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Pales­ti­na: la con­cien­cia huma­na exi­ge acciones

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En un mun­do en el que la repe­ti­ción mediá­ti­ca sus­ti­tu­ye a las prue­bas irre­fu­ta­bles, algu­nas pala­bras son pala­bras poli­va­len­tes, cuyo uso codi­fi­ca­do de ante­mano se pres­ta a todo tipo de mani­pu­la­cio­nes. Los per­pe­tuos cam­bios de sig­ni­fi­ca­do que per­mi­ten el paso insi­dio­so de un tér­mino a otro hacen que nada se opon­ga a la mali­cio­sa inver­sión por la que el ver­du­go se con­vier­te en víc­ti­ma, la víc­ti­ma en ver­du­go y el anti­sio­nis­mo en antisemitismo.

Por mucho que el anti­sio­nis­mo se defi­na como la opo­si­ción a una empre­sa colo­nial, admi­tir­lo como tal sería aún com­pro­me­ter lo inacep­ta­ble. Imbui­do de una cau­sa­li­dad dia­bó­li­ca, el anti­sio­nis­mo está moral­men­te des­ca­li­fi­ca­do, fue­ra de jue­go en vir­tud del ana­te­ma que lo gol­pea. Por mucho que se recuer­de que Pales­ti­na no es pro­pie­dad de una etnia o una con­fe­sión, que la resis­ten­cia pales­ti­na no tie­ne nin­gu­na con­no­ta­ción racial, que el recha­zo del sio­nis­mo se basa en el dere­cho de los pue­blos a la auto­de­ter­mi­na­ción, estos argu­men­tos racio­na­les son barri­dos por la doxa.

Des­de hace seten­ta y cin­co años, todo suce­de como si el remor­di­mien­to invi­si­ble del holo­caus­to garan­ti­za­ra a la empre­sa sio­nis­ta una impu­ni­dad abso­lu­ta. Con la crea­ción del Esta­do hebreo, Euro­pa se libe­ró mila­gro­sa­men­te de sus demo­nios secu­la­res. Se con­ce­dió una vál­vu­la de esca­pe al sen­ti­mien­to de cul­pa que la car­co­mía por sus atro­ci­da­des anti­se­mi­tas. Car­gan­do sobre sus hom­bros la res­pon­sa­bi­li­dad del masa­cre de los judíos, bus­ca­ba por todos los medios des­ha­cer­se de ese peso.

El éxi­to del pro­yec­to sio­nis­ta le ofre­ció esa opor­tu­ni­dad. Al aplau­dir la crea­ción del Esta­do judío, Euro­pa se lava­ba de sus peca­dos. Al mis­mo tiem­po, ofre­cía al sio­nis­mo la opor­tu­ni­dad de com­ple­tar la con­quis­ta de Pales­ti­na. Israel se pres­tó doble­men­te a esta reden­ción por poder de la con­cien­cia euro­pea. Pri­me­ro, des­car­gó su vio­len­cia ven­ga­ti­va sobre un pue­blo ino­cen­te de sus sufri­mien­tos y, lue­go, ofre­ció a Occi­den­te las ven­ta­jas de una alian­za por la que fue recompensado.

Ambos unie­ron así su des­tino median­te un pac­to neo­co­lo­nial. El triun­fo del Esta­do hebreo ali­vió la con­cien­cia euro­pea, al tiem­po que le pro­por­cio­nó el espec­tácu­lo nar­ci­sis­ta de una vic­to­ria sobre los bár­ba­ros. Uni­dos para lo mejor y para lo peor, se con­ce­die­ron mutua­men­te la abso­lu­ción a cos­ta del mun­do ára­be, trans­fi­rién­do­le el peso de las per­se­cu­cio­nes anti­se­mi­tas. En vir­tud de un acuer­do táci­to, Israel per­do­na­ba a Euro­pa su pasi­vi­dad ante el geno­ci­dio y Euro­pa le daba vía libre en Palestina.

