«Es tiempo de claridad». La frase es de Pérez Rubalcaba, y con ella persigue restar importancia y credibilidad a la decidida apuesta de la izquierda abertzale por las vías democráticas. Alvarez-Solís asegura que «condenar a todo un colectivo social como responsable de crimen, y aún más, de crimen potencial, sólo puede hacerlo quien maneja el poder autocráticamente y en su propio y excluyente provecho».
Vivimos una desgraciada época en que la ruina de los valores ha dado paso al triunfo de los dogmas, que son la ceniza inerte de la hoguera en que se ha consumido la ética. En cualquier momento del ejercicio social, económico o político aparece el dogma y clausura la libertad de invención, ese gran producto ético. Hace unos días, el pernicioso ministro del Interior que padece España, Sr. Pérez Rubalcaba, declaraba que el trabajo de la izquierda abertzale a fin de establecer un camino para resolver políticamente la cuestión vasca constituye «un ejercicio inútil». Y clausuraba esta búsqueda de la paz mediante el ejercicio de la libertad con una terminante afirmación: «Es el tiempo de la claridad». La frase resuella como la guadaña en la hierba. Uno se pregunta cómo la claridad, es decir, la luz, se puede contraponer a la petición de hacer política, que es el horno en que se cuecen las ideas surgidas de la vida colectiva.
Y ahí es donde empieza la dogmática ministerial. El ministro del Interior avisa a los abertzales de izquierda que si quieren entrar en el juego democrático tendrán que someterse a sus «reglas claras». Pero ¿qué reglas son esas? La democracia, desde los tiempos de Pericles, se entiende como gobierno popular o gobierno regido por el pueblo. Es un concepto simple y fundamental que se explica por sí mismo y que posee una sola regla: la voluntad de crear realidad mediante la acción del pensamiento liberado.
Más aún: la democracia es, a la vez, producto y regla de sí misma por partenogénesis. Una democracia reglada de forma más compleja y amplia ‑pongamos de ejemplo la Ley de Partidos- constituye un producto contaminado mortalmente por el poder que determina esas reglas. Y esas reglas no pueden solaparse haciéndolas depender, por ejemplo, de cualquier concepto aunque se reclame de protector de la libertad.
La misma supeditación de la exigencia democrática a la ausencia de violencia, la violenta. La democracia es constitutiva de paz per se con independencia del contorno o del entorno, que han de depurarse en el ejercicio democrático. Pero ahí crece el torrencial dogmatismo ‑esa insidiosa violencia pasada por agua bendita- del ministro. El ministro establece que los abertzales de izquierda no son lo que son, sino piezas de una organización militar. Soslaya aclarar si esas piezas han de examinarse una por una o han de condenarse en conjunto. Llega, por tanto, a establecer que mientras ETA exista todo aberzale de izquierda está armado. Sus ideas no forman parte de un dispositivo intelectual que diseque lo complejo para hallar un posible ADN común, sino que actúan como una herramienta de aniquilamiento masivo.
Su voluntad de demolición le determina a pedir que el abertzalismo progresista ha de validarse desarmando a ETA, como si ETA no fuera una realidad sustantiva que funciona desde sus propias ópticas y decisión. No ha conseguido desarmarla ni el ministro. Es decir, que si el ministro afirma que «es tiempo de claridad», corrompe su mensaje fundiendo en una única sustancia lo propio de ETA con lo propio del abertzalismo político.
Y esto no lo hace con la exigencia, como quiere un recto Derecho Penal, de probar sujeto por sujeto que actúa armadamente sino constituyendo en sujeto armado a todo el abertzalismo de izquierda, con lo que, además, crea un monstruoso y hasta ahora desconocido sujeto penal. El Derecho Penal del ministro es un Derecho óptico ¿Es esa la claridad que demanda el ministro? Es lástima que su colega de Justicia no explique al Sr. Rubalcaba que los delitos necesitan autores concretos y acciones concretas; que es perverso hacer del Derecho una interpretación analógica y extensiva, con construcción inductiva de pruebas, pues tales interpretaciones acaban siempre en la dictadura.
