Hace 70 años, en el Hôtel du Parc de Mont-Pèlerin, Suiza, se reunieron 36 empresarios, economistas, historiadores, filósofos y periodistas del más alto nivel, con el objetivo de articular los esfuerzos académicos, económicos, políticos y en materia de comunicación para imponer la doctrina neoliberal. El austriaco Friedrich A. Hayek advirtió durante los intercambios que la batalla por las ideas iba a ser determinante y demorarían en ganarla, al menos, una generación. La cruzada no se limitaría al renovado antagonismo entre capitalismo y socialismo; debían cargar también contra los presupuestos de John Maynard Keynes que sustentaban el Estado de bienestar en Europa Occidental y el New Deal (Nuevo Trato) norteamericano —política desplegada por Franklin D. Roosevelt con fines electorales, que pretendió transmitir la imagen de unos Estados Unidos empeñados en la reforma de su administración interna y relaciones internacionales para hacer frente a la Gran Depresión de 1929, que puso en riesgo la supervivencia del sistema.
La Sociedad de Mont-Pèlerin, creada como resultado del encuentro, puso en claro que el neoliberalismo no era una corriente de política económica, ni se reducía a un simple programa de gobierno. Era una manera de concebir el mundo desde la preponderancia del individualismo extremo, con un marco de actuación social desregulado; una concepción ideológica que implicaba un ideal de sociedad con cánones políticos, económicos, jurídicos y educacionales enraizados en los fundamentos del liberalismo económico neoclásico que emergió en la segunda mitad del siglo XIX para enfrentar los postulados de Adam Smith, David Ricardo y Carlos Marx; aunque sostenían con Smith que la mano invisible del mercado constituye el mecanismo idóneo para movilizar los instintos más profundos del ser humano en pro del bien común.
Tres lustros más tarde, otro asistente a Mont-Pèlerin: Milton Friedman, con Capitalismo y libertad aportó el manual necesitado por el neoliberalismo para su implementación, sustentado en el más cínico darwinismo social:
Las libertades económicas que proporciona el mercado incluyen la libertad de morirse de hambre, para usar una frase muy querida por los enemigos del mercado. El mercado le garantiza al individuo la libertad de aprovechar al máximo los recursos que están a su disposición, siempre que no interfiera con la libertad de los demás de hacer lo mismo. Pero no garantiza que tendrá los mismos recursos que otro. Los recursos que pueda tener reflejan, en gran medida, los accidentes de nacimiento, herencia y previa buena o mala fortuna. Y no hay nada que pueda evitar que conduzcan a una gran disparidad en riquezas e ingresos. Para muchas personas, estas disparidades son moralmente repugnantes y plantean difíciles problemas éticos que no pueden explorarse aquí (Friedman, 1966: 5 – 6).
La ley de la selva. No importaba en qué rincón del planeta estuviese un país ni cuáles fueran sus condiciones de desarrollo histórico, económico y social; Friedman sostuvo como hecho irrefutable que la libertad solo podía alcanzarse en un capitalismo «competitivo» de orientación neoliberal, e instó a los individuos a asociar consumo y bienestar material con libertad: «…la libertad económica es un fin en sí misma» (Friedman, 1966: 22).
Capitalismo y libertad constituye un panegírico a la economía de mercado, con disfraz científico para encubrir su esencia ideológica. Friedman alegó que la competencia era la única fuerza capaz de generar el bienestar del consumidor y conminó al individualismo sobre un presupuesto engañoso: las personas conocen sus intereses mejor que un funcionario del gobierno o que cualquier otra institución. Según afirmó, el libre mercado es el único medio eficaz de organizar los recursos; abogó por desmontar toda regulación que obstaculizara la acumulación de capital, sin importar los costos sociales, e incitó a subastar cualquier activo público, en primer lugar, los correspondientes a salud, educación y seguridad social. Llamó a implementar recortes drásticos de los fondos para programas sociales y a dejar los precios —incluida la contratación de la mano de obra— a merced del mercado. En materia de comercio internacional, exhortó a eliminar las barreras establecidas por los Estados para proteger su industria y al empresariado local; en fin, la Tierra a disposición del capital financiero y de las grandes transnacionales.
Poco a poco la ideología neoliberal se abrió paso. La puesta en práctica en Chile y su extensión al resto del Cono Sur —de la mano de la Operación Cóndor que, supervisada por la CIA, desapareció a decenas de miles de militantes de izquierda en toda el área— le sirvieron de ensayo; mientras la llegada al poder de Margaret Thatcher, en 1979, y de Ronald Reagan, en 1980, acabaron por sepultar la idea del Estado de bienestar en Europa.
