Un enorme C17 (Boeing Globmaster III) de la Fuerza Aérea estadunidense, con implementos para «adiestramiento» policial, intentó introducir a Buenos Aires una carga no declarada de poderosas armas largas, equipos de comunicación encriptada, programas informáticos secretos, drogas narcóticas y estupefacientes, «sobre cuyo empleo no se ofrecieron explicaciones satisfactorias» (Página 12, 13-II-2011).
Ante los operativos de regime change contra Venezuela, Bolivia, Ecuador y el putch hondureño, sorprende la reanudación de este tipo de programas con personal de Estados Unidos, interrumpidos por Néstor Kirschner: la carga secreta del C‑17 muestra el grave riesgo de esos esquemas ante una diplomacia de fuerza que se intensifica: ¿iban a dar un curso o preparar un golpe?
Argentina, en respuesta coherente, suspendió esos enlaces policial-militares y exigió disculpas, que Estados Unidos se niega a dar. La Casa Rosada procedió con energía y prudencia, dado el panorama político-electoral, afectado por la muerte de Kirchner y el arribo de Mauricio Macri al frente del gobierno de Buenos Aires, quien llegó con ese fardo ultraderechista que en el pasado prohijó el golpismo y que ahora, con él, alienta tenaz represión y regresión socioeconómica. Además, por la notoria adicción de Obama a las fuerzas especiales y su despliegue clandestino en el orbe y en 19 países de la región, la actuación y réplica de Fernández es de importancia mayor para Latinoamérica y el mundo.
Aquí, en contraste, bajo la guerra al narco y la Iniciativa Mérida, se acentúa la intervención y presencia policial-militar de Estados Unidos y recrudece la violencia, atribuida en bloque al crimen organizado, pero nadie sabe quién mata y por qué. Miles mueren en matanzas inexplicables: jóvenes estudiantes ametrallados en un campo de futbol o en una fiesta juvenil, familias aniquiladas en algún retén, etc, ad nauseam. Es el mensaje del Estado fallido ¡a pocos metros de Estados Unidos!: «los matamos, el Estado mexicano no los puede proteger y somos impunes».
En el limbo histórico-geográfico, Calderón «hizo suyo» el planteo de seguridad estadunidense, abriéndonos a la intervención del coloso, que rehusa detener el flujo de armas a los cárteles y cuyos bancos y firmas cosechan la ganancia mayor del narcotráfico.
Con amnesia de 1848 y lo que siguió, el panista actúa como si la ambición de Estados Unidos por los ricos estados norteños, el petróleo y otros recursos del país, se hubiese esfumado del registro histórico y de un presente en que su dependencia de ellos es todavía mayor. Los dichos de Mullen, Clinton et. al. en torno a narcoinsurgencia o narcoterrorismo acá, indican que, como en Afganistán, Colombia y Centroamérica, ese es el idioma de la intervención y ocupación.
Friedrich Katz en La guerra secreta en México (Era, 1981) ofrece un magistral encuadre del complejo de fuerzas alrededor de la relación de México con Estados Unidos y el mundo, que permite calibrar la constelación actual documentando la persistente ambición por el «norte de México».
En tiempos de W. Wilson, por ejemplo, el general Pershing, en busca de Villa, propuso invadir Chihuahua y luego pidió ocupar todo México, «un deseo compartido por George S. Patton» cuando escribió: «debemos tomar todo el país y quedarnos con él» (p. 353).
Ahora The Economist, al comentar el arranque de un vasto corredor carretero de Monterrey a Estados Unidos y apoyar la propuesta de estacionar a las autoridades aduanuales y de inmigración estadunidenses ahí mismo, en la periferia de esa ciudad, se lamenta que haya resistencia nacionalista a un operativo que, de facto, baja la frontera.
América Latina linda con Estados Unidos en el Bravo y no en Panamá: «lo que se halla en juego», previó un diplomático británico en 1914, «…no es sólo México, sino todo el continente. Los Estados Unidos pueden haberles dicho que quieren detenerse en el Canal de Panamá; nunca harán tal cosa. Una vez… allá… tomarán Colombia… Luego viene el Brasil… y de allí seguirían hasta el Cabo de Hornos» (220).
La carga del C‑17 no es asunto menor.
La Jornada