El valor de la filosofía
Determinados acontecimientos recientes nos aconsejan abrir una serie de cuatro cortos artículos sobre las perspectivas de futuro de nuestra liberación nacional de clase. Queremos dejar claro desde el principio que no miramos al pasado, a la autoextinción como fuerza revolucionaria de la parte oficial de la izquierda abertzale, porque es una realidad muerta desde la perspectiva de la liberación humana, pero seguirá siendo un cadáver parlamentario que pudre y pudrirá las esperanzas de libertad de muchas personas.
Miramos al futuro porque los cambios introducidos por el capitalismo, que han sepultado al reformismo abertzale por su deseo de no enfrentarse a ellos, están propiciando el surgimiento de grupos y personas que ya no viven en las condiciones de las dos últimas décadas del siglo XX sino en las actuales. Cada vez disponemos de más estudios críticos, buenos, sobre las nuevas realidades de la explotación capitalista así que ahora no vamos a extendernos en esa área, vital por otra parte.
Lo hacemos porque pensamos que debemos responder a una necesidad urgente: que las nuevas militancias que están surgiendo, sean jóvenes o adultas, que no han caído en los cantos de cisne del reformismo o los han superado, sepan la gravedad del giro reformista del oficialismo. Disponemos de una sucinta pero decisiva declaración programática de la profundidad del «cambio de paradigma» realizado por el reformismo. Se trata del breve punto 4 del texto oficial de EH Bildu De la autonomía a la soberanía, que dice así:
Del nominalismo de los conceptos a la visión procedimental. Más allá de los debates nominalistas acerca de conceptos abstractos, se prima el acercamiento procedimental a la cuestión de la soberanía, en línea con el pensamiento pragmático de corte anglosajón.
Que sepamos, no ha habido ningún debate colectivo dentro de EH Bildu para aceptar el pragmatismo; tampoco lo hubo para rechazar el socialismo y atacar al marxismo: estamos ante una de tantas burocratadas decisivas impuestas sin que las bases de EH Bildu ni siquiera sepan en su mayoría inmensa qué es el pragmatismo. Pero si lo hubiera habido, y si la mayoría hubiese aceptado la ideología burguesa del pragmatismo, entonces, además de pedir disculpas por nuestro desconocimiento, nos enfrentaríamos a un problema definitivamente grave: la alienación de las bases de EH Bildu sería más profunda de lo que sospechábamos, obligándonos a ampliar el contenido filosófico de la lucha teórica.
Esperemos que no sea así. Recordamos la risa boba que nos causó leer aquel esnobismo intelectualista del famoso «demos», cogido sin tapujos de la demagogia de Podemos, y que ha desaparecido de los documentos –que sepamos– por el ridículo esperpéntico que suponía. Pero si las bases hubiesen aceptado esta pura ideología burguesa entonces deberíamos intensificar el siempre necesario contenido filosófico de la lucha teórica porque lo que está en juego son dos cosas que atañen a la posibilidad de revolucionar el mundo: ¿La lucha de liberación mantenida hasta ahora es la decisiva experiencia real que puede aportarnos lecciones válidas? y ¿qué bases materiales dice tener el «cambio de paradigma» del reformismo abertzale? Las dos preguntas nos llevan al problema filosófico y político de la teoría del conocimiento. Según respondamos optaremos por la vía revolucionaria o por la reformista.
Antes de esta asunción oficial del pensamiento pragmático de corte anglosajón por parte de Bildu era muy frecuentes escuchar en conversaciones y debates cual era la ideología que sustentaba el giro reformista, que sustentaba la liquidación de la teoría socialista que siempre latía en Herri Batasuna, y también cual era la ideología que ocupaba el espacio del marxismo abandonado por Sortu o reducido a un idea política como cualquier otra, como otras que nunca se citaban. El 13 de diciembre de 2016 escribimos ¿Debiera ser Sortu marxista?, analizando precisamente esta cuestión.
