EL PROBLEMA DE LA ORGANIZACIÓN DE LOS INTELECTUALES
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Zur Organisationsfrage der Intellektuellen,“Kommunismus”, n.° 3, pp. 14 – 18. 1920. “Revolución Socialista y Antiparlamentarismo”, [Cuadernos de Pasado y Presente, n.° 41, pp. 9 – 12. Siglo XXI, Buenos Aires. 1973.]
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Como ya tuvieron oportunidad de demostrarlo Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, uno de los signos más importantes de la inminente fase decisiva en la lucha de clases está representada por el hecho de que “el proceso de esclarecimiento dentro de la clase dominante, dentro de toda la vieja sociedad, asume un carácter tan violento y agudo que una pequeña parte de la clase dominante se separa de ella y se une a la clase revolucionaria, a esa clase que tiene en sus manos el futuro”. Esta fase, para el capitalismo, se inició ya antes de la guerra, y las consecuencias de la guerra no han hecho sino más aguda la crisis latente del capitalismo. A esta crisis corresponde el rápido desarrollo de las organizaciones intelectuales, en las cuales muchos han visto, en la primera ebriedad revolucionaria, no sólo un signo de la lucha decisiva (cosa que en parte era verdad), sino hasta un refuerzo interno de las masas del proletariado que deberán librar esta batalla decisiva. Todos los movimientos revolucionarios que se han creado ilusiones a propósito, sufrieron intensas desilusiones. Las organizaciones de intelectuales, salvo algunas esporádicas excepciones, se pasaron todas al campo de la contrarrevolución. Sus dirigentes, a menudo genuinamente revolucionarios, han ido quedando paulatinamente, y de manera total, aislados, o bien, cuando no tuvieron el coraje de alejarse de sus compañeros de clase, han sido rechazados de algún modo de las filas de la burguesía.
Este fenómeno es tan general que parece merecer un breve análisis en cuanto a sus motivos. Las organizaciones de los obreros de la industria (y también las de los trabajadores agrícolas) son, por un lado, eficaces organizaciones de lucha del proletariado, que hacen posible la lucha de clases tanto en el plano material como en el ideológico; por otro lado, constituyen formas preparatorias, representan los gérmenes de la futura organización comunista de la vida económica. Y, en efecto, en la vida económica se verifica un proceso directamente dialéctico: el capitalismo crea por sí mismo las condiciones de su propio ocaso, y hasta da vida a las fuerzas y a las potencias destinadas a sustituirlo. En cambio, en todos aquellos campos a los que, en contraposición con la economía, estamos habituados a llamar en conjunto como “ideología”, la relación dialéctica entre la disolución del capitalismo y el nacimiento de las formas destinadas a sustituirlo, es una relación indirecta, y por ello, extremadamente complicada. Ante todo, la transformación operada en todos estos campos de parte del proletariado que va organizándose en clase dominante es más poderosa que la organización industrial de la socialización. A ello agréguese el hecho de que la nueva estratificación social, que se vuelve necesaria en tal caso, no responde a los intereses de los intelectuales considerados como clase, y no puede responder. Aludo sólo al hecho de que la administración unitaria de las empresas económicamente interdependientes, que es indispensable para una organización racional de la producción, debe obligar a masas enteras de empleados privados a cambiar su tenor de vida, desde que su posición en el proceso productivo no estaba basada, como en el caso de los obreros, sobre las necesidades objetivas de la producción, sino más bien en el carácter capitalista-concurrencial de las numerosas empresas privadas
Similar es la posición de clase de los empleados estatales, de los oficiales, y esta contradicción es todavía más aguda para los abogados, los jueces, o hasta para los periodistas. Esta posición de clase explica de manera más adecuada por qué dichos estratos sociales empiezan a organizarse sólo en la época de una crisis profunda, o por lo menos sólo entonces empiezan a considerarse seriamente como organización. Su organización, en los hechos, tiene un carácter puramente defensivo. Desde que ellos son “parásitos” del capitalismo, el derrumbe del capitalismo se manifiesta al comienzo del derrumbe de su posición de clase. Aunque es cierto que la situación económicamente precaria ha impuesto la lucha de clases al mismo proletariado, ello no quita nada al hecho de que las organizaciones de los obreros de la industria han sido desde el comienzo de su lucha, y según su concepción, organizaciones ofensivas, es decir organizaciones de una ofensiva dirigida contra la existencia del capitalismo. Por lo tanto, toda organización obrera de la industria, es, según su esencia, una organización revolucionaria, y sólo esporádicamente (luego de la burocratización de los sindicatos) puede actuar de manera reaccionaria. Mientras tanto, las organizaciones de los intelectuales, por su naturaleza, son reaccionarias, y sólo casualmente llegan a acciones revolucionarias.
