La reflexión sobre el valor normativo de ciertas culturas –decretado unilateralmente– merece retener la atención. Una de las paradojas rápidamente descubierta es el choc en recompensa de definiciones egocentristas, sociocentristas. Se ha afirmado en un comienzo la existencia de grupos humanos sin cultura; después, de culturas jerarquizadas; finalmente, la noción de relatividad cultural. De la negación global al reconocimiento singular y específico. Precisamente debemos trazar esta historia despedazada y sangrante al nivel de la antropología cultural.
Existen, podríamos decir, ciertas constelaciones de instituciones, vividas por hombres determinados, en el marco de zonas geográficas precisas que, en un momento dado, han sufrido el asalto, directo y brutal de esquemas culturales diferentes. El desarrollo técnico, generalmente alto, del grupo social así aparecido lo autoriza a instalar una dominación organizada. El empeño de la deculturación se encuentra con que es el negativo de un trabajo de servidumbre económica, hasta biológica, mas gigantesco.
La doctrina de la jerarquía cultural no es, pues, más que una modalidad de la jerarquización sistematizada, proseguida de manera implacable. La teoría moderna de la ausencia de integración cortical de los pueblos coloniales es su vertiente anatomo-fisiológica. La aparición del racismo no es fundamentalmente determinante. El racismo no es un todo sino el elemento más visible, más cotidiano –para decirlo de una vez, en ciertos momentos, más grosero de una estructura dada.
Estudiar los rendimientos del racismo y de la cultura es plantearse la cuestión de su acción recíproca. Si la cultura es el conjunto de comportamientos motores y mentales nacido del encuentro del hombre con la naturaleza y con su semejante, se debe decir que el racismo es verdaderamente un elemento cultural. Hay pues culturas con racismo y culturas sin racismo. Sin embargo, este elemento cultural preciso no está enquistado. El racismo no ha podido esclerosarse. Le ha sido preciso renovarse, matizarse, cambiar de fisonomía. Le ha sido preciso experimentar la suerte del conjunto cultural que lo informaba.
El racismo vulgar, primitivo, simplista, pretendía encontrar en lo biológico, ya que las «Escrituras» se habían revelado insuficientes, la base material de la doctrina. Seria fastidioso recordar los esfuerzos emprendidos entonces: forma comparada del cráneo, cantidad y configuración de los surcos del encéfalo, características de las capas celulares de la corteza, dimensiones de las vertebras, aspecto microscópico de la epidermis, etcétera.
El primitivismo intelectual y emocional aparecía como tina consecuencia banal, un reconocimiento de existencia. Tales afirmaciones, brutales y masivas, ceden lugar a una argumentación más elegante. Aquí y allá, sin embargo, salen a la luz algunos resurgimientos. Así, la «labilidad emocional del negro», «la integración subcortical del árabe», «la culpabilidad casi genérica del judío» son ideas que se encuentran en algunos escritores contemporáneos. La monografía de J. Caroches, por ejemplo, auspiciada por la OMS, se sitúa a partir de «argumentos científicos» de una lobotomía fisiológica del negro de África.
Estas posiciones sectarias tienden, en todo caso, a desaparecer. Este racismo que se quiere racional, individual, determinado, genotípico y fenotípico, se transforma en racismo cultural. El objeto del racismo deja de ser el hombre particular y sí una cierta manera de existir. En el extremo, se habla de mensaje, de estilo cultural. Los «valores occidentales» reasumen singularmente la ya célebre llamada a la lucha de la «cruz contra la media luna».
Cierto que la ecuación morfológica no ha desaparecido totalmente, pero los hechos de los últimos treinta años han sacudido las convicciones más encasquilladas, trastornado el tablero de juego, reestructurado un gran número de relaciones. El recuerdo del nazismo, la común miseria de hombres diferentes, la servidumbre común de grupos sociales importantes, la aparición de «colonias europeas», es decir, la institución de un régimen colonial en pleno territorio de Europa, la adquisición de conciencia de los trabajadores de los países colonizadores y racistas, la evolución de las técnicas, todo esto ha modificado profundamente el aspecto del problema.
Es necesario buscar, al nivel de la cultura, las consecuencias de ese racismo. Éste, lo hemos visto, no es más que un elemento de un conjunto más vasto: el de la opresión sistematizada de un pueblo ¿Cómo se comporta un pueblo que oprime? Aquí volvemos a encontrar algunas constantes.
