Un 21 de enero de 1924, hoy hace 100 años, moría Vladímir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin. Sus inestimables aportes teóricos al marxismo, su tenaz práctica militante y su extraordinaria capacidad para realizar un «análisis concreto de la situación concreta» hicieron de Lenin el más destacado líder político de la clase obrera revolucionaria de su época.
Recuperar el análisis leninista del imperialismo, la concepción militante bolchevique, la organización del «Partido de nuevo tipo» como partido de vanguardia de la clase obrera, y el profundo estudio y comprensión de la dialéctica de la revolución hacen hoy, del marxismo-leninismo, una necesidad.
Sin embargo, el texto que presentamos a continuación no se trata ni de un análisis de su pensamiento, ni de su vida, ni de su práctica militante… No es siquiera un texto suyo. Se trata de un artículo que escribió su gran amigo, Maksim Gorki, uno de los más grandes escritores del siglo pasado y padre del realismo socialista, tras conocer la noticia de su muerte.
Aquellos que hemos leído en alguna ocasión a Lenin conocemos de sobra la manera enérgica, incluso hostil, en la forma que tiene de exponer sus ideas y de polemizar con sus contemporáneos. Esta forma de escribir tan característica de Lenin puede, quizá, darnos una imagen de su persona como alguien tosco, poco amigable, ensimismado… Sin embargo, Gorki nos presenta, con una escritura emotiva, a un Lenin cercano, amigable, preocupado por su entorno… a un camarada.
Gorki, como probablemente todos los grandes artistas y escritores, era un hombre profundamente emocional y sensible. Decía María Teresa León, cuando lo conoció, que Gorki se emocionaba con facilidad: «cuando los niños le abrazan, llora». No nos cabe ninguna duda que el papel en el que Gorki escribió este homenaje a Lenin está impregnado por sus propias lágrimas y que todo lo que aquí cuenta lo sacó desde lo más hondo de su corazón: el cariño, la admiración, la amistad, y, sobre todas las cosas, la camaradería.
Este texto se publicó en fragmentos en el periódico inglés The Daily Herald y, posteriormente, se editó como un folleto ilustrado. Curiosamente, se trata de un texto publicado por primera vez en inglés, y no fue hasta meses más tarde que se publicó una versión modificada en ruso. Esta traducción está realizada, por tanto, directamente desde la versión inglesa.
Algo que sin duda llamará la atención al lector es que, en el artículo, Gorki se refiere a Lenin como Nicolái Lenin, mientras que hoy solemos conocerlo como Vladímir Lenin. Lo cierto es que Lenin tuvo más de 150 seudónimos, y cuando por primera vez utilizó el de Lenin lo hacía firmando como «N. Lenin», haciendo referencia esta «N» a Nicolái. Parece ser que la primera vez que utilizó este seudónimo fue en un artículo sobre el problema agrario en la revista Zariá (Amanecer) dirigida por Plejánov, en noviembre de 1901.
Sin más que añadir, esperamos que el lector encuentre interesante este emotivo homenaje de Gorki a su gran amigo y pueda, con él, acercarse a una comprensión más humana de su persona.
NICOLÁI LENIN – El hombre (Gorki, 1924)
«Grande, inaccesible, terrible». Esos fueron los epítetos que un periódico capitalista de Praga aplicó a Vladimir Lenin.
No eran epítetos inspirados por la satisfacción de la muerte de un adversario, esa satisfacción que encuentra expresión en el proverbio: «El cadáver de un enemigo siempre huele bien». Tampoco era una muestra de la alegría que experimenta la gente miserable cuando un hombre grande e inquieto se aparta de su camino. No, fue el orgullo del hombre por el hombre lo que resonó con fuerza en ese último testimonio que se le hizo.
No puedo imaginar a ningún otro hombre que, estando tan por encima de la gente, supiera protegerse tan bien de las tentaciones de la ambición y no perdiera el interés vital por la gente «sencilla». Poseía una cierta fuerza magnética que atraía los corazones y las simpatías de los trabajadores. No hablaba italiano, pero los pescadores de Capri1, que habían visto a ChaliapinFiódor Chaliapin2 y a muchos otros eminentes hombres rusos, por un instinto milagroso, asignaron a Lenin un lugar especial en sus corazones.
Maravillosamente atractiva era su risa, la carcajada de un hombre que, aunque conocía bien la torpeza de la estupidez humana y las acrobacias de la razón, podía al mismo tiempo encontrar placer en la ingenuidad infantil de la gente de alma sencilla.
Un viejo pescador italiano dijo de él: «Solo un hombre honesto puede reír así».
Tumbado en una barca, sobre una ola azul transparente como el cielo, Lenin aprendió a pescar «con el dedo», sin caña. Los pescadores le explicaron que había que recoger cuando el dedo siente el temblor del sedal. Al instante pescó un pez, lo arrastró y gritó con el deleite de un niño, el entusiasmo de un cazador:
«¡Ajá! ¡Drin-drin!»3.
Los pescadores rugieron de risa, alegremente, también como niños, y le dieron el sobrenombre de «Signore Drin-drin».«Signore», en italiano, es «señor». Y cuando se fue de Capri, no dejaban de preguntarme:
«¿Cómo está el Signore Drin-drin? El Zar no lo atrapará, ¿no?».
En 1907, en Londres, varios obreros que habían visto a Lenin por primera vez, hablaron de su comportamiento en un congreso. Uno de ellos dijo, muy crípticamente: «No sé; tal vez los obreros aquí en Europa tengan otro hombre tan inteligente como este. BebelAugust Bebel4 u otro por el estilo. Pero que tengan a alguien tan amable no lo creo».
