Nota: Comentario de He cumplido con la amistad de Alberto Pinzón Sánchez, Alex Ugalde-Jorge Freytter (edit.), Alberdania, Irún 2021.
Varias veces he estado a punto de conocer en persona a Alberto Pinzón Sánchez, pero ese momento siempre necesario fue abortado por circunstancias varias. Ahora acabo de leer unas palabras suyas contendidas en el libro que comento. No es un texto cualquiera, de esos de «teoría» seca e impersonal, fría. Al contrario. Rezuma, además de rigor teórico, de la buena teoría para entendernos, también valores humanos imprescindibles como el de la amistad: y por eso es teoría de la buena. Uno no entenderá plenamente El Capital, por ejemplo, si no sabe o no conoce su carga ética, axiológica, que es uno de los pilares de la obra. La amistad era un valor para Marx, como se aprecia en la carta de agradecimiento que le envió a Engels nada más acabar de escribir el libro I, sustentado en el axioma que Publio Terencio escribió el ‑165 y recogido por Marx cuando redactaba El Capital: «Nada de lo humano me es ajeno».
Varias veces he estado a punto de conocer en persona a Alberto Pinzón Sánchez, pero ese momento siempre necesario fue abortado por circunstancias varias. Ahora acabo de leer unas palabras suyas contendidas en el libro que comento. No es un texto cualquiera, de esos de «teoría» seca e impersonal, fría. Al contrario. Rezuma, además de rigor teórico, de la buena teoría para entendernos, también valores humanos imprescindibles como el de la amistad: y por eso es teoría de la buena. Uno no entenderá plenamente , por ejemplo, si no sabe o no conoce su carga ética, axiológica, que es uno de los pilares de la obra. La amistad era un valor para Marx, como se aprecia en la carta de agradecimiento que le envió a Engels nada más acabar de escribir el libro I, sustentado en el axioma que Publio Terencio escribió el ‑165 y recogido por Marx cuando redactaba El Capital: «Nada de lo humano me es ajeno».
Alberto Pinzón hace honor a esta axiología esencial porque entiende la amistad como una especie de «pegamento» afectivo entre las personas, o mejor decir un multiplicador de fuerzas psicopolíticas que buscan la liberación humana: página a página vamos viendo cómo esos valores se despliegan aun siendo conscientes de los peligros que pueden acarrearle a Alberto Pinzón, y que se los acarrearon de hecho: señalamiento y amenazas, atentados contra su vida, persecuciones, exilios, peticiones de extradición para ser devuelto de Alemania a Colombia según lo marcado por el Plan Cóndor I, II y III (p. 264). Sin duda, esa dialéctica entre conciencia política, amistad y conciencia del riesgo, característica de la praxis revolucionaria, le salvó a Alberto Pinzón de ser injustamente detenido en el Estado español gracias al apoyo de un comunista canario (p. 61), al igual que sucedería después varias veces, también momentos de fiesta «loquísima» (p. 37). Y es que los lazos afectivos que se crean en la solidaridad humana frente al dolor y a la opresión tienden a superar barreras y temores.
Una demostración la tenemos en cómo las personas luchadoras suelen establecer afinidades basadas en su experiencia diaria que pueden ir más allá de las políticas oficiales que defiendan. Cuando en 1948 asesinaron a Eliecer Gaitán, bases del Partido Comunista Colombiano creado en 1930 se sumaron a las protestas de masas, aunque su partido le acusaba de fascista (p. 32). Gaitán era un liberal que se enfrentaba cada vez más decididamente a la injusticia. La incapacidad del Partido Comunista para comprender qué estaba sucediendo en las clases explotadas fue común en los partidos encadenados al dogmatismo que se impuso en la Tercera Internacional desde mediados de la década de 1920, impotencia que volvería a repetirse en Cuba, en Chile, en Venezuela… Pero muchas de las bases de estos partidos oficiales intuían o comprendían gracias a la solidaridad emocional desarrollada en la lucha que la realidad es polícroma mientras que el dogma es gris.
Por razones que no vienen a cuento ahora mismo, el término «comunista» estaba entonces acaparado, casi monopolizado, por la Internacional Comunista que, por poner una fecha y un definitivo ejemplo, en 1924 había excluido del acervo comunista mundial a nada menos que Rosa Luxemburg admirada y denominada «Águila» por Lenin, sin hablar de la marginación de Mariátegui y un inacabable etcétera. De esta forma, el comunismo, tal cual lo entendían Marx y Engels y el movimiento revolucionario en general, fue empobrecido a simple caricatura de lo que realmente significa y propone. Es por esto comprensible que en las Conversaciones de Caguán de 1999 – 2002 Alberto Pinzón dijera que «más que comunista, mi formación es marxista, democrática y progresista» (p. 167).