Israel debe su esta­tus exor­bi­tan­te fren­te al dere­cho común a esta trans­fe­ren­cia de deu­da median­te la cual Occi­den­te se des­en­ten­dió de sus res­pon­sa­bi­li­da­des y las car­gó sobre un ter­ce­ro. Por ser el antí­do­to con­tra el mal abso­lu­to, por tener sus raí­ces en el infierno de los crí­me­nes nazis, Israel no podía ser sino la encar­na­ción del bien. Más aún que una sacra­li­dad bíbli­ca de dudo­sa refe­ren­cia, es esta sacra­li­dad his­tó­ri­ca la que jus­ti­fi­ca la inmu­ni­dad de Israel en la con­cien­cia europea.

Al adhe­rir­se a ella, las poten­cias occi­den­ta­les la ins­cri­bie­ron en el orden inter­na­cio­nal. Ava­la­da por las poten­cias domi­nan­tes, la pro­fe­sión de fe sio­nis­ta se con­vir­tió en ley de hie­rro pla­ne­ta­ria. Invo­can­do lo sagra­do para demo­ni­zar su con­tra­rio, esta sacra­li­dad de Israel pre­ten­de des­le­gi­ti­mar cual­quier opo­si­ción que sus­ci­te. Siem­pre sos­pe­cho­sa, la repro­ba­ción de Israel roza la pro­fa­na­ción. Cues­tio­nar la empre­sa sio­nis­ta es la blas­fe­mia por exce­len­cia, ya que supo­ne aten­tar con­tra lo que es invio­la­ble para la con­cien­cia europea.

Por eso, la nega­ción de la legi­ti­mi­dad moral opues­ta al anti­sio­nis­mo se basa en un pos­tu­la­do sim­plis­ta cuya efi­ca­cia no dis­mi­nu­ye con el uso: el anti­sio­nis­mo es anti­se­mi­tis­mo. Com­ba­tir a Israel sería, en esen­cia, odiar a los judíos, estar ani­ma­do por el deseo de revi­vir el Holo­caus­to, soñar con los ojos abier­tos con repetirlo.

Esta asi­mi­la­ción frau­du­len­ta del anti­se­mi­tis­mo y el anti­sio­nis­mo es un arma de inti­mi­da­ción masi­va. Al limi­tar drás­ti­ca­men­te la liber­tad de expre­sión, para­li­za cual­quier pen­sa­mien­to disi­den­te inhi­bién­do­lo en su ori­gen. Gene­ra una auto­cen­su­ra que, sobre un fon­do de cul­pa incons­cien­te, impo­ne por inti­mi­da­ción, o sugie­re por pru­den­cia, un silen­cio de buen tono sobre las exac­cio­nes israe­líes. Al mis­mo tiem­po, esta asi­mi­la­ción men­ti­ro­sa tie­ne por obje­to des­ca­li­fi­car moral­men­te a la opo­si­ción polí­ti­ca a la ocu­pa­ción sionista.

La cade­na de asi­mi­la­cio­nes abu­si­vas con­du­ce, en últi­ma ins­tan­cia, al argu­men­to tri­lla­do que cons­ti­tu­ye el últi­mo recur­so de la doxa: la reduc­tio ad hitle­rum, la man­cha moral median­te la nazi­fi­ca­ción sim­bó­li­ca, el últi­mo gra­do de una calum­nia de la que siem­pre que­da algo. Terro­ris­ta por­que anti­sio­nis­ta, anti­sio­nis­ta por­que anti­se­mi­ta, la resis­ten­cia al terror colo­nial acu­mu­la­ría así todas las infamias.

Úni­ca fuer­za que no cede ante las exi­gen­cias del ocu­pan­te, la resis­ten­cia, como pre­cio de su valen­tía, sufre enton­ces el fue­go cru­za­do de las acu­sa­cio­nes occi­den­ta­les y las bru­ta­li­da­des sio­nis­tas. Y como si la supe­rio­ri­dad mili­tar del ocu­pan­te no bas­ta­ra, aún tie­ne que jac­tar­se de una supe­rio­ri­dad moral cuya inani­dad demues­tran sus crí­me­nes coloniales.