Otro obrero añadió, sonriendo: «Es uno de los nuestros. Un hombre que sabe lo que quiere».
Alguien respondió: «¡Pues Plejánov5 también es nuestro!».
Y entonces oí la respuesta: «Plejánov es nuestro profesor, nuestro maestro; Lenin es nuestro camarada».
En el otoño de 1918 pregunté a un obrero cuál era, en su opinión, la característica más pronunciada de Lenin. «La sencillez. Es simple como la verdad». Dijo esto como algo en lo que había pensado hacía mucho tiempo, que había decidido hacía mucho tiempo.
Es sabido que los criados son los jueces más severos. El chófer de Lenin, Ghil, un hombre que había visto varias cosas suyas, era conocido por decir:
Lenin no es como los demás. No hay ninguno como él. Un día conducía entre un tráfico animado. Me abrí paso con dificultad, temiendo que me chocaran el coche, y no dejaba de pitar, muy agitado. Él abrió la puerta. Se puso a mi lado, arriesgándose a que lo arrollen, y me persuadió:
«Por favor, no estés tan agitado, Ghil. Ve como todo el mundo; ¡no pites!».
Soy un viejo chófer; sé que nadie más habría dicho eso.
Otro amigo mío, también obrero, un hombre de corazón blando, se quejaba del duro trabajo en la Checa. Le dije: «Yo también pienso que este no es un trabajo para ti».
Asintió con tristeza: «Sí, no es lo mío en absoluto. Pero cuando pienso que también Ilich debe retener a menudo las alas de su alma me avergüenzo de mi debilidad».
Conocí y conozco a muchos obreros que se ven obligados a «sujetar su alma por las alas», con los dientes apretados, y a violar su idealismo social por el bien de la causa a la que sirven.
Amor por los niños
¿Tuvo también Lenin que «sujetar su alma por el ala»? Se prestaba muy poca atención a sí mismo como para poder hablar de sí mismo con otras personas. Sabía mantener en silencio las tormentas secretas que asolaban su alma. Pero un día, en el pueblo Gorki, acariciando a unos niños, dijo:
Esos jóvenes pasarán un mejor tiempo de lo que nosotros podemos; no tendrán que pasar por las cosas que nos tocaron a nosotros. Para ellos la vida no será tan cruel.
Luego añadió pensativo: «De todos modos, no les envidio. Nuestra generación ha logrado realizar una tarea maravillosa por su importancia histórica. La crueldad forzada de nuestras vidas será comprendida y justificada algún día. Todo se aclarará, ¡todo!».
Acariciaba a los niños con gran cautela, tocándolos con manos ligeras y suaves.
Para mí, personalmente, Lenin no fue simplemente una encarnación maravillosamente perfecta de la voluntad dirigida a un objetivo que nadie antes que él se había atrevido a afrontar. Para mí es una de esas personalidades milagrosas, uno de esos hombres monstruosos, mágicos e inesperados de la historia rusa, hombres de voluntad y genio, como lo fueron antes que él Pedro el Grande y Tolstoi. Creo que tales personas solo son posibles en Rusia.
Para mí, Lenin es el héroe de una leyenda, un hombre que ha arrancado de su pecho su corazón ardiente para iluminar con su fuego el camino que nos aleja de nuestro caos actual, del pantano sangriento y traicionero del corrupto «arte de gobernar».
Es difícil hacerse una imagen de él. Su heroísmo carecía casi por completo de brillo exterior. Era el martirio modesto y ascético, nada raro en Rusia, de un honesto revolucionario ruso de la intelligentsia, que creía sinceramente en la posibilidad de la justicia en la tierra. Era el heroísmo de un hombre que ha sacrificado todas las alegrías de este mundo a la dura tarea de conseguir la felicidad para todas las personas.
Una noche, en Moscú, en el piso de un amigo, Lenin, escuchando una sonata de Beethoven, me dijo: «No conozco nada que iguale a la Appassionata. Podría oírla todos los días. Una música maravillosa, sobrenatural. Cuando la oigo, siempre pienso, quizá con orgullo ingenuo e infantil: ¡Qué maravillas es capaz de hacer el ser humano!».
Y sonriendo, con los ojos entornados, añadió alegremente:
Pero no puedo escuchar música demasiado a menudo; me pone de los nervios, me despierta el deseo de decir tonterías encantadoras y acariciar la cabeza de la gente que, a pesar de vivir en un sucio infierno, es capaz de crear tanta belleza. Y hoy en día uno no puede permitirse el lujo de acariciar a la gente en la cabeza; te arrancarían la mano de un mordisco. Hay que golpearles en la cabeza, golpearles sin piedad, aunque, idealmente, estamos en contra de toda violencia sobre los hombres. Hm… Hm… El trabajo no es fácil.
La tarea de los líderes honestos de los hombres es inhumanamente dura. ¿Cómo es posible encontrar un líder que no sea un tirano en cierto grado? Pero hay que tener en cuenta que la resistencia a la revolución lograda por Lenin se organizó muy ampliamente, muy poderosamente. ¿Y no está fuera de lugar y es repulsivamente hipócrita por parte de los «moralistas» hablar de la «sed de sangre» de la revolución rusa después de cuatro años de una vergonzosa matanza en toda Europa, durante la cual no solo no tuvieron compasión por las millones de personas exterminadas, sino que intentaron por todos los medios mantener esta guerra degradante hasta la «victoria final»?
Como resultado, la cultura está en peligro, las naciones cultas están agotadas y se están volviendo primitivas, y la victoria sigue estando del lado de la estupidez universal; sus fuertes sogas están estrangulando a la gente hasta el día de hoy.