En el caso colombiano, la hermandad que surge en la lucha tomó fuerza durante la resistencia de familias campesinas gaitanistas y liberales contra la represión a finales de 1954 y comienzos de 1955 llevada a cabo por tropas fogueadas en la guerra de Corea: la realidad enseñaba a estos sectores campesinos la coherencia y necesidad de las reivindicaciones comunistas (p. 38). Un hecho que reforzó los lazos en la práctica de lucha entre el campesinado y los grupos de izquierda que ya se estaban organizando a finales de la década de 1950 y comienzos de los años 60 fue el impacto de la Reforma Agraria cubana (p. 90). Probablemente fuera esta interacción entre lo «objetivo» y lo «subjetivo», más la presión de las contradicciones la que hiciera que, al margen del desarme de la mayoría de los gaitanistas tras una guerra con más de 300.000 muertos (p. 43), se crearan entre 1964 y 1967 las FARC, el ELN y el EPL (p. 63).
Es mi opinión personal que la solidez de esos lazos que unen la amistad con la conciencia es una de las razones por las que dos de los tres sectores de las FARC-EP no se han rendido y siguen en lucha de un modo u otro (pp. 350 – 351). Hay que tener en cuenta que solo en su historia reciente ha habido intentos de negociación en la década de 1950, en la de 1980, en 1990 – 1991, en 1999 – 2002, en 2012 – 2016 (p. 329), y que siempre ha vuelto la lucha armada con más o menos variaciones tácticas y estratégicas. De hecho, Alberto Pinzón sostiene que «a la fecha actual, año 2020, el conflicto social y armado de Colombia continúa reciclado» (p. 305).
Horacio Duque ha sostenido recientemente que Colombia ha entrado en «El tercer ciclo de la violencia», siendo el primero el de la segunda mitad del siglo XX con medio millón de muertos; el segundo el de la insurgencia desde los años 60 que «se intentó cerrar» en 2016, con «9 millones de desplazados y 7 millones de hectáreas despojadas a millones de campesinos, víctimas de la matanza de los paramilitares aliados con el Ejército y los otros aparatos armados de los gobiernos de Uribe Vélez y de Santos». Y el tercero, que no tiene su causa directa en la «salida perversa» de 2016, se está iniciando ahora con nuevas expresiones de resistencia, lo que explica la continuidad reciclada de la lucha armada.
Otra área de resistencias populares y obreras en las que se refuerza la hermandad y la solidaridad afectiva –la «amistad»– es la que se sostiene contra el injusto sistema judicial colombiano. Desde la visión marxista de justicia y de derecho, el sistema judicial burgués es explotador por su mismo origen y finalidad de clase y patriarcal, pero ahora no podemos extendernos en esta cuestión. Alberto Pinzón hizo una crítica destructiva de las falacias con las que la justicia colombiana intentó en 2009 cerrar definitivamente la investigación de la masacre de 95 personas y otras doce desaparecidas en lo que fue el asalto del ejército al Palacio de Justicia en Bogotá ocupado en 1985 por un comando del M‑19 (p. 86). Alberto Pinzón muestra cómo la casta político-judicial intentaba ocultar o justificar la orden de liquidar a fuego y muerte aquella ocupación, entre otras cosas para que no se dieran a conocer posibles escándalos tapados para siempre por el cierre judicial.
Para romper esta flexible y resistente unidad psico-política, las clases dominantes han recurrido a todas las estrategias que perfeccionan la pedagogía del miedo. Desde muy pronto en su libro Alberto Pinzón nos habla del papel de las delaciones, traiciones, provocaciones y demás métodos clásicos desde la Antigüedad pero centrándose desde la segunda mitad de la década de 1970 cuando supuestos «maoístas» –«citando malamente a Mao Tse-tung» (p. 125)– asesinaban a revolucionarios (p. 42 y 386). Más adelante, el autor detalla cómo se realizó con paciencia la infiltración que logró acceder a y conquistar la confianza de Raúl Reyes hasta que el asesino le sorprendió, lo mato, lo descuartizó, asesinó a su compañera y llevó al Ejército trozos del cuerpo del Comandante Raúl Reyes para cobrar la recompensa (pp. 182 y ss.). El propio Alfonso Cano había advertido a Jorge Briceño sobre un delator aún no identificado que informaba al Ejército y la Policía (p. 174). Más aún, Alberto Pinzón sostiene que «ya no es irrazonable pensar que en la actual dirección del Partido de la Rosa haya varios agentes del Estado infiltrados dentro de dicha organización» (p. 309). Cuestiones a las que volveremos.