Catorce meses después hemos encontrado la respuesta. Ahora comprendemos mejor que la corriente ideológica burguesa cimenta oficialmente el reformismo de EH Bildu y la pregunta que intentaremos responder en artículos posteriores es ¿en qué medida Sortu, LAB, Ernai, etc., asumen como propio el pensamiento pragmático de corte anglosajón? O también ¿es esta corriente ideológica conciliable con el marxismo y con las otras corrientes que Sortu dice respetar?, como veíamos en ¿Debiera ser Sortu marxista? Sabiendo qué es esta corriente ideológica se entiende más fácilmente algunas de las excusas para la rendición de armas de ETA, entregándolas al Estado opresor, y para el comunicado de petición de perdón que contiene una filosofía de arrepentimiento y renuncia a los valores humanos esenciales, sobre la que volveremos en otro artículo.
También para la carta colectiva del pasado 13 de abril firmada por intelectuales y políticos reformistas –Demokrazia Bai– destinada a «lanzar una voz de alarma y retomar la ilusión», sabedores de que el espectacular retroceso al reformismo clásico ha aplastado la conciencia política de cientos de militantes y de miles de personas progresistas. Lo mismo con respecto al giro de LAB hacia la conciliación de clase con la mediana burguesía, o a la beligerancia del reformismo y de Ernai hacia Ikasle Abertzalea, o al obsceno pro-imperialismo de Gara y las felicitaciones del reformismo abertzale a Obama y Trump, etc.
Definición de pragmatismo
Aclarado esto, hemos de decir que el pragmatismo anglosajón es la adaptación de la filosofía positivista de hasta mediados del siglo XIX a las necesidades sociales e intelectuales de una parte de la burguesía norteamericana del último tercio del siglo XIX y en forma de neo pragmatismo a finales del siglo XX. Muy en síntesis, el pragmatismo es una corriente ideología con muchas sub-corrientes internas que, en lo sociopolítico, van desde un reformismo blando hasta casi el racismo; en lo económico desde algo parecido al keynesianismo hasta el liberalismo; y en lo filosófico desde la metafísica y formas de idealismo, hasta la negación parcial o total de la validez del conocimiento científico, pasando por el voluntarismo subjetivo. En síntesis, es la ideología utilitarista que mide la validez de un pensamiento por su efectividad práctica inmediata o a corto plazo, buscando el resultado positivo concreto sin preocuparse por el proceso entero del conocimiento anterior, presente y posterior al resultado aislado. El pragmatismo niega la crucial importancia del conocimiento teórico radical, profundo y sistemático de las contradicciones de la realidad, de sus tendencias evolutivas fuertes y de las posibilidades de acción estratégica asentada en esa teoría.
No es casualidad, en modo alguno, que los años de gloria del pragmatismo yanqui, fueran los mismos que los años de surgimiento del descarado reformismo bernsteiniano y del debate del marxismo entonces representado fundamentalmente por Rosa Luxemburg con el camuflado pero por ello más peligroso reformismo kautskiano. El pragmatismo y el reformismo socialdemócrata tienen un punto de identidad: el conocimiento estratégico no importa porque lo decisivo son los «avances presentes», el menosprecio del programa estratégico revolucionario y en la prioridad de los llamados «avances prácticos» de acumulación de fuerzas parlamentarias, lo que exigía la supeditación de la lucha de clases al pragmatismo de las alianzas con la burguesía. Ese punto de identidad surge del contexto social de la época, de la fuerza de la ideología interclasista y de la debilidad numérica de la izquierda marxista.
Es cierto que el pragmatismo también se desarrolló en Europa, pero fue minoritario y fugaz porque, aquí, la clase burguesa tenía otras necesidades más prioritarias que en Estados Unidos, pero fue allí en donde triunfó como ideología justificadora del arrasador avance industrial tras la Guerra de Secesión de 1861 – 1865: el genocidio de las naciones indias, el aplastamiento de las resistencias obreras, la expansión por América Latina, la nueva forma de esclavización «democrática» de las masas negras oficialmente libres… esto y más tenía su justificación ideológica más efectiva en el pragmatismo de una joven burguesía yanqui que quería comerse el mundo cuanto antes y sin reparar en los desastres que ello acarrease.