Hombre de voluntad extraordinariamente fuerte, Lenin era en todos los demás aspectos un miembro típico de la intelligentsia rusa. Poseía en el más alto grado la cualidad característica de la intelectualidad rusa: una autocontención que a menudo llegaba al autocastigo, la automutilación, la negación del arte, la lógica de uno de los héroes de Leonid Andréiev: «La gente vive sórdidamente, por lo tanto yo también debo vivir así».
En el duro año 1919, en los peores días del hambre, Lenin se avergonzaba de comer las cosas buenas que le enviaban los campesinos y soldados de las provincias. Cuando le llevaban paquetes a sus confortables habitaciones, fruncía el ceño, se confundía y se apresuraba a distribuir la harina, el azúcar y la mantequilla entre los enfermos o los camaradas desnutridos. Un día, invitándome a cenar con él, me dijo: «Te daré un poco de pescado ahumado que conseguí en Astracán».
Y frunciendo su frente de Sócrates, y entrecerrando los ojos que todo lo ven, añadió:
Todos me envían cosas como si yo fuera un terrateniente. ¿Cómo impedir que lo hagan? No puedo negarme a aceptar; les ofendería. ¡Y aquí hay gente sufriendo de hambre por todas partes!… Es todo muy tonto y desagradable.
Sin pretensiones, carente de todo gusto por el vino y el tabaco, ocupado de la mañana a la noche en la compleja y dura tarea que se había asignado, no pensaba en su persona, aunque vigilaba la vida de todos sus camaradas con ojo avizor. Su atención hacia ellos se elevaba a un grado de ternura solo accesible a una mujer; cada minuto libre lo dedicaba a los demás, sin dejar ni un momento de descanso para sí mismo.
Está sentado a su mesa en el cuarto de trabajo, escribiendo muy deprisa, y me habla sin levantar la pluma del papel.
Buenos días, ¿cómo estás?… Espera un momento, estoy terminando esto… Es para un camarada en las provincias. No está de muy buen humor, probablemente esté un poco cansado. Hay que echarle una mano. El estado de ánimo no es poca cosa.
Veo un volumen de Guerra y Paz sobre la mesa.
Sí, Tolstoi. Quería volver a leer la escena de la cacería, pero recordé que tenía que escribir a este hombre. No tengo tiempo para leer. Hasta esta tarde no he podido leer tu libro sobre Tolstoi.
Lenin y Tolstoi
Sonriendo, con los ojos entornados, se estiró placenteramente en su sillón y, bajando la voz, continuó:
Vaya roca, ¿eh? ¡Qué figura tan colosal! ¡He ahí un artista para ti! ¿Y sabes qué más hay de maravilloso en él? Es su voz de campesino, su mentalidad de campesino; el verdadero campesino se oculta en él. Hasta este conde, no teníamos un verdadero campesino en nuestra literatura. Ni uno.
Luego, mirándome con sus ojillos asiáticos, preguntó:
¿A quién se le puede igualar en Europa?
Y respondiéndose a sí mismo, dijo: «¡A nadie!».
Se frotó las manos y se rio, parecía muy complacido y parpadeaba como un gato que toma el sol.
A menudo notaba en él orgullo por Rusia, por los rusos, por el arte ruso. A veces este rasgo me parecía incompatible con Lenin, casi ingenuo, pero con el tiempo aprendí a oír en él el eco tímido de un profundo y alegre amor por su pueblo.
Una vez, en Capri, observando el cuidado con que los pescadores desenredaban las redes, desgarradas por el tiburón, comentó: «¡Nuestros hombres en Rusia trabajan con más espíritu!».
Y cuando expresé alguna duda al respecto dijo, no sin irritación: «Hm, hm… lo olvidarás todo sobre Rusia, viviendo en este lugar remoto».
Desnitzky6 me contó que un día viajaba con Lenin por Suecia y que estaban examinando una monografía sobre Durero7 en el tren. Unos alemanes se sentaron en el mismo compartimento y quisieron saber de qué trataba el libro. Al parecer, nunca antes habían oído hablar de su gran artista. Esto hizo que Lenin se exaltara, y dos veces le repitió a Desnitzky: «¡Ellos no saben nada de sus famosos, y nosotros sí!».
La vida se combina con una astucia tan diabólica que es imposible amar sinceramente si uno no sabe odiar. Esta inevitable bifurcación del alma que desfigura al hombre de raíz, esta necesidad de que el amor pase por el odio, esto de por sí hace inminente la ruptura de nuestro sistema actual.
En Rusia, un país donde se predica la necesidad del sufrimiento como un «método universal» para la salvación del alma, nunca he conocido, y no conozco, al hombre que haya podido resentir y odiar todo sufrimiento, toda miseria tan profunda y fuertemente como lo hizo Lenin.
En mi opinión, ese sentimiento, ese odio a todo lo que constituye el drama y la tragedia de la vida, elevó a Nicolái Lenin, el hombre de hierro, a un pedestal particularmente alto en un país en el que los libros más hermosos se han escrito en honor y para la gloria del sufrimiento.
La literatura rusa es la más pesimista de Europa; todos nuestros libros están escritos sobre el mismo tema: cómo en nuestra juventud, así como en nuestra madurez, sufrimos la falta de sabiduría por el yugo de la autocracia, de las mujeres, del amor al prójimo, de la desafortunada organización del mundo; y cómo en nuestra vejez nos atormenta la conciencia de los errores cometidos, la mala digestión, la ausencia de dientes y la inevitabilidad de la muerte.