Condenar a todo un colectivo social como responsable de crimen, y aún más, de crimen potencial, sólo puede hacerlo quien maneja el poder autocráticamente y en su propio y excluyente provecho. Eso lo hizo Hitler con los judíos, con lo que al eliminar a los inocentes redimió de antemano al judío racista y genocida. Un «quien», además, capaz de hurtar el corazón de la democracia para incorporarlo a su relicario. ¿Y qué contiene el relicario del señor ministro? ¡Qué simple es siempre el cerebro de los dictadores!
Es sumamente peligroso establecer reglas, cualesquiera sean, para la democracia. En primer lugar, porque la democracia es un soporte colectivo, como el aire o como la luz. Nadie que adjetive o reglamente el aire o la luz puede escapar a la soledad humana y moral que conlleva esa operación antinatural. Y no es posible vivir en soledad sin que se deteriore el propio ser, que se irá disolviendo en su propia limitación. La democracia o es plena en toda su dimensión o deja de ser democracia. La democracia no funciona por tallas ni es admisible hacerla crecedera como los pantalones de los niños pobres.
Si pudiera tomar café con él ‑aunque el café me pone muy nervioso- yo le diría al señor ministro que está agotando demasiado deprisa, con urgencia peligrosa, las posibilidades de manipulación constitucional, aunque se trate de la enteca Constitución del 78. Me sorprende mucho siempre que desde Madrid se niegue reiteradamente la revisión constitucional cuando es Madrid quien ha convertido la Carta Magna en papel mojado. No hay democracia real que pueda inscribirse en esa Carta, pero acaban de disolverla las constantes y rudas iniciativas que denotan opresión o falta de fe en la propia ley que se dice observar.
La Ley de Partidos, pongamos por caso, es una Constitución paralela, una para-Constitución. Como en los embudos, la Constitución tiene una embocadura relativamente ancha, pero su salida es angosta y oscura. Claro que todo eso es la consecuencia de que los padres constituyentes sufrieran de eyaculación precoz. Así les salió rácano el autonomismo.
El autonomismo español es un modesto regionalismo vigilado estrechamente por los delegados del Gobierno con la asistencia de la Guardia Civil, un cuerpo que incluso logró superar el 23‑F sin que en ningún momento se hablara a carta descubierta de disolverlo por su toma violenta del Parlamento y su arraigo franquista, que llevó al fusilamiento de los guardias que en Catalunya sirvieron lealmente a la República. Terrible represalia que nadie recuerda en estos momentos de una extraña recuperación de la memoria histórica. Yo me pregunto si acerca de todo ello no habrá pensado algo el juez Garzón, que tan enaltecido está siendo por sus servicios a la libertad. Perseguir al genocida Sr. Pinochet o a otros grandes criminales es siempre tarea que se debe considerar, pero hay tantas cosas a mano… En fin, se trata de una nota pasajera y al margen de lo que hoy nos ocupa.
Estoy de acuerdo con la literalidad de la frase: «Es tiempo de claridad». Pero la claridad ¿ha de iluminarlo todo para que la libertad sea tal o ha de confundir a la razón para que proceda miopemente? Esta es la cuestión. A mí me produce un vivo temor cuando los gobiernos de Madrid, que aunque sean de distinto color son de la misma obediencia, afirman que van a proceder con claridad. Siempre me parece que acabarán proyectado un arco iris producto de introducir una luz cenicienta entre las nubes de la tormenta.
El país español es muy propenso a pasmarse con estos aguaceros ante los que uno solamente puede servirse de un escaso paraguas. Sobre la cuestión vasca uno constata ‑o verifica- una vez más que la falsificación de conceptos fundamentales, como el de democracia, es lo normal y repetido. La democracia española es como el bacalao, que se seca al aire.