Puede decirse que el pragmatismo fue entonces la más moderna sub-ideología burguesa porque era creada por la fracción más expansiva de las fuerzas productivas capitalistas, pero conforme el imperialismo yanqui empezó a sufrir derrotas y crisis, el pragmatismo inicial se ha ido dividiendo en ramas diferentes. Conforme Estados Unidos perdían poder desde la década de 1970, también lo hacía el pragmatismo en su forma clásica, que tuvo que adecuarse como neo-pragmatismo relacionado con el auge del postmodernismo, lo que implicaba el aumento del desprecio hacia el marxismo. Como veremos, desde la crisis de 2007 el prestigio intelectual del postmodernismo se ha hundido en el reformismo que ha girado hacia las tergiversaciones edulcoradas y falsarias del gramscismo y hacia el populismo laclausiano de Podemos, Syriza, etc., pero el prestigio del neo-pragmatismo se ha mantenido por este nuevo giro adaptativo que se hace en poco tiempo, como nos lo demuestra casi a diario Pablo Iglesias, por ejemplo, y EH Bildu en el documento citado.
Historia del pragmatismo
Llegados a este punto y para comprender lo que vendrá en los tres artículos sucesivos, tenemos que conocer los antecedentes filosóficos de los que surgió el pragmatismo. Su origen proviene del debate sobre la teoría del concepto tal cual se formuló por primera vez en la Grecia clásica: qué debía entenderse por lo «universal», es decir, lo que identifica en su esencia a determinado conjunto de cosas, aquello que se repite en ellas al margen de las diferencias en sus formas. Por esto se dice que el debate sobre lo universal fue el primer intento de solucionar el problema del concepto y por tanto del conocimiento.
Como sabemos, los griegos no pudieron resolver el problema de fondo porque, por sus condiciones históricas objetivas, no podían tener en cuenta el papel decisivo de la práctica humana en el proceso de conocimiento: esa incapacidad histórica, determinada por los límites estructurales impuestos por la propiedad privada esclavista al potencial del conocimiento humano, aparece en la contrarrevolución idealista de Sócrates y Platón y en las ambigüedades de Aristóteles. El hundimiento del saber greco-alejandrino y luego de Roma desde el siglo IV, con la práctica extinción de la economía dineraria, hizo que uno de los problemas decisivos de la filosofía, el del concepto como síntesis de las contradicciones, desapareciera de las inquietudes intelectuales porque la vida socioeconómica y política no generaba problemas suficientemente agudos como reactivar esas reflexiones fundamentales.
El debate volvió a surgir, pero más complejo, en los siglos XII y XIII porque se pasó del singular de «universal», al plural, a los «universales», porque la sociedad se había hecho mucho más compleja en ocho siglos. Pero ahora no se debatía desde la antigua visión pagana, sino de la agustiniano-platónica: el pensamiento remite a algo fuera del ser humano, a dios, que es la única «realidad», por lo que a esta corriente se le ha denominado «realismo». Pero por el lado contrario, surgió otra corriente que sostenía que los «universales» son los nombres que se dan a las cosas para identificarlas, reconociendo que las cosas existen fuera de nuestra conciencia y que el nombre que les damos responde a nuestra necesidad de conocerla. Esta corriente es el «nominalismo», que viene del latín nomina y era un avance materialista en el contexto del idealismo, por lo que, generalmente, los «nominalistas» chocaban con el poder papal arriesgándose a la represión.