Este carácter contradictorio de las dos formas organizativas no se funda sólo en un contraste de intereses acerca de la estructura externa de la sociedad en el período de la dictadura del proletariado, sino también en radicales contrastes ideológicos. La nueva sociedad que está llamada a instaurar la dictadura del proletariado debe surgir del espíritu del proletariado. Si la dictadura del proletariado es designada también como democracia proletaria, con ello se quiere aludir al hecho de que los intereses vitales del proletariado deben devenir las líneas directivas para la construcción de la nueva sociedad. Pero la vocación histórica del proletariado por esta revolución consiste esencialmente en el hecho de que sus intereses de clase coinciden con los intereses de la humanidad, que no puede liberarse de la condición de clase oprimida sin eliminar al mismo tiempo todo diferencia de clases. La dictadura del proletariado debe entonces significar derecho de autodeterminación del proletariado. Pero ¿puede este derecho de autodeterminación ser aplicado en relación a los intelectuales, eventualmente “organizados” también ellos bajo la bandera del socialismo? Por cierto que no; y absolutamente no allí donde estas organizaciones insisten, en apariencia con el más grande de los derechos, por su propia autonomía de decisiones: en cuanto a los problemas de la construcción de la nueva sociedad. ¿Es verdad que en la edificación de la sociedad comunista la organización de los maestros tendría la capacidad de llevar a buen fin la planificación de la obra de educación, o que una asociación de los artistas y de los científicos podría preparar la organización del arte y de la ciencia? Por cierto que no. Ellos se remitirían inútilmente a sus “conocimientos especializados”, al hecho de que en estos problemas son “expertos”. Pero no son competentes, pues en su gran mayoría –y ello es una consecuencia de la esencia misma del capitalismo– no son en nada expertos, sino simplemente vacíos, routiniers operadores y artesanos sin alma; en segundo lugar, porque son expertos en la educación de tipo capitalista, y, por eso, como tales no pueden tener un poder de dirección en el ámbito de la nueva cultura. Aplicar el concepto de democracia proletaria a los “sindicatos” de intelectuales sería lo mismo que ahogar en germen la nueva sociedad que está surgiendo, darla como presa a la iniciativa pequeño burguesa y a la práctica de rutina del capitalismo.
El evidente sabotaje de la “intelligentsia” en Rusia, su creciente actitud contrarrevolucionaria en Hungría (los periodistas han dado el primer indicio para la contrarrevolución y el sindicato de los empleados privados ha obstruido al máximo la reconstrucción económica), no constituyen hechos casuales. No se han verificado por culpa de una táctica “equivocada”, y no pueden ser evitados con una táctica “justa”; derivan inevitablemente de la posición de clase de los intelectuales y del modo de ser propio de sus organizaciones: estas organizaciones son defensivas, mientras que tas de los trabajadores, por el contrario, son ofensivas. Estas toman por asalto la sociedad burguesa, aquéllas defienden sus propios privilegios amenazados, privilegios que son internos a la sociedad burguesa. Si ellas se definen como socialistas, es porque les falta conciencia si los partidos socialistas las reconocen como tales, entonces se trata de incapacidad estratégica. ¿Cómo jamás un estudiante podría ser socialista, permaneciendo como estudiante, si la característica de la clase estudiantil (de la que él defiende el derecho de “autodeterminación” se asienta sobre la contradicción entre quien ha estudiado y quien no ha estudiado, sobre el privilegio de la formación cultural, sobre aquella realidad, entonces, cuya eliminación representa el sentido del socialismo? El equívoco del primer entusiasmo se aclara bien pronto; cuando la necesaria contradicción clasista a resolver es aclarada rápida y abiertamente La clase de los intelectuales, hoy, no es revolucionaria como clase, y no puede ser revolucionaria, mientras que el proletariado, justamente como clase es revolucionario. (Es un error remitirse a la Revolución Francesa y en general a las revoluciones burguesas. En relación al feudalismo o al absolutismo que debían ser abatidos, los “intelectuales”, en muchos casos, aun como clase, pueden haber sido revolucionarios; pero de este hecho no se deben extraer conclusiones acerca de su actitud ante el capitalismo.) Este es un dato de hecho objetivo, cuyo desconocimiento ha llevado a graves errores, y llevará a otros errores.