Asistimos a la destrucción de los valores culturales, de las modalidades de existencia. La lengua, el vestido, las técnicas son desvalorizadas ¿Como llevan cuenta de esta constante? Los psicólogos que tienen tendencia a explicarlo todo por movimientos del alma, pretenden encontrar este comportamiento al nivel de los contactos entre particulares: crítica de un sombrero original, de una manera de hablar, de caminar… Parecidas tentativas ignoran voluntariamente el carácter incomparable de la situación colonial. En realidad, las naciones que emprenden una guerra colonial no se preocupan de confrontar culturas.
La guerra es un negocio comercial gigantesco y toda perspectiva debe ser relacionada a este criterio. La servidumbre, en el sentido más riguroso, de la población autóctona es su primera necesidad. Por esto se deben modificar sus sistemas de referencia. La expropiación, el despojo, la razzia, el asesinato como objetivo se duplican en un saqueo de los esquemas culturales o, por lo menos, son condicionadas a este saqueo.
El panorama cultural es desgajado, los valores burlados, borrados, vaciados. Las líneas de fuerza se desploman, no ordenan más. Frente a una nueva unión, impuesta, no propuesta sino afirmada, pesan con todo su peso los cánones y los sables. Sin embargo, el entronizamiento del régimen colonial no entraña la muerte de la cultura autóctona. Por el contrario, de la observación histórica resulta que el fin buscado es más una continua agonía que una desaparición total de la cultura preexistente. Esta cultura, otrora viva y abierta hacia el futuro, se cierra, congelada en el estatuto colonial, puesta en la picota de la opresión. A la vez presente y momificada, da testimonio contra sus miembros. Los define, en efecto, sin apelación.
La momificación cultural entraña una momificación del pensamiento individual. La apatía tan universalmente señalada de los pueblos coloniales no es más que la consecuencia lógica de esta operación. El cargo de inercia que se dirige constantemente al «indígena» es el colmo de la mala fe. Como si le fuera posible a un hombre evolucionar en otra forma que en el marco de una cultura que lo reconozca y que él decide asumir. Asistimos a la aparición de organismos arcaicos, inertes, que funcionan bajo la vigilancia del opresor y calcados caricaturescamente de instituciones otrora fecundas…
Estos organismos traducen aparentemente el respeto de la tradición, de las especificaciones culturales, de la personalidad del pueblo oprimido. Este pseudorespeto se identifica de hecho con el menosprecio más consecuente, con el sadismo más elaborado. La característica de una cultura es ser abierta, recorrida por líneas de fuerza espontáneas, generosas, fecundas. La instalación de «hombres seguros» encargados de ejecutar ciertas proezas es una mistificación que no engaña a nadie. Así, los definas de los cabilas nombrados por la autoridad francesa no son reconocidos por los autóctonos. Son duplicados por otro djemaa elegido democráticamente. Y naturalmente el segundo dicta, en gran parte, la conducta de los primeros.
La constante afirmación de «respetar la cultura de las poblaciones autóctonas» no significa, pues, considerar los valores aportados por la cultura, encarnados por los hombres. Bien pronto se advierte en este propósito una voluntad de objetivar, de encasillar, de aprisionar, de enquistar. Frases tales como «yo los conozco», «ellos son así», traducen esta objetivación máxima alcanzada. Así, también conozco los gestos, los pensamientos que definen a sus hombres.
El exotismo es una de las formas de esta simplificación. Por consiguiente, no puede existir ninguna confrontación cultural. Por una parte hay una cultura a la que se le reconocen cualidades de dinamismo, de expansión, de profundidad. Una cultura en movimiento, en perpetua renovación. Frente a ella se encuentran características, curiosidades, cosas, jamás una estructura.
Así, en una primera fase, el ocupante instala su dominio, afirma masivamente su superioridad. El grupo social, sujeto militar y económicamente, es deshumanizado según un método polidimensional. Explotación, torturas, razzias, racismo, liquidaciones colectivas, opresión racional, se relevan en diferentes niveles para hacer del autóctono, literalmente, un objeto entre las manos de la nación ocupante.
Este hombre objeto, sin medios de existencia, sin razón de ser, es quebrantado en lo más íntimo de su sustancia. El deseo de vivir, de continuar, se hace más y más indeciso, más y más fantasmal. En este estado de cosas aparece el famoso complejo de culpabilidad. Wright nos da una descripción muy detallada en sus primeras novelas.