Todo ruso que había cumplido su condena en la cárcel o en el exilio por delitos políticos solía considerar que era su deber ofrecer en Rusia un libro, dejando constancia de todas sus miserias. A nadie, hasta el día de hoy, se le ha ocurrido escribir un libro sobre las felices alegrías de la vida, aunque una obra así, en un país donde la gente vive del conocimiento de los libros, no solo tendría un éxito tremendo, sino que encontraría inmediatamente numerosos seguidores.
Tal vez Lenin vio la tragedia de la existencia desde una perspectiva simplificada y consideró que podría evitarse fácilmente, tan fácilmente como pueden evitarse la inmundicia y la dejadez exterior de la vida rusa.
Pero, ¡no importa! Lo que yo apreciaba tanto en él era su sentimiento de odio inagotable e irreconciliable hacia toda infelicidad y su fe incandescente en que esta infelicidad no era un elemento necesario en la vida, sino basura que debía ser barrida de ella. Me gustaría llamar a este rasgo básico de su carácter un optimismo beligerante y repetir que no era un rasgo ruso. Esto fue lo que más atrajo mi alma a este Hombre, un hombre con una H mayúscula.
En 1907, en Londres, Lenin me dijo:
Tal vez nosotros, los bolcheviques, sigamos siendo incomprendidos incluso entre las masas, es muy probable que seamos exterminados al comienzo mismo de nuestra labor. ¡Pero eso no tiene importancia! El mundo burgués ha llegado a un estado de putrefacción que amenaza con envenenarlo todo. ¡Eso es importante!
Unos años más tarde, en París (al comienzo de la guerra de los Balcanes, si no me equivoco), me recordó:
¡Ves que tenía razón! ¡Comienza la disociación! La amenaza de envenenarse con el pus de un cadáver debería ser ahora clara para todos los que miran los acontecimientos de frente.
Empujando sus dedos con un gesto característico detrás de su chaleco, bajo las mangas, y caminando lentamente arriba y abajo de su estrecha habitación, continuó:
Este es el principio de la catástrofe. Aún viviremos para ver una guerra europea. Una matanza salvaje. Es inevitable. El proletariado, creo, no encontrará la fuerza para impedir que estalle esta lucha. Sufrirá sin duda más que las otras clases, ese es su destino. Pero los criminales se hundirán en la sangre que entonces se derramará. Los enemigos del pueblo quedarán exhaustos. Eso también es inevitable.
Apretando los dientes, miró por la ventana, a lo lejos.
No, ¡tú solo piensas! ¿Qué hace que los saciados envíen a los hambrientos a una matanza mutua? ¿Puede uno reconciliarse con esto? ¿Puedes señalarme un crimen menos excusable, más tonto? Los obreros tendrán que pagar terriblemente por ello, pero finalmente serán ellos quienes ganen. Tal es la voluntad de la historia.
El timonel
Durante los años 1917 – 1921 mis relaciones con Lenin estaban lejos de ser lo que me hubiera gustado que fueran, pero no podían haber sido de otra manera. Él era un político. Poseía a la perfección esa inflexibilidad de punto de vista, artificial pero sutilmente obtenida, que es necesaria para el timonel de un barco tan enorme y pesado como es la Rusia de plomo de los campesinos.
Tengo un disgusto orgánico por la política, y soy un marxista muy dudoso, pues tengo poca fe en la sabiduría de las masas en general y de las masas campesinas en particular. Cuando Lenin, volviendo a Rusia en 1917, publicó sus «tesis»
8, estas mostraban, en mi opinión, que estaba dispuesto a arrojar a todos los obreros cultos y a toda la intelligentsia sinceramente revolucionaria, insignificante en número, pero heroica en calidad, como sacrificio al campesinado ruso. La única fuerza activa de Rusia iba a ser engullida en el pantano de la aldea, como un puñado de sal, sin alterar nada en el espíritu, la vida o la historia del pueblo ruso.
La intelectualidad científica, técnica, cualificada y especializada, que es, desde mi punto de vista, revolucionaria en esencia, junto con la intelectualidad obrera socialista, es para mí el poder más precioso de Rusia. No existía ningún otro poder capaz de tomar la delantera y organizar al campesinado en Rusia en 1917. Pero esas fuerzas, insignificantes en cantidad y desmembradas por ideas contradictorias, solo podrían haber cumplido su tarea a condición de que existiera una firme unión interna.
Tenían una gran hazaña por realizar: superar la anarquía de los campesinos, cultivar su voluntad, enseñarles a trabajar con sabiduría, transformar sus organizaciones y así hacer avanzar a todo el país. Esto es posible solo cuando los instintos de la aldea ceden a la razón organizada de la ciudad.
Hablando más claramente, diré que el obstáculo básico para que Rusia se europeíce culturalmente es el aplastante predominio del campesinado analfabeto sobre los habitantes urbanos; el individualismo zoológico de los campesinos, la ausencia casi total de emociones sociales entre ellos. La dictadura de los trabajadores políticamente educados, en unión con la intelligentsia, era, a mi juicio, la única salida posible de la complicada situación. No estoy de acuerdo con los comunistas en su baja estimación del papel desempeñado por esa intelligentsia en la revolución rusa. Fue preparada por esa intelligentsia, incluidos todos los «bolcheviques» que habían educado a cientos de obreros en el espíritu del heroísmo social y la alta intelectualidad. La intelectualidad rusa –tanto científica como obrera– fue, es y seguirá siendo en el futuro el caballo de tiro enganchado al pesado carro de la historia de Rusia. A pesar de todas las conmociones y emociones por las que han pasado, la sabiduría de las masas sigue siendo una fuerza que exige dirección desde el exterior.