¿Acaso con ello quiere negarse la importancia revolucionaria de los intelectuales? En lo más mínimo. Aún muchos intelectuales son buenos revolucionarios, y a veces son los mejores vanguardistas de la revolución. Si los contemporáneos de Lenin y Trotsky, de Béla Kun y de Rosa Luxemburgo lo negaran, serían ciegos. Pero los intelectuales pueden convertirse en revolucionarios sólo como individuos; pueden abandonar su clase para poder participar en la lucha de clase del proletariado. En ese caso, ellos pueden convertirse en verdaderos combatientes de primera línea; desde el momento en que hacen con absoluta conciencia lo que la gran masa del proletariado hace sólo instintivamente, pueden volverse los mejores dirigentes, los más dispuestos al sacrificio. En los hechos, ellos, como dice el Manifiesto Comunista en el pasaje citado, “han alcanzado el punto de la inteligencia teórica de todo el movimiento histórico”.
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SOBRE LA CUESTIÓN DEL PARLAMENTARISMO
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Zur Frage des Parlamentarismus, “Kommunismus”, n.° 6, pp. 161 – 172. 1920. [Cuadernos de Pasado y Presente, n.° 41, pp. 15 – 23. Siglo XXI, Buenos Aires. 1973.]
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1. Con frecuencia se observa que el problema del parlamentarismo no se refiere a una cuestión de fondo sino sólo a una cuestión táctica.
A pesar de ser cierta esta afirmación no deja de estar resentida de ciertas oscuridades. Prescindiendo del hecho de que ella casi siempre es pronunciada por quienes –prácticamente– revelan con su actitud una toma de posición en favor del parlamentarismo, la afirmación en sí dice todavía demasiado poco. Y esto sucede justamente porque –al faltar una efectiva teoría del conocimiento del socialismo– la relación entre cuestión táctica y principios se hace absolutamente oscura.
Aun no pudiendo profundizar en este lugar tal problema, debemos comenzar subrayando lo que sigue: táctica significa aplicación práctica de principios planteados teóricamente; vale decir que táctica es el término de conjunción entre un programa y la realidad efectiva inmediatamente dada. Ella entonces está determinada, por una parte, por los principios planteados inmutablemente y por los objetivos finales del comunismo; por otra, por la efectiva realidad histórica en continua transformación. Cuando se habla repetidamente de la disponibilidad de la táctica comunista (por lo menos respecto de lo que ésta debería ser), para la exacta comprensión de esta afirmación es necesario no olvidar que la flexibilidad de la táctica comunista es la directa consecuencia de la solidez de los principios del comunismo. Los inmutables principios del comunismo pueden tener esta flexibilidad sólo por el hecho de que son llamados a representar en su aspecto vivo y fecundo la realidad efectiva que perpetuamente se ha ido modificando. En cambio, toda Realpolitik, toda acción sin principios, se vuelve rígida y esquemática cuanto más caracterizada esté unilateralmente por principios arbitrarios (así, por ejemplo, la política imperialista alemana). En los hechos, lo que permanece en el cambio, el elemento estratégico, no puede ser sustituido por ninguna Realpolitik. Si esta función no fuera agotada por una teoría capaz en todo momento de influir fecundamente sobre los hechos y de volverse fecunda en los hechos, en su lugar aparecerían el acostumbramiento, el facilonería, la rutina, con la consecuencia de que no nos podríamos adaptar a las exigencias del momento. Justamente por este su sólido anclaje en la teoría, la táctica comunista se distingue en los principios de toda táctica de “realismo político” burgués o pequeñoburgués–socialdemocrático. Cuando, entonces, para el partido comunista se plantea un problema como problema táctico, es necesario preguntarse 1) ¿De qué principios depende el problema táctico considerado? 2) ¿A qué situación histórica concreta se aplica esta táctica, quedando en firme que ella depende de la teoría? 3) ¿De qué naturaleza será la táctica, aun en esta dependencia de la teoría? 4) ¿Cómo hace falta concebir la conexión de una particular cuestión táctica con otros problemas tácticos, entendidos una vez más en su conexión con las cuestiones de principio?