La razón por la que el poder feudal rechazaba el «nominalismo» es el contenido sociopolítico del debate: ¿el pensamiento viene de fuera de la sociedad, de dios o viene de la materialidad social? Si es lo primero, hay que esperar a la voluntad de dios para cambiar la sociedad injusta porque la especie humana depende de un pensamiento «exterior»; más aún, ¿qué es la injusticia, cómo acabar con ella, si no podemos conocerla porque solo dios sabe lo que es? En el contexto medieval, los «nominalistas» sostenían que el pensamiento puede conocer la realidad social y natural porque los «universales», los nombres que ponemos a las cosas, salen de esa realidad material y social y no de dios. Por tanto, si la opresión y la injusticia pueden conocerse, también pueden superarse sin recurrir a dios, sin pedir permiso a la burocracia papal y feudal. Estas preguntas cuestionaban radicalmente el orden feudal y ahora mismo cuestionan el orden capitalista.
No debe extrañarnos, entonces, que los cada vez más numerosos movimientos de resistencia tendieran al «nominalismo», muchas de cuyas corrientes fueron perseguidas por heréticas, y que rechazaran el «realismo». En aquellas condiciones de vigilancia del poder y de miedo a la represión, pronto surgieron intentos de encontrar vías intermedias entre el idealismo de quienes se remitían a dios y el materialismo latente de quienes se remitían al conocimiento humano. Una de las vías fue el dogma tomista que intentaba unir el agua y el fuego, dios y el pensamiento humano, y otra fue la vuelta a la lógica aristotélica en el sentido de primar el uso del lenguaje, de los conceptos desligados de las contradicciones materiales y sociales, abriendo la vía a lo que sería más tarde el positivismo lógico con todas sus variantes.
Debemos contextualizar aquellos debates porque sabemos que desde el conocimiento actual el «nominalismo» tenía muchas limitaciones históricamente insuperables, pero, aun así y para su tiempo, era antagónico con la explotación feudal porque reflejaba en aquel contexto la «eterna» contradicción entre el materialismo y el idealismo. Con el desarrollo capitalista acelerado a partir del siglo XVI, los debates de los siglos XII y XIII adquirieron contenidos y formas más agudas porque las necesidades económicas y de opresión sociopolítica se habían agrandado: ya no se hablaba de «nominalismo» sino de «empirismo», de conocimiento aprendido con la experiencia práctica, continuando, como el materialismo, latente pero incluso reforzándolo con los avances de la ciencia y de la economía. Por su parte, el «realismo», sometido a las mismas presiones, se transformaría en «racionalismo», es decir, en la prioridad de la «razón» idealista sobre el pedestre conocimiento material, empírico.
Fue así, en el siglo XVII, cuando surgió una especie de proto-pragmatismo al calor de los avances científicos porque, ya entonces, esa ideología justificaba el avance de la ciencia sin tener que entrar en el debate peligroso entre materialismo e idealismo, que siempre tiene un contenido político. Todavía no se utilizaba la expresión «pragmatismo», pero su sentido ideológico siguió creciendo porque explicaba por qué los intelectuales progresistas –Hume en la mitad del siglo XVIII, por ejemplo– no se enfrentaban radicalmente al problema del origen y potencial revolucionario o reaccionario del pensamiento. Tampoco Kant en la segunda mitad del siglo XVIII se enfrentó a este problema crucial a pesar de su crítica a la «razón pura». La solución kantiana fue nadar y guardar la ropa, pero en beneficio del poder: condenó el derecho a la rebelión contra la injusticia, optó por el agnosticismo que se limita a decir que la realidad es incognoscible en última instancia y utilizó el término de «pragmatismo» como excusa para no enfrentarse materialmente a la opresión, sino buscar solamente una salida intermedia que facilite el desarrollo del «pensamiento» separado de las contradicciones sociales. Los reformismos posteriores tienen así en Kant su tutor filosófico.
Hegel se atrevió a lo que nadie se había atrevido hasta entonces a pesar de haber sido insinuado por la filosofía presocrática: la contradicción es el motor del pensamiento, por tanto, el pensamiento correcto solo es el revolucionario. Por decirlo, Hegel sufrió la marginación represiva y el espionaje policial. Ahora bien, Hegel se movía estrictamente dentro de la Idea, o sea, de la contradicción en la esfera de lo ideal, del Espíritu; además, no había resuelto todavía el problema del poder material de clase por lo que renunció al ideal de la revolución francesa cuando esta tuvo que aplicar la justicia revolucionaria –«dictadura jacobina»– para derrotar a la contrarrevolución monárquica. Hegel llegó al límite del salto cualitativo que bifurcaba la vía revolucionaria, seguida por Marx, Engels, etc., y la vía reformista, seguida por el pragmatismo norteamericano, y a otra escala por el reformismo socialdemócrata mediante Bernstein y Kautsky, como hemos visto.