Sin embargo, progresivamente, la evolución de las técnicas de producción, la industrialización, por otra parte limitada, de los países sojuzgados, la existencia más y más necesaria de colaboradores, imponen al ocupante una nueva actitud. La complejidad de los medios de producción, la evolución de las relaciones económicas que entrañan –de buen o mal grado– las ideologías, desequilibran el sistema.
El racismo vulgar en su forma biológica corresponde al periodo de explotación brutal de los brazos y las piernas del hombre. La perfección de los medios de producción provoca fatalmente el camuflaje de las técnicas de explotación del hombre y, por consiguiente, de las formas del racismo.
Desde luego, no es en la persistencia de una evolución de los espíritus donde el racismo pierde su virulencia. Ninguna revolución interior explica esta obligación del racismo de matizarse, de evolucionar.
En todas partes los hombres se liberan atropellando el letargo al que la opresión y el racismo los habían condenado. En pleno corazón de las «naciones civilizadoras» los trabajadores descubren, finalmente, que la explotacion del hombre, base de un sistema, presenta diversos aspectos. En este estadio el racismo no osa salir sin afeites. Se impugna. El racista, en un número más y más grande de circunstancias, se oculta. Él, que pretendía «sentirlas», «adivinarlas», se encuentra enfrentado, observado, juzgado. El proyecto del racista es entonces un proyecto frecuentado por la mala conciencia. La salvación no le puede venir más que de una unión pasional como la que se encuentra en ciertas psicosis. Y el haber precisado la semiología de estos delirios pasionales no es uno de los menores meritos del profesor Baruk.
El racismo nunca es un elemento agregado, descubierto al azar de una investigación en el seno de los elementos culturales de un grupo. La constelación social, el conjunto cultural son profundamente transformados por la existencia del racismo. Se dice comúnmente que el racismo es una llaga de la humanidad. Pero es necesario no satisfacerse con tal frase. Es necesario buscar incansablemente las repercusiones del racismo en todos los niveles de la sociabilidad. La importancia del problema racista en la literatura norteamericana contemporánea es significativa. El negro en el cine, el negro y el folklore, el judío y las historias para niños, el judío en la taberna, son temas inagotables.
El racismo, para retornar en los Estados Unidos, atormenta y vicia la cultura norteamericana. Y esta gangrena dialéctica es exacerbada por la toma de conciencia y la voluntad de lucha de millones de negros y de judíos amenazados por el racismo. Esta fase pasional, irracional, sin justificación, presenta para su examen un aspecto espantoso. La circulación de grupos, la liberación, en ciertas partes del mundo, de hombres anteriormente inferiorizados, vuelven más y más precario el equilibrio. En forma bastante inesperada, el grupo racista denuncia la aparición de un racismo entre los hombres oprimidos. El «primitivismo intelectual» del periodo de explotación deja lugar al «fanatismo medieval, verdaderamente prehistórico» del periodo de liberación.
En un momento determinado se pudo creer en la desaparición del racismo. Esta impresión eufórica, irreal, era simplemente consecuencia de la evolución de las formas de explotación. Los psicólogos hablan entonces de un prejuicio vuelto inconsciente. La verdad es que el rigor del sistema vuelve superflua la afirmación cotidiana de una superioridad.
La necesidad de hacer un llamado a grados diversos de adhesión, a la colaboración del autóctono, cambia las relaciones en un sentido menos brutal, más matizado, mas «cultivado». Por otra parte, no es raro ver aparecer en ese estadio una ideología «democrática y humana». La empresa comercial de servidumbre, de destrucción cultural cede el paso, progresivamente, a una mistificación verbal.
El interés de esta evolución está en que el racismo es tomado como tema de meditación, a veces aun como técnica publicitaria. Así es como el blues «lamento de esclavos negros» es presentado a la admiración de los opresores. Es un poco de opresión estilizada que retorna al explotador y al racista. Sin opresión y sin racismo no hay blues. El fin del racismo tocará a muertos la gran música negra.
Como diría el demasiado celebre Toynbee, el blues es una respuesta del esclavo al reto de la opresión. En la actualidad, todavía, para muchos hombres, aun para los de color, la música de Armstrong no tiene verdadero sentido más que en esta perspectiva. El racismo infla y desfigura el aspecto de la cultura que lo practica. La literatura, las artes plásticas, las canciones para modistillas, los proverbios, las costumbres, las pautas, va sea que se propongan seguir el proceso o vulgarizarlo, restituyen el racismo. Es decir, un grupo social, un pais, una civilización, no pueden ser racistas inconscientemente.