2. Para una más adecuada comprensión del parlamentarismo como problema táctico del comunismo, es necesario partir del principio de la lucha de clases y del análisis concreto de la actual situación objetiva de las relaciones de fuerza, materiales e ideológicas, entre las clases en lucha. Desde aquí se separan los dos modos decisivos de plantear el problema: 1) ¿Cuándo el parlamentarismo debe ser usado como arma, como instrumento táctico del proletariado? 2) ¿Cómo es necesario servirse de esta arma en el interés de la lucha de clase del proletariado?
La lucha de clase del proletariado niega por su esencia a la sociedad burguesa. Pero esto no implica de manera alguna aquella indiferencia política en relación al estado ya criticada con razón por Marx. Por el contrario, implica un tipo de lucha en que el proletariado no se deje subyugar en lo más mínimo por las formas y los medios que la sociedad burguesa ha construido para los propios fines; un tipo de lucha donde la iniciativa en todo caso está en manos del proletariado. Pero es necesario no olvidar que este tipo absolutamente puro de lucha de clase del proletariado puede desplegarse sólo raramente en su pureza. Ante todo porque el proletariado –aunque en base a su misión histórico‑filosófica esté en continua lucha contra la existencia de la sociedad burguesa– en situaciones históricas objetivas se encuentra a menudo en posición de defensa respecto de la burguesía. La idea de la lucha de clase del proletariado es una gran ofensiva contra el capitalismo; la historia hace aparecer esta ofensiva como impuesta al proletariado. La posición táctica en que el proletariado viene a hallarse de vez en vez se puede analizar de manera sencillísima en base a su carácter ofensivo o defensivo. De todo lo dicho hasta ahora se deriva que en las situaciones defensivas estamos obligados a recurrir a medios tácticos que por su esencia más íntima contrastan con la idea de la lucha de clase del proletariado. La utilización necesaria de estos medios, por otro lado, siempre puede poner en peligro el fin para el cual han sido dispuestos; la lucha de clase del proletariado. El parlamento, el instrumento peculiar de la burguesía, puede entonces representar solamente un arma defensiva del proletariado. El problema de “cuándo” debe usárselo, se aclara ahora por sí solo: se trata de una fase de la lucha de clase en que el proletariado, ya como consecuencia de las relaciones de fuerza externas, ya por su propia inmadurez ideológica, no puede combatir a la burguesía con sus propios medios de ataque. El empeño de la actividad parlamentaria comporta entonces para todo partido comunista la conciencia y la admisión de que la revolución es impensable en un tiempo cercano. El proletariado, obligado a la defensiva, puede entonces servirse de la tribuna del parlamento para la agitación y la propaganda política; puede utilizar las posibilidades que la “libertad” de la burguesía asegura a los miembros del parlamento en sustitución de aquellas formas de manifestación ya prohibidas; puede servirse de las luchas parlamentarias contra la burguesía para recoger sus propias fuerzas, como preparación para la efectiva, la auténtica lucha contra la burguesía. Que una fase tal pueda durar un lapso considerablemente largo, es cosa que se comprende de por sí, pero ello no modifica nada el hecho de que para un partido comunista la actividad parlamentaria no puede ser nada más que una preparación para la lucha verdadera y propia, y nunca la auténtica lucha del proletariado.