Estamos ya en la segunda mitad del siglo XIX: la industrialización destroza las viejas creencias, la Guerra de Secesión yanqui otorga un poder tremendo a la burguesía del norte, los pueblos de África, Asia y América se resisten al colonialismo y sus burguesías tienden a claudicar ante el colonialismo occidental para mantener su poder, la I Internacional infunde pavor al capitalismo, avanza imparable la militarización de la ciencia, en 1871 estalla la Comuna de París… y la ideología burguesa del progreso se presentó en forma de pragmatismo como corriente ideológica con muchas variantes que coinciden, sin embargo, en esa fe en el progreso que se demuestra en sus resultados prácticos sin necesidad de grandes desarrollos teóricos.
La primera gran crisis del capitalismo mundial estalló en 1870 y se prolongó hasta 1890, gestando las contradicciones que estallarían en la guerra de 1914 – 1918. Desde 1878 Peirce había propuesto la tesis de que la práctica confirma al concepto, pero reduciendo mucho o negando la importancia del conocimiento teórico-científico; el problema era que Peirce no sistematizó sus ideas dispersas entre gran cantidad de artículos. En esta cuestión llevaba mucho retraso temporal y cualitativo con respecto al Marx de las Tesis sobre Feuerbach de 1845, tema crítico que no podemos desarrollar aquí. Volviendo al pragmatismo, fue W. James quien dio cuerpo a las deshilvanadas ideas de Peirce, dándoles un sentido metafísico y hasta idealista, lo que no le impidió ser un consecuente antiimperialista y duro crítico del expansionismo de su país. Tanto Peirce y W. James como otros intelectuales, Wright, Holmes, etc., que eran teólogos, sociólogos, zoólogos, tenían en común la herencia de Kant, Comte, Spencer, Bentham, Darwin… dieron cuerpo al pragmatismo que, con múltiples versiones, justificaba la expansión norteamericana al centrarse sobre todo en sus resultados «beneficiosos», sin entrar a debatir la licitud de sus métodos ni la solidez teórico-científica de sus tesis.
Al poco de superarse la crisis, la pujante burguesía yanqui era muy consciente de que necesitaba desbordar los ya estrechos límites de su «patio trasero», el saqueo de América Latina, para expandirse por el resto del mundo. Las conquistas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas eran justificadas por el triunfalismo pragmático: todo vale con tal de obtener más progreso, más civilización, o sea, más beneficio. Como hemos dicho, Peirce fue la figura dominante y era el más pro-kantiano de todos: el término de «pragmatismo» lo tomó precisamente de Kant, pero fue James el que unificó y dio sentido a las ideas sueltas de Peirce, acentuando aquellas que eran especialmente válidas para su fideísmo religioso que defendía que las ideas religiosas y morales estaban por su misma naturaleza fuera de la verificación científica.
El capitalismo yanqui necesitaba participar en la guerra de 1914. En 1908, Lenin criticó acerbamente el pragmatismo, en 1916 demostró teóricamente que el imperialismo generaba guerras y que solo la revolución podría impedirlo. El reformismo pragmático despreciaba al marxismo y despreció sus lecciones. El pragmatismo, además de expresarse en muchas corrientes diferentes, vivía totalmente desligado de las clases trabajadoras, aunque su ideología utilitarista le conectaba con la alienación pequeño-burguesa de amplios sectores de las masas. Por esto, sus propuestas, como el antiimperialismo de James y otros, no tenían plasmación práctica alguna y solo buscaban el ámbito académico, institucional e intelectual.