Lo que mues­tra el geno­ci­dio de Gaza es la bru­ta­li­dad del ocu­pan­te, su arro­gan­cia colo­nial, su des­pre­cio por la vida de los demás, su aplo­mo en el ase­si­na­to, su cobar­día cuan­do ase­si­na a civi­les. Pero tam­bién es esa mala fe abis­mal, esa hipo­cre­sía del agre­sor que se hace pasar por agre­di­do, esa men­ti­ra que sale de su boca cuan­do pre­ten­de defen­der­se, cuan­do con­de­na el terro­ris­mo, cuan­do se atre­ve a invo­car la legí­ti­ma defen­sa, cuan­do habla de antisemitismo.

Los com­ba­tien­tes pales­ti­nos son resis­ten­tes que luchan por la tie­rra de sus ante­pa­sa­dos, por vivir algún día en paz en esa Pales­ti­na de la que el inva­sor quie­re des­po­jar­los, por esa Pales­ti­na de la que el Esta­do colo­nial se cree depo­si­ta­rio, cuan­do en reali­dad es su ocu­pan­te ile­gí­ti­mo. ¿La legí­ti­ma defen­sa de Israel? Sea­mos serios: la úni­ca legí­ti­ma defen­sa que vale es la del pue­blo pales­tino, no la de la sol­da­des­ca colo­nial; la del ocu­pa­do que resis­te, no la del ocu­pan­te que oprime.

Nos dicen que el enfren­ta­mien­to actual se debe a la intran­si­gen­cia de los extre­mis­tas de ambos ban­dos. Pero esta equi­pa­ra­ción entre el ocu­pan­te y el ocu­pa­do es un enga­ño. ¿Des­de cuán­do la resis­ten­cia es extre­mis­ta? Es la ocu­pa­ción la que es extre­mis­ta, con su vio­len­cia cons­tan­te, ese inso­por­ta­ble yugo que pesa sobre un pue­blo mal­tra­ta­do y cuyos esta­lli­dos de rebe­lión, afor­tu­na­da­men­te, demues­tran que no está derrotado.

Esta gue­rra es fru­to de la ocu­pa­ción y la colo­ni­za­ción, y los pales­ti­nos no son res­pon­sa­bles de la injus­ti­cia que se les infli­ge. No comen­zó el 7 de octu­bre de 2023: nació con el pro­yec­to sio­nis­ta y el des­po­jo del pue­blo pales­tino. Y esta gue­rra no es una gue­rra cual­quie­ra, es la lucha entre una poten­cia ocu­pan­te y una resis­ten­cia arma­da, y no bas­ta con pedir el cese de los com­ba­tes para poner­le fin.

Lo que resul­ta a la vez odio­so y ridícu­lo en las decla­ra­cio­nes de la diplo­ma­cia occi­den­tal y ára­be es este lla­ma­mien­to al desar­me de los pales­ti­nos, que se repi­te aho­ra como un estri­bi­llo. Inca­pa­ces de inter­ve­nir con­tra la polí­ti­ca geno­ci­da del car­ni­ce­ro de Tel Aviv, estos cobar­des les piden que bajen los bra­zos, que se resig­nen, que acep­ten el yugo, fin­gien­do igno­rar las razo­nes por las que los pales­ti­nos no lo harán, ni hoy ni mañana.

¿Es tan difí­cil com­pren­der que la gue­rra entre la poten­cia ocu­pan­te y la resis­ten­cia arma­da dura­rá mien­tras dure la ocu­pa­ción? No es la par­te pales­ti­na la que ha ente­rra­do los «acuer­dos de paz», sino los suce­si­vos gobier­nos israelíes.