3. Más difícil que elegir el momento en que puede ser aplicada la táctica parlamentaria es establecer cómo debe comportarse una fracción comunista en el parlamento (los dos problemas se conectan estrechamente). Casi siempre nos remitimos al ejemplo de Karl Liebknecht y al de la fracción bolchevique de la Duma. Pero justamente con estos dos ejemplos muestran qué difícil es para los comunistas respetar las reglas del juego parlamentario. Ello presupone una capacidad extraordinaria de parte de los parlamentarios comunistas. En pocas palabras, la dificultad es esta: el diputado comunista debe combatir al parlamento en el parlamento –y esto deber ser hecho con una táctica que ni siquiera por un momento se plantea en el terreno de la burguesía, del parlamentarismo. No queremos referirnos a la “protesta” contra el parlamentarismo, ni a su “lucha” durante los “debates” (todo esto sigue siendo parlamentarista, legal, no va más allá de las meras frases revolucionarias), sino a la lucha contra el parlamentarismo y el poder de la burguesía llevada con la acción en el parlamento mismo.
Esta acción revolucionaria no puede dirigirse sino a preparar el pasaje del proletariado de la clase defensiva a la ofensiva; vale decir, que mediante esta acción, la burguesía –y con ella sus cómplices socialdemócratas– se verán obligados a mostrar al desnudo su dictadura de clase de manera tal que pueda quedar comprometida su duración posterior. En el caso de la táctica comunista dirigida a desenmascarar a la burguesía, no se trata por lo tanto de una crítica verbal (esta en muchos casos no es más que una mera fraseología revolucionaria tolerada por la burguesía), sino de una provocación hacia la burguesía para inducirla a develar más abiertamente su conducta, a manifestarse mediante acciones que, en cierto momento, puedan resultarle desfavorables. Desde que el parlamentarismo no representa sino una táctica defensiva, hace falta preparar tal defensiva de manera tal que la iniciativa táctica quede siempre en manos del proletariado, y que los ataques de la burguesía resulten desventajosos para ella misma.
Esta breve y apresurada discusión muestra con suficiente claridad las grandes dificultades de esta táctica. La primera dificultad a que todos los grupos parlamentarios –casi sin excepción– sucumben, es la siguiente: llegar dentro del mismo parlamentarismo a una afectiva superación del parlamentarismo. En los hechos, aun la más aguda crítica a la acción de las clases dominantes, sigue siendo verbalista, puro eslogan revolucionario, si no llega a incidir de alguna manera más allá del mero ámbito parlamentarista, si no pone al desnudo los contrastes de clase, de la manera más explícita, para la rápida retoma de la ideología del proletariado: si no tiene como efecto la explosión de la lucha de clases. El oportunismo, el mayor peligro de la táctica parlamentaria, tiene su razón primera en esto; toda actividad parlamentaria que por su naturaleza y por sus efectos no vaya más allá del mismo parlamento, que no tenga por lo menos la tendencia a la destrucción de la estructura parlamentaria, es oportunista. En todo caso, la más cerrada crítica ejercida en el interior de este ámbito no puede cambiar muchas cosas. Por el contrario. Justamente este hecho –de que una severa crítica de la sociedad burguesa aparezca como posible en el parlamento– contribuirá a la desorientación auspiciada por la burguesía en la conciencia de clase del proletariado. La ficción de la democracia parlamentaria burguesa se basa sobre el hecho de que el parlamento aparece como órgano de “todo el pueblo”. Todo radicalismo verbal –con el hecho mismo de su posibilidad de desplegarse en el parlamento–, reforzando la ilusión de los estratos menos conscientes del proletariado en relación a tal ficción, resulta oportunista y reprobable.