La «paz perpetua» de Kant, aceptada por algunos pragmáticos, no pudo evitar que en la primavera de 1917 Estados Unidos entrasen en la guerra pese a la fuerte campaña en contra de las izquierdas antibelicistas y antiimperialistas, lo que hizo que muchos de sus dirigentes terminasen en la cárcel por anti-patriotas. Este fue el primer «fracaso» –más adelante explicaremos el entrecomillado– aplastante del pragmatismo que nunca se había propuesto crear un movimiento sociopolítico de masas organizado que se guiase por una estrategia teóricamente asentada. Luego vendrían otros dos «fracasos» más.
Después de James fue Dewey quien adaptó el pragmatismo a las condiciones norteamericanas marcadas por la crisis de 1929, su agudización en 1933 y por la guerra mundial: Dewey proponía reforzar la democracia mediante la educación, el consejo de los expertos y la movilización pacífica e institucional. Sus aportaciones pedagógicas y la comisión neutral que presidió, para ver si eran ciertas las acusaciones contra Trotsky, indican cierto talante democrático que, aun así, nunca pretendió combatir radicalmente al capitalismo que permanecía incólume por la polisemia y ambigüedad política de Dewey.
La versión de Dewey del pragmatismo impregnó parte de la ideología del New Deal norteamericano en 1933 – 1938, según la cual el Estado tenía que intervenir abiertamente en la durísima crisis económica, iniciada en 1929, para amortiguar sus desastres sociales, porque estaba agudizando la lucha de clases a niveles insoportables para la burguesía. En 1931 y 1932 la solidaridad obrera y la ayuda mutua popular suavizaron en parte el desastre, pero en 1933 la crisis empeoró y a pesar de que en 1934 el New Deal reconoció algunos derechos sindicales más, las huelgas se multiplicaron. La represiva Ley Wagner, de 1935, no intimidó a la clase obrera que incrementó sus movilizaciones. Pero entonces el Partido Comunista de Norteamérica y los sindicatos por él controlados llamaron a la negociación, de modo que las luchas descendieron aproximadamente a la mitad, dando un respiro a la clase dominante que pudo aplastar con sangre la poderosa huelga del acero de Chicago en primavera de 1937, asesinando a 18 trabajadores.
Desde finales de 1937 se agravó la crisis estructural con una nueva recesión que volvió a condenar al desempleo a miles de trabajadores, que para entonces ya estaban bastante desmoralizados por la política del Partido Comunista. Además, empezaba la militarización masiva de la economía de cara a la guerra que se avecinaba, lo que hizo que se reabrieran fábricas cerradas, que se montasen otras nuevas y que se creasen puestos de trabajo: con estas condiciones a favor, el New Deal fue abandonado y entre 1938 – 1939 se cerraron centros de asistencia, se cortaron las subvenciones para la comida, se ilegalizaron huelgas y se reprimieron luchas. El capitalismo yanqui se salvó no mediante el reformismo pragmático de Dewey y otros, sino mediante la traición del Partido Comunista, la represión, la economía de guerra y la guerra misma en 1940. Este fue el segundo «fracaso» del pragmatismo.
Forzada por la lucha de clases, la burguesía europea utilizaba los componentes más reaccionarios de los autores citados que servían de base al pragmatismo yanqui. Otros, como el alemán Vaihinger, el vasco Unamuno, el francés Le Roy, el inglés Schiller, el español Ortega y Gasset, los italianos Aliotta y Papini, etcétera, tuvieron menos impacto debido a esas mismas razones. Las especiales condiciones de Estados Unidos permitían que el conservadurismo reaccionario se mantuviera relativamente oculto tras la euforia de la doctrina del «destino manifiesto» para dirigir al mundo hacia la «paz perpetua» kantiana. El optimismo pragmático lo inundaba todo y cuando su avance era frenado por algún pueblo trabajador recalcitrante que se resistía en su ignorancia a beneficiarse de las ayudas del «Tío Sam», entonces era invadido o sufría, y sufre todavía actualmente, un golpe de Estado descarado o encubierto. Era tan insoportable el contraste entre la ideología del progreso del pragmatismo y la realidad salvaje de los crímenes imperialistas que encubría, que Bertrand Russell, creador junto con Sartre y otras personas del Tribunal que juzgaba los crímenes norteamericanos en Vietnam, criticó muy duramente al pragmatismo como «borrachera de poder» a mediados del siglo XX.
