El historiador Josep Fontana recoge en el artículo «A los 100 años de 1917. La Revolución Rusa y nosotros» la siguiente reflexión del escritor y periodista austriaco Karl Kraus, formulada en 1920: «Que Dios nos conserve para siempre el comunismo, para que esta chusma –la de los capitalistas– no se vuelva aún más desvergonzada (…) y para que, por lo menos, cuando se vayan a dormir sufran pesadillas». Fontana escribe que el socialismo «realmente existente» mostró sus limitaciones cuando en 1968 los tanques soviéticos irrumpieron en Praga; pero también niega –en la obra colectiva 1917. La Revolución rusa cien años después (Akal, 2017)– que hoy existan alternativas reformistas como la que en el pasado representó la socialdemocracia.
El historiador catalán fallecido en agosto dibuja este panorama y cita al economista Gabriel Zucman, uno de los autores del Informe sobre la Desigualdad Global (World Inequality Global, 2018): el 1% de personas con mayores ingresos a escala global percibió –en los últimos treinta años– el 27% del crecimiento total de los ingresos. En este contexto de desigualdades crecientes, Josep Fontana tituló ¿Por qué nos conviene estudiar la revolución rusa? una conferencia impartida con motivo del centenario de la revolución.
Tal vez aporte alguna respuesta el artículo «Do feudalismo imperial tsarista á revolución: o modelo xurídico do novo estado plurinacional operario», publicado por el profesor de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidade da Coruña Xosé Manuel Carril Vázquez. El investigador ha participado en una jornada sobre los procesos constituyentes y la revolución soviética, celebrada en la Faculat de Ciències Socials de la Universitat de València. Xosé Manuel Carril distingue tres etapas en el constitucionalismo soviético: la primera, de la que forman parte las constituciones de 1918 y 1924, se corresponde con la «fase de transición» del capitalismo al socialismo; el segundo periodo (texto constitucional de 1936) es ya la etapa de la «victoria del socialismo»; la tercera etapa incluye la cuarta Constitución (y última de la URSS), aprobada en 1977 durante la presidencia de Brézhnev y reformada en tiempos de Gorbachov; la ley suprema de 1977 afirma que en la Unión Soviética ha sido construida la sociedad socialista desarrollada, un punto de tránsito en el camino hacia el comunismo.
La Constitución de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR), aprobada en julio de 1918, constaba de 17 capítulos y 90 artículos. El título I recogía la Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, que en enero había ratificado el III Congreso de los Soviets de toda Rusia y comenzaba del siguiente modo: «Rusia es declarada República de los Soviets de diputados obreros, soldados y campesinos, a los que pertenece todo el poder central y el poder local». Por esta razón, «no puede haber ningún lugar para estos (los explotadores) en un órgano cualquiera de los soviets» (Artículo siete).
Además los derechos de sufragio estaban claramente enunciados en los artículos 64 y 65; en síntesis, podía ejercer el voto o ser electa a los soviets la ciudadanía mayor de 18 años que desarrollara un trabajo productivo (o que hubiera perdido de cualquier modo su capacidad profesional); de estos derechos estaban privados, entre otros, empresarios y comerciantes privados, eclesiásticos y tanto policías como funcionarios de la Rusia zarista. Por otra parte, la Declaración de los Derechos para los Pueblos de Rusia, de noviembre de 1917, tuvo eco en este primer ordenamiento constitucional que se fundamentaba en la «libre unión de las naciones» y rechazaba el imperialismo. Es una idea que perduró. Así, la Constitución soviética de 1924 establece en su primera parte y en el Artículo cuatro que cada República «tiene el derecho de salir libremente de la Unión»; este principio se recoge asimismo en la Constitución de 1936.
Xosé Manuel Carril Vázquez subraya cómo el texto constitucional de 1918 era «contundentemente claro» en el artículo tercero. No solo marcaba como fin implantar la dictadura del proletariado y del campesinado más pobre, sino que anuló la propiedad individual de la tierra (sin indemnización) para repartirla entre las masas de trabajadores; se declararon «bienes públicos» el suelo, las aguas, las granjas y los bosques; se instituyó el trabajo obligatorio («quien no trabaja no come», según las constituciones de 1918 y 1936); el control de la industria, los ferrocarriles y las minas por parte del Consejo Supremo de la Economía Nacional; se ratificó la nacionalización de los bancos y anularon los préstamos suscritos por los gobiernos zaristas, además de formarse el Ejército Rojo.