La infiltración tiene varios objetivos: obtener información, detener, secuestrar, desmoralizar, asesinar, etcétera, pero su eficacia se multiplica cuando va acompañada por la guerra sucia generalizada en la que intervienen mafias y grupos criminales controlados por los servicios del Estado y por agencias internacionales. Colombia es uno de los Estados en donde el exterminio ha alcanzado niveles más inhumanos, lo que explica que su intelectualidad crítica estudiara la historia del etnocidio desde la invasión española, tal como hizo Alberto Pinzón en su carrera de medicina y antropología (p. 66). La antropología que no trabaja para el imperialismo es peligrosa para el poder: el asesinato en 2000 del antropólogo Hernán Henao Delgado (pp. 83 – 85) y de otras personas docentes, muestra que el poder colombiano no aguanta las investigaciones rigurosamente científicas de sus crímenes.
Si siempre debemos honrar a la intelectualidad crítica que no se deja absorber por el agujero negro de la Academia, y dentro de esta con más sinceridad aún a la que milita clandestinamente, este deber se torna en categórico en la situación colombiana en donde se aplica un criminal «genocidio académico» (p. 311) uno de cuyos muchos ejemplos estremecedores fue el secuestro, tortura y descuartizamiento en 2011 del reconocido profesor universitario y sindicalista Jorge Adolfo Freytter Romero (pp. 337 – 344). Sobre esta forma de terror tan demoledora contra la libertad y el conocimiento, en noviembre de 2020 escribí un texto disponible en la red –Terror de Estado contra la universidad crítica– en el que también me detenía en el asesinato de Jorge Adolfo Freytter y utilizaba como referencia dos escritos de Alberto Pinzón, uno de 2015 en el que definía el Bloque de Poder Contrainsurgente, al que volveremos, y otros de noviembre de 2020 sobre los cuatro años transcurridos desde el Acuerdo de Estado de 2016.
El paramilitarismo en un principio y luego el narco-paramilitarismo fundamentalmente desde 1991, fecha en la que se produce la «rendición del Estado» a los cárteles de la droga (p. 147), es un instrumento de terror imprescindible para que la burguesía mantenga el poder en Colombia asesinando a cualquier persona que le suponga un peligro bien por su acción directa bien por su ejemplaridad cotidiana, por tanto, también para sostener el «genocidio académico» como hemos visto. Es conocida la terrible suerte de muchos cientos de los de 5.000 guerrilleros del M‑19, EPL, PRT y Movimiento Armado Quintín Lame que se habían «rendido» (pp. 148 – 149) en 1990 – 1991. También es conocida la aniquilación de no menos de 4.000 miembros de la Unión Patriótica desde esas fechas (p. 329). Para 1994 estaba en plena actividad el plan «golpe de gracia» cuyo objetivo era liquidar definitivamente a la Unión Patriótica ese mismo año (p. 295).
Alberto Pinzón asistió en 1997 a un curso sobre Resolución de Conflictos con el fin de aprender para previsibles intentos en ese sentido y una de las conclusiones que obtuvo era que «en vista de que no era posible derrotarlos por la vía militar se intentó hacerlo por la vía de la solución política que los mismos grupos guerrilleros en sus reivindicaciones habían presentado» (pp. 148 – 150). Más adelante, y explicando la estrategia contrainsurgente del Plan Colombia que se desarrollaba por esa época, se denominaba a este simulacro de «negociación» recurriendo al dicho popular de «zanahoria y palo» (p. 238) de modo que las pomposas «conversaciones políticas», con sus promesas y buenas intenciones eran la zanahoria, siendo el palo las violencias terroristas del narco-paramilitarismo y de las fuerzas represivas oficiales. Por esto y para prevenir situaciones peores, es decisivo saber qué piensa el ejército sobre las «negociaciones» (p. 202).
Mientras que se intenta «vencer políticamente» a la guerrilla, también la golpean de mil modos las fuerzas represivas legales y alegales, como los narco-paramilitares o peor aún el fascismo del «para-Estado» (p. 170) que se recompone y penetra por los entresijos de la sociedad, tal cual se confirmó una vez más en el Caguán y en todos, en absolutamente todos, los procesos «negociadores». También, durante este proceso el Estado colombiano se sumó decididamente a la «guerra contra el terrorismo» declarada por Estados Unidos tras los atentados de 11‑S de 2001, logrando que Washington declarara «terrorista» a las FARC-EP (p. 223).
