régimen de excepción que adopta una forma bonapartista, es decir, que la clase dominante confía el poder a un «Bonaparte» para salvaguardar su poder económico.
Estos análisis que vinculan fascismo y análisis de clase ponen de relieve que el fascismo se desarrolla cuando la clase dominante se siente amenazada por el desarrollo de las luchas sociales, que se convierte en una hipótesis creíble para esta clase cuando se enfrenta a una crisis de legitimidad y a una crisis de gobernabilidad. Por lo tanto, la clase dominante es la que llama al fascismo cuando le parece que su poder está amenazado. Por ese motivo a menudo coinciden simultáneamente los factores que llevan a una revolución y los que llevan al fascismo. Así, en 1934 el comunista inglés Palme Dutt desarrolló la tesis del fascismo como resultado de tres circunstancias: una burguesía debilitada por el desarrollo de las luchas sociales y una crisis de legitimidad; una burguesía que, aun así, sigue siendo fuerte; unas clases medias desestabilizadas y que sufren un proceso de desclasamiento. En estas circunstancias lo que está en juego es la recuperación de la revuelta en ascenso de las clases populares empobrecidas y aun más de la revuelta cada vez mayor de las clases medias en vías de desclasamiento. ¿Orientarán estas su ira contra el capitalismo o contra otro grupo social (las personas extranjeras, las judías, las musulmanas, etc.)? Esa es la pregunta que en esas circunstancias se hace la clase dominante.
Subrayar que el fascismo está vinculado a los intereses de la clase dominante en general y a los del capital financiero en particular no significa que estemos ante una conspiración. Los fascistas no son solo las herramientas de la clase dominante. Generalmente esta clase considera que podrá canalizar, controlar o limitar el fascismo. Así, el comunista italiano Antonio Gramsci insiste en el hecho de que los fascistas disponen de una autonomía relativa respecto a la clase dominante. Se sirven de las luchas de poder entre las diferentes fracciones del capital para hacer avanzar en su propia agenda al plantearse progresivamente como el último y único recurso ante la amenaza de una revolución social. Por consiguiente, hay una oferta de fascismo por parte de las organizaciones fascistas y una demanda de fascismo primero por parte de algunas fracciones de la clase dominante y después por parte de fracciones más importantes. Cuando ambas se encuentran la situación está madura para que se instale una dictadura terrorista abierta.
Cuando la oferta no se corresponde a la demanda porque la burguesía no se siente suficientemente amenazada, el fascismo no encuentra las condiciones de acceso al poder. No obstante, en circunstancias de fuerte desarrollo y radicalización de las luchas sociales la clase dominante no dudará en adoptar los análisis, las propuestas y una parte de los métodos del fascismo. En tal caso estamos ante un proceso de fascistización del aparato de Estado.
Los análisis que hemos expuesto más arriba, que constituyen nuestra herencia antifascista, no son exhaustivos, hay muchos otros que no podemos exponer aquí por falta de tiempo. Sin embargo, son suficientes para acabar con algunas ideas equivocadas que todavía son demasiado frecuentes entre las filas antifascistas. El primer error consiste en analizar el fascismo como la llegada brusca e instantánea de un régimen dictatorial. Lo que se subestima en esta tesis es la secuencia que precede al fascismo, es decir, el proceso de fascistización. Mucho antes de que la clase dominante necesite un poder fascista se sirve de su Estado para reaccionar ante el aumento de las luchas sociales. La represión cada vez más violenta de estas luchas, la restricción de los derechos y libertades democráticas, la disolución de organizaciones contestatarias, la modificación de la legislación hacia una lógica autoritaria y de seguridad cada vez mayor, el convertir a grupos sociales en chivos expiatorios, etc., preceden a la llegada al poder de los fascistas. Solo cuando estas medidas resultan ineficaces y el poder es amenazado inmediatamente, la fascistización pasa un umbral cualitativo al transformarse en fascismo.
Relacionado con este primer error hay un segundo que consiste en considerar que el fascismo llega al poder por medio de la violencia. Sin duda pude ocurrir, pero es más frecuente que los fascistas lleguen al poder con toda legalidad y que después lo transformen en una dictadura terrorista abierta. El proceso de fascistización reúne las condiciones del fascismo para hacerlo posible en caso de que lo necesite la clase dominante. En este sentido se puede decir que la fascistización es la antesala del fascismo, pero eso no significa que la fascistización lleve sistemáticamente al fascismo. En ese sentido no hay ningún determinismo histórico absoluto, todo depende de la relación de fuerzas. Así, fue el rey Victor Emmanuel III quien confió a Mussolini las riendas del poder tras la Marcha sobre Roma de los fascistas y también fue el presidente Hindenburg quien nombró a Hitler canciller.
El tercer error es el que ya hemos subrayado, esto es, la confusión entre el fascismo y una de sus formas históricas. El fascismo contemporáneo puede adoptar nuevas formas históricas. No desfilará necesariamente con camisas pardas. Puede muy bien surgir del propio seno del aparto de Estado actual y de la actual democracia parlamentaria. Se puede deber a una mutación cualitativa de miembros de la clase política «demócratas» y «republicanos». Tener en cuenta la diversidad de posibles orígenes del fascismo es volver a la noción de «autonomía relativa» de los fascistas de la que hablaba Gramsci. Hoy no existe un único bloque fascista, sino una galaxia fascista caracterizada por la diversidad de sus análisis.