Lo afirmamos una vez más, el racismo no es un descubrimiento accidental. No es un elemento oculto, disimulado. No exige esfuerzos sobrehumanos para evidenciarlo. El racismo salta a la vista porque está, precisamente, en un conjunto característico: el de la explotación desvergonzada de un grupo de hombres por otro que ha llegado a un estadio de desarrollo técnico superior. Debido a esto la opresión militar y económica precede la mayor parte del tiempo, hace posible, legitima, al racismo.
Debe ser abandonado el hábito de considerar al racismo como una disposición del espíritu, como una tara psicológica. Pero el hombre arrinconado por este racismo, el grupo social sometido, explotado, desustancializado, ¿cómo se comportan?, ¿cuáles son sus mecanismos de defensa?, ¿qué actitudes descubrimos aquí?
En una primera fase se ha visto al ocupante legitimar su dominación con argumentos científicos y a la «raza inferior»» negarse como raza. Ya que ninguna otra solución le es permitida, el grupo social racializado ensaya imitar al opresor y a través de ello des-racializarse. La «raza inferior» se niega como raza diferente. Comparte con la «raza superior» las convicciones, doctrinas y otros considerandos que le conciernen.
Al asistir a la liquidación de sus sistemas de referencia en el derrumbe de sus esquemas culturales, no le queda al autóctono más que reconocer con el ocupante que «Dios no está de su lado». El opresor, por el carácter global y tremendo de su autoridad, llega a imponer al autóctono nuevas maneras de ver, singularmente un juicio peyorativo en cuanto a sus formas originales de existir.
Este acontecimiento llamado comúnmente enajenación es desde luego muy importante. Se le encuentra en los textos oficiales bajo el nombre de asimilación. Pero nunca se logra totalmente esta enajenación. Sea porque el opresor cuantitativa y cualitativamente limita la evolución, ciertos fenómenos imprevistos, heteróclitos, hacen su aparición.
El grupo inferiorizado había admitido, siendo implacable la fuerza del razonamiento, que su desventura procedía directamente de esas características raciales y culturales. Culpabilidad e inferioridad son las consecuencias habituales de esta dialéctica. Un fenómeno poco estudiado aparece alguna vez en este estadio. Intelectuales, investigadores, del grupo dominante, estudian «científicamente» la sociedad dominada, su estética, su universo ético. En las universidades, los raros intelectuales colonizados ven revelado su sistema cultural.
Llega un momento en que hasta los sabios de los países colonizadores se entusiasman por este o por aquel rasgo especifico. Los conceptos de pureza, ingenuidad, inocencia, aparecen. Aquí debe redoblarse la vigilancia del intelectual indígena. El oprimido intenta, entonces, escapar, por una parte, proclamando su adhesión total e incondicional a los nuevos modelos culturales, por otra parte, pronunciando una condenación irreversible de su estilo cultural propio.
Sin embargo, la necesidad del opresor, en un momento dado, de disimular las formas de explotación, no entraña su desaparición. Las relaciones económicas más elaboradas, menos groseras, exigen un revestimiento cotidiano, pero la enajenación a este nivel sigue siendo espantosa.
Habiendo juzgado, condenado, abandonado sus formas culturales, su lengua, su alimentación, sus costumbres sexuales, su manera de sentarse, de descansar, de reír, de divertirse, el oprimido, con la energía y la tenacidad del náufrago, se arroja sobre la cultura impuesta. Al desarrollar sus conocimientos técnicos con el contacto con máquinas más y más perfeccionadas, al entrar en el circuito dinámico de la producción industrial, al encontrar hombres de regiones alejadas en el marco de la concentración de capitales y de lugares de trabajo, al descubrir la cadena, el equipo, el «tiempo» de producción, es decir, el rendimiento por hora, el oprimido da valor de escándalo a la actitud para con el del racismo y del menosprecio.
A este nivel se convierte el racismo en una historia de personas. «Hay algunos racistas incorregibles pero reconoced que en conjunto la gente los ama…» Con el tiempo, todo esto desaparecerá. Este país es el menos racista. Existe en la ONU una comisión encargada de luchar contra el racismo. Películas cinematográficas sobre el racismo, poemas sobre el racismo, mensajes sobre el racismo… Las condenaciones espectaculares e inútiles del racismo. La realidad es que un país colonial es un país racista.