La organización narco-paramilitar más poderosa es la AUC, Autodefensas Unidas de Colombia, que como el resto de grupos terroristas está formada, sostenida y financiada por terratenientes, empresarios y narcos (p. 216) más el imprescindible apoyo interno del «para-Estado» colombiano, de los servicios secretos imperialistas, en especial los yanquis e israelíes, lo que facilitó que «en algunos municipios y comarcas prácticamente sustituyen a las fuerzas públicas policiales y a las instituciones estatales asumiendo sus poderes» (p. 217). Las estrechas relaciones entre las Fuerzas Armadas y el narco-paramilitarismo también las recogía el argot popular. Así, dado que el Ejército constaba de cinco grandes divisiones, a la AUC se le denominaba «sexta división» (p. 222), y desde 2001, cuando la AUC golpeaba más duramente con el palo del terror mientras el Gobierno ofrecía la zanahoria, la UAC pasó a ser llamada su «amante clandestina» (p. 385).
La impunidad del narco-paramilitarismo y de la AUC es innegable a pesar de algunas detenciones de sicarios y asesinos menores, porque la estructura central no solo permanece intacta, sino que está expandiéndose. Un caso llamativo en el que Alberto Pinzón se extiende con detalles es el de las supuestas muertes de algunos de sus dirigentes máximos, en concreto de los hermanos Castaños, verdaderos asesinos en serie sobre los que aún la justicia colombiana no ha podido certificar si están muertos o vivos (pp. 216 – 219), protegidos por el «para-Estado». Otro ejemplo son la cantidad de «atracos» que sufrió Piedad Córdoba en su domicilio en 2019, muy bien organizados pero que siempre eran despachados por la policía como «asaltos» sin importancia (p. 325).
Alberto Pinzón indica que en el Caguán Estados Unidos «sobre-determinó» (p. 236) la «negociación» desde su atalaya de poder y que el Grupo Prisa y Planeta con capital hispano-yanqui jugaron un gran papel en el desenlace último del intento del Caguán (p. 242). Terminado Caguán, Estados Unidos reelaboró, desde 2003, su estrategia general para controlar Nuestramérica con tres documentos fundamentales que sostenían otros tres instrumentos básicos: Santa Fe-IV, el Área de Libre Comercio o ALCA y el Plan Colombia (p. 255). Si bien es cierto que el Plan Colombia ya estaba operativo desde el Caguán si no antes en lo básico, no es menos cierto que su enorme potencial de opresión y muerte se desarrollaría más adelante gracias, entre otras cosas, a que al ser una «ley extraterritorial» (p. 244) elaborada por Estados Unidos, abría una senda por la que avanzarían nuevos ataques imperialistas.
La nueva estrategia imperialista tuvo una de sus primeras operaciones en la detención de Simón Trinidad en 2004 cuando se encontraba en Ecuador haciendo tareas diplomáticas. Fue un montaje internacional cuya principal escusa se basaba en el arresto por las FARC-EP de «contratistas» yanquis que eran simples espías del Pentágono (pp. 174 – 175). Desde antiguo, las grandes potencias preparan sus ataques enviando viajeros, mercaderes, comerciantes, misioneros, geógrafos, técnicos, «contratistas»…, para conocer fuerzas y debilidades del país a invadir. Frecuentemente se les ejecutaba al ser descubiertos. China, Roma, Mongolia, Gran Bretaña… eran maestras en estas tácticas. El famoso místico cristiano padre Foucault fue ejecutado en la Argelia ocupada por el Estado francés en diciembre de 1916 por un grupo de rebeldes calificados como bandoleros. En la actualidad, Simón Trinidad está sometido en una cárcel selecta de Estados Unidos a una estrategia de anulación de su personalidad.
