«Sartre decía que la muerte es una ‘violencia indebida’, una violencia que no debería ser, porque la vida anhela infinitud. Y cuando un ser humano elige hacer de su vida una existencia que lo lleva a ser cada vez más de sí mismo y crea una obra que se vuelve un legado, se siente más aún esa verdad. En este sentido, es imprescindible darle vuelta a la muerte y hacer valer la trascendencia.» Estas palabras las escribió Luis en el libro Bolívar Echeverría: trascendencia e impacto para América Latina en el siglo XXI; sin duda alguna, son una aguda convocatoria para hacer que la muerte no sea para el hombre el fin de las posibilidades de realizarse y menos aún, para hombres que como él han vivido para la trascendencia forjada a través de la ardua labor del pensamiento crítico. La muerte de Luis es una tragedia que deja un hueco muy difícil de llenar en el pensamiento crítico latinoamericano, pero justo contra el arrebato y el silencio que significa la muerte, el mejor homenaje que se le puede hacer es justo éste, difundir y estudiar su legado teórico.
Víctimas de un instrumento imperial
All Hell Breaking Loose… –una expresión que podría traducirse como Todo el infierno anda suelto– es el certero título de la más reciente obra de Michael T. Klare (2019), dedicada agudamente a abordar «la perspectiva del Pentágono sobre el cambio climático», y que constituye, sin duda, una formulación sumamente consistente para nombrar el sin sentido de la tendencia preponderante que el capitalismo mundial viene imponiendo como respuesta ante la crisis global del siglo XXI. Una crisis en la que ya se entrecruzan y retroalimentan entre sí, de modo en extremo complejo, el sobrecalentamiento planetario, la crisis alimentaria global y, ahora también, la crisis epidemiológica convertida en pandemia. Nunca, en toda la historia del poder planetario, tantas y tan radicales amenazas se habían conformado, menos aún entrecruzado, para poner en peligro a la sociedad mundializada y su sistema de naciones. Aunque unificada, la conflictividad múltiple es de tal envergadura –emerge de la crisis global contemporánea– que la tendencia preponderante por la que está optando el capitalismo del siglo XXI es, a su vez, implacable e inocultable: la tendencia por imponer el aceleramiento de la integración de un Estado de excepción de alcance planetario. Para decirlo en palabras de Giorgio Agamben: «la epidemia muestra que el Estado de excepción se ha vuelto la regla» (Agamben, 2020:31).
En sentido contrario a Donald Trump y los negacionistas convencionales, el Pentágono reconoce al «cambio climático» –expresión eufemística para referirse a lo que constituye una radical crisis ambiental mundializada o, lo que es lo mismo, un colapso ecológico global– como una gran amenaza para la «seguridad nacional» de Estados Unidos.
Desde 2010, no tan reciente, el Departamento de Defensa incorpora en su Reporte Cuatrienal –con perspectiva de corto, mediano y largo plazo– el análisis de los impactos desestabilizadores de la crisis ambiental en cada uno de los comandos estratégicos militares estadounidenses. Al menos cada cuatro años, el Comando Africano, el Comando Indopacífico, el Comando Europeo, el Comando Central, el Comando del Sur y el Comando del Norte tienen que ofrecer análisis prospectivos de los impactos del colapso ambiental y estrategias de adaptación con el fin de garantizar el manejo de múltiples conflictos simultáneos, incluyendo escenarios de una crisis geopolítica creciente.
Temperaturas extremas, olas de sequías, ciclones cada vez más peligrosos, elevación del nivel del mar, inundaciones, escasez de recursos, crisis energética, hambrunas, disputas inter-étnicas, desórdenes civiles, ruptura de las cadenas de suministros de víveres y combustibles, migraciones masivas, guerras internacionales por el agua y el territorio, derretimiento del Ártico, ecoguerras entre potencias, pandemias, todo esto y más es evaluado por el Pentágono en función de un único objetivo: diseñar la adaptación estratégica del poderío militar de Estados Unidos y su Comando de Combate Unificado para adecuarse al manejo de conflictos a pequeña, mediana y gran escala en el marco de la crisis ambiental mundializada.
La tesis más incisiva y atrevida formulada por Michael T. Klare (2019:29 – 30) es, precisamente, la que tiene que ver con el paralelismo que traza entre la estrategia militar de «escalera de escalación» (ladder of escalation) en tiempos de la Guerra Fría en el siglo XX y la persistencia, mutatis mutandis, de ella misma, en tiempos del sobrecalentamiento planetario en el siglo XXI. En el marco de la Guerra Fría, la «escalera de escalación» evaluaba el manejo de una confrontación militar directa entre Estados Unidos y la URSS, en cuatro niveles: primero, como un choque a pequeña escala; luego, como una batalla de tanques y guerra entre masas de soldados; después, como uso de armas nucleares tácticas, y finalmente, como bombardeo nuclear estratégico a escala mayor. En el marco del sobrecalentamiento planetario, que apunta a rebasar el incremento de la temperatura global en más de 1,5°C antes de 2040, la estrategia de «escalera de escalación» vislumbra, asimismo, cuatro niveles de acción de los comandos de las fuerzas militares estadounidenses en cualquiera de las regiones del orbe e, incluso, en varias de ellas a la vez: primero, con «operaciones de emergencia» que justifiquen su intervención en países en desarrollo que padezcan algún desastre ambiental; segundo, en caso de riesgo de colapso de algún Estado, combinación de aquellas operaciones con misiones de contrainsurgencia; tercero, despliegue sobre múltiples países, de los ejércitos coordinados por el Pentágono para garantizar las cadenas de suministro, ante todo de alimentos y combustibles para Estados Unidos y sus corporaciones transnacionales, y cuarto, asunción de confrontaciones militares a gran escala con grandes potencias por la disputa del agua y otros recursos naturales.