Recor­da­mos las gran­di­lo­cuen­tes decla­ra­cio­nes sobre el «mila­gro de la paz» logra­do en 1995 ante la Casa Blan­ca por caris­má­ti­cos líde­res galar­do­na­dos con el Pre­mio Nobel. A pesar de esta recon­ci­lia­ción espec­ta­cu­lar, el enfren­ta­mien­to nun­ca ha cesa­do. Y con razón: fru­to de las nego­cia­cio­nes secre­tas lle­va­das a cabo en Oslo, los acuer­dos fir­ma­dos en 1993 – 1995 nun­ca tuvie­ron la ambi­ción de ins­tau­rar un Esta­do pales­tino jun­to al Esta­do de Israel.

Pre­sen­ta­dos como un «com­pro­mi­so his­tó­ri­co» basa­do en con­ce­sio­nes mutuas, estos acuer­dos eran un enga­ño. Yas­ser Ara­fat reco­no­cía la legi­ti­mi­dad del Esta­do de Israel. Apro­ba­ba las reso­lu­cio­nes 242 y 338 de la ONU, aun­que estas ni siquie­ra men­cio­na­ban los dere­chos de los pales­ti­nos. Renun­cia­ba solem­ne­men­te a la lucha arma­da. Pero Itzhak Rabin solo reco­no­cía la legi­ti­mi­dad de la OLP como repre­sen­tan­te del pue­blo pales­tino, nada más.

Ante la Knes­set, en octu­bre de 1995, el pri­mer minis­tro israe­lí pre­ci­só su pen­sa­mien­to: «Que­re­mos una solu­ción per­ma­nen­te con un Esta­do de Israel que inclu­ya la mayor par­te del terri­to­rio de Israel de la épo­ca del man­da­to bri­tá­ni­co y, a su lado, una enti­dad pales­ti­na que sea un hogar para los resi­den­tes pales­ti­nos de Cis­jor­da­nia y Gaza. Que­re­mos que esta enti­dad sea menos que un Esta­do». ¿Un Esta­do pales­tino? Tres meses antes de su ase­si­na­to, Rabin dejó cla­ro que no lo quería.

Los acuer­dos pre­veían el esta­ble­ci­mien­to de una «auto­ri­dad pro­vi­sio­nal de auto­no­mía», y no el ejer­ci­cio de la auto­de­ter­mi­na­ción nacio­nal pales­ti­na. Esta auto­ri­dad pro­vi­sio­nal no tenía nin­guno de los atri­bu­tos de la sobe­ra­nía. Depen­día de la finan­cia­ción inter­na­cio­nal, con­ce­di­da en fun­ción de su coope­ra­ción con Israel. No tenía fuer­zas arma­das, ni diplo­ma­cia inde­pen­dien­te, ni base terri­to­rial, ya que la frag­men­ta­ción de Cis­jor­da­nia impe­día el con­trol de un terri­to­rio homogéneo.

Con una per­ver­si­dad sin pre­ce­den­tes, el pro­ce­so inver­tía la car­ga de la prue­ba en detri­men­to de los pales­ti­nos. A la espe­ra de una solu­ción defi­ni­ti­va, se exi­gió a la direc­ción de la OLP que die­ra garan­tías de su bue­na fe. Aho­ra res­pon­sa­ble del orden públi­co en Cis­jor­da­nia y Gaza, tenía el deber de repri­mir cual­quier resis­ten­cia a la ocupación.

La auto­ri­dad pro­vi­sio­nal era, por tan­to, una espe­cie de poli­cía indí­ge­na a la que el ocu­pan­te dele­ga­ba la tarea de man­te­ner el orden. Sin embar­go, los acuer­dos no pre­veían en abso­lu­to el esta­ble­ci­mien­to de una ver­da­de­ra sobe­ra­nía pales­ti­na. El tex­to adop­ta­do solo con­tem­pla­ba un «acuer­do per­ma­nen­te» que, al tér­mino de un perío­do pro­vi­sio­nal de cin­co años, se basa­ría en las reso­lu­cio­nes 242 y 338 de la ONU.