Mientras tanto, el narco-capitalismo avanzaba como un cáncer, lo que a la fuerza tenía que agudizar las diferencias entre sectores de la burguesía colombiana en el momento del reparto de los crecientes beneficios obtenidos con la droga, tensiones que se sumaban a otras muchas (pp. 239 – 240), debilidad interna que según Alberto Pinzón fue una de las razones del fracaso del Caguán. La podredumbre de las instituciones políticas colombianas era tan escandalosa que, por fin, en 2008 fueron condenados 69 congresistas de todos los partidos parlamentarios por sus relaciones con la narco-política (p. 242). Todo indicaba que el poder necesitaba un lavado de cara para legitimarse. De nuevo, la táctica de la zanahoria y el palo aparecía como la más conveniente pero adecuada a la coyuntura del momento, agravada por los efectos de la crisis mundial de 2007. El palo golpeaba de muchas formas, desde los asesinatos narco-paramilitares hasta los sofisticados ataques a la dirección de las guerrillas para intentar debilitarlas lo más posible. Por ejemplo, Raúl Reyes se encontraba en territorio de Ecuador cuando su campamento fue bombardeado en marzo de 2008 por aviones colombianos guiados por la mejor tecnología yanqui del momento, después unidades especiales colombianas penetraron en Ecuador para terminar de asesinar a 23 personas de diversas nacionalidades; Correa, presidente de Ecuador aceptó sin rechistar la invasión (p. 283).
Para 2009 ya estaba actuando el Bloque de Poder Contrainsurgente. ¿Qué es el BPC? Lo mejor es empezar leyendo a Alberto Pinzón:
En Colombia, a medida que el capitalismo financiero de la mano del gremio cafetero toma la dirección de la economía y del Estado, se va construyendo un Bloque de Poder Contrainsurgente, perfectamente descrito por la investigadora Vilma Liliana Franco en su libro Orden contrainsurgente y dominación, editado en 2009. Donde muestra dos componentes que, según los explica el gran comunista italiano Antonio Gramsci, forman el Estado: uno, el de coerción física que lentamente instaura el Terror del Estado y el genocidio político como métodos de dominación; mientras en paralelo se apoya en el otro, en el ‘consenso’ o hegemonía de dominación, cuyo cemento cohesionador es la doctrina o ideología contrainsurgente militarista insuflada desde los centros de adiestramiento del imperialismo en el continente, no solo, como se cree comúnmente, en bases militares, sino a través de ONG estratégicas muy bien financiadas, proliferación de universidades privadas, partidos políticos como, por ejemplo, el «Centro Democrátic» en Colombia, revistas pseudo intelectuales de gran consumo como la revista Semana, así como la proliferación de sectas pseudo religiosas evangélicas con matrices en Estados Unidos y, sobre todo, una red de medios de comunicación adictos al Poder central de gran penetración popular (p. 132).
Luego volveremos al BPC, ahora debemos recordar que en 2010 Juan Manuel Santos accedió al Gobierno colombiano que, a los meses, acariciaba la idea de crear una «comisión asesora» (p. 286) para otra posible negociación mientras que concretaba el plan para asesinar a Alfonso Cano –«fusilado en indefensión» (p. 305)– en noviembre de 2011. Alrededor de 7.000 soldados, muchos de ellos de cuerpos especiales, ayudados por las más modernas armas y técnicas de detección y seguimiento, y aconsejados por especialistas yanquis e israelíes (p. 299). A pesar del asesinato de Alfonso Cano siguieron adelante los tanteos para iniciar una nueva «negociación», comenzándose esta en octubre de 2012 en Noruega. Una nueva forma de «zanahoria y palo» estaba en marcha, desembocando en la «salida perversa» de 2016.
¿Por qué fracasaron las esperanzas de las FARC-EP y de otros sectores? Fracasaron por la interacción de «tres armas de que dispone el Estado contrainsurgente colombiano»: la aviación, la infiltración y la degradación del conflicto armado (p. 309). Tampoco tenemos que olvidar los profundos cambios sociales, de la estructura clasista de la sociedad simultánea a los cambios socioeconómicos internos y externos a Colombia, mundiales. Las estrategias político-militares y económicas de la burguesía colombiana ayudaron sobremanera a la reducción de la base campesina mediante los desplazamientos forzados de millones de personas. Desde antiguo, los poderes han desplazado a los pueblos resistentes para derrotarlos y quedarse con sus tierras. El general español Weyler adaptó a Cuba esta inhumanidad entre 1895 y 1898 causando la muerte a entre 300.000 y 600.000 en campos de concentración. Luego lo volverían a hacer los italianos en Libia, los nazis en Europa… La burguesía colombiana no gasta nada en cercar con alambradas el campo de concentración, le sale más barato desplazar a la población a punta de fusil. Así también se fue mermando la base campesina de la guerrilla, y con ella su fuerza militar.