Cuando el Pentágono reconoce como factor creciente de desestabilización de la capacidad operativa estratégica de sus comandos el avance de la desestabilización y el caos ambiental en el siglo XXI, identifica guerras civiles, luchas interétnicas, enormes ecomigraciones, revueltas contrahegemónicas potenciales que programa reprimir y embestir, y hasta vislumbra la necesidad de prepararse por adelantado, no solo para el manejo de ecoguerras simultáneas a pequeña y mediana escalas sino para una ecoguerra mayor entre potencias –por ejemplo, con Rusia en la disputa por el Ártico, donde avanza aceleradamente su derretimiento – , pero jamás, de ningún modo, se plantea una perspectiva, ni mínima, de prevención o contención del colapso ambiental en curso.
En el nuevo siglo, el proyecto histórico del capitalismo del Pentágono (Melman, 1972) –es decir, del complejo industrial-militar como fuerza de punta y de arrastre que define la trayectoria tecnológica del capitalismo estadounidense subordinando su progreso instrumental a su disputa por la hegemonía mundial– responde al sobrecalentamiento planetario, cuya agudización indudablemente ve venir, vislumbrando la catástrofe pero sólo para no inmutarse al aceptarla, apostando por la externalización hacia el porvenir de sus peores efectos destructivos y combinándola con ecoadaptación de sus bases y equipos tecnológicos para mantenerse insistiendo en la trayectoria de maximización de ganancias extraordinarias derivadas del capitalismo fosilista, pese a que la devastación ambiental ya es nuestro presente.
Plantearse responder a las luchas inter-étnicas o las guerras civiles con violencia político-destructiva, peor aún, con una estrategia de «escalera de escalación» a las revueltas contrahegemónicas en el Sur Global, y hasta disponer del uso de armas nucleares (así sean mini-nukes), en la disputa por los recursos naturales entre potencias del Norte Global –cuando está en curso la agudización de la crisis ambiental mundializada y su peligro potencial de desbocamiento térmico – , convierte la perspectiva contemporánea del capitalismo del Pentágono en el proyecto de un capitalismo que suma una catástrofe sobreponiéndola a otra, con tal de no renunciar a la maximización cortoplacista de las ganancias extraordinarias de las grandes corporaciones transnacionales americanas y la disputa decadente de Estados Unidos por la hegemonía global. Incluso, desde 2005, el Consejo de Seguridad Nacional de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ya había elaborado el estudio prospectivocite National Strategy for Pandemic Influenza, relevante por ser quizás el primer documento de orden estratégico que eleva el peligro potencial de una pandemia a estatus de problema de seguridad nacional para Estados Unidos. En síntesis, el proyecto del capitalismo del Pentágono responde al proyecto del capitalismo catastrófico –para emplear el término propuesto, desde New Left Review, por John Bellamy Foster e Inta Suwandi (2020).
Capitalismo catastrófico o distópico constituye una configuración histórica del capitalismo que, de modo peligrosamente inestable, apuesta por la aceptación de sus catástrofes contemporáneas, presuponiendo que puede administrar y manejar la multiplicación de los heridos y los muertos, así como la devastación de la naturaleza, para garantizar la continuidad de la subordinación –alcanzada en la vuelta de siglo – , de la economía mundial y del sistema de naciones al poder planetario de las corporaciones transnacionales. Constituye una configuración del capitalismo que, de modo esquizoide, pretende que puede hacer uso y abuso de la decadencia como fuerza de apuntalamiento de su poder, sin comprender jamás que opera entrampado en lo que Jorge Beinstein (2021) denominó la «ilusión del metacontrol imperial del caos».
Tendencia descendente de la tasa de ganancia y crisis epocal del capitalismo del siglo XXI
Si se evalúa con perspectiva de larga duración la marcha de las grandes crisis de sobreacumulación en la historia del capitalismo planetario, lo que emerge es que, sin duda, atravesamos actualmente por la peor fase en la historia de la tendencia descendente de la tasa de ganancia de los capitalismos del Norte Global. Ella presiona, radicalmente, por avanzar hacia una mutación cada vez más violenta y peligrosa de ejercicio del poder planetario.
A partir de caracterizar la tendencia descendente de la tasa de ganancia como una dinámica de larga duración, esto es, como una tendencia multisecular, Esteban Maito ha demostrado su trayectoria en los capitalismos centrales abarcando desde 1869 hasta 2010.
Si se periodiza críticamente la historia de las grandes crisis de sobreacumulación –articulándolas con la marcha global de la tendencia descendente de la tasa de ganancia– puede constatarse, con base en la gráfica mostrada, que mientras la tasa de ganancia de los capitalismos centrales se ubicaba por encima de 40 por ciento previo a la ‘Larga Depresión’ de finales del siglo XIX (1873−1896) y, luego, alrededor de 16 por ciento en el pico más negativo de la ‘Gran Depresión’ del siglo XX (19291945), con la gran crisis de los capitalismos del Norte Global de finales de los sesenta hasta principios de los ochenta y, de nuevo, con la crisis de sobreacumulación en el siglo XXI (2007/08.), la tasa de ganancia se encuentra en torno a 11 por ciento. En nuestro tiempo, los capitalismos centrales se encuentran cimbrados por la mayor crisis de sobreacumulación en la historia de la economía mundial.
Cada gran crisis conduce la tasa de ganancia de los capitalismos centrales a un nivel cada vez menor, a la par que el alcance geoeconómico de una crisis de sobreacumulación, respecto de la anterior, es cada vez mayor: mientras la ‘Larga Depresión’ fue una gran crisis que impactó, ante todo, a Europa Occidental, la ‘Gran Depresión’ fue una crisis intercontinental –afectando, principalmente, a Estados Unidos, Europa y Japón; luego, la gran crisis de los setenta y ochenta fue cuasi– mundial, para arribar, finalmente, a la gran crisis de sobreacumulación del capitalismo del siglo XXI, que constituye la primera gran crisis capitalista de alcances específicamente planetarios.
