(Diálogo inesperado con mi sombra)
Sombra.- Oiga, jefe, ahora que está usted aquí. Sastre.- Dime, dime. Sombra.- Es sobre los españoles. Sastre.- ¿Y qué tripa se les ha roto a los españoles? Sombra.- No, lo que yo quería saber es cuándo empezó la historia de España.
Sastre.- ¿Ah, tú no sabes todavía que la historia de España no empezó ni va a terminar?
Sombra.- Me está tomando el pelo.
Sastre.- Bueno, sí empezó; pero fue cuando comenzó a existir la Humanidad. Digamos que en la era paleolítica; si no, mira este libro de Manuel Ballesteros Gaibrois, «Pequeña historia de España». En el primer capítulo habla de «los españoles que tallaron la piedra»; y desde luego todo el mundo sabe que la historia de la pintura española empezó cuando unos españoles pintaron unos bisontes en Altamira.
Sombra.- Me está gastando una broma.
Sastre.- Los que lo creen no lo dicen en broma. Los falangistas españoles hablaban muy seriamente de «la eterna metafísica de España». O sea, de que Dios hizo una nación llamada España directamente y de que esta «nación», compuesta de varias «regiones» o, más bien, «provincias», seguiría siendo así hasta el fin del mundo aproximadamente. «España es lo que es» y nada más ni menos, aunque es verdad que hubo un fallo muy lamentable, que fue la separación de una de las provincias, Portugal; separación que ni Dios pudo evitar al parecer.
Sombra.- ¿Y si se quiere cambiar algo aquí, qué es eso? ¿Una locura? ¿Una idiotez? ¿Una traición? Sastre (muy serio).- Más bien un pecado mortal. España es como aquella flor de Juan Ramón Jiménez. «No la toquéis más, que así es la rosa».
Sombra.- Bueno, ahora se podría decir de otra forma, con eso del campeonato mundial de fútbol.
Sastre (muy magistral).- Dilo, porque será una tontería y así te quedas tranquila, mujer.
Sombra.- «No la toquéis más, que así es la Roja!».
Sastre (se echa a reír).- En eso has tenido gracia, ja, ja, ja.
Sombra.- Es que no soy tan tonta, maestro, ¡y velay!: Usted se cree que se está riendo de mí y soy yo la que me estoy riendo de usted, con todos los respetos, eso sí. Pero también me gustaría que me dijera algo en serio, que para eso le he preguntado y no para reírme. Yo he leído que la historia de España empieza con lo que les pasa a unas tribus, iberos, celtas, y un porrón de ellas; y luego desembarcaron judíos de la diáspora y algunos griegos y fenicios y, ya muy en serio, como conquistadores, los cartagineses, que eran unos fenicios militarizados, hasta que arribaron por fin los romanos para poner un poco de orden en aquel batiburrillo, a su favor, claro. ¿No es cierto lo que digo?
Sastre.- Más o menos, sí… Pero, ahora hablando en serio, todo eso no es España ni lo que, muchos siglos después, había de ser España. Todo eso es… la Hispania Romana: los hispano-romanos: una mezcla de aquellas tribus, entonces ya sometidas y ocupadas, y de los romanos ocupantes.
Sombra.- ¡O sea que eran una especie de pre-españoles!
Sastre.- No, no, según dice Américo Castro, y yo no dudo que tiene razón. Para este autor, los hispano-romanos no fueron ni siquiera «españoles en ciernes». Por lo cual es una tontería, desde luego, decir que Séneca o Trajano fueron «españoles» o contar a Numancia y a Viriato como glorias «españolas». El mismo Cervantes se tragó esa bola al escribir su gran tragedia «La destrucción de Numancia». ¿Y sabes cómo nace la palabra «España»? La culpa fue, primero, sin quererlo, de los romanos, al nombrar Hispania a esta península que los griegos, con su talento práctico y realista, se habían limitado a nombrar como «Península Ibérica», bien llamada así porque en ella habitaban aquellas tribus «iberas» que decíamos; y segundo, la culpa la tuvieron los hispano-romanos, que no aprendieron bien el latín y pronunciaban mal la palabra Hispania, y decían, o balbuceaban, «Es…pa…ña». Ah, pero, eso sí, el no pronunciar bien el latín, y hablarlo mal, sobre todo los vascones, produjo un fruto lingüístico excelente, que es el castellano. Las cosas empiezan como empiezan y llegan a donde llegan, como dirían los grandes pensadores de las tertulias actuales.