Más de una o un lector se habrá preguntado por qué entrecomillo el término «negociación». Alex Ugalde y Jorge Freytter se preguntan también sobre cual emplear: ¿conversaciones, intercambios, acercamientos, diálogos, negociaciones, acuerdos…? Alberto Pinzón prefiere utilizar «acordado» en vez de «negociado» porque la segunda –«negociado»– implica la supremacía del valor de cambio sobre el valor de uso que, como es sabido, es una de las formas adecuadas de definir la alienación humana. Pero al igual que con la definición de Bloque de Poder Contrainsurgente, aquí también es mejor leer al autor:
La oligarquía colombiana siempre en los múltiples procesos de paz intentados, ha hablado de «negociaciones». ¿Por qué? Porque en su mentalidad capitalista mezquina consideran todo como una mercancía con su doble valor: valor de uso y valor de cambio. La política entonces se convierte en una mercancía como la paz que tienen un valor de cambio. Es tanto a cambio de no armar tropeles. Por el contrario, el pensamiento dialéctico habla de acuerdos o compromisos donde se discuten intereses colectivos invaluables o con un valor supremo muy difícil de tasar en dólares, la moneda universal, y que se logran mediante flexibilidad y consensos que son elementos eminentemente políticos que usan como medio los diálogos racionales y el convencimiento por medio de razones. Hablar de diálogos y acuerdos es también un aspecto que le quita ese peso de turbio negocio abstracto fácil de reversar, destratar o hacer trizas como ha sucedido con el Acuerdo con las FARC-EP. […]
Ese aspecto ambivalente, positivo o negativo del verbo «negociar» valores de uso y de cambio, mercantiles, que es lo que se desea evitar dándole un contenido más acorde con los intereses sociales y éticos superiores que se pretenden discutir y consensuar racionalmente en un acuerdo político de hondo contenido ético y moral, y que obviamente no tienen taza, son invaluables o, mejor dicho, tiene un valor supremo ético moral. Precisamente ese contenido ético de cumplir con lo acordado es que la clase dominante colombiana, cínica y sin escrúpulos de ninguna clase ha suprimido, para realizar la perfidia del incumplimiento del Acuerdo con las FARC-EP que vemos en estas fechas (p. 352).
Después de estas sólidas reflexiones, se profundiza el análisis de Alberto Pinzón al preguntarse sobre si lo alcanzado en las conversaciones en La Habana se limitó a ser una negociación en términos simplemente jurídicos o un acuerdo político: «Da la impresión que Santos, del equipo negociador gubernamental, logra imponer en la delegación de las FARC la idea de que no había solución política, sino que era una solución jurídica […] Y, además de eso, logra imponerle a las FARC, que es lo que las va a romper por dentro, dos decisiones. Una, que al final se renuncie a la idea de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, elemento defendido históricamente. Y otra, aceptar la entrega de las armas antes de que el Acuerdo se implementara, lo cual era una cesión altamente peligrosa, como creo salta a la vista en los últimos tiempos» (pp. 355 – 536).
Dicho de otro modo: «Pero por una extraña circunstancia al final, en el último año, el proceso sufre un vuelco total y es el momento en que Timoleón asume el liderazgo de la negociación. Le da un giro y logra imponer sus concepciones, a la vez que se consolida allí un grupo de personajes sumamente negativos» (p. 356). Timoleón aceptó entregar las armas antes de la implementación de los acuerdos. Alberto Pinzón se pregunta sobre qué papel jugó, qué responsabilidad tuvo el abogado y actual Secretario General del Partido Comunista de España (p. 356) en aquel brusco giro de ciento ochenta grados en la filosofía y estrategia histórica de las FARC-EP y que supuso el comienzo del fin de la organización al abrirse una brecha entre dos sectores que luego sería una fosa abisal para culminar en escisión y en trágicos acontecimientos posteriores: «Las FARC-EP asumían todas las culpas; mientras se dejaba en impunidad a los terceros, que habían participado directamente en el conflicto. Terceros, que no eran miembros de la Fuerza Pública, pero que sí eran parte del Estado y sí habían participado en el conflicto» (p. 356).
La diferencia entre una firma en una «negociación» simplemente jurídica que afecta fundamentalmente al Gobierno y un acuerdo político que implica que además del Gobierno también compromete al Estado por su decisivo peso político, podemos verla en la diferencia que hay entre entregar las armas o deponer las armas. Esto ya se planteó en el Caguán, donde no se llegó a ningún acuerdo y por tanto tampoco se depusieron ni se entregaron las armas. Ahora, tras la «salida perversa» de 2016 sí es totalmente oportuno lo que sigue: A la pregunta de «¿qué diferencia hay entre deponer las armas y entregarlas?» Alberto Pinzón responde: «Entregar es físicamente dar las armas al Estado. Deponerlas es cesar la utilización de ellas. La historia nos enseña que, en los procesos de paz, en todos los tiempos, la entrega de armas ha sido excepcional» (p. 208). Según determinados autores e historiadores entregar las armas al Estado es lo mismo que «rendir armas», es decir, dar físicamente las armas al enemigo aceptando quedar indefenso ante él, el cual, si quiere, es magnánimo o criminal, o las dos en proporciones diversas ya que asesina a unos, pero deja vivos a otros como prisioneros o como rehenes para canjear.