La gráfica contiene una importante peculiaridad: la extrapolación lineal del año al cual la tasa de ganancia de los capitalismos centrales arribaría a 0 por ciento. Si bien constituye, en efecto, un punto imposible –en tanto conforma una especie de límite histórico hacia el cual el capitalismo global tiende sin jamás poder llegar a él – , sin embargo, la extrapolación resulta sumamente reveladora de las crecientes limitaciones de los capitalismos del Norte Global para activar las fuerzas contrarrestantes del descenso de su tasa de ganancia internacional. Desde la gráfica de Maito puede vislumbrarse que, mientras en 1900, la tendencia a la baja de la tasa de ganancia alcanzaba 0 por ciento para 1990; partiendo de 1980 como año base, se llega a ese año límite para 2046; y, desde 2010, para 2056. Como puede verse, son cada vez menos las décadas que separan el año base y el año límite de la tendencia descendente de la tasa de ganancia de los capitalismos del Norte Global: mientras en 1990 eran 90 años, para 2010 ya son solo la mitad, esto es, 46 años.
Esto significa que conforme se va agudizando la tendencia descendente de la tasa de ganancia, cada vez le es más problemático y difícil a los capitalismos del Norte Global activar la efectividad de sus fuerzas contrarrestantes que, ciertamente, nunca detienen y a lo más obtienen el enlentecimiento de esa marcha multisecular.
Si se lanza una mirada panorámica a la configuración de las fuerzas contrarrestantes de la tendencia descendente de la tasa de ganancia mundial en el siglo XXI, puede verse que el dominio de los recursos naturales estratégicos del Sur Global por el Norte Global –bloqueando que sean fuente de la renta nacional para colocarlos al servicio de los grandes poderes corporativos y la disputa por la hegemonía global – , la mundialización de la sobre-explotación laboral –cada vez más agresiva en la imposición de contrarreformas que representan duros reveses a las leyes del trabajo conquistadas el siglo pasado – , las megafirmas como nueva modalidad globalizada de enormes sociedades por acciones y gestores de fondos –que conforman hiper-monopolios que apuntan a dotarse de un poder económico superior al de países enteros (tipo BlackRock) – , así como la imposición productivista de tasas de explotación de plusvalor –cada vez más elevadas sin detenerse en la devastación de la naturaleza, por mencionar las más relevantes – , constituyen líneas de acción de primer orden del capitalismo neoautoritario que requieren la obstrucción, la desmovilización preventiva o la derrota del desarrollo de demos (el pueblo), como un auténtico kratos (autoridad política efectiva), capaz de definir Poderes Ejecutivos que defiendan la soberanía nacional.
Si ya la crisis global del capitalismo del siglo XXI contiene dentro de sí la primera crisis de sobreacumulación planetaria, su composición multidimensional la torna más compleja e inestable.
A partir del Informe de Desarrollo Mundial de 1990 del Banco Mundial, por primera vez en la historia de los organismos internacionales se reconoció la presencia de la pobreza global. La línea de la pobreza extrema trazada en $1 dólar diario equivale a la mera adquisición de alimentos crudos. El Banco Mundial no sólo no explora la carencia en la cobertura de muchas otras necesidades vitales, se remite a identificar las zonas de la economía mundial en donde se imposibilita el acceso no digamos a alimentos cocinados, simple y llanamente a alimentos crudos. Indaga la existencia de potenciales focos rojos de estallidos políticos derivados del peligro inminente de muerte. Sus programas de combate a la pobreza siempre han sido programas de combate contra los pobres. 1990 fue el año de nacimiento de la mundialización de la pobreza como una nueva era en la historia del capitalismo (Arizmendi y Boltvinik, 2007:31 – 37).
Al no acontecer explosiones políticas mayores, la mutación histórica de la economía alimentaria global continuó su frívola marcha en la vuelta de siglo. Mientras entre los treinta y ochenta del siglo pasado, al menos 70 por ciento de los Estados del Sur Global ejercieron su soberanía alimentaria, en los noventa, las corporaciones transnacionales estadounidenses pasaron a dominar la economía alimentaria global. Por primera vez, Estados Unidos se posicionó como hegemón del mercado mundial alimentario (Rubio, 2014). Detonó la geopolítica del hambre como producto derivado de la fundación del agrobusiness como uno de los mayores canales de acumulación capitalista a nivel mundial. La especulación capitalista de los precios de los alimentos hizo estallar, a partir de 2007 y 2008, la crisis alimentaria global: el hambre se instaló por múltiples países, pese a que –como certeramente reconoce Jean Ziegler, ex relator de la ONU del Derecho a la Alimentación– existe la capacidad de la economía mundial para proveer de alimentos al doble de la sociedad planetaria. Estalló una crisis alimentaria indudablemente espuria (Arizmendi, 2019). Thomas Pogge (2002:14) –el crítico número uno del Banco Mundial, en palabras de Julio Boltvinik – , desde su Teoría de la Desigualdad Radical, demostró que, entre 1900 y 2005, 300 millones de seres humanos fallecieron por causas asociadas al hambre. Corresponde al equivalente del 600 por ciento de la devastación social arrojada por la Segunda Guerra Mundial, donde perecieron 50 millones de personas. De este modo, la crisis global cruzó la mundialización de la pobreza con el estallido de la crisis alimentaria global.
En el extremo, puede identificarse, desde principios de los setenta –con la publicación del informe Los límites del crecimiento del Club de Roma–, el estallido de la crisis ambiental mundializada. Fue la primera vez que un estudio prospectivo de largo plazo vislumbró la devastación de la naturaleza como una gran amenaza para la economía mundial. Si la marcha del sobrecalentamiento planetario continúa implacablemente por la misma trayectoria, la liberación de los enormes depósitos de metano contenidos en el permafrost siberiano, que ya comenzó, arrojará a la atmósfera mil 400 millones de toneladas de un hidrocarburo que –si se ven sus impactos a 20 y no a 100 años– produce un efecto de sobrecalentamiento 80 veces superior al dióxido de carbono (CO2). Hoy se ha reconocido ampliamente que el tope de un aumento de la temperatura global en 2oC para fin del siglo no se va a cumplir. De hecho, la tendencia del sobrecalentamiento conduce, preponderantemente, hacia un incremento del doble, e incluso es posible que sea superior. Lo que significa la visibilización del tránsito a un colapso global inmanejable (Arizmendi, 2016:138 – 147; Hansen, 2010; Saxe-Fernández, 2018:39 – 86).
