Sr. Bono, hacia la España profunda, por ejemplo, respecto a La Mancha que tanto le dolía a Don Quijote, albergo una profunda aprensión. Creo que esa España circula por unos angostos vericuetos intelectuales. El problema no es que carezca de pensamiento ‑oh, no- sino que ese pensamiento sea pedregoso y de cañada. En suma, trato de decir de la mejor forma posible, a fin de que no me envíen la Santa Hermandad, que España tiene un solo hemisferio cerebral y que, por tanto, está incapacitada para acomodar ideas diversas para elaborar con ellas síntesis enriquecedoras. Que esto resulte así no sé si es propio de la genética, eso que llaman ahora el ADN, o de los dirigentes que la han atraillado durante siglos para mantenerla en una simplicidad tan singular como peligrosa.
España muerde. Pensaba en ello, Sr. Bono, ante sus últimas declaraciones acerca de lo que hace el Gobierno del Sr. Zapatero para taponar las infinitas vías de agua que sigue produciendo con su impericia y que tienen en naufragio el herrumbroso Estado que pilota. En paralelo a esta sonrojante situación y en un programa que se denomina «La lupa» ‑título que habla ya claro de la aguda vista de quien lo dirige- usted ha dicho, si las reproducciones de que dispongo son exactas, que «es hora de que gane España, aunque perdamos las elecciones». Y ha añadido, muy puesto en castellano, que «así de claro».
V e? Ahí, en esa frase serrana, hay esa excesiva y siempre temible claridad española que hiere al ojo del buho ajeno. ¿Por qué dice usted «que es hora de que gane España»? ¿Qué estaba pasando a España para que ahora «gane» y produzca en usted esa exultación de triunfo en la barricada? ¿A quién tenía que ganar España o por quién era derrotada? ¿Por los socialistas en sus variados momentos o por los «populares» en los suyos? Yo estoy de acuerdo en lo que usted presupone: que a España siempre le pasa una derrota permanente. Y eso también es «pasar» si aceptamos el diagnóstico de don José Ortega y Gasset, que decía esta espléndida cosa: «Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa».
España ha estado siempre inmóvil desde que se fueron los árabes y se llevaron consigo el arte del discurso. Cuando llegó a Tarifa España no supo a qué había ido hasta allí, si no fuera a poner muy alto el pendón de la reina católica. Solamente quedaron activos los rebordes catalán y vasco, es decir, lo que no es español. Lo demás sigue constituido por aristócratas de Deuda pública, generales a caballo, jueces ensoberbecidos y ignaros, beneficiados banqueros de cosecha buena o de cosecha mala, guardia civil con la terratenencia en el tricornio y curas de misa anual por el difunto. La estampa quizá parezca de viejo calendario chocolatero, pero el resultado, rebozado de modernismo de catálogo, sigue siendo barroco. España es una tristeza cabreada.
