Un lector del blog preguntó, en la sección Comentarios, si la consigna del Frente de Izquierda, «ruptura total con el FMI», en el actual contexto, es de tipo transicional. Las consignas transicionales son aquellas que, en principio, impulsarían a las masas trabajadoras a avanzar en transformaciones socialistas, ya que no se pueden conseguir en el sistema capitalista. Por ejemplo, el control obrero de la producción es inaplicable en las condiciones normales del modo de producción capitalista. Solo se puede efectivizar en un sentido revolucionario en una situación revolucionaria, o con la clase obrera en el poder; si no existen estas condiciones, el control obrero es mera colaboración –vía alguna burocracia sindical– con la clase capitalista y el Estado.
Pues bien, nada indica que la demanda de ruptura con el FMI sea, en sí y por sí, una medida transicional. Un país se puede retirar del Fondo sin que para ello sea necesario transformar en algún sentido profundo las relaciones de propiedad existentes. Más aún, un país podría retirarse del FMI y continuar siendo, sin embargo, dependiente del crédito internacional. Por ejemplo, si padeciera déficits en su balanza de pagos –déficit en su cuenta corriente, salida de capitales, pérdida de reservas internacionales- estaría subordinado a las exigencias de los prestamistas, estuviera o no adherido al FMI. En ese marco, lo menos que se puede decir es que la mera salida del FMI no aportaría gran cosa a la solución de los problemas económicos.
Tampoco el no pago de la deuda es transicional
Precisemos también que la exigencia del no pago de la deuda externa tampoco es, en sí misma, una demanda transicional. De hecho, a lo largo de la historia, han sido muchos los países que dejaron de pagar sus deudas, sin que ello haya impulsado transición alguna al socialismo. En una nota anterior (aquí), cité el trabajo de Reinhart y Rogoff, This Time is Different: A Panoramic View of Eight Centuries of Financial Crises (NBER, abril, 2008), que muestra la recurrencia de defaults de deudas externas. Entre otros datos: «[…] desde su independencia al 2006, Argentina defaulteó 7 veces; Brasil lo hizo en 9 oportunidades; México en 8; Venezuela en 10. México, Perú, Venezuela, Nicaragua, República Dominicana y Costa Rica estuvieron en cesación de pagos o reestructurando aproximadamente el 40% de los años transcurridos desde que lograron la independencia hasta 2006. En el siglo XIX España defaulteó 7 veces; es el récord, pero Austria lo hizo 5 veces. Grecia 5 desde 1829, pero más del 50% de los años estuvo en default o reestructurando».
La realidad es que los defaults están en la lógica de toda crisis capitalista: «… las fases alcistas son seguidas por crisis de sobreproducción, con violentas caídas de los precios y los valores. La acumulación de deudas por parte de los gobiernos, y su posterior liquidación violenta, no es ajena a esta dinámica. Es que los defaults de las deudas externas de los gobiernos forman parte de las desvalorizaciones de capitales, que acompañan toda crisis (lo que Marx llamaba las «revoluciones de los valores»). El repudio de las deudas o su pago con moneda envilecida, son las vías por medio de las cuales se realizan esas desvalorizaciones. Por esto también, en determinado punto, los representantes del establishment económico admiten que la única salida para restablecer la acumulación del capital pasa por el default y la reestructuración de las deudas» (ibídem).
Una consigna no es «en sí y por sí» transicional
En todo lo anterior lo más importante es entender que una consigna, por sí sola, no es transicional. Esta cuestión la explicó en su momento Engels, en crítica a Heinzen, un izquierdista que exigía la aplicación de medidas de transición al socialismo. En oposición, Engels señaló que se trataba de medidas imposibles de lograr en una situación pacífica, de dominio normal de la burguesía (véase aquí). Y si se intentaba aplicarlas en esas condiciones, se transformaban en quimeras, propias de esos reformadores sociales que buscan cambiar a voluntad las relaciones económicas. En otros términos, pasan a ser absurdos lógicos –en particular, es un absurdo lógico exigir al Estado burgués que aplique medidas de transición al socialismo.
La idea más importante es que las medidas del programa de transición –control obrero, reparto de horas de trabajo hasta acabar con la desocupación, obligación de trabajar, etcétera– no tienen un carácter transicional «en sí y por sí», esto es, separadas del resto de medidas. Esta cuestión fue explicada por Marx y Engels en el Manifiesto comunista, donde presentan un programa de tipo transición a ser aplicado por un gobierno revolucionario. Cada consigna, en sí misma, es insuficiente e insostenible: «[…] desde el punto de vista económico parecerán [las medidas transicionales] insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasarán a sí mismas y serán indispensables como medio para transformar realmente todo el modo de producción». Por eso años más tarde Marx desestimaría la política de un reformador social estadounidense, Henry George, quien exigía que la renta de la tierra fuera pagada al Estado. Marx planteó que se trataba de una medida transicional del tipo de las contenidas en el Manifiesto Comunista, pero que tomada de forma aislada, solo era una panacea de los economistas burgueses radicales (véase carta a Sorge, 20 de junio de 1881).
Pues bien, este criterio se aplica a las relaciones de Argentina con el FMI y la deuda externa. La ruptura con el FMI y el no pago de la deuda externa, para adquirir un carácter progresista –o sea, favorable a la clase obrera– deben estar articuladas con toda otra serie de medidas radicales. Por ejemplo, es imposible decretar un cese del pago sin que haya fuga de capitales; la cual debería ser enfrentada con medidas más radicales; pero para ello se necesita poder; con lo cual volvemos a encontrarnos con el argumento que Engels oponía a Heinzen: si no hay poder revolucionario capaz de aplicar de manera articulada el programa, todo queda a mitad de camino… y prepara la vuelta a la situación anterior.
En este punto, precisemos también que incluso dentro de un eventual marco revolucionario, un gobierno socialista puede verse obligado a negociar las condiciones del pago, al menos parcial, de la deuda; como estuvieron dispuestos a hacerlo los bolcheviques con sus acreedores, en 1922, en la reunión internacional de Génova. Esto es, la progresividad de la medida siempre debe evaluarse en relación a los objetivos que pueda plantearse una revolución triunfante, en una situación concreta determinada (véase también la crítica de Lenin a los ultraizquierdistas en «El izquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo»). Todo lo demás es palabrerío hueco (o exaltación del nacionalismo burgués reformista). Hay que decirlo con todas las letras: el default de la deuda por parte del Estado burgués no encierra, en sí, carácter socialista alguno. Son simplemente idas y vueltas para renegociar con los acreedores y sostener la continuidad de la explotación del trabajo.
Por último, y como hemos señalado en otros escritos –particularmente en «Crítica del Programa de Transición»– es necesario distinguir el programa mínimo y el programa máximo. El programa mínimo reúne las demandas que, en principio, se pueden obtener sin cuestionar la relación de explotación capitalista. Por ejemplo, la exigencia de aumento salarial, mejora de condiciones laborales, ampliación de libertades democráticas. El programa máximo condensa los objetivos, la abolición de la propiedad privada del capital en primer lugar. Esta distinción –que está en la tradición del movimiento socialista– cobra especial relevancia en períodos de retroceso, a nivel global, de la clase obrera y de las ideas del socialismo.
Rolando Astarita
2 de mayo de 2019
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