El neo pragmatismo
Estados Unidos estaban llegando al límite de su poder imperialista a finales de la década de 1960, lo que se reflejaba en un ascenso de la lucha de clases en su interior. El neo pragmatismo surge entonces como reacción defensiva frente al deterioro interno y externo. El pragmatismo de finales del siglo XIX era ofensivo, el neo pragmatismo de un siglo después es defensivo y supone un retroceso hacia la supremacía del lenguaje en detrimento de la certera crítica teórica de las contradicciones sociales que genera una verdad que guía la acción revolucionaria. En 1979, cuatro años después de la derrota de Vietnam, Rorty publica La filosofía y el espejo de la naturaleza, obra que con la excusa de la crítica de la filosofía convencional, de hecho renuncia a toda visión teórica de la realidad, porque Rorty ataca no solo a la filosofía analítica, sino a la misma historia del debate entre «nominalismo-empirismo» y «realismo-racionalismo»: así el relativismo subjetivo se impone sobre las constantes descubiertas con la práctica.
La explotación yanqui logra que entre 1970 y 1990 los salarios reales bajen un 19% y que la productividad aumente un 25%. En 1989, la economía comienza uno de sus estancamientos más largos y la Administración Bush se lanza ferozmente contra la clase trabajadora. Ese mismo año Rorty publica Contingencia, ironía y solidaridad, texto en el que arremete contra los problemas sociales concretos, aislados, contingentes, es decir, al haber renunciado a una concepción teórica de las contradicciones sociales, se limita a narrar hechos azarosos, circunstanciales, particulares: no existe una lógica capitalista que cohesiona las múltiples opresiones en aras de aumentar la tasa media de ganancia y que planifica estratégicamente el expolio imperialista. Dado el carácter fortuito de los problemas aislados entre sí, solo resta la visión «irónica» de la invertebración y del calidoscopio social multicolor y multiforme, y, junto con la «ironía», la mera y simple «solidaridad» interna a los grupos afectados. Estamos ante un conservadurismo duro disfrazado de reformismo blando.
Rorty publica en 1999 Forjar nuestro país, en el que hace un repaso de las debilidades y errores de la intelectualidad progresista yanqui desde la derrota de Vietnam en 1975, pero sin proponer una estrategia radical, a lo sumo proponiendo adecuar a 1999 las ideas de Whitman y Dewey, realizar una «moratoria de la teoría» postmoderna y rimbombante, y reforzar el «orgullo americano» del ideal democrático de los dos intelectuales citados. Ahora bien, Rorty insiste en que no es positiva la militancia en organizaciones marxistas, precisamente cuando un informe de ese mismo 1999 indicaba que el 20% de la población tenía el 49% de la riqueza del país y el 40% más pobre solo el 13%.
El neo pragmatismo de Rorty no veía necesaria una teoría que explicase el porqué de esas diferencias ni tampoco la necesidad de organizarse para superarla. Hilary Putnam, C. West, etcétera, no añaden nada cualitativo a lo ya dicho: a diferencia de la praxis marxista, esta ideología se coloca a la defensiva buscando mejorar el sistema norteamericano con reformas de su sistema institucional, sin crear organizaciones revolucionarias que ayuden a cohesionar las luchas incomunicadas entre sí, que elaboren un proyecto estratégico de destrucción del Estado burgués y de construcción de un poder obrero y popular orientado a su autoextinción. Semejante incapacidad para entender la dialéctica entre la organización y la clase trabajadora explica su tercer «fracaso».