En consecuencia, la crisis del capitalismo del siglo XXI se encuentra imponiendo la yuxtaposición y retroalimentación entre sí, de la mundialización de la pobreza, la crisis alimentaria global y la crisis ambiental mundializada. Los informes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (ipcc, por sus siglas en inglés) de la ONU han comenzado a demostrar que, conforme el sobrecalentamiento planetario siga avanzando –y no cabe duda que así será porque la producción de combustibles fósiles sigue en aumento – , cada vez mayores porcentajes de los cultivos estarán en peligro. Aunque es variable la magnitud mayor o menor del desastre, habrá creciente destrucción de cultivos, ante todo a partir de la segunda mitad del siglo XXI (Arizmendi, 2019:92 – 100; ipcc, 2014:18).
La pandemia por Covid-19 ha estallado poniendo al descubierto, al lado del sobrecalentamiento planetario como primer eje, la geopolítica de mundialización de las epidemias como segundo gran eje de la crisis ambiental mundializada en el siglo XXI. Si el sobrecalentamiento embiste la naturaleza exterior, las pandemias embisten la naturaleza interior, es decir, los cuerpos de los seres humanos de la sociedad mundializada. Expresan los límites históricos del señorío o la dominación del capitalismo mundial sobre la naturaleza.
La geopolítica de mundialización de las epidemias comenzó desde 1997, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) registró los primeros casos de la gripe aviar h5n1 en Hong Kong, temiendo su propagación, la cual finalmente se dilató. Entre 2002 y 2003, el síndrome respiratorio agudo severo SARSQ-COV impactó en 29 países de los cinco continentes, con una tasa de mortalidad de 13 por ciento aproximadamente. Entre 2003 y 2006, la gripe aviar con la cepa H5N1 se extendió hacia África, Asia, Europa y América Latina, para terminar abarcando 53 países. En América Latina, la influenza ah1n1, en los años 2009 y 2010, que comenzó en las Granjas Carroll de Veracruz, en México, fue un fuerte anuncio de la posible pandemia. En 2012 llegó la epidemia causada por el coronavirus de síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS), concentró 80 por ciento de los contagios en Arabia Saudita y se propagó por 27 países, con una tasa de letalidad de 35 por ciento. El siglo XXI fue atravesando, sin aprender, por la explosión de epidemias, una tras otra, no sólo sucesivas sino también por momentos yuxtapuestas, con un alcance internacional cada vez mayor, hasta llegar a una epidemia totalmente mundializada en 2019 – 2020. La pandemia por Covid-19 es, al menos, el quinto episodio por el que ha cruzado la geopolítica de mundialización de las epidemias desde la vuelta de siglo.
Dead epidemiologists es la obra más reciente del biólogo crítico Rob Wallace (2020) que –profundizando en una trayectoria abierta por Mike Davis desde hace más de una década, en El monstruo llama a nuestra puerta (2006)– implacablemente continúa la demostración que había iniciado en Big Farms Make Flu (2016): la pandemia contemporánea de ningún modo es resultado de un «enemigo invisible» creado por la naturaleza de forma incontrolable y espontánea, más bien, es el producto trágico pero enteramente previsible de la conversión de gran parte del planeta Tierra en un Planet Farm (Planeta Granja). Millones de megagranjas, dominadas por pocas corporaciones transnacionales, se encuentran instaladas en todos los continentes monopolizando la producción de millones de puercos, pollos y reses, sin conmoverse ante las enormes licuadoras de mutación viral sumamente aceleradas que han integrado, y la ingente devastación que realizan de bosques y fauna silvestre que anteriormente funcionaban como barrera natural protectora de las sociedades de múltiples patógenos y que ahora salen de lo más recóndito de los ecosistemas salvajes devastados. Desde allí surgen el Ébola, el Zika, la fiebre amarilla, las gripes aviares, la peste porcina africana y las diversas variedades de coronavirus hacia las zonas periurbanas, las capitales regionales y la red global de viajes para, en pocas semanas, contagiar y matar gente, incluso desde un lado hasta el otro del orbe. A la vez, las megagranjas, en sí mismas, con su enorme masa de hacinamientos, aceleran de modo vertiginoso las mutaciones virales que saltan del cuerpo de un animal a otro en espacios reducidos donde se aglutinan cientos, miles o cientos de miles. Las corporaciones transnacionales apuestan por una externalización de costos que si tuvieran que cubrir, por la magnitud del daño a la salud mundial que provocan, les sería imposible. Pero como el capitalismo corporativo global domina la economía mundial y opera centrado en sus ganancias extraordinarias, para el agronegocio «la selección de un virus que podría matar mil millones de personas es una amenaza que vale el riesgo» (Wallace, 2020:34). Sin la crisis global del capitalismo, que va a impactar todo el siglo XXI y, justo por eso, cabe denominarla como una crisis epocal, sencillamente sería incomprensible lo que está en juego.
Catástrofes de órdenes distintos y contrastantes entre sí vienen siendo yuxtapuestas complejizando el carácter cada vez más amenazador de la marcha del capitalismo en el siglo XXI. Siendo factibles otras trayectorias en la interacción de la economía global con la naturaleza, se les obstruye o destruye para desplazarlas intentando anularlas para terminar imponiendo en su lugar la trayectoria de un capitalismo catastrófico mundializado. Si bien el capitalismo catastrófico presupone que puede hacer uso y abuso de las diversas catástrofes como arma para apuntalar su poder planetario, sin que se le vayan de control –lo que es una entera ilusión – , mientras el carácter de las catástrofes bélicas reside en ser catástrofes deliberadas o intencionalmente producidas, el carácter peculiar tanto de la pandemia contemporánea como de la crisis ambiental mundializada consiste, precisamente, en conformarse como catástrofes previsibles a las que se elige imprimir la especificidad de catástrofes no-prevenibles.