El desmoronamiento del campo socialista puso fin a la confrontación Este-Oeste en los términos de la Guerra Fría. A la distancia de casi 30 años puede concluirse que, más allá del innegable impacto de la subversión ideológica y las políticas de desestabilización promovidas por Estados Unidos y sus aliados de Europa Occidental, el efecto dominó en el derrumbe de aquel socialismo que se llamó a sí mismo «real» estuvo signado por la corrupción, la burocratización del trabajo político y la falta de honestidad de cuadros y funcionarios, gérmenes extendidos progresivamente a todos los estratos sociales. El deterioro irreversible de la autoridad de los partidos comunistas por su distanciamiento de las bases populares y su sumisión, salvo en Yugoslavia, a los dictados del Kremlin —donde se condicionó la solidaridad a los intereses geopolíticos de la URSS — , anuló la esencia democrática del socialismo e impidió que sus pueblos marcaran con una participación activa la construcción de sus destinos nacionales. Con tan endebles cimientos, sostenidos no pocas veces con los tanques y tropas soviéticas, la implantación de un «socialismo de mercado» que se trazó como meta el consumo y desatendió a los sectores más humildes de la población, le abrió las puertas de Europa del Este a la ideología neoliberal.
Cinco años después de que Reagan abandonara la Casa Blanca, William Clinton desmanteló el último despojo de los mecanismos regulatorios financieros y dejó al planeta bajo absoluto dominio de las grandes transnacionales. Ello acentuó los rasgos predatorios de un capitalismo cuyas normas de rentabilidad imponen la sobreexplotación de la mano de obra y los recursos naturales, y generó una crisis de legitimidad a la democracia representativa. Entonces las grandes transnacionales se dieron a la tarea de perfeccionar los instrumentos de la dominación cultural. Entre sus prioridades estuvieron la privatización de la enseñanza y los programas exportados por universidades y academias de Estados Unidos, mientras una campaña diseñada sobre la base del marketing, la neurociencia y métodos de guerra psicológica intentaba someternos a la creencia de que se habían acabado las alternativas, de que la globalización neoliberal no tenía vuelta atrás y no quedaba más opción que comulgar con su ideología.
Hollywood, las compañías publicitarias, la prensa, los intelectuales orgánicos del imperialismo y la izquierda arrepentida, aquella que durante tanto tiempo había insistido en la supuesta necesidad de transitar por una «tercera vía» —y cuyos herederos utilizan hoy el eufemístico término de «centrismo»— se aliaron para enterrar el espíritu revolucionario. El progreso de las comunicaciones les abrió una oportunidad, dado el formidable alcance en tiempo real de los medios actuales sobre un consumidor cautivo.
En esta guerra de símbolos en la que el conocimiento y la razón sacan la peor parte, en que la forma socava al contenido y se legitima el divorcio entre la ética y el arte, y —lo que tiene mayor connotación— entre la ética y el ejercicio de la política, se nos presentan como paradigmas del sistema solo a quienes juegan dentro de las reglas del mercado y sus pautas de socialización, marcadas por el individualismo más desenfrenado. En la «sociedad del espectáculo» todo vale; la doble moral y el hedonismo dominan la conciencia. Y en nombre de un modelo de democracia política que preconiza la ley de la jungla, se avasallan la democracia económica y la social. Cada año se destinan más de quinientos mil millones de dólares a la inversión publicitaria y otros quinientos mil millones para guiones de cine y series de televisión. Tratan de establecer una nueva subjetividad asociada a los valores del capitalismo salvaje que intenta derribar los paradigmas de solidaridad y convertirnos a todos en apéndices del mercado, en súbditos conscientes de esa ideología, lo que ha implicado la concentración de esfuerzos teóricos y financieros en estudiar la influencia y condicionamiento de la conciencia humana por los medios de comunicación que establecen la agenda global y fijan el marco alrededor del cual se conforma la opinión pública hoy en todo el planeta.
De acuerdo con Ignacio Ramonet, a la publicidad moderna —eje esencial de la seudocultura neoliberal— más que un producto lo que le interesa vender es una idea asociada a cómo una persona puede aumentar su valor en términos profesionales y sociales al consumir ese producto. Víctima de la plataforma de restauración neoliberal en Argentina, el profesor universitario Ricardo Foster apunta que «[…] una de las características del neoliberalismo es generar una extraña fantasía a partir de la cual los sujetos sometidos se creen dueños de sus decisiones, actores libres que se desplazan por la realidad buscando satisfacer sus deseos infinitos […]» (Forster, 2016: 139).