Hasta 1918, hasta que el vil intento de asesinar a Lenin tuvo lugar, no me reuní con él en Rusia, y ni siquiera lo vi casualmente de lejos. Fui a verlo cuando todavía usaba el brazo con dificultad y apenas podía mover el cuello herido. En respuesta a mis expresiones de indignación, contestó de mala gana, de la manera con que se habla de los asuntos aburridos y tediosos:
Es una lucha. No se puede evitar. Cada uno actúa como mejor le parece.
Nos conocimos amistosamente, pero, por supuesto, los penetrantes y observadores ojos del querido Ilich me miraron con evidente compasión, como uno mira a una «alma errante». A ese tipo de mirada estoy acostumbrado. Durante treinta años la gente me ha mirado así. Espero con confianza que la misma mirada me seguirá hasta la tumba.
Unos momentos después Lenin dijo con gran entusiasmo:
Quien no está con nosotros está contra nosotros. Es una fantasía insensata imaginar que existen personas independientes de la historia. Incluso si uno admitiera que hubo tales personas en el pasado, ya no existen. Todo el mundo está implicado en el torbellino de la realidad, enredado como nunca antes.
«Dices que simplifico demasiado la vida», me preguntó, «que esta simplificación amenaza con arruinar la cultura, ¿no?».
Y entonces llegó el irónico, el característico: «Hm, hm…». La mirada penetrante se hizo más aguda y, bajando la voz, Lenin prosiguió:
Bueno, ¿y qué ocurre con los millones de campesinos armados con fusiles? ¿No son una amenaza para la cultura, en tu opinión? ¿Crees que la Asamblea Constituyente habría sabido hacer frente a su anarquismo? Tú, que haces tanto escándalo –y con razón– sobre el anarquismo campesino, deberías saber mejor que nadie qué trabajo estamos realizando. Las masas rusas deben enfrentarse a algo muy simple, muy accesible a su razón. ¡Los Sóviets y el Comunismo son simples!
El enemigo del caos
Pero no es tanto mi objetivo hablar de Nicolái Lenin, el político, sino de Lenin, el hombre, que fue muy querido y muy cercano a mí.
El entusiasmo audaz era una característica de su naturaleza, pero no era la audacia codiciosa y arriesgada de un jugador de apuestas; era una excepcional energía de espíritu, característica de un hombre con una fe inquebrantable en su vocación, un hombre profunda y multifacéticamente consciente de su vínculo con el mundo, y consciente hasta el final de que su parte en el caos del mundo era ser el enemigo del caos.
Podía jugar al ajedrez, examinar una «Historia de los trajes», dirigir una discusión con varios camaradas, pescar, dar largos paseos por los senderos pedregosos de Capri, calentado por un sol sureño, admirar las flores doradas de los tojos y los hijos morenos de los pescadores, todo con la misma vivacidad. Y en las largas veladas, escuchando relatos sobre Rusia, sobre sus pueblos, solía suspirar con envidia:
¡Qué poco sé de Rusia! Simbirsk, Kazán, Petersburgo, el exilio, ¡eso es todo!
Le encantaban los chistes, y solía reírse, temblando con todo el cuerpo, «nadando» en carcajadas, a menudo hasta que se le saltaban las lágrimas. Su corta y característica exclamación: «Hm, hm…» adquiría toda una escala de diferentes matices de expresión en sus labios, desde una ironía punzante hasta una cautelosa dubitación; y a menudo un agudo sentido del humor sonaba en ese «Hm, hm…», un humor accesible solo a un hombre vigilante, bien consciente de todos los absurdos satánicos de la vida.
Impasible y cuadrado, con el cráneo de un Sócrates y los ojos que todo lo ven del sabio grande y astuto, a menudo permanecía de pie en una postura extraña y un tanto cómica, con la cabeza echada hacia atrás, ligeramente inclinada sobre el hombro, los dedos escondidos bajo los brazos detrás del chaleco. Había algo maravillosamente encantador y divertido en aquella postura, algo así como una seguridad triunfante, por decirlo de algún modo; en tales momentos solía chispear de alegría, este gran hijo de un mundo maldecido, este hombre espléndido que tenía que sacrificarse al odio y la hostilidad en aras de la causa del amor y la belleza.
Enemigo de las mentiras y la miseria
Sus movimientos eran ligeros y ágiles. Sus raros y enérgicos gestos estaban en armonía con su manera de hablar, de pocas palabras, pero abundante en pensamiento. Y sus ojos penetrantes –los ojos de un incansable enemigo de la mentira y la miseria– brillaban y centelleaban en su rostro mongol; centelleaban entrecerrados, parpadeando, sonriendo irónicamente, centelleando de ira. La luz de aquellos ojos hacía su discurso más mordaz, más extraordinariamente claro. A veces parecía que la energía indomable de su espíritu lanzaba chispas de sus ojos y que las palabras, saturadas de ella, brillaban en el aire. Su discurso despertaba siempre en mí una sensación física de estar escuchando verdades irresistibles, y aunque estas verdades me resultaban a menudo inaceptables, no podía dudar de su poder.
Era curioso ver a Lenin en el parque de la villa Gorki. Tenía los ojos vigilantes de un timonel, dirigiendo con astucia y acierto las discusiones de sus camaradas; o bien, de pie sobre una elevación, con la cabeza echada hacia atrás, lanzaba palabras claras y definidas a la multitud silenciosa, a los rostros hambrientos de la gente que clamaba por la verdad.
El maligno deseo de desfigurar las cosas de belleza excepcional, que se advierte con tanta frecuencia, tiene la misma fuente que la mezquina aspiración, a toda costa, de calumniar a cualquier personalidad excepcional. Tales personalidades impiden a la gente llevar la vida que quiere llevar. La gente aspira –si es que aspira a algo– no a una alteración de sus hábitos sociales, sino a una expansión de los mismos. El gemido fundamental y la súplica de la mayoría es: «¡No vengan a interferir en nuestro modo de vida habitual!». Nicolái Lenin fue un hombre que logró impedir que la gente viviera de acuerdo con sus hábitos adquiridos con más brillantez que nadie antes.