En la marcha de este sin sentido, la mundialización de la epidemia por Covid-19 representa el adelanto implacable del futuro al que nos pretende conducir la crisis epocal del capitalismo del siglo XXI. Por eso, cabe afirmar que con la pandemia contemporánea el futuro del poder planetario ha comenzado.
La conclusión es crucial: la articulación de la peor fase en la historia de la tendencia descendente de la tasa de ganancia de los capitalismos del Norte Global con la crisis epocal del capitalismo constituye el fundamento profundo de la tendencia hacia la conformación del Estado de excepción planetario en el siglo XXI. El Estado de excepción planetario es la respuesta temeraria e inestable de la tendencia neoautoritaria para mantener en pie la subordinación de la economía mundial a las corporaciones globales.
Con base en su tendencia neoautoritaria, el capitalismo mundial está intentando asumir una mutación histórica de sí mismo, apuntalando al Estado de excepción planetario como la fuerza decadente con la que juega al aprendiz de brujo administrando la multiplicación de los heridos y los muertos, mientras pretende que la sobreacumulación planetaria y la crisis global no se le vayan de las manos.
Periodización crítica de la tendencia a Estado de excepción planetario
Si se coloca como referente la pandemia para periodizar las etapas por las cuales ha cruzado y apunta la tendencia a la conformación del Estado de excepción planetario, podríamos hablar de tres fases: 1) la fase pre-Covid-19 correspondería a la fase de gestación; 2) la fase Covid-19 a la fase de aceleramiento, y 3) la fase post-Covid-19 a la fase de peligro de consolidación potencial de la tendencia a la conformación del Estado de excepción planetario en el siglo XXI.
De ningún modo, en nuestros días, estamos ante el continuum del capitalismo denominado «neoliberal», más bien, atravesamos por un complejo proceso de transición hacia un capitalismo cada vez más violento. Lo que caracteriza al capitalismo neoautoritario –para identificar críticamente la configuración contemporánea de lo que el líder de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer, define como Estado autoritario (2006)– reside, precisamente, en la articulación creciente y cada vez más amenazadora de violencia económica-anónima, desplegada por la acumulación capitalista, y violencia político-destructiva, desplegada o solapada por los Estados tanto desde el Norte Global como desde el Sur Global.
En la fase pre-Covid-19, como periodo de gestación de la tendencia a Estado de excepción planetario, los golpes de Estado han sucedido en múltiples países de África, Latinoamérica y Asia, pero todos dentro del Sur Global.
Mientras la historia de la violencia político-destructiva del capitalismo mundial en el siglo XX dio lugar a 111 golpes de Estado, lo que significa un promedio cercano a uno por año, el siglo XXI, entre golpes de Estado duros y blandos, victoriosos y fallidos, lleva, al menos, 41, lo que representa una media del doble por año. Haciendo pedazos el mito de la presunta «transición a la democracia», a la que tanta difusión proveyeron los mass media globales, el promedio de coups d‘Etat en el nuevo siglo rebasa el del siglo pasado.
Cuando tuve el honor de publicar Tiempos de peligro: Estado de excepción y guerra mundial con Jorge Beinstein, en 2018, la media de golpes duros y blandos en el siglo XXI se acercaba pero aún no llegaba al doble. Solo entre 2019 y 2020 sucedieron cinco nuevos golpes de Estado. Con dos décadas apenas en su devenir, el siglo XXI va avanzando hacia la mitad de golpes de Estado que sucedieron en todo el siglo XX.
Desde el año 2000, en África fueron 14 los países que experimentaron el éxito o el intento de 23 golpes de Estado. En Asia fueron siete los países impactados por ocho golpes de Estado. En América Latina: Haití, Paraguay, Honduras, Ecuador, Venezuela y Bolivia atravesaron por ocho coups d’Etat realizados o fallidos. A todos éstos, hay que agregar dos en Oceanía.
En la práctica, todos los golpes de Estado han estado relacionados, de un modo u otro, con el control de los recursos naturales estratégicos en el marco de la disputa por la hegemonía mundial y regional, o el dominio de áreas estratégicas para la geopolítica militar global.
África es el continente marcado por la «maldición» de los recursos naturales estratégicos. Cuenta con enormes reservas de diamantes, oro, petróleo, gas, maderas preciosas y minerales estratégicos como bauxita, manganeso, níquel, platino, cobalto, radio, germanio, titanio, fosfatos y litio. Pese a su enorme riqueza natural, África se encuentra, desgarradoramente, hundida en una generalizada pobreza y escasez artificial impuesta por su subordinación a las corporaciones transnacionales del Norte Global. Las corporaciones transnacionales propulsan e intensifican la lucha interétnica haciendo uso y abuso de la escasez africana contemporánea para imponer un escenario de guerra de todos contra todos, muy funcional a su dominio de los recursos naturales estratégicos. Entablan acuerdos con la etnia mejor posicionada en cada territorio según la correlación de fuerzas que se define con base en la política de muerte como una mediación crucial que enrarece y degrada la lucha de clases abajo, entre los dominados modernos. Lo anterior porque campea el capitalismo necropolítico, esto es, el capitalismo que instala la política de muerte como fundamento de agresivas modalidades de acumulación por desposesión en beneficio de múltiples corporaciones transnacionales que enfrentan a las etnias entre sí, a la vez que con facilidad las traicionan, según cada cual consigue posicionarse mejor en la rapport de forces derivada del uso de violencia decadente. África está convertida en el continente en el que abundan los golpes de Estado en el siglo XXI.