Un acuerdo político hubiese obligado al Estado a respetar que las FARC-EP fueran deponiendo las armas en la medida del cumplimiento de lo pactado en La Habana, mantenido así las FARC-EP la independencia político-militar estratégica y táctica para observar el avance de lo firmando y, en el peor de los casos, presionar de mil modos para que cumpla lo incumplido. Pero una «negociación» jurídica queda en papel mojado porque el Estado no está directamente obligado a respetar lo negociado, que queda escondido en los sótanos del Estado mientras se recrudece el terror fascista. Todo lo cual nos lleva a un problema más de fondo, el de saber o no saber, el de aceptar o rechazar que, por sí mismo, el Gobierno tiene menos poder decisivo que el Estado, que es realmente el que manda al ser el centralizador estratégico de las violencias materiales y morales del capital.
Siempre es necesario tener en cuenta las diferencias cualitativas y la casi insalvable desproporción entre el poder parcial del Gobierno de turno, y el poder real casi absoluto del Estado, de sus estructuras profundas e inaccesibles en su mayoría al pequeño poder gubernativo. Nunca debemos olvidar aquel dicho terriblemente cierto: «El Gobierno pasa, la policía permanece». Alberto Pinzón profundiza en esta decisiva cuestión que tanta sangre ha costado a la humanidad explotada, cuando critica la creencia socialdemócrata de la identidad entre Gobierno y Estado que le lleva a creer que basta acceder al Gobierno para dirigir y controlar el Estado. Con toda la razón nombra a Pepe Mujika en Uruguay y a Dilma Rousseff en Brasil como ejemplos de cómo se aborta desde el Gobierno un proceso que podría transformarse en revolucionario, y cita como contraejemplos a Fidel Castro y Hugo Chávez (p. 151).
Sin poder extendernos, recordemos que en 1881 Marx le decía a Domela Nieuwenhuy que «un gobierno socialista no puede ponerse a la cabeza de un país si no existen las condiciones necesarias para que pueda tomar inmediatamente las medidas acertadas y asustar a la burguesía lo bastante para conquistar las primeras condiciones de una victoria consecuente». Él mismo puso en cursivas las palabras «asustar a la burguesía», remarcando así su importancia estratégica, principio que ya fue adelantado en textos anteriores a 1848, cuando fue más desarrollada en el Manifiesto comunista. Desde entonces, los reformismos varios han combatido la reiteradamente confirmada necesidad de asustar a la burguesía desde el Gobierno socialista para irle arrancando cotas de poder económico, político y militar.
La permanencia histórica de este debate entre reforma o revolución se ve, como mínimo y para centrarnos en Nuestramérica, en Chile, Perú, Honduras, Bolivia…, y posiblemente (¿?) en Colombia si Petro (p. 276) sale ganador en las siguientes elecciones presidenciales. ¿Y qué decir del Estado español con los esfuerzos por crear un «frente amplio» al estilo del fracasado en Uruguay bajo la aureola propagandísticamente creada de Pepe Mujika? En Nuestramérica, Venezuela y Cuba siguen siendo independientes en el pleno sentido de la palabra, porque además de otros instrumentos tienen Fuerzas Armadas propias, no se desarmaron ante el imperialismo. Volveremos a este tema cuando veamos la entrega de armas por las FARC-EP. Maquiavelo dijo que los suizos eran libres porque tenían armas.
Pues bien, las estrategias político-militares de la burguesía tienen como uno de sus objetivos presionar e intimidar tanto a los partidos de centro-progresista que pudieran acceder al Gobierno, para que ni remotamente se les ocurra iniciar una política tendente a «meter miedo» a la burguesía, decretando avances sociales que refuercen la autoorganización y la autoconfianza del pueblo obrero en sí mismo, y a la vez, dividan a la burguesía, rompan su unidad de clase de tal modo que no pueda pasar a la contraofensiva institucional y parlamentaria, y menos aún organizar un golpe militar pese a toda la ayuda que le de Estados Unidos para ello.