La pers­pec­ti­va a lar­go pla­zo seguía sien­do muy difu­sa, ya que, duran­te todas las nego­cia­cio­nes, la posi­ción israe­lí se resu­mía en un cuá­dru­ple «no»: recha­zo a reco­no­cer la res­pon­sa­bi­li­dad sio­nis­ta en la tra­ge­dia de los refu­gia­dos de 1948 y 1967; recha­zo a la res­ti­tu­ción ínte­gra de Jeru­sa­lén Este ane­xio­na­da; recha­zo al des­man­te­la­mien­to de las prin­ci­pa­les colo­nias judías esta­ble­ci­das en Cis­jor­da­nia; recha­zo a un tra­za­do de las fron­te­ras entre Israel y Pales­ti­na que siguie­ra la «línea ver­de» de 1967.

Basa­das en las reso­lu­cio­nes de la ONU, estas exi­gen­cias cons­ti­tuían para los pales­ti­nos la con­tra­par­ti­da legí­ti­ma de su renun­cia al 78 % del terri­to­rio del Man­da­to Bri­tá­ni­co de Pales­ti­na. Pero para Israel, ese 78% le per­te­ne­cía por dere­cho. En cuan­to al 22% res­tan­te, lo divi­día en dos par­tes. La pri­me­ra, no nego­cia­ble, que­da­ría bajo sobe­ra­nía israe­lí (Jeru­sa­lén Este y las prin­ci­pa­les colo­nias). La segun­da (Gaza y la mitad de Cis­jor­da­nia) se con­fia­ría a una auto­ri­dad encar­ga­da de admi­nis­trar las zonas con alta den­si­dad de pobla­ción autóctona.

Inme­dia­ta­men­te ala­ba­da por la pro­pa­gan­da occi­den­tal, la «gene­ro­si­dad israe­lí» duran­te las nego­cia­cio­nes de Camp David II en sep­tiem­bre de 2000 con­sis­tía, por tan­to, en con­ce­der a la OLP la minús­cu­la fran­ja de Gaza y la piel de leo­par­do de una Cis­jor­da­nia pla­ga­da de colo­nias, es decir, la déci­ma par­te de la Pales­ti­na bajo man­da­to. Ade­más, la cues­tión de Jeru­sa­lén era obje­to de una pro­pues­ta infa­me en la que Israel con­ser­va­ba la sobe­ra­nía usur­pa­da sobre la futu­ra capi­tal palestina.

La sobe­ra­nía del pue­blo pales­tino sobre su tie­rra his­tó­ri­ca ya no era una exi­gen­cia inne­go­cia­ble, sino un hori­zon­te incier­to, entre­ga­do al éxi­to hipo­té­ti­co de un pro­ce­so ines­ta­ble. A fal­ta de una nego­cia­ción inme­dia­ta para alcan­zar un acuer­do sus­tan­ti­vo, los acuer­dos de Oslo (1993) y las nego­cia­cio­nes de Camp David II (2000) pos­pu­sie­ron inde­fi­ni­da­men­te el esta­ble­ci­mien­to de la sobe­ra­nía palestina.

Para Israel, el bene­fi­cio de estos acuer­dos des­igua­les era colo­sal. De acuer­do con el «plan Allon», pre­sen­ta­do al día siguien­te de la vic­to­ria de 1967, el ocu­pan­te se reti­ró de las zonas con alta den­si­dad de pobla­ción ára­be y lue­go las rodeó con una vas­ta red de colo­nias conec­ta­das por vías de cir­cun­va­la­ción. Borrar poco a poco las «fron­te­ras de 1967», la colo­ni­za­ción se inten­si­fi­có, infec­tan­do sin des­can­so los terri­to­rios pales­ti­nos: la polí­ti­ca del hecho con­su­ma­do pros­pe­ra­ría como nun­ca al ampa­ro del «pro­ce­so de paz».