Hace falta entonces sabotear al parlamento en cuanto parlamento, y la actividad parlamentaria deber ser llevada más allá del parlamentarismo. Pero con tal actitud, la representación parlamentaria comunista se dirige hacia una ulterior dificultad táctica que, justamente en el momento en que el peligro del oportunismo parece superado, se aventura a poner en serio peligro a este trabajo. El peligro consiste en el hecho de que la iniciativa y la superioridad táctica quedan en manos de la burguesía, a pesar de todos los serios esfuerzos que la fracción parlamentaria comunista pueda cumplir. La superioridad táctica se verifica cuando una de las dos partes logra imponer al adversario condiciones de lucha favorables para sí. Ahora bien, se ha notado ya que toda detención parlamentaria de la lucha es una victoria de la burguesía; el proletariado, por ello, en numerosos casos, está delante de esta opción: o evitar la lucha decisiva (detención parlamentaria, peligro de oportunismo), o moverse más allá del parlamentarismo, recurrir al llamado a las masas en un momento que sin embargo es más bien favorable a la burguesía. El ejemplo más claro de la insolubilidad de este problema nos lo ofrece la actual situación del proletariado italiano. Las elecciones –que se han desarrollado bajo la bandera comunista de la gran “agitación”– han hecho ganar al partido un considerable número de bancas. ¿Y con esto? O se toma parte en el “positivo trabajo” parlamentario como Turati y sus secuaces lo auspician, con esta consecuencia: victoria del oportunismo, debilitamiento del movimiento revolucionario; o bien se realiza un abierto sabotaje del parlamento, con esta consecuencia: antes o después acaecerá el choque directo con la burguesía, justamente cuando el proletariado no esté en condiciones de elegir el momento del choque. No debe entenderse mal: nosotros no partimos del ridículo presupuesto de que se puede “elegir el momento” para la revolución; por el contrario, consideramos que las explosiones revolucionarias son acciones de masa espontáneas durante las cuales al partido le espera la tarea de volver consciente el fin, de indicar la dirección. Pero, por el hecho mismo de que el punto de partida de este choque está en el parlamento, justamente la espontaneidad de las masas corre un serio peligro. La acción parlamentaria se transforma en vacías demostraciones (cuyo efecto con el andar del tiempo consiste en desguarnecer y adormecer a las masas), o bien acarrea el éxito de las provocaciones de la burguesía. La fracción italiana, temiendo esta última eventualidad, oscila sin cesar entre las vacías demostraciones y el cauto oportunismo de una retórica revolucionaria. (Junto a estos errores tácticos de método , por cierto se han verificado otros errores tácticos de contenido, como por ejemplo las manifestaciones pequeño burguesas en favor de la república.)
4. De este ejemplo surge reforzada la enseñanza que muestra cómo una “victoria electoral” puede convertirse en algo riesgoso para el proletariado. Para el partido italiano, el mayor peligro consiste en el hecho de que su actividad antiparlamentaria, librada dentro del parlamento, puede llevar muy fácilmente a la destrucción del parlamento mismo, aunque el proletariado no posea todavía la madurez ideológica y organizativa necesaria para la batalla decisiva. El contraste entre victoria electoral y falta de preparación esclarece de manera drástica la inconsistencia de la argumentación favorable al parlamentarismo, que ve en él una especie de “parada militar” del proletariado. Si cada “voto” obtenido significara realmente un verdadero comunista, estas objeciones no se plantearían: habría desde ahora una notable madurez ideológica.
Pero esto muestra también que la misma agitación electoral como mero instrumento de propaganda no es entonces tan irreprensible La propaganda del partido comunista debe servir al esclarecimiento de la conciencia de clase de las masas proletarias, a su despertar a la lucha. Por consecuencia, debe ser dirigida al fin de acelerar, de la manera más vasta posible, el proceso de diferenciación dentro del proletariado. Sólo así puede conseguirse que, por una parte, el núcleo sólido y consciente del proletariado revolucionario (el partido comunista) se desarrolle en el sentido de la cantidad y de la calidad; y que, por la otra, el partido, mediante la lección de la práctica, se atraiga a los estratos menos conscientes y los lleve a la conciencia revolucionaria de su condición La agitación electoral se revela a tal fin como un instrumento exterior muy peligroso. El voto, en los hechos, no es un acto real, sino mucho peor: es un hecho aparente, la apariencia de un hecho. No actúa promoviendo la conciencia de clase sino por el contrario engañándola. Se crea así un gran ejército ilusorio, que desaparece del todo en cuanto se hace necesaria una firme oposición (ver la socialdemocracia alemana en agosto de 1914).