En Colombia, el Bloque de Poder Contrainsurgente ha creado su propia doctrina militar que se enseña en Paraguay, Uruguay y «en todo el mundo. Colombia no tiene nada que envidiarle – Estados Unidos – » Alberto Pinzón se pregunta: ¿Qué es la Doctrina Militar? Es la expresión de una de las ruedas dentadas del Bloque de Poder Contrainsurgente –pónganlo con mayúsculas– que domina Colombia desde hace más de sesenta años. Que es la estructura militar y paramilitar, que son dos ruedas dentadas de ese bloque. O sea, la estructura es la que da origen a esa ideología, a ese militarismo» (p. 391).
Sigue desgranando sus «ruedas dentadas más importantes y efectivas: medios de comunicación, incluidos los digitales, las redes sociales, internet, etc. Y luego, el Ejército y la Policía; las compañías multinacionales; las nueve bases militares yanquis en Colombia; los llamados grupos económicos de la burguesía colombiana; las asociaciones gremiales; las ramas ejecutiva, legislativa o parapolítica, y la judicial del Estado Nacional; el oligopolio mediático de la familia Santos y los grupos españoles Prisa y Planeta; los Narcotraficantes y el lavado de dinero; las clases subalternas «como pequeños comerciantes, empleados, periodistas, profesionales independientes, medianos propietarios, trasportadores, desempleados, rebuscadores y lumpenes, que se han sometido o han sido cooptados»; y la casta política o parapolítica (pp. 392 – 393). Este Bloque de Poder parece omnipotente pero no lo es, porque empieza una toma de conciencia crítica en la sociedad colombiana.
Alberto Pinzón hace muy bien en recordarnos el poder reaccionario de la Iglesia católica: «La Iglesia siempre fue un aliado de aquella famosa consigna de la monarquía española: el trono y el altar. Pero en Colombia, por una especial particularidad, la Iglesia se devino, se convirtió prácticamente en un partido político. Hasta el día de hoy» (p. 394). Hay «honrosas excepciones» desde luego, pero la mayoría conservadora o reaccionaria es aplastante. Están también las Iglesias Evangélicas, sectas cristianas financiadas desde Estados Unidos que empezaron a expandirse con planes muy bien organizados desde 1960: «Hoy día Colombia, junto con Brasil, son los países con más sectas “cristianas” de garaje, verdaderos negocios de la fe y empresas políticas de clara concepción ultraconservadora» (p. 397).
A las ruedas dentadas del Bloque de Poder Contrainsurgente que hemos visto, hay que añadir al menos dos más: una, el abandono por el nuevo «partido de la rosa» de sus señas de identidad, del marxismo y del bolívarianismo, y su giro a la socialdemocracia (p. 401), lo que objetivamente refuerza la integración en el orden del capital de sectores ex revolucionarios. La socialdemocracia es una fuerza sociopolítica, sindical y cultural obsesionada por encadenar toda reivindicación al lodazal de la legalidad burguesa. Y otra es de gran importancia para controlar a las comunidades originarias, afrocolombianas, palenqueras, raizales y gitanas, tan importantes en las luchas sociales porque «aceptaron con mayor esperanza los postulados leninistas y comunistas sobre la lucha de las minorías étnicas por sus reivindicaciones» (p. 404).
Pues bien esta segunda rueda dentada consiste en que «el Estado capitalista moderno tiene una doble función dialéctica paralela: unir la clase dominante y dividir las clases subalternas. Esto lo ha venido ejecutando el Estado colombiano con una eficacia y eficiencia tremendas. A esa fragmentación a la que ha contribuido el llamado “ONG-ismo” impulsado desde los Estados capitalistas desarrollados incluidos los de Europa, con ingentes sumas de dinero y diversas especialidades y subespecialidades. La izquierda dada su debilidad física, no ideológica, es poco lo que ha podido hacer para enfrentar dicha avalancha» (p. 404).
Alberto Pinzón tiene claro que semejante cosmos reaccionario se opondrá con todas sus fuerzas a que avance la Comisión por la Verdad: «A no ser que los hechos me contradigan: la clase dominante en Colombia, ayudada por sus socios estadounidenses, hará todo lo que sea necesario para evitar ser llevada a la justicia» (p. 398). Pero este libro que los y las lectoras tienen en sus manos nos ayuda magníficamente a que, por un lado, los asesinos acaben ante la justicia, por otro lado a desintegrar el Bloque de Poder Contrainsurgente, y por último, a que la libertar de Colombia sea simultánea a la conquista de la Patria Grande propuesta por el «genio político precoz del libertador Simón Bolívar» (p. 406).
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 6 de enero de 2022