Apro­ve­chan­do una rela­ción de fuer­zas favo­ra­ble, Israel, entre 1993 y 2000, nego­ció con una mano y colo­ni­zó con la otra. Ale­gó la más míni­ma resis­ten­cia para rene­gar de sus com­pro­mi­sos y aumen­tar su con­trol sobre toda Pales­ti­na. En nom­bre de su sacro­san­ta segu­ri­dad, gol­peó sin pie­dad. Al soca­var la base terri­to­rial del futu­ro Esta­do pales­tino, la colo­ni­za­ción ani­qui­ló el pro­pio obje­ti­vo de una nego­cia­ción que se había con­ver­ti­do en un sim­ple ali­bi. Pron­to, el nom­bre de Oslo solo evo­ca­ba un bur­do enga­ño, y la direc­ción de la OLP pare­cía haber ven­di­do la paz por un pla­to de lentejas.

Al ata­car a Israel con una auda­cia sin pre­ce­den­tes, el 7 de octu­bre de 2023, el movi­mien­to nacio­nal pales­tino dio un paso his­tó­ri­co. Ante la ausen­cia de una solu­ción polí­ti­ca y la vio­len­cia de la repre­sión israe­lí, los com­ba­tien­tes pales­ti­nos lan­za­ron una ofen­si­va en terri­to­rio enemi­go. La gue­rra des­pia­da­da que aho­ra les libra el ocu­pan­te ha abier­to una nue­va eta­pa en la lucha por la libe­ra­ción nacio­nal, mar­ca­da por el des­en­ca­de­na­mien­to de una polí­ti­ca geno­ci­da y la pers­pec­ti­va de una expul­sión masi­va, pero tam­bién por la increí­ble resis­ten­cia y la férrea deter­mi­na­ción del movi­mien­to nacio­nal palestino.

Estas atro­ci­da­des son tes­ti­mo­nio de la hui­da hacia ade­lan­te de la poten­cia ocu­pan­te, inca­paz de ven­cer mili­tar­men­te a una resis­ten­cia que no se doble­ga, a pesar de los sacri­fi­cios de sus mili­tan­tes y de los horro­res infli­gi­dos a las muje­res y los niños már­ti­res de Pales­ti­na. Horro­ri­za­do, el mun­do asis­te des­de hace dos años a la masa­cre dia­ria de la pobla­ción civil por par­te de un Esta­do que se hun­de en la locu­ra ase­si­na, aña­dien­do al cri­men masi­vo la abo­mi­na­ción de estig­ma­ti­zar a aque­llos a quie­nes ase­si­na en masa.

Acom­pa­ña­da de la invo­ca­ción gro­tes­ca de pro­fe­cías apo­ca­líp­ti­cas, esta vio­len­cia goza de una impu­ni­dad de fac­to que, más allá de las con­de­nas casi uná­ni­mes, cues­tio­na pro­fun­da­men­te la con­cien­cia huma­na. Por­que hay situa­cio­nes ante las que las impre­ca­cio­nes mora­les ya no bas­tan: hay que asu­mir con­cre­ta­men­te las res­pon­sa­bi­li­da­des y actuar con deter­mi­na­ción por todos los cana­les dis­po­ni­bles, y no con­ten­tar­se con una repro­ba­ción sin con­se­cuen­cias o una indig­na­ción sin efecto.

Por ello, el insis­ten­te recor­da­to­rio de la «solu­ción de dos Esta­dos», man­tra de las repre­sen­ta­cio­nes diplo­má­ti­cas, pare­ce doble­men­te ridícu­lo: por su impo­ten­cia inme­dia­ta para dete­ner la masa­cre y por su impo­si­bi­li­dad de mate­ria­li­zar­se des­de hace trein­ta años debi­do a una obs­truc­ción que se deri­va de la pro­pia natu­ra­le­za del pro­yec­to sio­nis­ta. La inten­ción pue­de ser loa­ble, pero en la his­to­ria nun­ca se ha pues­to fin al colo­nia­lis­mo con bue­nas inten­cio­nes. Invo­car esta solu­ción como si fue­ra via­ble es ali­men­tar una ilu­sión que ya se man­tu­vo en el pasa­do y que dejó un sabor amar­go al disi­par­se rápidamente.

Bruno Gui­gue

5 de agos­to de 2025

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