Esta situación deriva por necesidad del carácter típicamente burgués de los partidos parlamentarios. Como para la organización de conjunto de la sociedad burguesa, así también para los partidos burgueses el objetivo final, aunque raramente consciente, es el oscurecimiento de la conciencia de clase. En cuanto pálida minoría de la población la burguesía puede mantener su poder solamente porque acomoda a sus espaldas a todos los estratos sociales, material e ideológicamente indefinidos. En consecuencia, el partido burgués en el parlamento es una resultante de los más variados intereses de clase (resultante en la cual, obviamente, desde el punto de vista capitalista, el compromiso aparente es siempre más importante que el real) Pero esta estructura partidaria casi siempre le es impuesta al proletariado desde arriba en cuanto él participa, como fuerza política, de la lucha electoral. La vida absolutamente particular de un mecanismo electoral que necesariamente trabaja para la más grande “victoria” posible, influye casi siempre sobre los slogans dirigidos a ganar “secuaces”. Y aun cuando esto no sucede, o sucede inconscientemente, en la técnica de conjunto de las elecciones siempre está implícito un método de seducción de los “secuaces” que esconde dentro suyo un peligro funesto: separar entre sí principios políticos y hechos, despertando así la inclinación al aburguesamiento y al oportunismo. La obra de educación de los partidos comunistas, su influencia sobre los estratos más inciertos e indefinidos del proletariado, puede ser realmente eficaz sólo a condición de que refuerce en ellos la convicción revolucionaria mediante la lección directa de la acción revolucionaria. En cambio, toda campaña electoral –según su propia esencia burguesa– puede tomar una dirección completamente opuesta, que sólo en rarísimos casos se logra abandonar después. También el partido italiano corre este peligro. El ala derecha ha considerado la adhesión a la III Internacional y el objetivo de la república de consejos como meras palabras de orden electorales. El proceso de diferenciación, la efectiva conquista de las masas por la acción comunista, puede comenzar, en tales condiciones, solamente más tarde (y evidentemente en condiciones más desfavorables). En general, los eslogan electorales, justamente porque no guardan relación alguna con la acción, revelan una sorprendente tendencia a la eliminación de las contradicciones, a la unificación de las corrientes disidentes; características que obviamente son más que sospechosas en este particular momento de la lucha de clases, cuando está en juego la real y activa unidad del proletariado, y no la aparente unidad de los viejos partidos.
5. Entre las casi insuperables dificultades de una acción comunista en el parlamento, es necesario anotar la excesiva independencia y el excesivo poder de decisión que habitualmente se atribuyen al grupo parlamentario en la vida política del partido. Que esto represente una ventaja para los partidos burgueses, es indudable; pero aquí no podemos analizar la cuestión desde más cerca. Pero aquello que es útil para la burguesía, casi sin excepción es sospechoso para el proletariado. Así sucede también en este caso; dados los supuestos peligrosos que derivan de las tácticas parlamentarias, se puede alimentar cierta esperanza de evitarlos sólo si la actividad parlamentaria en cada uno de sus aspectos queda incondicionalmente expuesta a la dirección central extraparlamentaria. Teóricamente, la cosa parece obvia; pero la experiencia nos enseña que la relación entre partido y fracción se invierte casi constantemente, y es entonces el partido el que va a remolque de la fracción parlamentaria. Así, por ejemplo, en el caso Liebknecht durante la guerra, cuando, en relación a la fracción del Reichstag, él se remitió sin utilidad alguna, como es obvio, al carácter obligatorio del contenido del programa del partido.
Todavía más difícil que la relación entre fracción y partido es la relación entre la fracción y el consejo obrero. La dificultad de un planteo teóricamente riguroso del problema echa todavía una luz estridente sobre el carácter problemático del parlamentarismo en la lucha de clase del proletariado. Los consejos obreros, como organización del proletariado en su conjunto (de aquel consciente y de aquel todavía no consciente), por el solo hecho de su existencia se proyectan más allá de la sociedad burguesa. Ellos son, por su esencia, organizaciones revolucionarias de difusión, de capacidad operativa y de poder del proletariado y, como tales, verdaderos y propios índices del desarrollo de la revolución. Todo lo que es realizado y conseguido en los consejos obreros es sustraído por la fuerza a la resistencia de la burguesía, y es entonces válido no sólo como resultado, sino como instrumento educativo de la acción consciente de clase. El colmo del “cretinismo parlamentario” se muestra, entonces, cuando uno se esfuerza (como en el caso de la USPD) por “anclar en la Constitución” a los consejos obreros, por garantizarles un determinado campo de acción legalmente reconocido. La legalidad mata a los consejos obreros. Como organización ofensiva del proletariado revolucionario, el consejo obrero existe sólo en cuanto lucha por su destrucción y prepara así la edificación de la sociedad proletaria. Toda forma de legalidad, vale decir su inserción en la sociedad burguesa con determinados niveles de competencia, transforma su existencia en una apariencia de vida: él se convierte en una mezcla de círculo para conferencias, comité, etc., en suma, una caricatura del parlamento.