Si en Inglaterra, en Bélgica o en Francia, a despecho de los principios democráticos afirmados por estas naciones, hay aun racistas, son estos racistas los que, contra el conjunto del país, tienen razón. Lógicamente no es posible someter a la servidumbre a los hombres sin interiorizarlos parte por parte. Y el racismo no es más que la explicación emocional, afectiva, algunas veces intelectual, de esta interiorización.
El racista, pues, es normal en una cultura con racismo. La adecuación de las relaciones económicas y de la ideología que comportan es perfecta. Es verdad que la idea que nos formamos del hombre nunca depende totalmente de las relaciones económicas, es decir, no olvidemos que las relaciones existen histórica y geográficamente entre los hombres y los grupos. Cada vez más miembros pertenecientes a sociedades racistas toman posición. Ponen su vida al servicio de un mundo en el cual el racismo sería imposible. Pero este retroceso, esta abstracción, este compromiso solemne no están al alcance de todos.
No se puede exigir sin menoscabo que un hombre esté contra los «prejuicios de su grupo». Así pues, digámoslo nuevamente, todo grupo colonialista es racista. A la vez aculturado y deculturado, el oprimido sigue obstinándose contra el racismo. Encuentra ilógica esta secuela e inexplicable cuanto le ha ocurrido, sin motivo, inexacto. Sus conocimientos, la apropiación de técnicas precisas y complicadas –algunas veces su superioridad intelectual consiguió la atención de un gran número de racistas– lo llevaron a calificar el mundo racista de pasional. Se percibe que la atmósfera racista impregna todos los elementos de la vida social. El sentimiento de una injusticia agobiante es entonces muy vivo. Olvidando el racismo-consecuencia se encarniza con el racismo-causa. Se emprenden campañas de desintoxicación. Se hace un llamado al sentido de lo humano, al amor, al respeto de los valores supremos…
De hecho, el racismo obedece a una lógica sin falle. Un país que vive saca su sustancia de la explotación de pueblos diferentes, inferioriza a esos pueblos. El racismo aplicado a estos pueblos es normal. El racismo no es, pues, una constante del espíritu humano. Es, nosotros lo hemos visto, una disposición inscrita en un sistema determinado. Y el racismo judío no es diferente del racismo negro. Una sociedad es racista, o no lo es. No existen grados de racismo. No es necesario decir que tal pais es racista pero que en él no se realizan linchamientos ni existen campos de exterminio. La verdad es que todo esto y algo más existen en el horizonte. Estas virtualidades, estas fuerzas latentes circulan dinámicas, valuadas en la vida de las relaciones psicoafectivas, económicas…
Al descubrir la inutilidad de su enajenación, la profundización de su despojo, el inferiorizado, después de esta fase de aculturación, de extrañamiento, encuentra sus posiciones originales. El inferiorizado se ata con pasión a esta cultura abandonada, separada, rechazada, menospreciada. Existe una muy clara promesa ilusoria que aparenta psicológicamente el deseo de hacerse perdonar.
Pero detrás de este análisis simplificarte hay en el inferiorizado la intuición de una verdad espontáneamente aparecida. Esta historia psicológica desemboca en la historia y en la verdad. Al encontrar un estilo antes desvalorizado, el inferiorizado asiste a una cultura de la cultura. Tal caricatura de la existencia cultural significaría, si fuera necesario, que la cultura se viva, pero que no se fraccione. No se puede estudiar una parte y pretender que se conoce el todo.
Mientras tanto, el oprimido se extasía con cada redescubrimiento. El maravillarse es permanente. Antaño emigrado de su cultura, el autóctono la explora hoy con arrebato. Se trata, pues, de esponsales continuos. El antiguo inferiorizado está en estado de gracia. Pero no se sufre impunemente una dominación. La cultura del pueblo sometido esta esclerosada, agonizante. No le circula ninguna vida. Más precisamente, la única vida existente esta disimulada. La población que normalmente asume aquí y allá algunos trozos de vida, que mantienen significativas dinámicas en las instituciones, es una población anónima. En el régimen colonial son los tradicionalistas.
El antiguo emigrado, por la súbita ambigüedad de su comportamiento, introduce el escándalo. Al anonimato del tradicionalista opone un exhibicionismo vehemente y agresivo. Estado de gracia y agresividad son dos constantes que volvemos a encontrar en este estadio. La agresividad era el mecanismo pasional que permitía escapar a la mordedura de la paradoja. Puesto que el antiguo emigrado posee técnicas precisas y su nivel de acción se sitúa en el marco de relaciones ya complejas, estos encuentros revisten un aspecto irracional. Existe un foso, una separación entre el desarrollo intelectual, la apropiacion técnica, las modalidades de pensamiento y de lógica, altamente diferenciados, y una base emocional «simple, pura», etcétera.