No sé qué fue lo que más despertó: ¿amor u odio? El odio que provocó es cruda y repulsivamente obvio; sus manchas azules y pestilentes brillan intensamente por todas partes. Pero me temo que el amor por Lenin era, para muchos, simplemente la fe oscura de gente agotada y desesperada en un hacedor de milagros, un amor que espera un milagro, pero que no hace nada para infundir su poder en el cuerpo de una época casi adormecida por el sufrimiento que ha sido provocado por el espíritu de codicia de algunos y por la monstruosa estupidez de otros.
Revolución y crueldad
A menudo tuve ocasión de hablar con Lenin de la crueldad de las tácticas y métodos revolucionarios.
«¿Qué esperabas?», preguntaba asombrado e indignado. «¿Es posible la humanidad en una batalla tan inusitadamente feroz? ¿Dónde hay lugar para la blandura y la generosidad? Estamos bloqueados por Europa. Estamos privados del apoyo que esperábamos del proletariado europeo, la contrarrevolución se arrastra hacia nosotros como un oso. ¿Qué debemos hacer? ¿No tenemos derecho a luchar y ofrecer resistencia? ¡No somos tontos! Sabemos que lo que queremos nadie puede lograrlo excepto nosotros mismos. ¿Es posible que creas que si no estuviera convencido de esto me quedaría aquí?».
«¿En qué medida consideras necesarios o superfluos los golpes asestados en una lucha?», me preguntó una vez tras una acalorada discusión. A esta sencilla pregunta solo pude responder líricamente. Dudo que exista otra respuesta. A menudo me dirigía a él con varias peticiones, y sentía que mis intercesiones despertaban en Lenin compasión, casi desprecio, hacia mí.
Me preguntó: «¿No crees que te estás preocupando por meras nimiedades?».
Pero yo seguía con lo que consideraba necesario decir, y las miradas torcidas e irritables de un hombre que llevaba la cuenta de los enemigos del proletariado no me echaban para atrás. Él movía la cabeza con tristeza y decía:
«Te comprometes ante los ojos del obrero».
Pero traté de indicarle que los obreros en «estado de irascibilidad e irritación» tratan a menudo con demasiada «sencillez» y ligereza la cuestión de la libertad y la vida de muchas personas valiosas. Esto, en mi opinión, no solo comprometía la honesta y dura tarea de una revolución por una crueldad innecesaria y a menudo absurda, sino que también era objetivamente malsano para la causa, ya que repelía a muchos hombres fuertes a participar en ella.
«Hm, hm…», gruñó Lenin escépticamente, indicando los numerosos casos de traición a la causa obrera que se observaban entre la intelligentsia.
«Entre nosotros», prosiguió, «se hacen los traidores más bien por cobardía, por miedo a ser sorprendidos con las manos vacías, por terror a que la amada teoría sufra al ser confrontada con la práctica. Nosotros no tememos eso. La teoría, la hipótesis, no es algo “sagrado” para nosotros; no es más que una herramienta».
A pesar de todo esto, no recuerdo ni una sola ocasión en la que Ilich rechazara una petición mía. Si no se llevaban a cabo, la culpa no era suya, sino de las malditas «debilidades técnicas» en las que siempre ha abundado la tosca maquinaria del arte de gobernar ruso. También puede ser que el rencor de alguien, la falta de voluntad maliciosa de alguien a aliviar cargas para salvar vidas, interfiriera en mi éxito. La venganza y el rencor suelen actuar por inercia. Y además, siempre hay gente pequeña, mentalmente anormal, con un enfermizo deleite en el sufrimiento de sus semejantes.
Ayuda para los enemigos
A menudo me asombraba la disposición de Lenin a ayudar a personas a las que consideraba enemigas, y su preocupación por su futuro. Estaba el caso de un general, químico y científico, amenazado de muerte.
«Hm, hm…», dijo Lenin, escuchando atentamente mi historia. «¿Así que afirmas que no era consciente de que sus hijos ocultaban armas en su laboratorio? Eso tiene algo de romántico. Debo dárselo a X. para que lo desentrañe; tiene buen olfato para la verdad».
Unos días después me llamó desde Petrogrado: «Su general será liberado; creo que ya se ha hecho. ¿En qué quiere trabajar?».
«Homo-emulsión».
«Ah, sí, esa cosa carbólica. Bueno, que lo haga. Dime qué necesita para ello».
Y para ocultar su alegre confusión por haber salvado la vida de un hombre, Lenin la disimuló bajo la ironía. A los pocos días volvió a preguntar. «¿Y qué hay de su general? ¿Está bien?».
«Muy bien», me dijo en otra ocasión en que yo había intercedido en un caso de excepcional importancia. «Muy bien, te llevarás a esa gente bajo fianza. Pero, ¿cómo se puede planear su destino después, para que no ocurra nada parecido al caso Shingareff? ¿Dónde los pondremos? Eso es difícil de decidir».
Dos días después, en presencia de personas que no pertenecían a su partido, relativamente desconocidas, preguntó con aire preocupado:
«¿Has arreglado todo lo que querías sobre la fianza de esos cuatro? ¿Los trámites? Hm… Estamos absorbidos por esos trámites».
No logré salvar a esas personas, fueron asesinadas apresuradamente. Me contaron que aquel asesinato provocó un ataque de ira salvaje en Lenin.