Después de África, una de las regiones con la tragedia de mayor cantidad de coups d‘Etat es América Latina. Sin embargo, mientras en el continente africano los golpes de Estado responden a una configuración decadente de la lucha de clases moderna, en el subcontinente latinoamericano los coups d‘Etat han sido propulsados por la Casa Blanca y las corporaciones americanas como la respuesta de la tendencia neoautoritaria buscando revertir y destruir los importantes avances alcanzados por los Estados posneoliberales en la primera década del nuevo siglo. Como América Latina fue la única región del orbe que ofreció resistencia a la ofensiva del capitalismo «neoliberal», para el capitalismo del Pentágono fue crucial convertirla en una de las regiones con más golpes de Estado en el nuevo siglo.
La caracterización de los Estados latinoamericanos como «posneoliberales» resulta polémica pero sugerente. Paradójicamente, la precisión del término «posneoliberalismo» –diseñado por Emir Sader– reside en su imprecisión. Esa caracterización de ciertos Estados latinoamericanos no indica el arribo a un futuro determinado –como lo hacía erradamente la expresión «socialismo del siglo XXI», que confunde presuponiendo la llegada a una meta aún por alcanzar – , simplemente designa la presencia del intento por edificar un después del «capitalismo neoliberal». Un después regido por un desafío histórico ineludible, sin haber llegado a ningún lado.
Los Estados posneoliberales han estado atravesados, invariablemente, por dos tendencias de sentido histórico contrapuesto. Por un lado, la mayoría de los Estados posneoliberales han sido, en verdad, Estados liberales en el nuevo siglo; han aplicado, hasta cierto punto, políticas públicas de contrapeso ante los efectos destructivos arrojados por la «noche» del capitalismo «neoliberal». Su margen de resistencia los enfrentó, a cada paso, ante el reto inevitable de asumir, así sea gradual pero crecientemente, la transición del Estado liberal hacia el Estado contrahegemónico que, strictu sensu, en la primera década del nuevo siglo conformó una configuración que correspondió solo a Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. No asumir esa transición debilita a los Estados posneoliberales abriendo flancos para sus retrocesos. Por otro lado, a la vez, han sido Estados atravesados por la tendencia neoautoritaria impulsada por Estados Unidos, que los presiona no sólo desde el exterior sino desde su interior forjando diversas alianzas con la clase empresarial nacional pero antinacionalista, así como con grupos de poder de derecha y ultraderecha en la clase política y las Fuerzas Armadas. Por supuesto, procede cuestionar la persistencia de ciertas políticas «neoliberales» en diversos Estados posneoliberales, pero eso no anula que sus limitaciones, ante todo, expresan el alcance material al que llega su modificación en la rapport de forces entre ellos, como parte del Sur Global y el Norte Global. Caracterizarlos como «neoliberales» bloquea descifrar la complejidad del choque de tendencias que los atraviesa. Esa complejidad es definida por la combinación entre límites materiales en la correlación de fuerzas entre el Norte Global y el Sur Global y las limitaciones para asumir la transición hacia la gestación de Estados contrahegemónicos, abriendo situaciones de peligro para derrotar al posneoliberalismo.
El fiel de la balanza en ese choque se define en la «masa popular»; de ahí la relevancia histórica que han adquirido los coups d‘Etat blandos en América Latina con las fake news y el efecto desinformatsia (Mattelart, 1996:91 – 94, 111−114,172−176). La pinza, por principio, ya no la conforman la manu militari y el Poder Legislativo como en los golpes de Estado convencionales, sino los mass media, como cuarto Poder, y el Poder Judicial. Sobre la base de simulacros mediáticos, los jueces solo copian y dan procedencia jurídica, sin pruebas, a las acusaciones diseñadas e inventadas para los mass media e internet a fin de concretar la ofensiva del lawfare. Los principales poderes del Big Data, Google y Facebook, por delante, están jugando un papel estratégico en la promoción de escenarios de bellum omnium contra omnes con las fake news como arma y la propulsión de la tendencia a Estado de excepción planetario.
Los golpes de Estado suaves o blandos no significan la negación total de la manu militari. Con la violencia decadente presta, siempre están dispuestos a transitar a golpes de Estado duros. Esto fue justo lo que sucedió con el golpe de Estado que puso en peligro la vida de Evo Morales, en Bolivia, en 2019 con la disputa estadounidense por el litio como materia prima estratégica de la nueva revolución tecnológica.
Los golpes de Estado, realizados o fallidos, duros o blandos, que hasta ahora ha experimentado nuestro subcontinente, se dieron en la fase pre-Covid-19 como periodo de gestación de la tendencia hacia Estado de excepción planetario.
El ataque específicamente dirigido contra los Estados contrahegemónicos fue el que abrió y cerró el ciclo de golpes de Estado que recorrió las primeras dos décadas del nuevo siglo en América Latina. En 2002, tuvo lugar el efímero golpe contra Hugo Chávez en Venezuela. El coup d‘Etat en 2019 en Bolivia ocurrió semanas antes del estallido formal de la pandemia actual. En el ínterin se llevaron a cabo golpes de Estado convencionales en Haití contra Jean-Bertrand Aristide, en 2004 –articulado con base en un comando de Fuerzas Especiales de Estados Unidos y el apoyo de Francia – , y con posterioridad, en Honduras contra Manuel Zelaya, en 2009. A los que sucedieron coup d‘Etat blandos en Paraguay contra Fernando Lugo, en 2012, y Dilma Rousseff en Brasil en 2016. A estos hay que sumar los golpes fallidos contra Evo Morales en Bolivia, en 2008, y contra Rafael Correa en Ecuador, en 2010.