Reencontrando la tradición, la que vive como mecanismo de defensa, como símbolo de pureza, como salvación, el deculturado deja la impresión de que la mediación se venga sustancializándose. Este reflujo de posiciones arcaicas sin relación con el desarrollo técnico es paradójico. Las instituciones valorizadas de este modo no corresponden a los métodos elaborados de acción ya adquiridos.
La cultura encasquillada, vegetativa, a partir de la dominación extranjera, es revalorizada. No es nuevamente pensada, tomada otra vez, hecha dinámica en su interior. Es gritada. Y esta revalorización súbita, no estructurada, verbal, recobra actitudes paradójicas. En ese momento se hace mención del carácter incorregible del inferiorizado. Los médicos árabes duermen en tierra, escupen sin importarles donde… Los intelectuales negros consultan al brujo antes de tomar cualquier decisión, etcétera.
Los intelectuales «colaboradores» tratan de justificar su nueva actitud. Las costumbres, tradiciones, creencias, antaño negadas y pasadas en silencio, ahora son violentamente valorizadas y afirmadas.
La tradición ya no es ironizada por el grupo. El grupo no huye más. Se reencuentra el sentido del pasado, el culto de los antepasados. El pasado, de aquí en adelante una constelación de valores, se identifica con la verdad. Este redescubrimiento, esta valorización absoluta de un modo de ser casi irreal, objetivamente indefendible, reviste una importancia subjetiva incomparable. Al salir de aquellos esponsales apasionados, el autóctono habrá decidido, con «conocimiento de causa», luchar contra todas las formas de explotación y de enajenación del hombre.
Por el contrario, el ocupante durante esta época multiplica las llamadas a la asimilación y a la integración, a la comunidad. El encuentro cuerpo a cuerpo del indígena con su cultura es una operación demasiado solemne, demasiado abrupta, para tolerar cualquier falla. Ningún neologismo puede enmascarar la nueva evidencia: el sumergirse en la inmensidad del pasado es condición y fuente de la libertad.
El fin lógico de esta voluntad de lucha es la liberación total del territorio nacional. Con el propósito de realizar esta liberación, el inferiorizado pone en juego todos sus recursos, todas sus adquisiciones, las viejas y las nuevas, las suyas y las del ocupante. La lucha es total de golpe, absoluta. Pero, entonces, casi no se ve aparecer el racismo. En el momento de imponer su dominación, para justificar la esclavitud, el opresor había apelado a argumentaciones científicas. Aquí no hay nada semejante.
Un pueblo que emprende una lucha de liberación, rara vez legitima el racismo. Ni en el curso de periodos agudos de lucha armada de insurrección, se asiste a la toma en masa de justificaciones biológicas. La lucha del inferiorizado se sitúa en un nivel indudablemente más humano. Las perspectivas son radicalmente nuevas. Es, la oposición clásica, desde ese momento, de las luchas de conquista y de liberación.
En el curso de la lucha, la nación dominadora trata de renovar argumentos racistas, pero la elaboración del racismo se hace más y más ineficaz. Se habla de fanatismo, de actitudes primitivas ante la muerte, pero una vez más el mecanismo ya socavado no responde. Los antiguos inmóviles, las debilidades constitucionales, los miedosos, los inferiorizados de siempre se apuntalan y se levantan erizados. El ocupante no comprende.
El fin del racismo comienza con una repentina incomprensión. La cultura espasmódica y rígida del ocupante, liberada, se abre al fin a la cultura del pueblo vuelto realmente fraterno. Las dos culturas pueden confrontarse, enriquecerse. En conclusión, la universalidad reside en esta decisión de darse cuenta del relativismo recíproco de las culturas diferentes una vez que se ha excluido irreversiblemente el estatuto colonial.
Texto de la intervención de Frantz Fanon en el Primer Congreso de Escritores y Artistas Negros, desarrollado en París en septiembre de 1956. Inicialmente fue publicada en un número especial de la revista Presence Africaine (junio-noviembre de 1956). Tomada de Por la revolución africana. Escritos políticos, publicado en México por el Fondo de Cultura Económica (1965). La reproducción de la obra de Fanon se realiza con derecho otorgado por Éditions La Décoverte.
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