Todas las ramas del saber —desde la antropología hasta la neurociencia — , se han puesto en función de generar adicción al consumo. En nombre de la libertad se manipulan los prejuicios, anhelos y necesidades de las personas, al tiempo que se fomentan el conformismo, el miedo, la resignación y los instintos primarios de conservación. A su vez, se modifican el discurso y los mecanismos de persuasión con códigos seductores que han confundido, incluso, a buena parte de la izquierda tradicional. El propósito final es generar apatía ante los asuntos políticos e indiferencia por los graves problemas que afronta la humanidad frente al peligro de un holocausto nuclear, las catástrofes climáticas y el avance acelerado de la exclusión social de millones de habitantes en la Tierra. En esta alienante lógica solo cuenta cómo obtener cada vez más dinero y cómo conseguir el máximo de beneficio individual.
Mucho tiene que ver en el logro de esta finalidad la fragmentación de la vida cotidiana y el dominio del instante como garante de la desmemoria, mientras se atiborra al receptor con un aluvión de noticias irrelevantes, provenientes de las fuentes más diversas. En ese delirante escenario barrer el liderazgo de la vanguardia intelectual revolucionaria constituye una necesidad de primer orden; no puede haber nadie capaz de marcar la pauta, nadie que contribuya a desarrollar un pensamiento crítico y emancipador.
Esta maquinaria se sostiene sobre los avances tecnológicos en materia de comunicaciones. El panorama mediático ha cambiado, la televisión y la radio no han dejado de ser importantes y preservan influencia —con mayor peso en las naciones en vías de desarrollo — ; pero en el escenario global la batalla principal se está librando en las redes sociales de internet. Sobre Facebook, Twitter e Instagram se ha cerrado el cerco. Contrario a lo que pretenden hacernos creer, los nexos entre las multinacionales que los controlan y los círculos de poder político en Estados Unidos tienen una articulación eficaz. Hoy estas empresas son las que más dinero mueven en los lobbies del Congreso en Washington, por encima de General Electric, los gigantes de la defensa Boeing y Lockheed Martin, o de la petrolera ExxonMobil.
En materia de comunicación política, Cuba perdió su carácter insular; la red de redes permite que hoy medios de Estados Unidos y Europa se disputen sus audiencias, sin contar que en la era de internet y la telefonía móvil ya no existen secretos. Voltearle la espalda a esta realidad constituye un peligroso error.
En su último libro: De la estupidez a la locura. Crónicas para el futuro que nos espera, Umberto Eco dialoga con la pregunta de un estudiante a su profesor, que algunos de nuestros jóvenes pudieran hacerse: «Perdone —dijo el muchacho — , pero en la época de internet, ¿usted para qué me sirve?». Eco respondió desde una lógica que llama a la reflexión: «Lo que hace que una clase sea una buena clase, no es que en ella se aprendan fechas y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que ocurre fuera de ella» (Eco, 2016: 89 – 90).
Crecí alertado por una certeza: «El papel aguanta lo que le pongan». Hoy, para no pocos de nuestros navegantes en internet, la máxima carece de significado. Quizás no la conozcan. El resultado es que se da crédito a lo que se lee, sin comprender que el espíritu de los mentirosos del papiro reencarna en los corsarios digitales. Se necesita conocimiento para no naufragar en el ciberespacio. También se requiere de mucha lectura para no dejarnos embaucar por audiovisuales que remedan la realidad o se encomiendan al diablo, como ese documental perverso y manipulador que circula hace dos años en el que se acusa a Fidel por la muerte de Camilo Cienfuegos, para desprestigiar la imagen del gran símbolo revolucionario cubano.
Recientemente fue estrenado en internet un sitio especializado en tergiversar nuestra historia. En paralelo, se intenta «convencernos» de que la Revolución es el pasado, lo viejo, idea que cuenta con el entusiasta apoyo de algunos académicos articulados a proyectos que desde su nacimiento han recibido en Washington la más grata acogida por parte del Departamento de Estado y de Diálogo Interamericano, institución que comparte ese tipo de proyección ideológica. También se nos quiere persuadir de que ciertas publicaciones digitales privadas que sirven a Goliat constituyen un medio ciudadano, o de que la propiedad privada resulta el camino para «empoderar» al pueblo.
Cuba es una isla, un archipiélago, y es también un símbolo de alcance universal. No podemos permitir que su llama se apague. Debemos ser capaces de descifrar el enigma de su vitalidad desde la acción concertada y el diálogo colectivo, incluyente. En esta época de la posverdad, en que las tecnologías de las comunicaciones absorben hasta la idiotez la atención de los públicos —tendencia a la que no estamos ajenos — , pensemos la nación desde la articulación del complejo entramado de las ideas y la experiencia de nuestra práctica social, con una actuación política acorde con los tiempos que corren. Y en la consecución de ese propósito, hagamos de cada rincón del país un campo de batalla, que es lo mismo que decir un espacio de debate.
Ernesto Limia Díaz
1 de julio de 2017
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