No tenemos tiempo para describir toda esta diversidad. Contentémonos con recordar dos de sus corrientes principales. La primera se basa en una lógica centrada en la afirmación de la existencia de un peligro que sufre la «civilización occidental» debido al ascenso del «islamismo» para algunos, del ascenso del Islam para otros o de la inmigración que, según otros más, se ha vuelto masiva. El ideólogo de la burguesía Samuel Huntington teorizó este enfoque en sus libros El choque de civilizaciones y Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense. Uno de los principales rostros del fascismo (desde el discurso sobre el peligro musulmán hasta la tesis de la «gran sustitución», pasando por la de una identidad nacional amenazada por la inmigración) tiene su origen en este postulado de una guerra de civilizaciones. El aura de esta tesis va mucho más allá de la extrema derecha y la convierte en una de las bases centrales de justificación de la fascistización del aparato de Estado. Por ese motivo otro error posible es limitarse al enfrentamiento con los grupos explícitamente fascistas o de extrema derecha sin luchar contra la fascistización del aparato de Estado. La segunda corriente es más clásica y está constituida por el «nacionalismo revolucionario» que destaca unas tesis cercanas al fascismo que conocimos en la década de 1930 (crítica del parlamentarismo, llamamiento al orden moral, racismo explícito, etc).
No obstante, estas dos corrientes tienen un punto en común esencial: presentar la lucha de clases como algo que divide la nación, que destruye la unidad nacional, como complicidad objetiva frente al peligro civilizacional que nos amenazaría.
Actualmente nos encontramos en una secuencia histórica caracterizada por la llegada al poder desde hace más de cuatro décadas del neoliberalismo en forma de una globalización capitalista. Este neoliberalismo no es sino la política económica que corresponde a los intereses de los monopolios y de los grandes grupos de capital financiero. Esta fase neoliberal, que se basa en una carrera mundial por maximizar el beneficio, se concreta en la destrucción de las conquistas sociales, en una deslocalización generalizada en busca de un coste cada vez más bajo de la mano de obra, en una flexibilización generalizada del trabajo, en un retroceso del Estado a únicamente sus funciones de regalía (el mantenimiento del orden, la justicia y la defensa bélica de los intereses del capitalismo francés y europeo en el ámbito internacional). La consecuencia de ello es una pauperización generalizada de las clases populares y un desclasamiento social de las clases medias.
Otra consecuencia de la globalización capitalista es la exacerbación de la competencia entre los diferentes países capitalistas que se concreta en el desarrollo de guerras por el control de las fuentes de materias primas y en una militarización cada vez mayor. El desarrollo de los discursos chovinistas sobre la identidad nacional amenazada no es sino la expresión de esta base material que constituye la lucha entre las potencias imperialistas por repartirse el mundo.
Nos encontramos también en un contexto de desarrollo y de radicalización de las luchas sociales que se concretiza en el movimiento contra las reformas de las pensiones, el de los ferroviarios contra la privatización, el de los Chalecos Amarillos, el movimiento contra la violencia policial, etc. Tras una fase de dos décadas de retroceso frente a la lógica implacable de la globalización capitalista, de nuevo es el momento de cada vez mayores luchas sociales. Al poner la pandemia del coronavirus de relieve las consecuencias de las elecciones económicas neoliberales de las últimas décadas, aumenta aún más la ira social y sume a la clase dominante en una importante crisis de legitimidad. La toma de conciencia de una causa sistémica de la pauperización y de la precarización generalizada conoce un progreso inédito desde el giro neoliberal de las décadas de 1970 y 1980. La posibilidad de unos movimientos sociales de gran magnitud está presente y los análisis y decisiones del gobierno la anticipan. Por supuesto, estos movimientos sociales no constituyen un peligro inmediato para la clase dominante. Sin embargo, esta última tiene una experiencia histórica que le permite comprender los peligros potenciales de la situación social actual. Nunca hay que subestimar a nuestro enemigo.
Este contexto de una burguesía debilitada pero todavía fuerte y de un movimiento social que progresa de forma importante, pero que todavía no es lo suficientemente poderoso permite explicar la actual fascistización del aparato de Estado. El hecho de que Macron y sus ministros hayan recuperado partes enteras de análisis que hasta ahora eran específicos de la extrema derecha refleja esta fascistización, lo mismo que las medidas liberticidas contenidas en la entrada del estado de urgencia en el derecho común, en la ley sobre la «seguridad global» o en la ley contra el pseudoseparatismo1. Aunque la clase dominante todavía no necesita el fascismo, prepara las condiciones para este en caso de que la evolución de la situación social lo hiciera necesario. En esta preparación de la hipótesis fascista como último recurso la clase dominante baraja dos posibilidades: la tolerancia respecto a grupos más o menos explícitamente fascistas por una parte y la aceleración de la fascistización del aparato de Estado por otra.
En este contexto es ilusorio luchar contra el fascismo subestimando la gravedad de la fascistización del aparato de Estado. También es ilusorio subestimar la lucha contra los grupos explícitamente fascistas. Una vez que estos grupos estén en el poder solo se podrá luchar contra ellos por medio de la lucha armada, como en la época del nazismo. Desde hoy nos enfrentamos a la doble lucha contra la fascistización y contra los grupos fascistas.
Saïd Bouamama
11 de abril de 2021
Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos.
Fuente: https://bouamamas.wordpress.com/2021/04/11/comprendre-et-combattre-le-fascisme-et-la-fascisation/
- La ley sobre el separatismo es una nueva ley en proceso de adopción en Francia. Afirma que Francia será gangrenada por un proceso de «comunitarismo» y de «separatismo» descrito como «islamista». A partir de este diagnóstico falaz la ley prevee una serie de medidas que cuestionan los derechos y libertades de los musulmanes, por una parte, y de todos los ciudadanos y ciudadanas por otra. Esta ley aumenta los poderes de los prefectos y de la administración y disminuye los de los jueces en numerosas áreas.