«El nuevo Estado se preocupó por la regulación legal de las cuestiones estrictamente obreras desde sus inicios», explica el docente en el libro Bolxeviques 1917 – 2017 (Xerais). De ahí la promulgación del Código del Trabajo (diciembre de 1918), que reglamenta el derecho a trabajar «siguiendo la vocación y de acuerdo con un salario fijado según la clase de trabajo»; también establece excepciones a la obligación de laborar, entre otras, las de personas menores de 16 años, los mayores de 50, los incapacitados –de manera temporal o permanente- por accidente o enfermedad; y las mujeres en las ocho semanas anteriores y ocho posteriores al parto.
Entre las materias objeto de regulación figuraba el pago de subsidios por desempleo y enfermedad, pero también la duración de la jornada laboral (que no podía superar las ocho horas en el trabajo de día, las siete en el nocturno, ni las seis horas en el caso de los menores de 18 años o los empleos más duros); el código laboral reglaba además las causas y procedimientos para el despido; la duración de los periodos de prueba; las condiciones para la cesión de trabajadores; la producción y eficiencia en la gestión de las instituciones, empresas públicas y privadas (lo que incluía las buenas condiciones de las máquinas y herramientas de trabajo) y las funciones reconocidas a las inspecciones de trabajo y sanitaria para la protección de los obreros.
Xosé Manuel Carril Vázquez participó en el libro colectivo La revolución rusa de 1917 y el Estado, coordinado por Joan Tafalla y publicado por El Viejo Topo, con el artículo «Los primeros pasos del derecho revolucionario soviético y el impacto de su legislación laboral y de seguridad social». Recuerda que en 1922 entró en vigor en la Unión Soviética un nuevo Código de Leyes Laborales, de 192 artículos, más extenso que el anterior y que afectaba a aspectos de la vida laboral como las formas de contratación, los convenios colectivos, la seguridad social, el aprendizaje y los salarios e indemnizaciones; asimismo se regulaba la jornada de trabajo y los tiempos de descanso; los sindicatos y sus órganos en las empresas, las instancias para la resolución de conflictos; y el trabajo de las mujeres y los menores de edad también fueron objeto de reglamentación.
Carril Vázquez establece diferentes puntos de comparación para entender el alcance del derecho revolucionario soviético. En primer lugar con el Código de las Leyes del Imperio Ruso, que entró en vigor en 1835, en tiempos del zar Nicolás I y cuya primera edición constaba de 36.000 artículos (la tercera, de 1897, rondaba los 90.000). El jurista gallego resume en tres rasgos el Derecho de la Rusia zarista: «autocrático, imperialista y clasista». Pero podían establecerse otros parangones. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) se fundó en 1919, como parte del Tratado de Versalles que siguió a la Primera Guerra Mundial. «La OIT conocía bien aquello que la URSS estaba legislando en materia de trabajo y seguridad social desde 1917; la regulación que hizo la Unión Soviética fue, en muchas ocasiones, más protectora que la establecida en los convenios del organismo internacional», resalta el profesor de la Universidade da Coruña. Por ejemplo, respecto a las prestaciones de la seguridad social por accidentes laborales, vejez, defunción o desempleo; o en relación con el tiempo de trabajo, la edad mínima para laborar y la protección de la maternidad.
Aprobada en el VIII Congreso de los Soviets y bajo el mandato de Stalin, la Constitución de 1936 disponía en el artículo 134 que todos los soviets de diputados son electos por sufragio universal, directo y secreto. En la economía de la URSS regía, según la norma suprema, el plan estatal y dos formas de propiedad socialista (artículo 5): la estatal, que pertenecía al conjunto del pueblo; y la cooperativa agrícola koljosiana, en la que además de la hacienda colectiva cada hogar podía contar con una propiedad personal, vivienda, ganado y pequeños aperos de labranza. El trabajo continuaba siendo un eje vertebrador de la sociedad soviética, hasta el punto de considerarse «causa de honor» para cada ciudadano con aptitudes.
Así puede advertirse en el capítulo constitucional dedicado a los derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos (artículos 118 a 133), que reconocía la jornada laboral de siete horas (seis para los trabajos que implicaran mayor dificultad y cuatro horas para los especialmente penosos) y el derecho al descanso, además de las vacaciones anuales pagadas y una red de clubes, sanatorios, y balnearios para los obreros. El Estado (artículo 120) también garantizaba –mediante los seguros sociales– la cobertura económica de los desempleados, enfermos y personas mayores. Por otra parte, al derecho a la instrucción gratuita se agregaba el sistema de becas estatales; el derecho a la enseñanza incluía, según la Constitución de 1936, la formación técnica y agronómica (gratuita) en las fábricas, koljoses y sovjoses. Otro punto destacado era el reconocimiento de la igualdad plena de derechos, en todos los ámbitos, entre mujeres y hombres; el Artículo 122 complementaba este principio con las ayudas estatales a las madres de familia numerosa, las madres solas y las vacaciones pagadas a la mujer en caso de embarazo.
Enric Llopis
8 de noviembre de 2018