Los coup d’Etat contra el posneoliberalismo latinoamericano, principalmente, han tenido por delante la consecución de tres funciones geopolíticas estratégicas. Primera, impedir de manera preventiva el desarrollo y la consolidación de un bloque geopolítico subcontinental, que ya estaba abierto por UNASUR, con el cual los Estados específicamente contrahegemónicos pudieran funcionar como fuerza de arrastre para modificar, con impactos de medio y largo plazo, la correlación de fuerzas entre América Latina y Estados Unidos. UNASUR fue decisiva para frustrar los golpes de Estado contra Evo Morales y Rafael Correa. Segunda, crucial para derribar la integración de un bloque geopolítico que podría haber apoyado a la triple alianza euroasiática (entre Rusia e Irán con China), fue el golpe de Estado blando en Brasil para revertir su participación en los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) e integrarlo a la tendencia neoautoritaria a través de Jair Bolsonaro, lo que adquiere mayor relevancia geopolítica global ahora que India se posiciona como aliada de Estados Unidos en una posible guerra contra China. Tercera, apuntalar el dominio de las corporaciones transnacionales estadounidenses sobre una de las regiones del orbe con mayor cantidad de recursos naturales estratégicos para subordinarlos a la disputa de Estados Unidos por la hegemonía mundial.
La fase Covid-19, como periodo de aceleramiento de la tendencia a la conformación del Estado de excepción planetario, sumó a la dinámica de golpes de Estado en el Sur Global la imposición de Estados de excepción formales y sus toques de queda tanto en el Sur Global como en el Norte Global; es inocultable la propagación de poderes de excepcionalidad en Europa con la segunda ola de la pandemia. En definitiva, la tendencia a imponer Estados de excepción adquirió una presencia mundializada implacable.
El poder planetario está refuncionalizando la pandemia como un quid pro quo histórico. La ruptura de la cadena de contagios como medida preventiva esencial no es sinónimo de imposición de poderes de excepcionalidad –la democracia participativa, perfectamente, podría ser fundamento de la política de salud que asume el resguardo. El capitalismo mundial, más bien, está aprovechando la pandemia para ensayar el futuro al que apunta su tendencia neoautoritaria, para imponer un Derecho que se dirige a la negación de todos los derechos como modo de administración de la «guerra civil mundial» (Agamben, 2006:24 – 36).
En la la ola de la pandemia, la tendencia neoautoritaria avanzó desdoblándose en tres modalidades:
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El Estado de excepción con su configuración convencional se impuso, con declaratoria de toques de queda y uso de violencia político-destructiva, sobre todo, en América Latina: Colombia, Chile, Ecuador, Bolivia, El Salvador, Honduras, Panamá, Perú, República Dominicana, Paraguay, Uruguay y Guatemala, declararon Estado de excepción, Estado de emergencia o Estado de calamidad pública. La ruptura mayor de la regla la puso México que, de manera ejemplar, nunca declaró ni Estado de excepción ni cuarentena obligatoria.
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En el Norte Global, Estados Unidos y Reino Unido, y en el Sur Global, Brasil, se instalaron Estados con políticas neodarwinistas. La insensata postura por la «inmunidad de rebaño» –sin la menor comprensión científica de que los anticuerpos tienen duración efímera en los enfermos que consiguen curarse de Covid-19– solo era expresión de la admisión de un cercenamiento ante todo de la población sobrante con tal de buscar cómo lograr el menor impacto de la pandemia sobre el PIB nacional. Fue, tardíamente, hasta que evaluaron el estudio presentado por el Imperial College London (2020) –planteando que el impacto sin intervenciones no-farmacéuticas llevaría a sucumbir a 2.2 millones de estadounidenses y 510 mil británicos, contagiándose 80 por ciento de la población y exigiendo una capacidad hospitalaria 36 veces superior a la que tienen Estados Unidos y Reino Unido– cuando Trump y Johnson aplicaron, solo por cierto tiempo, ciertas medidas restrictivas. Ese informe es el que estaba detrás de la afirmación neoautoritaria de Trump de que si fallecían entre 100 mil y 200 mil estadounidenses, «habremos hecho un gran trabajo». Estados Unidos está por llegar a los 250 mil fallecimientos como resultado de la primera ola de la pandemia, duplicó su número de soldados muertos en la Primera Guerra Mundial.
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Tanto en Occidente como en Oriente, con China como su puntal, se instalaron Estados con políticas de tecnovigilancia total. Con estos Estados ya no se trató solo de la manipulación de internet por las corporaciones del Big Data –Amazon, Google>, Facebook y Apple– para, con base en el espionaje digital, identificar y manipular lo que Zuboff (2019) denomina el «excedente conductual» es decir, la información sobre el comportamiento de los usuarios que permite dominar e intervenir su consumo para maximizar las ganancias extraordinarias corporativas. Tampoco se trata sólo de espiar las preferencias electorales y posiciones políticas de los ciudadanos para venderlas ilegal y secretamente a grupos de poder que diseñan tácticas de política como teatro, específicamente de acuerdo al perfil de cada clase, grupo, raza, etnia, religión o género para la manipulación estratégica de procesos electorales, ante todo presidenciales. Sin dejar de operar esas dos funciones económico-políticas centrales, se trata de conformar Estados de tecnovigilancia total para diseñar expedientes totales (políticos, psicológicos, sociales, sexuales, culturales, médicos y hasta genéticos) de los ciudadanos. Rebasando con mucho al ‘Gran Hermano’ orwelliano, ahora que ya se conecta a la red informática más de la mitad de la población mundial, en perspectiva de lograr un alcance cada vez mayor, se le activa como dispositivo de poder estatal vinculándola con la inteligencia artificial y cámaras urbanas de vigilancia, smartphones, drones y la red satelital para geolocalización permanente. China es el Estado que «todo lo ve» o, lo que es lo mismo, que todo lo vigila. En 2017, informaba que contaba con 170 millones de cámaras de circuito cerrado para vigilar a sus mil 300 millones de habitantes; esperaba tener 626 millones de cámaras en 2020. El Big Data americano hace lo mismo en las ciudades y con su red satelital, incluso activa ilegalmente las cámaras de las computadoras pc para espiar a los usuarios. En todo caso, el capitalismo chino ya avanzó mayormente en las redes de panvigilancia y, en eso, es el prototipo a seguir.