Pero vayamos a lo suyo de hoy, ya que lo dicho ut supra le es aplicable dentro del cuadro coral de España, pero hay que concretar. Usted ha dicho que «a veces hay que jugarse la vida por España». Qué manía tienen ustedes, los dirigentes de la solana, de acosarnos a los pobres con la retórica bélica y soplar el tararí cada vez que se les acaba el vino. Usted sabe que no se juega gran cosa, ya que está excelentemente acomodado si atendemos a su declaración de bienes, que mejor es que no la hubiera hecho porque un socialista poblado de amor socialista tiene, creo yo, la obligación ‑por dar ejemplo moral- de morir como Pablo Iglesias, que dejó cuarenta duros en la mesilla de noche. ¿Quién ha de jugarse la vida, pues? Sospecho que el ovejero que despacha su sopa de ajo en el mesón de la trata. Y valga también la imagen clásica, que aún está adobada en el alma de la España profunda. Yo creo que lo acertado no es morir por España ni morir por nada. Lo ideal es vivir en una sociedad en que cuando alguien toca el timbre de la casa al amanecer sea el lechero ‑como decía su admirado Wiston Churchill- y no los comandos del Sr. Rubalcaba, que derrotan todos los días a la España soñada en libertad y prudencia. Por tanto, rechazo también de plano ese heroísmo suyo que sostiene, desde los torreones del Alcazar de Toledo, que hay ciertas ocasiones «en que los países necesitan que sus gobernantes se jueguen el todo por la nada». Vea usted, Sr. Bono, cómo le gusta darle a la carpetovetónica metafísica toledana en esa mención de la «nada», que ya sabe usted que no pasa de ser un fleco metafísico para hacer versos al hambre del otro, pues la nada es nada y, por tanto, inconcebible intelectualmente, a no ser que por «nada» entienda usted quedarse sin un real de esa aducida fortuna hecha con el imán del poder, pues que frecuentemente aquí el dinero no se hace con el propio talento sino con el hábil avecindamiento en la esfera de los magníficos. El heroísmo sirve poco entre nosotros, pues ni un real le dio a Agustina de Aragón cuando tras el último cañonazo les mostró sus bragas a los franceses, gente dada a sedas.
Los viejos españoles, que son casi todos porque casi todos nacen ya viejos, son muy proclives ‑esto es, con inclinación viciosa- a dar grandes voces antes de quedarse perplejos por sus exageraciones sonoras. Yo le supongo hoy a usted muy asombrado de sí mismo tras pontificar que «es un momento de sangre, sudor y lágrimas para el pueblo español». Si en su proximidad andan españoles sensatos, que alguno habrá, digo yo, se preguntarán por qué han de verter sangre, sudor y lágrimas por causa del butrón que han hecho los banqueros y sus cómplices en la hacienda del Estado.
Sr. Bono: la frase del Sr. Churchill no se puede emplear con esa incontinencia casi urinaria con que lo ha hecho usted. El la soltó en el Parlamento tras las primeras derrotas en una guerra importante y se refería a la inevitable resistencia de su pueblo ante el desenfreno alemán. Así es que a mí no me convoque a ese heroísmo ante lo que hace y deshace en la Bolsa la tribu bribona de los ricos, que son para ustedes ‑oh, socialistas del puño destructor de la rosa- el espejo con el que se aplican los afeites en el alma. Todo lo más habré de sudar, sobre todo teniendo en cuenta que para mi el día final de mes cae en doce. Pero añadir sangre…
Sobre esto último sí cabe decir que también hay conciudadanos que sangran por su salud maltratada por el paro, la angustia y la mentira. Y otros ciudadanos derraman lágrimas copiosas porque ustedes han derrochado lo poco que teníamos a fin de comprarse unas caretas de estadistas para ir al baile en capitanía.
Le veo a usted muy avanzado en su oratoria y me pregunto si su discurso estará batido para hacer pompas de jabón o si será fruto de un momento eufórico debido a lo que sea. Lo digo porque tan pronto hace puenting con la figura de que «deben pagar más los que más tienen» como recoge la maroma llegado a la media altura y advierte que, sin embargo, «hay que ser muy cuidadosos porque el dinero es muy miedoso y no conviene asustarlo». Respecto a esto último no sé con qué ricos trata usted, porque los que yo conozco no tienen miedo alguno y, como buenos trileros, cambian su dinero de cubilete cada vez que llega el momento de la apuesta.
El Estado siempre está detrás de ellos haciendo de consorte en el trile. El dinero que se asusta es un dinero de pobres y siempre está asustado. Usted sabe perfectamente la arritmia que produce un sobre de Hacienda en las familias normales. Y esos no huyen. ¿A dónde van a huir? Por eso lo seguro, según usted, es empezar por el dinero de las pensiones que es «un sector que subió mucho más que en otras épocas». Lo que me asombra es que por un simple cuarto de aumento en la sal a Luis XVI le pusieron la cabeza aparte.