¿Es entonces posible, en general, que el consejo obrero y la fracción parlamentaria coexistan uno junto a la otra como instrumentos tácticos del proletariado? Por el carácter ofensivo del primero y el defensivo de la otra parecerá fácil ponerlos en una relación de recíproca integración. Pero tales intentos de acuerdo olvidan el hecho de que ofensiva y defensiva en la lucha de clases son conceptos dialécticos, cada uno de los cuales comprende todo un mundo de acción (y entonces, en ambos casos, determinadas acciones ofensivas y determinadas acciones defensivas), que puede ser aplicado a una determinada fase del choque de clases, con exclusión del otro. En referencia a nuestro problema, la diferencia entre las dos fases se puede definir así de la manera más breve y clara: el proletariado se encontrará a la defensiva hasta que no se inicie el proceso de disolución del capitalismo. Cuando se inicie esta fase del desarrollo económico, entonces –no importa si este cambio se ha vuelto un hecho consciente o no, y si se presenta como “científicamente” identificable y verificable– el proletariado estará obligado a la ofensiva. Pero como la evolución de la ideología no se combina directamente con la de la economía, y nunca los dos procesos van paralelos, raramente sucede que la posibilidad y la necesidad objetivas de pasar a la fase de ataque en la lucha de clases encuentren al proletariado suficientemente preparado en el plano ideológico. A consecuencia de la situación económica, la acción espontánea de las masas asume una dirección revolucionaria; pero ella siempre es desviada a falsos rieles por los dirigentes oportunistas, que no quieren o no pueden liberarse de las costumbres propias de la fase defensiva; o bien aquella dirección es completamente saboteada. Por lo tanto, en la fase ofensiva de la lucha de clases no son sólo la burguesía y los estratos sociales por ella guiados los que se encuentran agrupados contra el proletariado, sino también sus viejos grupos dirigentes. La crítica, por eso, no debe ser dirigida ya, en primera línea, contra la burguesía (ésta ya ha sido juzgada por la historia), sino contra el ala derecha y el centro del movimiento obrero, la socialdemocracia, sin cuya ayuda el capitalismo no tendría hoy en país alguno la mínima posibilidad de superar, aun temporariamente, su propia crisis.
La crítica del proletariado, por lo tanto, es también una crítica de la acción revolucionaría, una obra de educación en la acción revolucionaria, una enseñanza práctica. Con este fin, los consejos obreros son el instrumento más idóneo que podamos pensar. En los hechos, su función educativa es más importante que todas las conquistas particulares que ellos están en condiciones de obtener en favor del proletariado. El consejo obrero es la muerte de la socialdemocracia. Mientras en el parlamento se hace posible ocultar el real oportunismo con la retórica revolucionaria, el consejo obrero está obligado a hacer, pues de otro modo dejaría de existir. Esta acción, cuya guía consciente debe ser el partido comunista, lleva a la eliminación del oportunismo y permite el ejercido de la crítica, hoy necesaria. No asombra que la socialdemocracia tenga terror a la autocrítica que es impuesta en este aspecto. La evolución de los consejos obreros en Rusia, desde la primera hasta la segunda revolución, demuestra claramente adonde conduce este proceso.
Desde el punto de vista teórico y táctico, entonces, la posición del consejo obrero y la del parlamento resultarían así definidas: donde es posible constituir un consejo obrero (aun en el ámbito más modesto) el parlamentarismo es superfluo. Hasta es peligroso por que, por su naturaleza, hace posible en su interior sólo la crítica de la burguesía y no la autocrítica del proletariado. Y el proletariado, antes de entrar en la tierra bendita de la liberación, debe atravesar el purgatorio de la autocrítica, en la cual resuelve, repudia y lleva al fin a completa purificación, la forma que ha venido asumiendo en la época capitalista, y que en su aspecto más completo se manifiesta en la socialdemocracia.
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