La segunda ola de Covid-19, desde el último cuatrimestre de 2020, proyectando la potencialidad de un impacto hasta 5 veces superior al de la 1a ola –y reproduciendo el patrón de lo que, certeramente, Crosby (2003) denomina la «pandemia americana olvidada» de 1919, donde la segunda y tercera olas fueron peores – , ha sido rápidamente refuncionalizada por el capitalismo global para hacer a un lado la modalidad neodarwinista y propagar la tendencia a la síntesis que avanza hacia el Estado de tecnovigilancia total con políticas convencionales de excepcionalidad.
La OMS ha alertado que con la segunda ola, Europa atraviesa por una explosión de contagios. Con el mundo rebasando los 50 millones de contagios –según los muy limitados datos oficiales – , a principios de noviembre de 2020, solo en unos días Europa tuvo un millón de casos más. En términos regionales, después de América Latina, Europa es la segunda zona más golpeada por la pandemia, con casi 301 mil decesos y más de 12 millones de contagios; con una cantidad superior a Latinoamérica se ha convertido en el epicentro de la segunda ola de la pandemia.
No solo España decreta políticas de excepcionalidad, Francia ha colocado en «alerta máxima» múltiples ciudades autorizando toques de queda; al tiempo que Angela Merkel, en Alemania, advirtió sobre el riesgo de que la expansión adquiera un carácter «incontrolado e incontrolable» si las regiones con ratios de contagio en ascenso no asumen medidas urgentes. Sin cuestionar ni mínimamente los poderes del Big Ag como detonantes históricos de la pandemia, el capitalismo se remite a administrar la externalización de sus consecuencias incluso en Europa Occidental. A finales de octubre de 2020, el jefe del Consejo Científico asesor de Emmanuel Macron, el médico Jean-François Delfraissy, estimó en 100 mil la masa de contagios por día en Francia, el doble de los casos confirmados. Declaró: «estamos sorprendidos por la brutalidad de lo que está ocurriendo, esta ola está invadiendo el conjunto de Europa».
Esta segunda ola ha sumado un tercer vector zoonótico a la conversión de la Tierra en Planet Farm. El primer vector lo ha conformado la instalación de millones de mega-granjas antiecológicas por el orbe dominadas por el Big Ag. El segundo lo agregó China con la producción de comida animal salvaje desde Wuhan. El tercero lo está poniendo uno de los países europeos menos afectados por la 1a ola de Covid-19: Dinamarca. Ya no solo la producción de medios de consumo alimentarios, ahora también la producción de medios de consumo de lujo, como ropa de piel de visón, se ha convertido en vector epidemiológico de la pandemia contemporánea. Dinamarca va a sacrificar 17 millones de visones y confinar a 280 mil personas. La nueva mutación del coronavirus parece dotarlo de mayor infectividad y a esta mutación los anticuerpos humanos parecen no neutralizarla. El sacrificio de todos los visones en Dinamarca responde a la necesidad de disminuir rápidamente la cantidad de afectados en la pandemia en ese país, puesto que esta nueva mutación de corona- virus salta en doble dirección: los seres humanos contagiaron a los visones, en ellos sucedieron cuatro mutaciones y ahora la quinta está contagiando seres humanos. Vector epidemiológico bidireccional significa aceleramiento de las mutaciones. El capitalismo danés ha sido orillado, así sea de manera indirecta, a reconocer al menos ciertas megagranjas como plataforma de la epidemia, pero insiste en centrarse en políticas de excepcionalidad.
Sin la menor duda, la segunda ola de Covid-19 ha sido refuncionalizada para acelerar la conformación, tanto en el Norte Global como en el Sur Global, de la «era del capitalismo de la vigilancia» (Zuboff, 2019).
La fase post-Covid-19 será tiempo de bifurcación histórica, ante todo, para América Latina. El peligro de consolidación de la tendencia a la conformación de Estado de excepción planetario está totalmente abierto; a la vez, parece emerger en Nuestra- América una segunda ola posneoliberal.
Pese al atentado del que salió ileso el presidente electo Luis Arce, cuando ya había ganado las elecciones, Bolivia apunta a revertir el golpe de Estado que el trillonario Elon Musk reconoció haber financiado, en su disputa por el litio para Tesla. Uno de los objetivos geoestratégicos cruciales de una factible segunda ola posneoliberal tendría que ser el relanzamiento de UNASUR como institución regional antigolpista y con- trahegemónica. La exigencia por el Grupo Puebla de la renuncia de Luis Almagro al frente de la Organización de Estados Americanos (OEA), que después del golpe a UNASUR ha fomentado golpes de Estado, podría convertirse en un bastión de resistencia contra la tendencia hacia el Estado de excepción planetario.
La segunda ola posneoliberal sólo podrá apuntalarse si avanza hacia la conformación de una inédita soberanía nacional que les permita a los Estados latinoamericanos autogobernar los núcleos de sus sectores económicos estratégicos. Será decisivo interconectar la soberanía energética como fuente de renta nacional que sirva de palanca de desarrollo, con la soberanía alimentaria. Hay que arrebatarle al Big Ag su dominio de la economía alimentaria y avanzar en la transición hacia un patrón tecno- energético y alimentario ecologista.
En el siglo XXI, el debate en torno al ingreso ciudadano universal puede rebasar al liberalismo si asume como su principio guía el proyecto de desmercantificación de reproducción social-nacional. Por principio, si vivimos en la era en que la economía puede generar alimentos para todos, la alimentación debe ser un derecho garantizado por el Estado sin que los ciudadanos tengan que venderse como mercancía fuerza de trabajo. El desarrollo tecnológico del siglo XXI nos tiene en el umbral de inéditas formas alternativas de reproducción de las naciones que hay que conquistar a contrapelo del capitalismo neoautoritario y sus grandes poderes corporativos.
En la entrada a la tercera década del nuevo siglo, de nueva cuenta, Nuestramérica abre la potencialidad de resistencias ejemplares para el mundo. Entre sus retos mayores está asumir la edificación de un bloque de Estados contrahegemónicos.
Luis Arizmendi Rosales y Vianey Ramírez Siles
Revista Estudios latinoamericanos, UNAM, n°. 47, 2021.
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