Sombra.- Estoy en ascuas, jefe. ¿Y quiénes fueron los primeros españoles? ¡Porque a este paso parece que fueran un invento de las derechas… españolas!
Sastre.- No, mujer, los españoles sí que nacieron por fin, aunque la palabra «españoles» nació antes que ellos se reconocieran como tales y que además se jactaran de serlo. (Los falangistas llegaron a decir que «ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo»).
Sombra.- O sea, que la palabra «españoles»…
Sastre.- Américo Castro dice que «españoles» es una palabra extranjera, provenzal, y que empezó a decirse un milenio después -¡nada menos!- de que apareciera la palabra «España» de la manera que hemos dicho, con aquel balbuceo; y los provenzales inventaron esa palabra para facilitar el referirse a todas aquellas gentes de los reinos que por entonces disputaban la Península a los árabes y, a su vez, se la disputaban entre ellos en guerras sin cuartel.
Sombra.- ¿Y la «lengua española»? Empezaría por ser latín mal hablado, como usted dice, pero luego se daría lo que se llama «un proceso» como los que se habrán dado en la creación de las demás lenguas que se llaman «neo-latinas», ¿o no? ¡Porque no habrá sido un milagro!
Sastre.- Sí, efectivamente fue un proceso, que en los siglos XVI y XVII, cuando ya existía España, ¡y existía tanto que en poco tiempo llegó a ser un gran imperio!, llegó a ser «la lengua castellana… o española». El primer documento que acredita no sólo la existencia, sino la madurez de la lengua española es el gran diccionario de Sebastián de Covarrubias (ya a principios del siglo XVII). Tesoro de la lengua castellana… o española. (Los puntos suspensivos son míos).
Sombra.- ¿Y cuándo empezó a escribirse en esa nueva lengua?
Sastre.- Durante el siglo XIII. Ya en el XIV hubo un gran poeta español que escribió en lengua castellana, todavía primitiva, Gonzalo de Berceo: «Yo, Gonzalo de Berceo nomnado, yendo de romería caecí en un prado»… Pasando al terreno social-político, en el siglo XIII empezó a haber eso que acabaría siendo España, es decir que empezó al fin la prehistoria de una España que pudo ser otra cosa si todo hubiera ido bien cultural, social y políticamente hablando, con sus tres culturas (judíos, moros y cristianos), pero fue mal porque se estableció una teocracia «cristiana» (por los Reyes Católicos, de infausta memoria), creándose lo que algún día se llamaría el nacional-catolicismo, que se enfrentó contra una España… posible, condenándola de antemano. Así se persiguió a los judíos y a los musulmanes y se frustró aquella posible España que habría integrado a Sefarad ‑los judíos- y a Al Andalus (los musulmanes), dos ingredientes de alto nivel cultural y económico, que la España naciente aniquiló desde la primera hora de su existencia como estado, para vivir ociosamente de la expoliación de los países conquistados («Destrucción de las Indias», etc.). Mucho tiempo después, durante la llamada «guerra civil» (1936−1939), de la misma manera fueron perseguidos los republicanos, los masones, los comunistas, los socialistas, los patriotas de las pequeñas naciones interiores, los anarquistas «y demás ralea».
Sombra.- ¿Y ahora qué? Habrá algo que hacer, maestro. Sastre.- Ahora hay que hacer el futuro. Hoy por hoy, «estar español» es no sólo un «estado», sino un «mal estado» pero, a pesar de todo, la Historia continúa.
Sombra.- Más de una vez se ha hablado de una España posible, como usted acaba de hacer ahora; posible, sí, pero siempre fracasada, por ejemplo durante las dos repúblicas. ¿No le parece ponerse de antemano en un proyecto que en la realidad es imposible porque «España es lo que es»?
Sastre.- Eso tendrán que decidirlo las nuevas generaciones. En la Historia mundial están ocurriendo siempre cosas imposibles o, por lo menos, inesperadas: cosas grandes, como fue la derrota de dos grandes potencias, Francia y los Estados Unidos, por un pequeño país como Vietnam; y cosas pequeñas (¡pero también muy grandes!) como lo que durante los últimos treinta años viene ocurriendo en Marinaleda (Andalucía), de lo cual nos ha hablado hace poco en Donostia su alcalde, Juan Manuel Sánchez Gordillo, con mucha pasión y poderosas razones. ¡Gora Marinaleda!