Una identidad esencial presente en todas las corrientes del pragmatismo es el rechazo de la crítica marxista del capitalismo. Las contradicciones objetivas de este modo de producción –objetivas en su sentido fuerte, es decir, que existen antes y a pesar de la voluntad subjetivas de las clases sociales, de los pueblos expoliados, de las mujeres machacadas, etc. no son tenidas en cuenta por el pragmatismo. Más en especial, el materialismo histórico y su metodología dialéctica son rechazadas por el pragmatismo no solo porque no admite la teoría del valor, de la plusvalía, del trabajo abstracto, del Estado y de su violencia, etcétera, sino porque, por ello mismo, también es inconciliable con su filosofía de la praxis, con su ética militante.
La crisis de 2007 desencadena otra devastación social, que se aplica gracias, entre otras cosas, a las medidas represivas aprobadas a raíz del 11-S-2001. La Administración Obama, felicitada pragmáticamente por la izquierda abertzale de 2009, prometió el oro y el moro pero incumplió sus promesas. Sobre la actual Administración Trump, felicitada por el reformismo abertzale en otro claro ejemplo de pragmatismo, no merece la pena añadir nada. Durante esta tercera gran crisis, la burguesía yanqui ha aplicado todos los métodos salvajes que ha necesitado. Ahora, la «democracia» de Rorty, Dewey y otros ideólogos reformistas ocupa el lugar 36 del mundo en abastecimiento de agua y saneamiento, tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, el 25% de la juventud es pobre mientras que en la OCDE el 14%, ocupa el puesto 35 de desigualdad y pobreza en una lista de 37 países, el coeficiente GINI sobre la desigualdad demuestra que es el país más desigual de Occidente…
En las tres grandes crisis estructurales que azotaron a Estados Unidos y al capitalismo mundial, el pragmatismo ha jugado el papel de desviar las demandas obreras y populares al laberinto institucional, porque cree que es el único medio posible para avanzar hacia lo que define como «democracia». El pragmatismo ha defraudado las esperanzas que en él ponían quienes creían en su eficacia, y en este sentido podemos hablar de «fracaso», pero en realidad, han sido tres grandes servicios realizados al capitalismo.
Este y no otro es el pragmatismo anglosajón que asume Bildu: hay que abandonar para siempre el estudio de los debates sobre la capacidad del conocimiento humano para descubrir qué es la realidad, hay que olvidar que esos debates sostenidos en el tiempo responden a las contradicciones sociales y a las necesidades naturales objetivas, hay que menospreciar las lecciones aprendidas con derrotas y victorias y que convertidas en teoría pueden evitarnos cometer errores garrafales, hay que negar el valor de la historia, en definitiva, aunque ello implique negar o relativizar casi hasta lo absoluto que la especie humana es capaz de conocer la realidad para vencer las injusticias que padece.
Por el contrario, hay que buscar pactos con la burguesía, e incluso hay que utilizar las «posibilidades» que ofrece el sistema constitucional español –como analizaremos en otro artículo– para «avanzar» a la soberanía entendida en el sentido interclasista. Pero de la misma forma en que el pragmatismo no ha logrado mejorar las condiciones de vida y trabajo de la humanidad ni de Estados Unidos, tampoco lo conseguirá en Euskal Herria.
El retroceso cualitativo entre lo que fue Herri Batasuna y lo que es EH Bildu, del mismo modo que el existe entre lo que fue Egin y lo que es Gara, se ha realizado durante la involución reformista de la inicial estrategia independentista y socialista, al pragmatismo anglosajón que ha llegado a emplear términos en inglés en los documentos de EH Bildu. La pregunta decisiva es: ¿en qué medida Sortu, LAB, Ernai… asumen cabal y plenamente la ideología burguesa del pragmatismo? Antes de responder es necesario analizar en los tres artículos que seguirán a este cómo se aplica el pragmatismo en problemas reales que surgen cuando se pretende transitar el sendero De la autonomía a la soberanía.
Petri Rekabarren
3 de mayo de 2018
Un comentario
Y cuándo habla de crear la Izquierda Abertzale? Supongo que habrá que esperar a la cuarta entrega, con Petriko lo de sintetizar no vale.