En 1919 una hermosa mujer solía aparecer en las cocinas de Petrogrado y exigir severamente:
«¡Soy la princesa X., dadme un hueso para mis perros!».
Se decía que, incapaz de soportar el hambre y la miseria, había decidido ahogarse en el Neva, pero que sus cuatro perros, olfateando el malvado designio de su dueña, la siguieron y, con sus lamentos y agitación, la obligaron a abandonar la idea del suicidio.
Le conté esta historia a Lenin. Mirándome furtivamente, cerró los ojos a medias y, cerrándolos por fin del todo, dijo sombríamente:
«Si es una historia inventada, está bien inventada. ¡Una broma de la revolución!».
Luego permaneció en silencio. Finalmente se levantó y, mirando unos papeles esparcidos por la mesa, murmuró pensativo:
«Sí, esa gente» (se refería a los aristócratas) «lo ha pasado mal. La Historia es una madrastra cruel; no elude nada en la tarea de redención. Sí, no podemos negarlo, esa gente lo ha pasado diabólicamente mal. Los más listos comprenden, por supuesto, que han sido arrancados de raíz y que ya no crecerán en la tierra. En cuanto al trasplante a Europa, eso no satisfará a los listos; no se asimilarán allí. ¿Qué opinas?».
«No, no creo que lo hagan».
«Entonces eso significa que o bien se unirán a nosotros o volverán a trabajar para la intervención».
Le pregunté si era un capricho mío o si realmente se arrepentía de haber ejecutado a gente.
«Me arrepiento de los inteligentes. No tenemos muchos. Somos un pueblo con talento, pero nuestras mentes son perezosas. El hombre ruso inteligente suele ser judío, o de origen judío».
Y recordando a varios amigos que habían superado la zoo-psicología de clase y que trabajaban con los «bolcheviques», hablaba de ellos con notable afecto y ternura.
Sintiéndose muy enfermo y cansado, me escribió en 1921:
«He enviado tu carta a Kámenev9. Estoy tan cansado que no puedo trabajar. ¿Y tú tienes una hemorragia y no vas al extranjero? Eso es inaudito, vergonzoso, irrazonable. En un buen sanatorio de Europa te curarás y podrás hacer mucho más. Te aseguro que lo harás, mientras que aquí no podrás curarte ni hacer ningún trabajo… ¡Todo es un alboroto, nada más que un alboroto inútil! Vete y mejórate. ¡No seas testarudo, te lo ruego! Tu Lenin».
Durante más de un año había insistido con una obstinación maravillosa en que me fuera de Rusia, y a mí me asombraba cómo, estando completamente absorto en el trabajo, encontraba tiempo para recordar que alguien estaba enfermo y necesitaba un descanso. Pero probablemente había escrito docenas de cartas como esa.
Amor de camaradas
Ya he mencionado la excepcional preocupación de Lenin por sus camaradas, una preocupación que penetraba en todos los aspectos desagradables de sus vidas. En este sentimiento nunca encontré rastros de esa atención interesada que a veces es característica de un maestro inteligente en su relación con los trabajadores honestos y capaces. No. Era la atención sincera de un verdadero camarada, el amor de un igual hacia un igual. Sé que es imposible poner incluso a los miembros más eminentes de su partido en pie de igualdad con Nicolái Lenin, pero él mismo no se daba cuenta, o, más correctamente, no quería darse cuenta.
A veces era muy cortante en su trato con los hombres, se burlaba de ellos sin piedad, a veces los ridiculizaba mordazmente; todo eso es cierto. Pero cuántas veces, en su juicio sobre personas a las que ayer había criticado y «regañado», he oído claramente una nota de sincera admiración suscitada por su talento y su solidez moral, su trabajo duro y asiduo en medio de las terribles condiciones de 1918 – 1921, trabajo rodeado de espías de todos los países y del partido, entre conspiraciones que estallaban como abscesos pestilentes en el cuerpo del país, agotado por la guerra. Trabajaban infatigablemente, comían poco y mal, viviendo en perpetua ansiedad.
El propio Lenin no parecía sentir el peso de estas condiciones, estas ansiedades de una vida sacudida hasta sus cimientos más profundos por la tormenta sangrienta de una guerra civil. Solo una vez, en una conversación con Madame Andreevna10, según su declaración, se le escapó algo parecido a una queja.
«¿Qué hay que hacer?», le preguntó. «Tenemos que luchar. Es una necesidad absoluta. ¿Nos resulta difícil? Claro que sí. ¿Crees que a mí tampoco me cuesta? ¡Y cómo! ¡Pero mira lo que parece X.! ¡No hay nada que hacer! ¡Mejor pasarlo mal y salir victorioso al final!».
Yo mismo solo le oí una queja:
«¡Qué lástima que Martov
11no esté con nosotros; qué gran lástima! ¡Qué camarada tan maravilloso era, qué hombre tan auténtico!».
Recuerdo cómo se reía después de leer en alguna parte la afirmación de Martov: «En Rusia solo hay dos comunistas, Lenin y Kollontai»12. Y añadía, con un suspiro: «¡Qué mente, qué mente tan brillante!».
Con respeto y asombro observó, después de ver salir de su despacho a uno de los camaradas «industriales»: «¿Le conoces desde hace mucho? ¡Podría haber estado al frente de cualquier gabinete de Europa!».
Y frotándose las manos, con una carcajada, dijo: «Europa es más pobre en grandes hombres que nosotros».
Lenin y los generales
Un día le pedí que fuera al Departamento de Municiones para ver el invento de un bolchevique que había servido antes en la artillería y que ahora había descubierto un aparato para corregir el fuego contra los aviones.
«¿Qué sé yo de eso?», preguntó, pero fue igualmente.
En una habitación oscura, alrededor de una mesa en la que se encontraba la máquina, estaban reunidos siete sombríos generales, viejos científicos de pelo gris. Entre ellos, la modesta figura de Lenin, vestido con ropa sencilla, pasaba desapercibida. El inventor comenzó a explicar la construcción de la máquina. Lenin le escuchó durante dos o tres minutos, y luego dijo con aprobación:
«Hm… hm…» y comenzó a interrogar al inventor con tanta libertad como si le estuviera examinando en cuestiones de política. Preguntó por la dimensión del campo de visión y muchas otras cuestiones. El inventor y los generales le explicaron todo con entusiasmo. Al día siguiente, el inventor me dijo:
«Les dije a mis generales que vendrías con un amigo, pero no les dije quién era el amigo. No reconocieron a Ilich y, además, no podían imaginar que vendría sin alboroto ni ostentación. Entonces me preguntaron: “¿Quién es, un profesor?”. Les dije que era Lenin. Se quedaron asombrados. “¿Qué? ¡No puede ser! ¿Y cómo puede conocer todos nuestros misterios? Hacía preguntas como un hombre que está perfectamente familiarizado con cuestiones técnicas. Es un misterio”».
Creo que seguían convencidos de que no era Lenin quien había ido a verlos.
Mientras, Lenin, abandonando el lugar conmigo, se rio y dijo:
«Dices que nuestro viejo amigo tiene otro invento. ¿De qué se trata? Debemos hacer que no se le moleste con nada más. ¡Oh, si tuviéramos los medios para rodear a esos técnicos de las condiciones ideales necesarias para su trabajo! En 20 años Rusia sería el primer país del mundo».
Sí, a menudo le oía elogiar a sus camaradas. Incluso de aquellos por los que, según los rumores, no sentía ninguna simpatía, Lenin hablaba con verdadera estimación de su energía. Le dije que muchos se asombrarían de sus elogios a un camarada.
«¡Sí, sí! Ya lo sé. La gente difunde mentiras sobre mis relaciones con él. Cómo mienten todos, especialmente sobre mí y Trotski…».
Golpeando la mesa con el puño, dijo:
«Pero que me muestren a otro hombre capaz de organizar un ejército casi perfecto en un año y de conquistar las simpatías de los especialistas militares. Y nosotros tenemos un hombre así. Tenemos todo lo que queremos. Y también tendremos milagros, ¡sí!».
Le gustaban los seres humanos, los amaba con abnegación. Su amor miraba a través de la distancia y de las nubes de odio.
Un gran ruso
Era un verdadero ruso. Era un ruso que había vivido mucho tiempo fuera de Rusia y la observaba desde lejos. Desde lejos parece más hermosa, más llena de color. Estimó correctamente su poder potencial, el talento excepcional de su pueblo, aún insuficientemente expresado, oscurecido por su dura y fatigosa historia, pero siempre mostrando su don sobre el oscuro fondo de la vida rusa. Como brillantes estrellas doradas.
Nicolái Lenin despertó a Rusia; no volverá a dormirse. Amaba al obrero ruso a su manera, que era una manera muy buena. Se podía ver cuando hablaba del proletariado europeo, cuando señalaba la ausencia entre ellos de las características que Kautsky había observado tan bien en su folleto sobre el obrero ruso.
Nicolái Lenin, el grande, el hombre genuino, ha muerto. Su muerte golpeó con dolor los corazones de quienes le conocieron. Pero la línea oscura de la muerte solo mostró más nítidamente su importancia a los ojos del mundo, su importancia como líder de los trabajadores. Y si la nube de odio que rodea su nombre, la nube de mentiras y calumnias, fuera aún más densa de lo que es, no importa, no hay fuerzas que puedan extinguir la antorcha levantada por Lenin en la oscuridad del mundo enloquecido. Y no ha habido hombre que merezca mejor ser recordado eternamente.
Nicolái Lenin ha muerto. Pero los herederos de su sabiduría y voluntad siguen vivos. Al final, la honestidad y la verdad creadas por el hombre vencen. Todo debe ceder ante esas cualidades que hacen al Hombre.
Nolito Ferreira
21 de enero de 2024
Fuente: https://paralavoz.com/nicolai-lenin-el-hombre-maksim-gorki/
- Gorki vivió exiliado en la isla de Capri (Italia) entre 1906 y 1913, donde lo fueron a visitar numerosos dirigentes revolucionarios rusos.
- (1873−1938), cantante de ópera ruso mundialmente conocido
- Un grito de caza ruso
- (1840−1913) fue dirigente y fundador del Partido Socialdemócrata de Alemania.
- Fue uno de los primeros marxistas rusos.
- Vasily Alekseevich Desnitzky (1878−1958) fue un dirigente bolchevique durante la revolución.
- Se refiere a Alberto Durero (1471−1528), uno de los más conocidos artistas del renacimiento alemán.
- Se refiere a las Tesis de abril que redactó Lenin en su camino de regreso a Rusia tras el exilio, pocos meses antes de la Revolución de Octubre.
- Lev Kámenev (1883−1936) fue un destacado dirigente bolchevique.
- Se refiere a María Fiódorovna Andréieva (1868−1953), militante comunista que dedicó grandes esfuerzos a la difusión del teatro. Fue también la mujer de Gorki.
- Yuli Mártov (1873−1923) dirigió junto a Lenin la revista Iskra, pero tras la separación entre bolcheviques y mencheviques, tomó partido por estos últimos.
- Aleksandra Kollontai (1872−1952), destacada dirigente comunista y primera mujer ministra de la historia.
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